miércoles, enero 09, 2008

El 98. Y 3: pero... ¿y Cuba?

Para España y para Estados Unidos, la guerra de Cuba fue muy importante. Pero si se llama de Cuba, eso es porque, obviamente, para quien más importante fue, es para el tercer elemento de esta serie, esto es Cuba. La guerra de Cuba es la de la independencia de la isla, esa guerra que en la Historia de cada país, si es que se ha producido, se guarda como oro en paño en medio de recuerdos casi míticos. Sin embargo, como ya sabemos de los dos artículos anteriores, en realidad Cuba no ganó aquella guerra. Tampoco la perdió. Se dio la extraña circunstancia de que otro la ganó por ella. Lo cual tiene sus consecuencias, como ahora veremos.

La cosa de si Cuba ganó o no ganó la guerra de Cuba tiene sus bemoles. Es lo cierto que España se dio por derrotada frente a los Estados Unidos; pero en los últimos cien años, una multitud de escritores y estudiosos caribeños se ha dedicado a recordarnos algo que es absolutamente cierto: cuando España y los EEUU se liaron a hostias, España era ya un contrincante fácil porque había sido reblandecido por décadas de resistencia cubana, resistencia que con la fuerza de las armas y la inestimable ayuda del general Enfermedad se había cobrado la vida de decenas de miles de españoles.

Cuba se colocó al frente de la producción mundial de azúcar a principios del siglo XIX; hecho que vino a coincidir, por cierto, con una creciente querencia de los humanos hacia este alimento, por lo menos hasta la llegada del aerobic. La condición de territorio cañero por antonomasia (cañero de caña de azúcar, claro) desarrolló enormemente su sociedad, lo cual desgraciacamente quiere decir, como suele ocurrir, que la hizo más inequitativa de lo que ya era. En un orbe en el que la mezcla de razas era mucho menos intensa de lo que lo es hoy, la cubana era, probablemente, una de las sociedades más variopintas del mundo. Como en toda la América hispana, existía el fenómeno de los criollos, es decir blancos cubanos, que se combina con lo que entonces se llamaba los peninsulares, es decir los residentes en Cuba, blancos y nacidos en España. Además de esta población estaban los negros, de los cuales unos cuantos, bastantes, eran esclavos. A mediados del siglo XIX había aproximadamente 800.000 blancos en Cuba, 230.000 negros libres y 371.000 esclavos. Bendita proporción: casi un esclavo por cada dos blancos. No he conseguido encontrar datos sobre mulatos, zambos y demás mixturas; supongo que están, de alguna manera, inclusos en estos datos.

La política cubana del siglo XIX está dominada por los peninsulares, es decir por los españoles, apoyados a menudo en los grandes terratenientes criollos, poco amigos de cambios en el status quo y, sobre todo, absolutamente contrarios a la abolición de la esclavitud. Esto generó en Cuba un sentimiento antisajón, primero antibritánico, en los años en los que Inglaterra había abandonado la esclavitud pero los EEUU no, y después también antiamericano. Así pues, una cosa que hay que tener clara es que los varios intentos de comprar Cuba llevados a cabo al menos por cuatro presidentes americanos se dieron de bruces, qué duda cabe, con el orgullo español; pero también se enfrentaron con el punto de vista de los cubanos ricos.

Sin embargo, conforme avanza el siglo XIX, el colonialismo empieza a toser. En todo el mundo, y muy especialmente en la América Latina, comienza a ser cada vez más evidente que las sociedades otrora colonizadas quieren ser dueñas de su propio destino. A los cubanos la idea paternalista inherente al colonialismo (como el indígena es tonto de la haba, mejor le gobierno yo desde la metrópoli) cada vez les pesa más y son esos mismos propietarios criollos de orden más bien conservador los que comienzan a presionar para que se reformen las instituciones cubanas y los cubanos de Cuba comiencen a gobernarse. En 1865 nace el Círculo Reformista, especie de think tank de estas intenciones. En los salones del círculo comienza a darse por hecho que la esclavitud será algún día abolida (son los años de la guerra de secesión americana), y los criollos quieren enfrentarse a los nuevos tiempos con mayores niveles de autogobierno y, anatema de los anatemas, llegan a reclamar que se elijan diputados cubanos a las Cortes españolas.

España reacciona, más que con miopía, con ceguera. A los gobernantes de Madrid las reivindicaciones de los putos cubanos les resbalan. Además, poco a poco llegan, también a Cuba, las ideologías más radicales que están naciendo en el mundo. De 1885 data la que, hasta donde yo sé, es la primera organización obrerista cubana, el Círculo de Trabajadores, de corte más anarquista que marxista. La cosa comienza a arder.

En 1868, la frustración en torno a la escasa voluntad de cambio de la metrópoli lleva a los cubanos a su primera rebelión. Para colmo, en dicho año se produce una de las grandes revoluciones históricas de España, la llamada Gloriosa, mediante la cual pusimos a la Borbona en la frontera y le metimos al globo político español un buen soplido de helio democrático. Sin embargo, para desesperación de los cubanos, al hombre fuerte de la nueva España, Juan Prim, hablarle de la autonomía de Cuba era como hablarme a mí de comer caracoles (puaj). Ya hemos dicho en otro sitio, al hablar del asesinato de Prim, que de hecho los independentistas cubanos no quedaron libres de sospecha de haber tenido algo que ver en el suceso.

El denominado Grito de Yara, que inició la rebelión, se produjo el 10 de octubre de 1868. El primer líder de la rebelión fue el propietario azucarero Carlos Manuel de Céspedes. Este Céspedes tampoco es que fuese un demócrata de la leche (ni del azúcar). Quería la independencia de Cuba, desde luego; pero aceptaba el fin de la esclavitud sólo en el caso de que los propietarios fuesen indemnizados por ello, y propugnaba el sufragio universal… de los hombres, claro.

Esta primera guerra de Cuba fue un episodio de especial violencia. Por parte de los rebeldes, por las acciones de guerrilla y bandidaje; por parte española, por los más de 30.000 matones hispano-cubanos que se organizaron en unidades militares y que se desempeñaron con sus compatriotas con una brutalidad importante. La represión española no se paraba en nada, y era capaz, por ejemplo, de condenar a trabajos forzados a chicos de 16 años. Eso hizo con uno, aunque el tiro le saldría por la culata. Porque aquel jovencito al que condenó se llamaba José Martí.

El bando rebelde sufrió pronto las consecuencias de una división que tenía mucho más color. En teoría, eran blancos contra negros. Pero había bastante más. Los blancos eran, mayoritariamente, plantadores que querían una Cuba libre y moderada. Los negros, por su parte, acumulaban las reivindicaciones de su raza, mucho más radicales. Estas diferencias se comunicaron a la propia estrategia de la guerra pues, conforme España fue acusando las heridas de una guerra tan prolongada y empezó a entonar cantos de sirena que sonaban a armisticio, los blancos tendieron a escucharlos, mientras que los líderes militares negros presionaban para seguir luchando.

Fruto del cabildeo entre Madrid y una parte de los rebeldes es la llamada Paz de Zanjón, alcanzada en 1878 por el general Arsenio Martínez Campos. Este armisticio jamás fue aceptado por Antonio Maceo, Máximo Gómez y el resto de líderes negros (bueno, Maceo era mulato). España ofreció una amnistía general, una especie de aquí no ha pasado nada, la famosa elección de diputados cubanos a las Cortes de Madrid, apertura democrática en los ayuntamientos cubanos y, por supuesto, indemnizaciones a los terratenientes por la abolición de la esclavitud. Salvo en esto último (en 1886 se produciría la definitiva abolición), con el resto de las ofertas España hizo eso que se dice de que para joder todo son promesas, pero después de haber jodido, no hay nada de lo prometido.

Cuba se dividió definitivamente en dos cubas, políticamente hablando. Por un lado, el Partido Autonomista, formado básicamente por los criollos que se creyeron la milonga de que España cumpliría lo prometido. Por el otro, el Partido Revolucionario Cubano de Martí, que de hecho no quería que la guerra hubiese terminado. ¿Qué pasó para que España incumpliese lo prometido? Pues, simple y sencillamente, que los españoles que dominaban Cuba se organizaron, fundaron el Partido de la Unión Constitucional, y desde él mangonearon todo el gobierno de la isla, bloqueando las reformas; todo ello contando con que las prometiésemos con auténtica voluntad de cumplirlas, algo sobre lo que yo dudo, y mucho. Por lo demás, el gobierno de Madrid, que se veía de nuevo embarcado en una cruenta guerra de resultado impredecible con los carlistas, no quería ni oír hablar de perder el motor económico cubano.

Hemos citado, hasta ahora casi de pasada, a Martí. Pero ahora tiene que pasar a la primera fila de esta historia. José Martí era hijo de españoles; él, de Valencia y ella, de Tenerife. Era como el tercer vértice de este triángulo que aquí dibujamos, pues, según todos los indicios, tanto le repugnaba el poder español como el eventual poder de los Estados Unidos, país del que escribió: «Viví en el monstruo, y le conozco las entrañas». Fue premonitorio al vaticinar que, «llegada la hora, España preferirá entenderse con los Estados Unidos a rendir la isla a los cubanos».

La gran habilidad de Martí durante la primera mitad de la última década del siglo fue ser capaz de ampliar la base social de su movimiento. Negro como el chamizo en principio, al independentismo cubano se le ve crecientemente desleído con la incorporación de blancos criollos, normalmente pequeño burgueses que se han visto duramente golpeados por la gravísima recesión de la economía cubana, provocada por las pérdidas bélicas y por medidas tan comprensivas como la imposición por Estados Unidos, en 1894, de un arancel del 40% a las importaciones de azúcar cubano.

La guerra de la independencia que inician Martí, Maceo y Gómez en 1895 es, en parte, una guerra de la independencia, y en parte una tentativa por provocar un sustantivo cambio social en Cuba. Los ejércitos del PRC se desempeñan con importante violencia contra las grandes haciendas, a pesar de que muchas son de cubanos. Otra de sus banderas es la igualdad entre razas, sancionada en el denominado Manifiesto de Montecristi.

Prueba de la importante implicación social del independentismo cubano es que sobrevivió a dos pérdidas tan importantes como la del propio Martí (mayo de 1895) y Maceo (al año siguiente).

En 1897, el primer ministro español, el siempre maniobrero Segismundo Moret y su capitán general en Cuba, Ramón Blanco, hicieron una última intentona. Ofrecieron a los rebeldes lo que se habían negado a dar durante décadas: igualdad jurídica de cubanos y españoles, un parlamento propio en Cuba, autogobierno. Pero, claro, esa oferta la hicieron porque estaban perdiendo. Y eso los que recibieron la oferta también lo sabían; aparte de saber lo que había hecho España en el pasado con sus promesas. Luego, en 1898, se produjo la guerra entre España y Estados Unidos, con el desarrollo y resultados que ya hemos visto.

España bajó los brazos y se dejó dominar, qué remedio, por los Estados Unidos en el tratado firmado el 10 de diciembre de 1898 en París. Pero ni un solo cubano estampó su firma en aquel papel. De hecho, ni siquiera habían estado en las negociaciones. Cuba era libre. O, tal vez, tan sólo tenía otro dueño.

En 1899, las tropas americanas invadieron la isla, y no fueron tan torpes como las españolas; en poco tiempo, del ejército libertador cubano no quedaban ni los mecheros. El Congreso norteamericano acabó aprobando lo que se conoce como Platt Amedment, una decisión que de hecho convertía Cuba en un protectorado norteamericano. En 1902 fue declara la República cubana; pero esa república se parecía al sueño de Martí lo mismo que yo a Javier Bardem. Estados Unidos se abrogaba el derecho a intervenir en Cuba para proteger su independencia (manda huevos), su estabilidad, para poder dirigir la política económica de la isla y para establecer bases militares. Como bien sabemos, tras el conflicto los marines sentaron sus reales en Guantánamo, y allí siguen, con Jack Nicholson diciendo aquello de «yo desayuno cada mañana a 300 metros de mil cubanos entrenados para matarme» y bla, bla, bla.

En los albores del siglo XX, Cuba es una isla patrullada y controlada por los Estados Unidos, a veces de forma directa, a veces a través de gobernantes más o menos marioneta. En 1933, el país vivió una revolución, que acabó con el dictador Gerardo Machado, tras la cual llegó al poder un político reformista, Ramón Grau San Martín, que hizo esfuerzos evidentes por hacer de Cuba un país independiente. Sin embargo, tampoco resistió las presiones y es por ello que encontramos a Cuba en 1959, bajo el mando de Fulgencio Batista. El año que unos pelanas desembarcan en una cala, pobremente armados y sin demasiados apoyos aún, decididos a hacer brotar la revolución en su país y hacerse con el poder.

El régimen cubano, de tono e ideología un poco difusos al principio pero que pronto se convierte en un comunismo de libro, supone, cada vez más, otro penduleo, en este caso hacia el lado contrario. Si hasta Fidel Cuba pecó de una dependencia respecto de los Estados Unidos que de hecho comprometía su concepción como nación realmente independiente, la obsesión de Castro por afirmar dicha independencia le lleva, primero a una estrechísima dependencia respecto de la URSS y luego, cuando ésta se volatiliza (la URSS, no la dependencia), hacia un aislamiento político que sólo en los últimos tiempos ha matizado el régimen bolivariano en Venezuela y algunos otros experimentos latinoamericanos.

A principios de los años sesenta, Estados Unidos ambiciona claramente recuperar su perla. Parece ser que la CIA llegó a manejar planes propios de auténticos tontos del culo, como envenenar los zapatos de Castro (sic) durante alguna de sus estancias fuera de Cuba. Al presidente John Fitzgerald Kennedy le pareció de coña en su inicio que sus marines intentasen la invasión de la isla, aunque después del fiasco de Bahía Cochinos parece que se le bajaron los humos; quizá nunca lo sepamos con certitud, pero no son pocas las teorías que sostienen que Cuba está detrás del asesinato de JFK, bien por algún tipo de implicación, bien porque fuese cometido por elementos estadounidenses, mafiosos, cabreados por toda la pasta perdida en Cuba y por la decisión del presidente de suspender toda actividad contra Castro. Tal vez si alguna de estas tesis es cierta, algún día en Cuba cambian los vientos y no se llevan los papeles que tal vez reposan en sus archivos, logremos saber algo más.

En 1989 cae el Muro de Berlín. Pero sólo el que se ve. El que no se ve y que rodea la isla de Cuba (excepción hecha de la bahía de Guantánamo) sigue ahí, firme. El año que viene cumplirá 50 años. Y puede parecer lo contrario, pero es mi opinión que el principal elemento de esta historia no es, ni de coña, Historia.

Alguien dijo una vez de México: pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos. Si le preguntamos a un cubano castrista, o a un no cubano simpatizante del castrismo, probablemente nos dirá que eso fue cierto de Cuba una vez, pero que ya no le es aplicable. La Historia de este país, no obstante, demuestra lo contrario. Y las consecuencias de la Historia, muchas veces, nosotros creemos verlas muertas. Pero no debemos engañarnos porque, las más de las veces, tan sólo están dormidas.