jueves, octubre 05, 2006

Un tal García

Amigo Omalaled, yo nunca amenazo en falso ;-)




Hay una cita que siempre nos ha hecho mucho mal a los españoles. Dice: «¡Que inventen ellos!»; y se debe a Miguel de Unamuno, literato y filósofo vasco, quien también tuvo la inteligencia y el arrojo de decir otras frases famosas más acertadas, como el famoso «venceréis, pero no convenceréis» que le soltó a José Millán Astray, fundador de la Legión y brazo armado (el que le quedaba) de Franco.

La actitud del Unamumo que defendió esta idea era la de un hombre de profunda moral cristiana que se sentía preocupado por la deshumanización de los usos sociales a causa de la industrialización. Con una capacidad muy característica en él de confundir, en realidad, las cosas, identificó industrialización con progreso y ciencia, iniciando una cruzada contra ambas que le hizo escribir cosas como ésta (1913): «Hago votos por la derrota de la técnica y hasta de la ciencia, de todo ideal que se contraiga al enriquecimiento, la prosperidad terrenal y el engrandecimiento territorial y mercantil». Como puede verse, estas líneas transmiten un tufo ya anticuado a principios del siglo XX, mezcla de antirracionalismo y socialismo primario. Además, eran líneas pensadas y escritas por un pensador muy profundo, pero también muy orgulloso y terco. Una famosa anécdota de Unamuno nos cuenta que cuando recibió un premio nacional de manos del rey Alfonso XIII lo agradeció diciendo más o menos esto: «Quiero agradecer a Su Majestad la entrega de este galardón, que merezco». «Qué curioso», le contestó el rey; «todas las personas que han recibido este premio antes que usted han declarado no merecerlo». A lo que Unamuno contestó: «Es que, Majestad, ellos no lo merecían».

En cualquier caso, que es de lo que quiero hablar, esta frase de Unamuno refleja muy bien que, antes y después de él, la actitud básica de la sociedad española, e incluso de sus poderes públicos, ha sido fría hacia la ciencia. Y ésta es la razón de que, durante el bachillerato, estudiemos la ley de Hooke, las de Faraday, la de Boyle-Mariotte, el sistema cartesiano (de Descartes) o la geometría riemanniana. Pero nunca estudiamos el teorema de Pérez, o la ley de Bofarull, o las ecuaciones de Goikoetxea. No estamos.

Así que hoy quiero yo lavar un poco esa imagen contándoos la historia de un español que inventó algo de gran interés para la ciencia. De tanto interés, en realidad, que buena parte de vosotros, si no lo habéis tenido, lo tendréis alguna vez en la boca.

No, no. El espárrago se recolecta. No se inventa. No va por ahí.

El invento es el laringoscopio. Un aparato de uso común hoy en día por esos médicos a los que tanta gente llama el Doctor Rino, y que son los otorrinolaringólogos, o sea especialistas en garganta, nariz y oído. Sirve para echar un vistazo a la laringe, donde están las cuerdas vocales y algunas otras cosas, para vigilar enfermedades, problemas y tal.

Pues bien, el laringoscopio lo inventó un español. Un español tan español, que se apellidaba García. Y no lo inventó por interés en la ciencia. A García, lo que le gustaba de verdad era la ópera, el bel canto. La historia de su invento es la historia de una frustración.

La historia comienza en Sevilla, en 1775. Éstas fueron las coordenadas de espaciotiempo, que diría Einstein, en las que nació Manuel Rodríguez Aguilar, quien se puso el nombre artístico de Manuel del Pópolo García. García senior era, nos dicen las crónicas, un cantante pulquérrimo, motivo por el cual triunfó en Europa entera, Nueva York y México y, de hecho, fue el introductor de la ópera en España. Fue nada menos que uno de los cantantes preferidos de Rossini, quien lo buscó para que interpretase óperas como Otello y El Barbero de Sevilla, de la que se dice, incluso, que la compuso en su honor.

Después de los García, ninguna dinastía de líricos españoles les ha superado. Manuel del Pópolo tuvo tres hijos: Manuel, María Felisa y Paulina. Fijémonos primero en ellas.

Paulina García Sitches, más conocida tras su matrimonio como La Viardot, triunfó en toda Europa cantando óperas, sobre todo de Bellini. Estrenó obras de Saint Saëns o Massenet y, tras su retirada, fue amante en París de un personaje descollante de las letras, el escritor ruso Ivan Turgeniev. De pequeña, su padre le habría procurado maestros tan buenos como Franz List, quien le dio clases de piano; o su hermano Manuel, de quien acabaremos hablando.

María Felisa, por su parte, reinó en los escenarios operísticos del mundo decimonónico con el sobrenombre, tomado también de su marido, de La Malibrán. De no morir a los 28 años, a causa de una caída del caballo, su fama, ya de por sí muy elevada (Rossini decía de ella que no había otra igual), habría sido mítica.

O sea, situaros: el padre, un dios, incluso para Rossini. Las hermanas, pisando fuerte por los escenarios de Europa. Todos excelentes cantantes de ópera. ¿Qué podría ser Manuel García? Pues claro: cantante. Las crónicas valoran su voz de barítono, sí; pero ni modo, como dicen en México, igual que su padre.

Volvamos a Manuel senior. Hay una cosa que sabemos de él, y es que trataba a sus hijos a patadas. Si conocéis la historia de los famosos cinco hermanos Jackson, que pasaron su infancia y adolescencia esclavizados por un padre que quería que sus hijos fuesen estrellas del rock, le habréis pillado el punto a lo que os cuento. Manuel del Pópolo vivía dedicado a su arte, y sus hijos también. Esto supone nacer y crecer focalizado en el éxito. La pregunta es qué pasa si el éxito no llega.

Tanto La Viardot como La Malibrán no sufrieron ese problema. Pero Manuel sí. De Manuel García hijo no nos quedan testimonios de grandes plazas operísticas tendidas a sus pies, aplaudiendo durante largos minutos, reclamando bises. Fue un excelente profesor de canto, sí. Pero no fue un cantante descollante.

Y aquí es donde entra su faceta como médico.

Todo el arte de un cantante de ópera está en su laringe, en sus cuerdas vocales. Así que la laringe acabó por obsesionar a nuestro Manuel García. Las crónicas nos dicen que, como médico, pasaba horas diseccionando las laringes de perros muertos, para intentar comprender el mecanismo de producción de la voz. Asimismo, continuó sus labores en personas durante su actividad como médico militar, en París 1830, cuando tuvo que abandonar sus clases de canto a causa de la inestabilidad revolucionaria de la época.

Sin embargo, Manuel sabía que para poder avanzar de verdad en su conocimiento, necesitaba poder ver laringes vivas. O sea, su propia laringe.

Un día, observando un espejo de los que ya se utilizaban por los sacamuelas para visualizar las zonas recónditas de la boca, tuvo la idea de adjuntarle un mango doblado y proyectar sobre dicho espejo, una vez colocado al principio de la garganta, la luz solar usando un espejo. Así pudo observar su propia laringe, que se convirtió, por lo tanto, en la primera laringe viva jamás observada por el hombre. Corría el año 1854.

En el 55, presentó ante la prestigiosísima Royal Society de Londres una memoria sobre la fisiología de la voz humana, en la que analizaba la producción de la voz por efecto de la glotis y los mecanismos musculares que son capaces de modificar el timbre, la intensidad, etc.

Estos trabajos le granjearon a García el doctorado honoris causa por diversas universidades europeas, el nombramiento de comendador de la Real Orden Victoriana, la Gran Medalla de la Ciencia Alemana y la Gran Cruz de Alfonso XII. En 1903, cuando cumplió 100 años, fue homenajeado. En Londres.

Que inventen ellos.

Una pista más. Hijo de Manuel García fue Gustav García, que llegaría a ser profesor de canto en el Royal College of Music de Londres. El hijo de éste, Albert García, fue barítono, y muy célebre.

A veces, cuando historiamos, y sobre todo si hacemos lo que más nos gusta en este blog, que es historiar la experiencia de las personas, hay que echar volar un poco la imaginación. Vosotros podéis pensar lo que queráis, pero a mí me parece que al pobre Manuel García, inventor del laringoscopio, investigador de la medicina reputado y reconocido en las grandes plazas de la Ciencia mundial, todo lo que le movía era la frustración. La frustración de no ser un barítono cimero. De no ser tan bueno como su padre, de merecer sus patadas y sus riñas de la niñez. De no llegarle ni a la suela de los zapatos a sus famosísimas hermanas.

Manuel García no quiso ser un héroe de la ciencia. Quiso cantar como los ángeles, pero no lo consiguió. Y, por no conseguirlo, por tratar de comprender el por qué, por tratar de contestar a la pregunta de por qué su voz no era todo lo limpia, todo lo potente, todo lo versátil que sus sueños le exigían, se lanzó a una investigación que, estoy seguro, salvó vidas. Porque antes de que el hombre pudiese observar laringes vivas, ya me diréis cómo se las ingeniaba para encontrar en ellas pólipos, tumores y otras malignidades.

Merece un premio, un recuerdo, ¿no os parece? Y merece, sobre todo, que, aunque no nos oiga ni nos lea, le musitemos: Tranqui, tío. Superaste a tu padre.

miércoles, octubre 04, 2006

Por fin

Por fin he logrado vencer a mi propia estupidez. Merced a la ayuda de buenos amigos (gracias, Ana Saturno, y Berna. Y gracias, Sergio, por ofrecerte), he conseguido ser capaz de traerme imágenes a las entradas de este blog. A pesar de que las últimas horas han sido de frenética actividad bloguera (dos entradas en un día, cuando el ritmo habitual ya está acelerado cuando hay dos en una semana), estoy un poco como un niño con zapatos nuevos (bueno, eso no, porque tengo pies planos y para mí unos zapatos nuevos son una perspectiva más bien jodida), así que voy a recapitular aquí con algunas imágenes de posts recientes.

Hablábamos hace poco de Dom Escarré, abad de Montserrat, de sus valientes declaraciones a Le Monde, en la primera mitad de los sesenta, reivindicando el catalanismo y la democracia. Y decía entonces que el franquismo le había reprochado amargamente esas palabras, con un argumento tipo ¡con lo que los rojos hicieron contra la Iglesia! Además, recordaréis lo mucho que le dolió a los franquistas que no hubiese referencias a Franco por parte de los obispos durante el aniversario de la liberación del Cerro de los Ángeles, en Getafe.

Pues bien: esto fue lo que pasó, durante la guerra, allí. Las tropas republicanas, en efecto, se desempeñaron con especial crueldad, y desprecio, contra este santurario católico. En esta foto, unos milicianos «fusilan» a la enorme imagen del Sagrado Corazón que corona el Cerro.



También os hablé del entierro, el 16 de abril de 1936, del alférez De los Reyes, y de cómo fueron tiroteados los asistentes. Aquí está la foto de la os hablaba.


Y, por último, del golpe de Estado de Queipo en Sevilla, esta foto, a mi modo de ver tristísima. Un probo burgués que hace guardia en plena calle, armado con una pistola.


Espero que se vean medio bien.

Homenaje al emigrante

En este post quiero hacer un homenaje al emigrante español. En los años cincuenta, sesenta y setenta, centenares de miles de españoles, de todo el país, empujados por la pobreza, tuvieron que salir de España a trabajar en Europa, en América, en Australia. Trenes y barcos fueron sus cayucos. Se fueron a lugares cuyas lenguas no hablaban, a realizar los trabajos que los naturales de aquellos países no querían hacer. Muchos de ellos, pese a desearlo ardientemente, nunca han vuelto. 

martes, octubre 03, 2006

Sevilla, 1936: la chapuza nacional

Dedicado a mi amigo Calvin, sevillano de pro.



En un reciente post me comprometí a abordar el relato somero de dos ejemplos iguales pero distantes del golpe de Estado militar de julio de 1936 en España, que inició la guerra civil: Sevilla y Barcelona. Iguales, porque ambos fueron auténticas chapuzas desde el punto de vista conspirativo y, sobre todo, militar. Distintos, por razones obvias: el resultado fue diametralmente opuesto, pues mientras Sevilla, de la que escribiré hoy, acabó en manos de los nacionales, Barcelona fue hasta casi el final de la guerra de los republicanos.

Que el golpe de Estado en Sevilla fue una chapuza lo avalan datos indiscutibles. En primer lugar, el jefe del golpe, Gonzalo Queipo de Llano, tenía más o menos la misma relación con Sevilla que yo con Queensland, Australia. El golpe en Sevilla se produjo en la mañana del 18 de julio y Queipo llegó a la ciudad el 17 por la noche, después, por cierto, de haber recibido noticia en Huelva de los sucesos de Marruecos (aunque hablamos del golpe del 18 de julio, en realidad fue el 17 cuando las tropas se sublevaron en Marruecos), tras lo cual… se fue al cine.

Las previsiones de apoyos nunca se cumplieron. Al parecer, Queipo contaba con que se le unirían unos 1.500 falangistas, coordinados por un torero de relativa fama en aquel momento, El Aljabeño. Pero cuando en la mañana del 18 Queipo y El Aljabeño se entrevistan en el Hotel Simón de la capital hispalense, el lidiador informa al conspirador que de lo dicho no hay nada, porque los mandos de Falange en Sevilla están en la cárcel y el resto, en buena parte, está formado por estudiantes que en esos días (verano) están de vacaciones fuera de Sevilla. Cuando esa misma mañana Queipo se haga con el control del cuartel de Infantería, se le unirá la asombrosa cifra de… quince falangistas.

La cosa fue, verdaderamente, así: un general sin mando en plaza (en el momento del golpe, Queipo es inspector general de carabineros, o sea no es un militar con mando en cuartel alguno) se presenta en Sevilla de madrugada del 18 (después de haber ido al cine, no sabemos si a ver Misión Imposible) y, al salir el sol, se instala en el puesto de mando de Sevilla, en compañía de tres oficiales (tres, sí; no es una forma de hablar) y se va a ver, en el mismo edificio, al general José Fernández de Villa Abrile, jefe de la guarnición. Ni corto ni perezoso, Queipo le dice al señor que manda que decida: o con él, o contra él (y verdaderamente no miente pues, en ese momento, del lado del golpe, en Sevilla, sólo está él). Aquí se produce una de las primeras claves de la victoria del golpe en Sevilla, porque Villa no le presenta a Queipo, ni mucho menos, oposición frontal. En realidad, lo que más le preocupa a Villa y a sus mandos es que el golpe pueda fracasar y acaben todos exiliados, como Sanjurjo. Queipo, más echado para delante que ellos, los detiene y los encierra en un despacho; aunque encerrar es mucho decir, porque el despacho no tenía llave ni cerrojo (eso sí, tenía un cabo con orden de disparar si alguien huía, pero tampoco tuvo que plantearse si cumplirla o no).

Del puesto de mando, aún en la mañana Queipo se va al cuartel de Infantería, donde se produce una escena cachonda propia de los hermanos Marx. El general, al llegar al cuartel, se encuentra a la tropa armada y formada en el patio. Se dirige al coronel, al que no conoce de nada, y se produce el siguiente diálogo:

QUEIPO: Estrecho su mano, mi querido coronel, y le felicito por su decisión de ponerse de lado de sus compañeros de armas en estos momentos en que se decide el destino de nuestra patria.

CORONEL: Es que yo he decidido apoyar al gobierno.

QUEIPO: Estoooo, ¿podemos continuar esta conversación en su despacho?

El coronel, que como ya se habrá podido adivinar apoyaba al gobierno pero sin pasión (sufría, probablemente, de las mismas dudas filosóficas que Villa Abrile), accede. Una vez en el despacho, Queipo le quita el mando del regimiento. Pero no encuentra otro militar en el cuartel que lo quiera asumir, así que tiene que enviar a alguien a buscar a alguno de los oficiales que le acompañaba. Después de eso… ¡se queda solo con todos los militares a los que ha arrestado!

Es media mañana. En ese momento, Queipo cuenta con los 130 soldados del cuartel y los 15 falangistas despistados. Sevilla tiene, en 1936, un cuarto de millón de habitantes, muchos de ellos furibundamente izquierdistas y es, en cualquier caso, una balsa urbana que flota en un mar de anarquismo rural y está, además, a un tiro de piedra de una peligrosa concentración de izquierdistas con gran capacidad dañina: los mineros de Riotinto, hasta las cejas de explosivos. La cosa no pinta bien. Pero Queipo se las arregló, y ésta es la segunda razón de su éxito, para maximizar sus recursos. Por ejemplo, envió a un grupo de soldados a vigilar la Maestranza de Artillería, donde se guardaban nada menos que 40.000 fusiles. Cuando las milicias izquierdistas quisieron ir allí, la posición ya estaba cogida.

La ocupación propiamente dicha de Sevilla comenzó a eso de las tres de la tarde, cuando un comandante de Intendencia, con 76 soldados (ni uno más, ni uno menos), recibió la orden de Queipo de tomar el edificio de la Telefónica, el Ayuntamiento y el Gobierno Civil (ni uno más, ni uno menos). Se da la circunstancia de que este mismo coronel había estado ya algún tiempo antes, por error, en el Gobierno Civil, donde el gobernador, Varela Rendueles, fuertemente escoltado por guardias de Asalto (la única fuerza armada que fue fiel a la República), le había conminado a hacer profesión de apoyo al gobierno, ante lo que el coronel se había dado la vuelta… y se había marchado, al parecer sin oposición.

Varela dividió sus 76 hombres en tres grupos. Dos de ellos ocuparon casas y calles alrededor de la Telefónica, hostilizando a los guardias que la defendían. Con el tercer grupo, unos 20 hombres, entró en el Ayuntamiento y forzó a rendirse a… ¡sesenta guardias municipales! No tendrían muchas ganas de pelear.

A partir de ahí, a Queipo las cosas empezaron a irle cuesta abajo. La guardia civil, a media tarde, se unió al golpe. Luego lo hicieron los regimientos de Artillería, lo que permitió empezar a hostigar a cañonazos la Telefónica desde la calle Tetuán. Tras la Telefónica, los cañones se desplazaron al Hotel Inglaterra, lleno de milicianos, que capituló; y luego lo hizo el Gobierno Civil, sobre el que ya no hizo falta disparar. Allí, en el Gobierno Civil, fueron reducidos 150 guardias de asalto, dos tanques blindados y dos ametralladoras. Cabe preguntarse qué habría pasado si se hubiera utilizado toda esa fuerza horas antes, cuando a Queipo lo rodeaban tan sólo 130 soldados, probablemente no muy motivados, y 15 falangistas que tendrían que haber sido 100 veces 15.

Para colmo de males de los gubernamentales, también cayeron, en esas primeras horas, Cádiz, Jerez, Algeciras y La Línea. Lo cual quiere decir que los alzados ya tenían dónde desembarcar a sus legionarios. La Legión llegó a Sevilla el 20 de julio, aunque le tomó cuatro días acabar con la resistencia en la ciudad. El general republicano Pozas, director general de la guardia civil, dio orden a un destacamento de la misma en Huelva, ciudad que había permanecido fiel a la República, a que marchase a Sevilla a sofocar la rebelión. Craso error. El comandante Haro no sólo unió sus guardias civiles a la rebelión a su llegada a Sevilla, sino que hizo algo mucho más dañino aún: voló los camiones de dinamita que llegaban de las minas de Ríotinto, paralizando la columna de mineros que avanzaba para recuperar Sevilla. Fue una carnicería. Ambas partes entablaron un tiroteo en un lugar llamado La Pañoleta. Los guardias civiles se dedicaron a tirar al automóvil que encabezaba la columna de camiones, hasta que lo hicieron estallar, explosión que se comunicó a los camiones, cargados de explosivos hasta los topes.

En fin: razones del resultado que se produjo.

En primer lugar: Queipo era un militar chapucero. Ya lo había demostrado en 1930, con su torpísimo alzamiento contra la monarquía, y lo volvió a hacer en Sevilla el 18 de julio de 1936. Sin embargo, tenía un morro que se lo pisaba y era extremadamente temerario. Como creo haber descrito ya, pasó no menos de cuatro o cinco horas en las que era claramente consciente de estar en absoluta minoría como conspirador; pero eso no le importó. Su actitud se parece a la de ese aviador británico interpretado por David Niven que, tras estrellarse en la segunda guerra mundial, salir del avión y encontrarse rodeado por miles de soldados italianos enemigos, les saluda con un simple: ¿A que esperan para rendirse?

Los nacionales desplegaron una notable imaginación para engañar a los sevillanos. El primer contingente de legionarios que llegó a Sevilla era de 20 soldados. Queipo los subió a unos camiones junto con algunos guardias civiles y paisanos y los obligó a pasear continuamente por las calles de Sevilla. Al poco rato, todo el mundo en la ciudad se hacía lenguas de que habían llegado ya centenares, sino miles, de legionarios.

La tercera razón ya la hemos analizado. Las fuerzas militares gubernamentales no hicieron un gran esfuerzo por serlo. Lo cual nos lleva a la siguiente razón: la más que probable confianza de todos los prorrepublicanos de que Sevilla en particular, y Andalucía en general, no se podían perder para la causa republicana, porque estaban preñadas de izquierdistas. Esto pudo provocar cierta selección de mandos militares poco cuidadosa en lo que a las voluntades y fidelidades se refiere.

Todo parece indicar que las fuerzas del Frente Popular no estuvieron finas contestándole a Queipo. Tardaron mucho y perdieron mucho tiempo quemando iglesias y casas de gente rica, en lugar de ponerse al torrao de atacar a los alzados (que entonces eran muy pocos).

Por último, hay que recordar otra genialidad de Queipo: el uso de la radio. Radio Sevilla pasó la tarde del 18 en manos de los republicanos, que lanzaron soflamas a los pueblos para que se alzasen y ocupasen Sevilla. Pero en la noche era ya de Queipo, y ese mismo 18 el general inició una larga serie de monólogos radiados que hicieron mucho por conservar la moral de los derechistas y minar la de los izquierdistas, sobre todo en las primeras jornadas de la guerra.

Es una historia casi increíble. Parece de los Monty Phyton, o más bien de Gila. Un tipo llega a Sevilla en su Hispano-Suiza, llama a la puerta de la Capitanía General y, cuando le abren, dice: «Buenas, que venía a alzarme y a ocupar la ciudad». La guardia le deja pasar y le pregunta: «¿Quiere el café sólo, o con leche?»

lunes, octubre 02, 2006

Parlamento, a tus zapatos

Las guerras civiles y los parlamentos suelen engancharse por medio de una bisagra que se llama concordia. La mayor parte de las veces que un parlamento habla de una guerra civil o de sus consecuencias, es para señalar la necesidad de alimentar la concordia entre los contendientes. Como bien demuestran las decenas, si no centenares o miles, de pronunciamientos de los legisladores franquistas, impresos en el BOE, el leer una guerra civil en términos de ganador y perdedor es un ejercicio que está condenado al fracaso. Los parlamentos, en realidad, nunca o casi nunca toman partido en las guerras.