jueves, mayo 03, 2007

Cartas cruzadas (III): lo mejor de la República

Quienes hayais leído la anterior carta cruzada entre Ina y yo recordaréis que la dedicamos a polemizar sobre qué había sido lo peor la II República española. Una vez vencida dicha polémica, ambos polemistas estuvimos de acuerdo en que no tenía mucho sentido cruzarse aquellas misivas si no procedíamos a un cruce posterior recíproco, esto es intercambiando nuestros puntos de vista sobre qué fue lo mejor de dicha República.

Hoy tenéis a vuestra disposición nuestro intercambio, un intercambio en el que tenemos poco nivel de acuerdo, que es algo que a mí me gusta. Aún así, y para que Ina vea que juego limpio, cuando menos en el momento de tener las manos sobre la mesa, lo único que apostillaré, antes de copiaros las cartas, es que hay un detalle en la carta de Ina que me gustaría corroborar. Defiende que Gil-Robles, siendo ministro de la Guerra, tuvo la oportunidad de favorecer un golpe de Estado militar tras las elecciones de febrero de 1936 y que no quiso hacerlo. Me gustaría recordar, ya que él no lo hace, que eso es algo que no sólo afirman los escritores de derechas, sino autores totalmente identificados con el bando republicano, como es el caso de Mariano Ansó, quien asegura que así fue en su libro de memorias, que lleva el prístino título de Yo fui ministro de Negrín.

Hecha esta salvedad, aquí tenéis las cartas en el orden que fueron escritas y remitidas. Esta vez me tocó empezar a mí.

Lo mejor de la República. Por JdJ.

Querido Ina:

Me escribes para decirme, y no te falta razón, que nuestras anteriores Cartas Cruzadas se han quedado cortas. Porque no tiene sentido perorar sobre lo peor de algo (en este caso, lo peor de la II República Española) sin juzgar, al tiempo, lo mejor. Y, acto seguido, me recuerdas que ahora me toca a mí empezar. Quizás has intentado acojonarme con esta estrategia. Pues vas de culo.

No tengo un solo nombre para señalar lo mejor de la República, porque lo mejor de la República está en varios nombres. Aunque todos ellos creo están definidos por la misma característica. Todos son segundones.

La República tuvo muchos nombres sonoros, nombres de primera fila. Pero tuvo todavía más nombres segundones y entre éstos es donde yo he encontrado, o he querido encontrar, lo mejor de aquellos años. Voy a tratar de recordar a algunos.

Está, por ejemplo, Luis Lucia. Lucia era un político valenciano, de derechas. Tan de derechas que fundó con Gil-Robles la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), de la que fue vicepresidente. Esa situación le llevó a ser dos veces ministro durante el Bienio de las derechas, una con Lerroux y otra con Chapaprieta. A pesar de que Gil-Robles le dedica en sus memorias palabras elogiosas, lo cierto es que ambos se fueron distanciando cada vez más. A Lucia no le gustaba la gestión personalista de Gil-Robles y, además, él sí que se creía las profesiones de fe republicana que Gil-Robles realizaba, más por estrategia que otra cosa.

El momento de demostrar todo esto fue el golpe de Estado del 36. Sería muy ampuloso afirmar que el éxito del golpe en Valencia dependía de Lucia. Pero lo que sí es cierto es que el gobierno, consciente de la importancia de conservar el Levante, había colocado allí a militares de sobradísima fidelidad republicana, y que la existencia de una oposición armada a dicha fidelidad dependía, en gran parte, de que Lucía fuese capaz de movilizar a sus milicias de la derecha valenciana. Pero no lo hizo. En un movimiento que Franco no entendió (y por eso lo acabaría encarcelando), el católico de derechas Luis Lucia, un señor que no ganaba nada en la deriva hacia la izquierda de la República, nada más comenzar el golpe hizo pública profesión de fidelidad republicana y desmovilizó, de hecho, la resistencia armada en su región.

Segundones en la izquierda también los hay. Uno muy famoso, gracias a sus memorias, es Julián Zugazagoitia, el cual, pese a estar lejos de ser uno de los socialistas más radicales, acabó pagando con su vida la fidelidad a la izquierda. O Álvaro de Albornoz, un político de la izquierda republicana burguesa que tenía, como todos, sus manías y sus odios (el suyo era la iglesia católica) pero que, por lo menos, dio pruebas de pretender que aquella República fuese, por encima de todo, un Estado de Derecho. Aparece Don Álvaro en las memorias de Dolores Ibárruri, Pasionaria, a quien la victoria del Frente Popular pilló en Asturias. La reacción al vuelco electoral, según cuenta la dirigente comunista, fue irse a la cárcel, donde había presos del golpe de Estado revolucionario del 34 a decenas, a liberarlos. Según ella misma, De Albornoz se negó. Adujo que aquellos hombres, a quienes él consideraba, igual que Ibárruri, héroes de la República, merecían salir a la calle; pero añadía que eso tiene que producirse por un acto jurídico del gobierno, un indulto, y recomendó esperar unos días. Ibárruri cuenta con desparpajo que los líderes del Frente Popular pasaron del ex ministro como de comer mierda, se fueron a la cárcel y liberaron a todos los presos; también, pues, a los chorizos y a los violadores.

Y como segundón me gusta también (creo que esto no te va a gustar del todo) el general Vicente Rojo. Primero, porque es otro católico nacido para ser conservador y facha que sabe permanecer en su puesto y cumplir con su deber por encima de todo. Segundo, porque, al mismo tiempo que digo o escribo lo anterior, también tuvo la presencia de ánimo y el carácter como para no llevar esa lealtad hacia el numantismo suicida: una vez que fueron expulsadas a Francia las tropas republicanas tras la toma de Cataluña por Franco, se negó a volver a España, por mucho que Negrín se lo ordenó, con el argumento, cierto, de que continuar la guerra ya no era sino incrementar inútilmente la nómina de muertos. Y, por último, porque tuvo la gallardía de enfrentar su destino, volver a España y ser estúpidamente condenado por rebelión, cuando lo que él había hecho había sido enfrentarse a quienes se habían rebelado.

Podría citarte más. Me gusta la labor de Jaume Carner, un ministro de Economía catalán en los tiempos de la negociación del Estatuto que, a pesar de su origen, supo llamarle al pan pan y al vino, vino. Me gusta la breve y básicamente apolítica labor de Joaquín Chapaprieta al frente del Gobierno. Me gusta la valentía de Justo Martínez Amutio en Albacete, negándose a mirar a otro lado tras los nueve fusilamientos de brigadistas internacionales. Me gusta la valentía de los coroneles que acudieron a la fallida operación de reconquista republicana de las Baleares, arriesgando el cuello por su jefe porque la CNT quería fusilarlo acusándolo de haber saboteado la operación. Me gusta Mariano Ansó dándole la barrila a Portela Valladares tras la guerra para que devolviese lo que no era suyo, es decir las acciones de la CHADE que en tiempo de guerra se habían incautado.

De todas las personas que te cito esta carta, Ina, se pueden decir cosas malas. Y es que tener medio mando en la República y en la guerra y acabar limpio de polvo y paja es, creo yo, imposible. El problema que tengo yo con los personajes de primera fila, de Gil-Robles a Negrín, de Besteiro a Lerroux, de Prieto a Azaña, de Franco a García Oliver, es que a todos, absolutamente a todos, les encuentro más peros que alabanzas. Es sólo la segunda fila donde encuentro ese balance neto positivo.

De todas formas, me dicen quienes han discutido de esto conmigo que es algo bastante normal.

Te mando un abrazo,

Juan


...

Lo mejor de la República, según Inasequible Aldesaliento

Querido JdJ:

Entiendo que entre tanto político irresponsable y demagogo que hubo en la II República, te haya costado encontrar personajes positivos y hayas optado por los segundones. Sin embargo, yo me resisto a rebuscar entre los sargentos y quiero un general con mando en plaza. Alguien debió de haber entre los políticos de primera fila de quien podamos hacer un juicio básicamente positivo. Creo que ese político existe: José María Gil-Robles.

Gil-Robles lideraba la CEDA, la Confederación Españolas de Derechas Autónomas, que era como la UCD de la Transición, pero una UCD a la que se le hubiese quitado Francisco Fernández-Ordóñez y se le hubiese añadido la Alianza Popular de Fraga. La CEDA englobaba a conservadores, católicos, pequeños propietarios, monárquicos, e incluso a parafascistas. Lo interesante de la CEDA es que agrupaba a grupos que no le tenían demasiado cariño a la República, pero que, sin embargo, aceptaron jugar conforme a las reglas del juego republicano. Esto es importante, porque esos grupos, que no habían contribuido a traer la República, a menudo respetaron la legalidad republicana más que otros que sí que habían contribuido a traerla.

He oído críticas a Gil-Robles de indefinición ideológica, más allá de su catolicismo esencial. Pienso que en él había mucho de oportunismo. Por otra parte, liderando unas huestes tan variopintas, no podía permitirse el lujo de definirse demasiado ideológicamente y ver cómo se le iban grupos enteros de partidarios. En su día le acusaron de querer jugar en España un papel dictatorial semejante al del Canciller Dollfus en Austria. Creo que en esas acusaciones hubo mucho de mala fe y demagogia y para probarlo no hay más que ver su ejecutoria política. También se le acusó en 1934 de no querer expresar inequívocamente su apoyo a la República. Hacerlo le hubiera enfrentado con muchos de los suyos. Fue malo que no expresase ese apoyo, pero hay que reconocerle que se mantuvo fiel a la legalidad republicana, más fiel que el PSOE en 1934, por mucho que éste si se hubiese declarado republicano.

La CEDA ganó las elecciones generales de noviembre de 1933. Sin embargo, el Presidente Alcalá-Zamora prefirió encargar la formación del gobierno al Partido Radical de Lerroux, que tenía 13 escaños menos. Gil-Robles acató la decisión y su partido se convirtió en el principal apoyo del gobierno radical, en espera de que llegase su momento. Quienes no aceptaron el gobierno legítimo del Partido Radical fueron precisamente las izquierdas. Resulta curioso que mientras El Socialista argüía que la República era tan mala como la Monarquía y que en ella no había lugar para el proletariado, Gil-Robles afirmase que daba lo mismo República que Monarquía, siempre que la ley no atacase a la Iglesia Católica. Más tarde, en junio de 1936, ya en vísperas de la Guerra Civil, insistiría en que España podía vivir en un régimen o en otro, pero en lo que no podía vivir era en anarquía.

El 4 de octubre de 1934, Gil-Robles retiró su apoyo al gobierno del radical Samper y provocó su caída. Algo perfectamente válido en el juego democrático y desde luego mucho más válido que la Revolución de Asturias que siguió unos días después (por no hablar del levantamiento fallido en Cataluña). Alcalá-Zamora encargó otra vez a los radicales que formasen gobierno, concretamente a Lerroux. Esta vez Lerroux incorporó al Gabinete a tres Ministros de la CEDA, lo que desencadenó los sucesos de octubre. O sea que un acontecimiento perfectamente legal y democrático había provocado una reacción ilegal y antidemocrática y la CEDA y Gil-Robles no se encontraron precisamente del lado de los antidemócratas.

Los sucesos de octubre hubieran podido dar pie al revanchismo o incluso a intentar un golpe de mano por parte de las derechas. ¿Cómo reaccionó la CEDA en esa tesitura? Suspendió el Estatuto catalán (Companys había dado motivos para ello), ante la presión de los monárquicos que pedían su abolición. De las 20 sentencias de muerte dictadas, sólo se ejecutaron dos. Gil-Robles insistió en que se ejecutaran todas, lo que realmente hubiera sido un error mayúsculo, que sólo habría servido para enconar aún más los ánimos. En protesta por su conmutación, abandonó el gobierno y forzó una crisis que le permitió a la CEDA conseguir cinco ministros en el nuevo gobierno, uno de ellos el propio Gil-Robles en la cartera de Guerra. No tengo datos para saber si la insistencia de Gil-Robles en la ejecución de todas las penas de muerte era real o se trataba de una añagaza para forzar la crisis. En todo caso, no me consta que tras su entrada en el gobierno volviera a abogar por la ejecución de las penas de muerte.

Por lo que he leído, Gil-Robles fue un Ministro de Guerra competente que buscó la modernización del Ejército. Eso sí, los oficiales de derechas se vieron favorecidos y los de izquierdas apartados. Lo mismo que en 2000 con Trillo y que en 2004 con Bono en el otro sentido. No hemos cambiado tanto.

El escándalo del estraperlo [nota de JdJ: sin olvidar, tampoco, el affaire Nombela-Tayá, también muy grave] provocó el fin del gobierno Lerroux y el desmoronamiento del Partido Radical. La solución más lógica hubiera sido encargar a Gil-Robles la formación de gobierno. Alcalá-Zamora volvió a negarse y prefirió encargarle a Portela Valladares que formara un gobierno provisional que preparara nuevas elecciones. En todo caso, entraba dentro de las potestades del Presidente de la República.

Cuenta Hugh Thomas que la decisión de Alcalá-Zamora fue un duro golpe para Gil-Robles que se veía como única alternativa posible a un gobierno del Partido Radical. Dice que su Subsecretario, el General Fanjul, el que siete meses después dirigiría la intentona frustrada del Cuartel de la Montaña, le dijo que si daba la orden, esa misma noche sacaría a la guarnición madrileña a la calle. La respuesta de Gil-Robles habría sido: «Si el ejército, agrupado en torno a sus jefes naturales, cree que debe tomar el poder temporalmente con el objeto de salvar el espíritu de la Constitución, yo no constituiré el menor obstáculo». Y pidió a Fanjul que consultara a otros generales. La respuesta de Gil-Robles se presta a muchas interpretaciones. La mía es: «He perdido la confianza en esta República. Si el Ejército unido da un golpe para enderezar el rumbo de la situación, no me opondré».

Pienso que Gil-Robles, con todos sus defectos, había sabido domesticar a su grey y hacer que pasara por el aro republicano aunque fuera a regañadientes. Si enfrente hubiera tenido a políticos del mismo talante, la Historia habría sido muy distinta.

Te devuelvo el abrazo,

Ina.

lunes, abril 30, 2007

La reforma agraria de la República

Nos escribe Camilo, no sabemos muy bien desde dónde, animándonos a escribir unas notas sobre el problema de la reforma agraria en la segunda República. Lo más loable de Camilo es su sinceridad: no esconde que tras su petición, además de un interés sincero, se encuentra la obsesión de su profesor del instituto por esta cuestión, obsesión que se ha concretado en el encargo de un trabajo con nota. Pues bien, Camilo, para retribuir tu sinceridad, tengo una noticia buena y la otra mala. La buena es que este post va precisamente de aquello que tú necesitas, esto es la reforma agraria en la República; la mala es que, si has leído algunos otros post nuestros, habrás notado que tenemos la costumbre de redactarlos en un lenguaje coloquial e, incluso, en algunos casos, incluso levemente obsceno; el tipo de lenguaje que les sirve a los profes para darse cuenta de que un alumno no ha escrito lo que dice haber escrito. Te recomendamos, pues, que antes de caer en la tentación del copy/paste, te leas lo que viene debajo, y trates de asimilarlo.

Con la cuestión religiosa, que ya hemos tratado aquí y aquí, y la cuestión militar, la agraria es, de lejos, la gran cuestión de la República. Baste para muestra el botón de que el gobierno Azaña, y de hecho el primer bienio de izquierdas, cayó por unos sucesos, los de Casas Viejas, cuyo origen es la insatisfacción de los anarquistas respecto de la reforma agraria. Claro que no era para menos. España, económicamente hablando, era, en 1931, una economía agraria. Así venía siendo de tiempo atrás aunque con una realidad, como poco curiosa, pues si bien en España la agricultura siempre había sido muy importante, lo que no había sido era productiva, ya que las tierras españolas son, por lo general, poco fértiles. Entonces lo eran menos que ahora porque en España no había habido una gran política de regadíos (ésta la practicó, mal que nos pese, el franquismo; a Franco se le ridiculizó por su manía de inaugurar pantanos, pero es lo cierto que esos pantanos han irrigado no pocos campos hasta entonces de secano) lo cual hacía que hubiese extensísimas áreas de agricultura de secano. Por lo demás, había dos modelos agrarios radicalmente distintos: el del norte, basado en los minifundios de escasísima superficie (a veces, tan poca que ni daba para sostener a la familia que lo cultivaba); mientras que en el centro y sur eran generales los grandes latifundios, pues el secano sólo tiende a ser rentable en grandes superficies. El agricultor típico de la época era el yuntero, es decir un jornalero con dos mulas y un arado, que trataba de arrendar campos para explotarlos. Los latifundios eran el 58% de la superficie cultivable de Cádiz y cerca del 50% en cualquier otra provincia andaluza o extremeña. En Sevilla, por ejemplo, había 2.344 propietarios de tierras, el 5% del total, que generaban el 72% de la producción agrícola. Dado que en el secano la rentabilidad se incrementa con la superficie que se puede explotar, un terrateniente andaluz medio era capaz de sacar unas 18.000 pesetas anuales de su finca, mientras que el arrendatario minifundista solía sacar, por sus 10 hectáreas, poco más de 160.

Esto por lo que se refiere a quienes podían alquilar una tierra. Para los jornaleros, la cosa era peor. Un jornalero andaluz ganaba en 1930 entre 3 y 3,5 pesetas por día, salvo en verano, cuando ganaba hasta 5 pesetas, pero tenía que trabajar cuatro horas más, hasta doce. En Cataluña, estos jornales eran de 4 y 8 pesetas y en el País Vasco no bajaban de 5 pesetas.

En 1931 había en España 99 personas nobles con categoría de Grande de España. Sólo entre esta centena de familias poseían 577.000 hectáreas de campo. El mayor propietario de España era el duque de Medinaceli (79.146 hectáreas), seguido del duque de Peñaranda (51.015), el de Vistahermosa (47.203) y el de Alba (34.455 hectáreas). Por último, cabe hacer notar que en algunas zonas, como las Castillas, era endémico el arrendamiento a corto plazo, que era como agarrar al yuntero por los huevos: el latifundista cambiaba las condiciones del arriendo cada poco tiempo y, en caso que el arrendatario se pusiese de canto, siempre le quedaba la posibilidad de dejar las tierras en barbecho y matarlo de hambre. Como era latifundista, tenía otras muchas parcelas arrendadas.

La primera medida efectiva tomada por la República fue la denominada Ley de Términos Municipales, que impedía contratar un jornalero en otro pueblo mientras en el pueblo de las tierras quedase un solo parado. Esta ley elevó notablemente los jornales, aunque también sentó las bases de cierta dominación sindical sobre la contratación agraria, dominación de la que los propietarios de tierras se quejarían constantemente. En todo caso, el salario mínimo quedaba fijado en 5,5 pesetas por jornada normal y 11 para la de siega. Se fijaba la jornada de ocho horas y se recortaban notablemente las potestades de desahucio por parte de los propietarios arrendadores.

El 21 de agosto se constituye la ponencia de la Ley de Reforma Agraria, integrada por los diputados Polanco, Calot, Álvarez Mendizábal, Martínez Gil, Morau Bayo, Crespo, Valera, Artigas Arpón, Díaz del Moral, Companys, Ossorio Tafull, Hidalgo, Vaquero, García y García, Canales González, Beade Méndez, Pérez Torreblanca, Escribano, Serra Moret, Martínez de Velasco y Domínguez Arévalo.

En esta comisión, donde había desde liberales agrarios de derecha hasta socialistas, chocaron frontalmente los dos modelos de reforma existentes en la izquierda. Por un lado, el modelo del PSOE, que quería expropiar grandes fincas y explotarlas como tales colectivamente (un modelo seudosoviético, por lo tanto); y el modelo de los republicanos burgueses, que propugnaba la parcelación de dichos latifundios y su entrega a una multitud de pequeños propietarios. A la derecha de los burgueses estaban las derechas, que no querían la reforma; y a la izquierda de los socialistas estaba la CNT, que quería hacerse con la tierra a la fuerza y sin milongas legales ni otras memeces.

Nada más comenzar la discusión de la ley, en mayo de 1932, los notarios empezaron a forrarse. ¿Que por qué? Pero, ¿es que estáis lentos con el puente, o qué? ¿Nos os he dicho que la ley iba en contra de los latifundios? Un latifundio no se puede hacer desaparecer, pero lo que sí se puede es cortar a trocitos: los propietarios se fueron a los notarios, cargados de parientes, amigos y amiguetes, y comenzaron a trocear sus fincas al máximo y poniendo en cada trocito un dueño diferente; aquí la esposa, aquí una prima, aquí un amigo…

La ley, finalmente, fue aprobada en el Congreso, el 9 de septiembre de 1932, con 318 votos a favor y 19 en contra. Sucintamente, establecía la creación de un organismo, el Instituto de Reforma Agraria, encargado de dirimir qué explotaciones serían susceptibles de expropiación; amén de establecer medidas como la reversión a los arrendatarios de fincas que no fuesen muy grandes y que llevasen arrendando de mucho tiempo atrás. La reforma, en principio, no establecía la expropiación sin indemnización de las fincas de los grandes de España; esto es algo que se suele decir hoy, pero lo cierto es que esta enmienda en la ley fue introducida después del golpe de Estado del general Sanjurjo, y fue una represalia por el apoyo prestado a dicho golpe por alguna de las augustas familias.

Por lo que se refiere al resto de las finas expropiadas, se calculaba para ellas un precio mediante un tipo de capitalización que era creciente según la renta generada por las tierras. Una parte de la indemnización se pagaba en pasta y la otra en papelitos, concretamente deuda especial amortizable en cincuenta años (o sea: 1982, que ya les vale), con un tipo del 5% anual. A mayor riqueza de la tierra, menor era la proporción de pago en dinero.

La pregunta es: ¿por qué la reforma agraria salió mal? Pues por varias razones, supongo. Las que yo podría citar aquí son, primera, la candidez. Los gobernantes republicanos fueron extraordinariamente cándidos al diseñarla. En primer lugar, identificaron el problema agrario con el problema agrario del centro y sur de España, con lo que generaron una reforma que a los agricultores gallegos, asturianos o riojanos les atravesaba sin romperles ni mancharles: no les servía para nada.

En segundo lugar, todo parece indicar que la de los gobernantes republicanos fue una reforma hecha como los políticos de hoy los programas electorales, o sea: tú promete y, si luego ganamos, ya veremos cómo lo pagamos. Con el agravante de que éstos ya habían ganado; ya tenían que llevar adelante sus promesas. Lejos de ser un problema exclusivo de los grandes de España, la reforma agraria española requería expropiaciones a otras muchas gentes, todas ellas con indemnización, y para eso hacía falta dinero.

Y aquí llega el tercer lugar. El Consejo Superior Bancario realizó un informe en el que aseveraba que el sistema bancario español era suficiente para financiar la reforma y el gobierno, candidez sobre candidez, le creyó. Con ello, la reforma quedó en manos de quien la financiaba, los bancos; y éstos estaban dominados por los grandes nombres del capital financiero, mucho más amigos de los terratenientes que de los políticos republicanos. Así pues, metieron a la zorra en el gallinero.

La reforma agraria se diseñó para reasentar a 60.000 campesinos por año. En 1934, por lo tanto, debían ser 120.000; y eran 12.500. El Instituto de Reforma Agraria contaba con una aplicación presupuestaria de 50 millones al año, con lo que podía, por lo tanto, aspirar a colocar unas 5.000 familias. Para el resto, dependía de los bancos. Azaña se queja y se queja en sus diarios de su ministro de Agricultura, el republicano Marcelino Domingo, de cuya capacidad técnica dice lindezas y al que pone a precipitarse de un equino; pero cabe preguntarse hasta qué punto la cosa no fue bien por la estulticia de un ministro o es que la cosa estaba, en realidad, mal diseñada.

El 10 de marzo de 1933, siete mil agricultores se juntaron en una asamblea en Madrid contra la reforma. Las protestas llegaban por doquier. Paradójicamente, la superficie de tierra dejada sin cultivar creció (o no tan paradójicamente, pues los propietarios tenían pocos incentivos para invertir en ella). En este ambiente, las derechas ganaron las elecciones del 33, y le dieron una completa vuelta a la tortilla.

El 11 de febrero de 1934, con un solo decreto (levantamiento de los campesinos dedicados a cultivos intensivos), el gobierno desahució a 28.000 jornaleros. Cinco días después, se reponía la libertad del propietario de elegir arrendatario, eliminada con la reforma. Y, tres meses después, se anulaban las disposiciones relativas a jornadas, salario y colocación. Los jornales cayeron en unos pocos días un 50%. Entre mayo y junio de 1934, la Federación de Trabajadores de la Tierra, vinculada a UGT, desató una violentísima huelga general en el campo, con quemas de maquinaria incluidas. Un intento racional de hacer una reforma moderada, el del ministro de la CEDA Manuel Giménez Fernández, fue abortado por las propias derechas y su egoísmo, pues ahora todo lo que pretendían era recuperar todos sus privilegios. En un auténtico festival de favoritismo, los grandes de España fueron indemnizados por las mejoras introducidas en sus tierras antes de ser ocupadas e, incluso, por la expropiación de algunas de dichas fincas, a valores superiores a los reales.

Si es cierto que el Frente Popular no llegó del todo con ese afán revanchista y guerracivilista que se le atribuye, lo cierto es que en la materia agraria no es así. El campo que votó al Frente lo votó para volver a voltear la tortilla, esta vez con más radicalidad incluso; y, una vez producida la victoria, ello se cumplió. De febrero a junio de 1936, se expropiaron tierras para asentar a casi 72.000 yunteros, o sea cinco veces la cifra del periodo 1932-33, aunque cabe decir que, en realidad, aquí el gobierno ya no hacía nada, sino que se limitaba a dar carta de naturaleza a los hechos. La mayor parte de estas expropiaciones corresponde a terrenos previamente ocupados por los campesinos, con mayor o menor violencia.

La nueva Ley de Reforma Agraria del Frente Popular se aprobó el 18 de junio de 1936. Pero, por razones sobradamente conocidas, prácticamente no se aplicó.