miércoles, junio 27, 2007

Hatshepsut

El Museo de El Cairo ha anunciado hoy, a bombo y platillo, que finalmente ha logrado identificar a la momia de la faraona Hatshepsut. Ya se sospechaba que era suyo el cuerpo momificado que se conservaba en el museo junto al de quien había sido su aya de niña. Hace tiempo que entre los egiptólogos se hablaba de la posibilidad de que la mujer de entre cuarenta y cincuenta años que apareció enterrada junto a una mujer gruesa de unos sesenta (las amas de cría siempre han sido gorditas) era Hatshepsut. Aunque todavía no he localizado en internet información precisa sobre la información facilitada por el museo, supongo que la identificación se habrá hecho mediante pruebas de ADN cotejadas con las de momias de otros miembros de la XVIII dinastía cuya filiación es segura.


Y tiene su importancia porque Hatshepsut es un caso que se debe conocer y seguir. La Historia del Egipto antiguo está repleta de momentos alucinantes (mi preferido es Pepi II, el faraón que reinó cien años), y uno de los más sobresaliantes, y bellos, es el del reinado de esta mujer, a quien podéis ver en algún que otro museo del mundo con barba postiza, postura hombruna y unas tetas más bien disimuladas. Pues Hatshepsut no fue, propiamente, faraona de Egipto, sino faraón.


Egipto fue un país primero, y un imperio después, extraordinariamente bien organizado, próspero y finalmente expansionista. Como siempre ocurre con los imperios, los egipcios pronto se supieron el ombligo del mundo y se consideraron eternos (y casi lo fueron; entre Narmer, el rey serpiente, y la poco fiable Cleopatra, media un espacio superior a eso que llamamos civilización cristiana) e invencibles. Por eso, cuando su mundo se deterioró, hasta límites insospechados, y fueron invadidos por un pueblo de muertos de hambre, los hicsos, no fueron capaces de creérselo.


En la mitología egipcia, el periodo de los faraones hicsos aparece como un periodo de oscuridad, tristeza, como estar en el infierno. Hay un libro, el llamado Papiro de Ipuwer, que recuerda esos tiempos en términos tan catastróficos que a un escritor bastante dado a las historias fantasiosas, Abraham Velikowsky, le dio como para elaborar la teoría de que en realidad lo que había pasado entonces es que un cometa había pasado cerca de la Tierra, generando una catástrofe de proporciones gigantescas. En fin, cosas de Iker Jiménez et altera.


Las lamentaciones de Ipuwer dejan ver, más bien, el llanto por un país repentinamente desestructurado:


Los vigilantes dicen: «vámonos a robar» (...) Los habitantes de las marismas poseen escudos (...) El hombre ve a su hijo como a su enemigo (...) Los hombres virtuosos caminan en duelo por las cosas que ocurren sobre la tierra (...) Por todas partes, los extranjeros se han convertido en egipcios.


A lo que voy. La dominación hicsa fue tan desgraciada para los egipcios que éstos estaban dispuestos a estarle eternamente agradecido a quien fuese capaz de expulsar a aquellos macarras. Por eso la denominada XVIII dinastía tiene tanta fama y fue tan admirada; eran los sucesores de aquellos héroes.


De la XVIII dinastía era Tutmosis I, uno de los grandes-grandes faraones de Egipto, capaz de llegar con sus tropas hasta el actual Irak. Tutmosis, como todos los faraones, tuvo una esposa real, Ahmose, y un huevo de concubinas; en Egipto la poligamia de Faraón estaba obviamente permitida (él era Dios, y Dios hace lo que quiere) pero, al mismo tiempo, la línea dinástica era sagrada; a lo que hay que añadir que, en realidad, Tutmosis era un parvenu, un puto civil que había llegado a faraón porque Amenhotep murió sin descendiente; así que Ahmose era la portadora de la sangre real. Sin embargo, la muerte de Tutmosis planteó de nuevo el problema, porque de dicha línea dinástica no dejaba hijo varón alguno, sino una chica: Hatshepsut.


Si llevamos en España, en el 2007, unos dos años mareando la perdiz con que si cambiamos la Constitución para que la corona la puedan heredar las primogénitas, imaginaros hace 3.500 años. Hatshepsut tenía la legalidad dinástica de su mano, pero era tía. Esto dio espacio suficiente para el desarrollo de ambiciones personales por parte de personajes de la Corte, los cuales decidieron pasar de ella. Se rescató a uno de los hijos de Tutmosis, habido con una concubina, y se lo coronó como Tutmosis II.


Hemos de reconocer que, de ser Hatshepsut un hombre, esta historia sólo habría tenido un final: la guerra civil. Pero ella era una mujer y una mujer, me atrevería yo a decir, muy lista. Sabía dos cosas: la primera, que no podían matarla porque era necesaria para labrar la legitimidad dinástica de aquel montaje. En el Egipto antiguo las bodas entre hermanos y hermanastros de la familia real no eran infrecuentes, así pues la mejor manera de eliminar toda duda sobre la legitimidad de Tutmosis II era casarlo con su medio hermana, la hija de Tutmosis y Ahmose (o sea, una Borbón-Borbón, sólo que faraónicamente hablando).


La segunda cosa que sabía Hatshepsut, y si no la sabía obviamente la averiguó después del bodorrio, era que su joven marido tenía menos futuro en el mundo de los vivos que José Tomás en Esquerra Republicana. De hecho, fue faraón tres años nada más, tras los cuales la palmó.


Tres años le bastaron a Hatshepsut para llevar a cabo su plan. Al fin y al cabo, ¿por qué la habían preterido? ¿Por tía? No, ni de coña. En aquel Egipto el faraón era un personaje tan etéreo para el común de los mortales, tan distante, que su sexo no tenía tanta importancia; de hecho, no son pocos los egiptólogos que sostienen que el reinado de Hatshepsut (largo para la época: 15 años) fue aceptado con bastante naturalidad por los egipcios.


No, el problema eran las intrigas. Los intereses. Lo que ella necesitaba era un partido que la apoyase. Y eso, en aquel Egipto, suponía una de dos cosas: o el ejército, o la iglesia.


Hatshepsut se decidió por la iglesia. No por casualidad esta faraona aparece siempre íntimamente ligada a Amón-Ra, el dios situado en la cumbre de la denominada Enéada Heliopolitana (Ra, Shu, Tefnut, Geb, Nut, Osiris, Isis, Seth y Neftis). Ayudada por su mejor consejero y más que probable amante, el arquitecto Senenmut, firmó un pacto con los sacerdotes para hacerse con el poder. Sin embargo, y a pesar de lo que hemos dicho de la naturalidad con que fue aceptada la reina (de hecho, si siquiera era la primera mujer faraón), todo parece indicar que tuvo que hacer varias cosas para mantener el tipo. La primera de ellas, no cargarse a su sobrino e hijastro Tutmosis III, todavía un niño, como habría sido de ley (unos cuantos cientos de años después, dos hermanos ptolomeos, o sea Cleopatra y su coleguita, tratarán denodadamente de matarse el uno al otro). Lejos de cargárselo, Hatshepsut lo mantuvo en la corte y lo hizo aparecer en estelas y bajorrelieves. Fue una especie de gobierno de dos faraones en el que la proclamación de Hatshepsut se vio claramente apoyada por los curas. Pero como Tutmosis era jovencito y ella se las sabía todas, es más que claro que gobernó quien gobernó.

Por fin, la taimada Hatshepsut consiguió reinar. Un reinado largo y muy próspero para Egipto que siempre hemos considerado bien representado por la gran obra realizada entonces, el denominado templo de Deir-el-Bahari, en el que algunas imaginaciones quieren ver el tributo de amor de Senenmut a Hatshepsut. Sea o no cierto, todo parece indicar que la reina murió poco después de terminarse esta obra.

Merced a esta historia, no fácil, Hatshepsut se ha ganado un puesto entre las mujeres egipcias universalmente admiradas, que son ella misma y la bella Nefertiti. Y ha construido un mito lo suficientemente fuerte como para hacer decir, hoy, a los responsables del museo de El Cairo, que su identificación es el mayor descubrimiento de la egiptología desde que, en 1922, se rompiesen los sellos de la tumba de ese faraón de medio pelo que se llamó Tutankamón.

lunes, junio 25, 2007

Hombres de milicia

Mi situación de okupa en hogar sin internet se prolonga un poco más de lo esperado. Nada grave, pero me impide profundizar en estos comentarios, al menos por el momento, como yo quisiera. No obstante, ni puedo ni quiero dejar de escribir, así que hoy os voy a proponer una reflexión, digámoslo así, algo más ligera. Y, quizás, es el día más interesante para hacerla, pues hay días en que ciertas personas, y ciertas profesiones, merecen, si no un homenaje, sí un recuerdo.

Hoy quiero preguntaros: en vuestra opinión, ¿cuál es el primer militar de la Historia de España?

No es pregunta fácil. España forma parte, junto con Egipto, Macedonia, Roma, Francia, Inglaterra y Estados Unidos, forma parte, digo, de un selecto club de ejércitos imperiales, capaces, algún día, de dominar partes enormes del mundo. Ya sé, ya sé que luego llega Paul Kennedy para convencernos de que eso no está tan bien, porque el imperialismo militar es la mejor manera de arruinar a un imperio. Pero, bueno, otros intentaron ser imperios sin conseguirlo (y si no, que se lo digan a Hitler) y se arruinaron igual; así pues, como diría el andalú, que nos quiten lo bailao.

Un ejército imperial ha debido tener grandes generales. España los ha tenido, y nada malos. Aquí ensayo una lista, ampliable (Tiburcio, por favor, si apartas la trompa y lees esto, no aportes más allá de cuarenta nombres, chato) con algunos de los candidatos que yo creo deben estar. No están todos los que son, pero al menos pretendo que todos los que estén, sean.

Eso sí, como recientemente, en el post sobre la mujer más importante de la Historia de España, algún lector dijo que si se podía explicar quién era quién, esto voy a hacer ahora, dedicándole a alguna línea a cada candidato.

Bueno, y si queréis votarles, en público o en privado, me ofrezco voluntario para sumar los votos y publicar la media. No creo que seamos muchos, pero siempre puede salir algo. De 0 a 10, empiezo yo mismo.


ALMANZOR (7,5 puntos): De todos los caudillos militares musulmanoespañoles, escojo a éste, creo que con justicia. En su época, tanto él como sus ejércitos fueron invencibles y se pasearon por España entera. Almanzor llegó a tomar la ciudad de Santiago de Compostela, al norte-norte de España pues, una auténtica proeza militar. La tradición dice que, habiendo respetado el sepulcro del apóstol Santiago, se llevó las campanas de la catedral (no sin antes saquearla) a hombros de cristianos. Putadita que sería devuelta por Fernando III unos dos siglos después, cuando Córdoba retornó a ser cristiana.

ÁLVAREZ DE CASTRO, Mariano (6 puntos). Uno de mis preferidos, aunque no el único, de nuestra guerra contra el pérfido monsieur. No por estratega ni por hábil a la hora de gestionar recursos, sino por andar sobrado de eso que se le supone al soldado, pero que no siempre tiene: valor. Mariano Álvarez de Castro era el comandante de la plaza de Gerona, dentro de la cual contaba con 5.600 soldados, que fueron cercados por 18.000 efectivos del mejor ejército del mundo, el francés, comandados por el conde Saint-Cyr, que no era ningún gilipollas en la cosa de pegar tiros. En esas condiciones, Álvarez de Castro y los gerundenses aguantaron siete meses, que costaron la vida de dos tercios de las fuerzas sitiadas. Don Mariano fue preso por los franceses quienes, según he leído en algunos lugares, lo maltrataron e incluso se podía decir que lo torturaron, por lo que murió poco después.

CHURRUCA, Cosme Damián (5 puntos). Triste enseñanza la que nos deja la vida de este donostiarra de Motrico: entre españoles, no hay nada como perder para que te olviden. De haber sido don Cosme de New Hampshire, seguro que ya Clint Eastwood habría filmado su vida. Marino y científico con gran experiencia, curtido en varias batallas en medio mundo, desde España hasta La Martinica, se cuela en la Historia en la famosísima batalla de Trafalgar, en la que comandó el navío San Juan Nepomuceno, que fue cercado por seis navíos ingleses, ante los cuales vendió cara su piel, sus foques y sus sobrejuanetes. El mito nos dice de él que una bala le arrancó una pierna y que, colocando el muñón sobre un barril de serrín, siguió disparando. Difícil de creer, ciertamente; pero su valor es innegable, como lo es su pericia como marino.

DÍAZ DE VIVAR, Rodrigo (7 puntos). Aunque el Cid no es propiamente un mililtar, sí es verdad que fue un jefe militar muy respetado, aunque un poco veleta con eso de las fidelidades. Sin duda, es uno de los personajes que más hondo han calado en el sentir de lo español, muy a menudo identificado con él. Es míticamente famoso por ser un líder de tanta hondura que logró ganar una batalla después de muerto.

ESPARTERO, Baldomero (7,5 puntos). Este militar cuyo padre debía de ser un poco cachondo mental (lo digo por lo del nombre y apellido en pareado) es el mayor ejemplo existente en la Historia de España, y uno de los mayores del mundo, de militar hecho a sí mismo. Comenzando su carrera militar de soldado raso, las guerras carlistas le vienen a ver con sus oportunidades de ascenso. En las acciones armadas del siglo XIX brilla Espartero por sí solo y alcanza pronto los más altos entorchados. Militar de ideas tirando a liberales, conforma en la Historia de su época un poco la contraimagen de Narváez, que sería el más digno representante de las derechas moderadas. Cuando los liberales, hartos de los devaneos absolutistoides de la regente María Cristina, deciden pasaportarla al extranjero, será Espartero el designado para ser regente mientras Isabel II no tiene la mayoría de edad (razón por la cual don Baldomero, además de capitán general, es príncipe, príncipe de Vergara). En un paroxismo total, décadas después, cuando sea Isabel la pasaportada y otro militar, Prim, esté buscando desesperadamente un rey para España, no serán pocos los que propongan a Espartero, quien declinó amablemente la invitación. Así pues Espartero, hombre del origen más humilde, fue regente y pudo incluso llegar a ser rey.

FERNÁNDEZ DE CORDOVA, Gonzalo (8 puntos). Más conocido como el Gran Capitán, fue el primer general de los reyes católicos e, incluso, hay algún deslenguado que dice que para la reina fue algo más que un militar apuesto. Gonzalo Fernández de Córdova iba para militarcillo de medio pelo, pero su empuje y sabiduría bélicas hicieron de él un elemento imprescindible para el naciente imperio español, especialmente en las posesiones italianas. Militarmente hablando, fue un hombre renovador que supo dar a los ejércitos mucha más movilidad de la que tenían.

MARTÍN DÍEZ, Juan. Juan Martín (9 puntos), más conocido como El Empecinado, es mi preferido. Por dos razones. La primera, porque es un militar renovador. Es él quien, al inicio de la Guerra de la Independencia, se da cuenta de que en campo abierto contra los gabachos no hay nada que hacer, y se aplica a joderles la marrana. Con sus tropas, más bien escasas, se dedica a atacar las líneas de suministro francesas y retirarse después, iniciando una guerra de desgaste, o de guerrillas como se ha dado en llamar, contra la que Napoleón y toda su grandeur no estaba preparado.

La segunda razón de mi admiración es la fidelidad. Juan Martín luchó primero contra la Revolución Francesa (cuando España le declaró la guerra a Francia por la ejecución de Luis XVI); pero luego, cuando volvió a luchar contra el francés, lo hizo por defender la Constitución de Cádiz, fidelidad que ya nunca abandonaría. Fernando VII, el Borbón Sin Palabra, hijo del Borbón Sin Cerebro (Carlos IV), trató de ganarlo para la causa absolutista, pero El Empecinado se lo dijo muy clarito: tú podrás cambiar de chaqueta, chato; pero no el hijo de mi madre (si no quería la Constitución, que no la hubiera jurado; pero yo la juré, y jamás cometeré la infamia de faltar a un juramento). En respuesta, cuando vino la reacción absolutista, los Cien Mil Hijos de San Luis y todo aquello, Martín fue perseguido, apresado, metido en una jaula como una alimaña y colocado frente al pueblo para ser escarnecido. Fue, por supuesto, ahorcado; pero nunca abjuró de sus ideas y de su deber constitucional, que es algo que un militar, cuando es de pura cepa, respeta siempre. Y siempre quiere decir siempre.

SPINOLA, Ambrosio (8 puntos). Noble genovés de rancia tradición de obediencia española, su vida militar se consumirá, principalmente, en la interminable guerra de Flandes. Inmensamente rico, su ambición de gloria militar le llevó a unirse a los ejércitos de Felipe III en lo que hoy es Bélgica y los Países Bajos, donde ya guerreaba su hermano. Militar de especial inteligencia para las labores de asedio, siempre difíciles en los pantanosos llanos flamencos, fue ganando peso en el ejército de Flandes hasta ser su máximo responsable. En realidad, Spínola no sólo fue general, sino financiador; varias veces rozó la bancarrota porque, agostado como estaba el Tesoro español y teniendo en cuenta que el genovés era propenso a pasarse de frenada, adelantaba los sueldos de los tercios y luego las pasaba putas para cobrar de Madrid. Velázquez lo inmortalizó en su famoso cuadro La rendición de Breda. Es el que está pillando la llave.

ZUMALACÁRREGUI, Tomás de (7 puntos). General carlista en la primera guerra que lleva dicho nombre, a pesar de contar con elementos relativamente escasos logró mantener en jaque a las tropas españolas (o mejor dicho las otras tropas españolas), llegando incluso a extender en no pocas cancillerías europeas la idea de que los isabelinos podían perder la guerra. Décimo hijo de una familia de once, para colmo se queda sin padre a los cuatro años. Su madre quería que fuese chupatintas, pero a él la guerra contra el francés le pilla en Zaragoza (Agustina de Aragón es buena prueba de la que allí se montó), momento en el que este ormaiztegitarra (¿se dice así?) siente la llamada de las hostias. Hombre furibundamente religioso y conservador, a pesar de la evolución de las cosas no se apea de su absolutismo y, en consecuencia, al llegar Isabel al trono se apunta al bando del carlismo. Peleando con este ejército aprovecha la difícil orografía del norte de España para desesperar a los generales isabelinos, de modo y forma que consiguió encencerle el pelo a militares tan buenos como el propio Espartero o Espoz y Mina. Ordenado que le fue por Don Carlos de poner sitio a Bilbao (él quería tomar Vitoria, pero en Bilbao había más pasta y el ejército carlista andaba corto de numerario), una bala perdida le hirió en una pierna y murió, bastante tontamente, de septicemia.