viernes, marzo 14, 2008

Lola Montes (1)

La miniserie completa:

Primer capítulo
Segundo capítulo
Tercer capítulo



Si uno repasa la mitomanía moderna se puede encontrar con casos muy curiosos. Casos de personas que han quedado fijadas en la mente colectiva como arquetipos de formas de actuar o de ser y que, en realidad, no son tan merecedoras de ese mérito; y el contrario, es decir personas que tuvieron una actuación que merecería cierto mérito en el recuerdo de las generaciones venideras, pero que por alguna razón se les niega.

miércoles, marzo 12, 2008

Empieza por M...

¿Eres tú mismo catalán o tienes catalanes cerca? Si es así, puedes hacer una pequeña prueba o encuesta. Se trata de hacer una pregunta muy sencilla y esperar la respuesta. Una pregunta que ha de servir para saber qué es lo que sabe un catalán sobre la Historia de Cataluña. Cuanto más nacionalista sea, más divertido será el juego.

La pregunta es: el primer presidente moderno de Cataluña tuvo un primer apellido que empezaba por M. ¿Cuál era?

La inmensa mayoría, por no decir todos, de los catalanes mínimamente versados en su Historia responderán al punto: Macià. Y ése es el momento que tú estás esperando para exclamar: ¡Error!

1874. En España está a punto de llegar un rey joven que trata de colocar las cosas en su sitio después del convulso periodo de la I República. Alfonso XII no las tiene todas consigo. Sabe que su permanencia en el trono no está de ningún modo asegurada. Excelente símbolo del ambiente que se respira entonces en España es una conocidísima anécdota según la cual, desfilando un día el rey por Madrid, observó a un grupo de obreras que lo vitoreaban, con tanta pasión que se acercó a ellas para saludarlas. Cuando les agradeció que gritasen con tanta fuerza sus vítores, ellas le contestaron: «Mucho más alto gritamos cuando echamos a la puta de tu madre».

Uno de los lugares que el monarca mira con el rabillo del ojo es Cataluña. Sabe que los catalanes ambicionan recuperar sus fueros. En marzo de ese mismo año, en Olot, una junta de representantes de las cuatro provincias catalanas se ha reunido y ha decidido reclamar los fueros de Cataluña, petición que han reafirmado en Vich. Alfonso piensa en qué hacer. Pero no piensa muy rápido.

En el fondo de esta actuación late el problema carlista. Yo sé que es fácil caer en la tentación de ver en el siglo XX, con su guerra civil, a la época en que España hirvió como una olla a presión. En realidad, esa realidad le corresponde mucho más al siglo anterior, siglo en el que se produjeron no una, sino tres guerras civiles, casi seguidas, y en el que se generó la pelea entre la España liberal y la conservadora que, de alguna manera, sigue vigente hoy en día. Enfrentamiento que, además, al llegar Alfonso al trono estaba en plena ebullición en su tercer fascículo.

El carlismo es un fenómeno dinástico muy complejo. No se trata sólo de una mera querella sobre quién tiene derecho de sangre a reinar. Simplificando mucho, es una cebolla que, como poco, tiene dos capas más. Por un lado está el tradicionalismo, pues los carlistas decimonónicos son defensores del orden antiguo frente a los cambios de la monarquía liberal (no digamos ya de la república), que consideran peligrosos. No son pocos los momentos de nuestra Historia en los que carlismo y tradicionalismo, siendo en principio ideologías distintas, se han confundido.

La segunda capa, que es la que aquí nos interesa, es la defensa de los fueros. El carlismo propugna el orden antiguo y ésa es una idea especialmente atractiva para todos aquéllos que, en aquellos antiguos tiempos, tuvieron autogobierno. El terreno natural del carlismo es, pues, el País Vasco y Navarra pero, sobre todo, el conglomerado Aragón/Cataluña, centro que fue de una monarquía con fuerza propia, tanta fuerza o más que Castilla. Así las cosas, al rey Alfonso le cayó, con la corona, el marrón de tratar de cerrar esa esclusa para que no se escapase por ahí el agua de la fidelidad dinástica catalana.

Ya hemos dicho que Alfonso piensa demasiado despacio. El 2 de agosto de ese mismo año, la Secretaría de Guerra de Carlos VII, el pretendiente carlista, autoriza la creación de la Diputación catalana.

Aquella Diputación no tuvo una vida fácil. Quede anotado para la Historia que su primera sede estuvo en San Juan de las Abadesas, aunque luego varió mucho de headquarters hasta recalar en Camprodón. Se compuso sólo de siete diputados, a pesar de que la cifra inicialmente pensada fue de 16. Sus nombres eran: Francesc X. Subirá, Joseph Solà, Francesc J. Sitjar, Josep Macià, Joaquim de Rocafiguera, Josep Coronas y Lluis de Cuenca y de Perino.

Al frente de todos ellos, el President. Joan Mestre i Tudela.

Sabemos de Mestre que fue alcalde de Lérida, puesto del que sería destituido tras la revolución de 1868 que conocemos como La Gloriosa. El cese, obviamente, se debió a que Mestre cojeaba del pie carlista, que no fue precisamente el más favorecido con la victoria del liberalismo en España. Así que, una vez cesado como alcalde, pasó a ser jefe de la Junta Provincial ilerdense del carlismo. En aquellos tiempos fue objeto incluso de un atentado contra su vida.

Al crearse la Diputación o Generalitat, Mestre se encontraba retirado de la vida política, tal vez a causa de las lecciones aprendidas tras el atentado, pero fue llamado por los siete diputados.

La figura de Mestre estaba incluso llamada a experimentar cierto paralelismo con el gran protomártir del nacionalismo catalán, Casanova. En 1875, los generales carlistas llamaron a defender la Seo de Urgel, población que había sido tomada por los carlistas algunos meses antes y que estaba cercada por los alfonsinos. El 22 de julio de 1875 los centralistas, un poco hartos de tanta resistencia, tomaron la dura decisión de bombardear la población (con los civiles dentro, por supuesto), bombardeo que provocó un gravísimo incendio. Intentando apagar las llamas y salvar a la gente en la barriada de Castellciutat, Mestre sufrió graves quemaduras.

Una vez caída Seo de Urgel, Mestre fue detenido, si bien, al parecer, fue bien tratado. Y digo al parecer porque, por lo que he podido leer, a partir de ese momento la Historia se lo traga. Hay quien dice que aún vivió quince años más ejerciendo de abogado, pero no lo podría afirmar.

Resulta curioso que este episodio, el que podríamos denominar la Generalitat carlista, sea relativamente poco conocido en los tiempos que corren. Parece lógico que un nacionalismo exalte todos aquellos episodios de su Historia que se parezcan a sus objetivos ideológicos básicos; y éste, me parece a mí, cumple perfectamente esta característica a los ojos de un nacionalista catalán. Prueba de este desconocimiento es un dato tan simple como éste: si le consultamos a Google sobre «Antoni Mestre i Tudela», no nos aparecerá ni una sola página (bueno; a partir de ahora, si el algoritmo de Google funciona bien, ya habrá una, así pues, todos los que en el mundo mundial estén intentando documentarse sobre Antoni Mestre... ¡tendrán que pasar por aquí!). Y con respecto a la actual Generalitat de Cataluña, que yo haya visto ni siquiera lo cita en su repaso de la Historia de Cataluña; aunque cierto es que puedo estar equivocado, porque uno tiene dos ojos, pero no puede leerlo absolutamente todo.

Así que ya sabéis: la respuesta acertada no es Macià, sino Mestre. Antoni Mestre i Tudela. Un hombre que, una vez, fue considerado por los catalanes, o cuando menos por buena parte de ellos, como su President, y así fue tratado y respetado.

lunes, marzo 10, 2008

¿Requiem? por el Partido Comunista de España

Uno de los lugares comunes que uno lee de cuando en cuando en artículos de prensa, opiniones blogueras, y demás, es que uno de los hechos más sorpresivos del regreso de las elecciones libres a España, en 1977, fueron los escasos resultados del Partido Comunista. Esta tesis parte de considerar que, en aquel momento, el PCE lideraba el antifranquismo y, por lo tanto, estaba llamado a liderar la España democrática.


Pocas opiniones puedo imaginar más equivocadas que ésta.


En realidad, los resultados obtenidos por el PCE tras el advenimiento de la democracia fueron cojonudos. Esto sólo podemos sospecharlo porque el término de comparación, las elecciones del 36, es equívoco por varias razones. La primera de ellas, y no es razón baladí, porque no existen resultados oficiales de las mismas. Sí, como lo leéis. Sé que os parecerá increíble, pero de las famosas elecciones de febrero del 36, ésas que casi todo el mundo conoce como Las del Frente Popular, no hay resultados oficiales. Así de limpias y claras fueron.


Es cierto que este obstáculo ha sido saltado por los historiadores, especialmente Javier Tusell en una monografía que es de consulta imprescidible en este campo. Existe alguna literatura, pues, donde se pueden consultar resultados más o menos oficiales. Pero aún nos queda la segunda dificultad: los comunistas acudieron a las elecciones en coalición, el famoso Frente Popular, así pues es difícil dirimir cuántos de sus votos fueron suyos y cuántos para la coalición. Sin ir más lejos, hoy es verdad histórica prácticamente aceptada por todos que las elecciones del 36 las ganó el Frente Popular (también los comunistas) gracias a la actitud de votantes activos de los seguidores del anarcosindicalismo. Y el anarcosindicalismo y el comunismo eran como agua y aceite.


Sean las cosas como sean, lo cierto es que los comunistas fueron una fuerza más bien mierdilla dentro de un Frente Popular en el que la gran parte de los votos la pusieron el PSOE, los partidos de izquierda burguesa y los nacionalistas catalanes, que arrasaron en sus provincias (aunque Companys, el líder de Esquerra, no fue el nacionalista más votado; eso, con tiempo, ya lo contaremos otro día). Así pues, históricamente hablando, el Partido Comunista, cuando se ha tratado de meter papeles en urnas, no puede decir que haya conseguido nunca resultados mucho mejores que los que ha obtenido al regresar la democracia tras la muerte de Franco.


Es cierto que los comunistas lideraron el antifranquismo. Cierto, pero con matizaciones. La primera de ellas es el tamaño en sí del antifranquismo. Aunque no nos guste reconocerlo ni recordarlo, es imposible que un régimen se mantenga cuarenta años por la única vía de la represión. Un régimen que tiene cuatro décadas de vida tiene que haber contado, sin lugar a dudas, con determinadas tasas, no bajas, de apoyo social. El franquismo tuvo al principio mucho apoyo social activo (personas que eran franquistas, que querían a Franco en el poder y que identificaban un régimen de libertades con el caos republicano) y luego, cada vez más, apoyo social pasivo, formado por personas que no creían en el franquismo pero lo aceptaban como lo que había, además de comprar el discurso de la creciente prosperidad económica y todas esas cosas (discurso bastante mentiroso: soltando más de medio millón de emigrantes por la sentina, hasta yo soy capaz de conseguir crecimiento económico).


En todo caso, el papel del Partido Comunista en la Historia de España no se debe menoscabar. En la guerra civil española, y dado que la URSS fue el único apoyo exterior de importancia para la República (hubo otros, como México, pero lógicamente de mucha menor enjundia bélica), los comunistas tuvieron creciente importancia. Colocaron dos submarinos en el gobierno, Jesús Hernández y Vicente Uribe (el primero de los cuales acabaría apostatando de la URSS), cuyas carteras ministeriales estaban de adorno; ellos estaban ahí para marcar de cerca a los gestores de la guerra.


Los comunistas echaron a Largo Caballero del gobierno. Personaje de varias caras y difícil exégesis, don Francisco, a pesar de ser conocido como el Lenin español (apodo que, al parecer, no le gustaba nada), dentro del enfrentamiento entre ácratas y comunistas tiraba más por los primeros. Aunque, en realidad, lo que acabó con él no fue estrictamente esa predilección sino el hecho, más simple si se quiere, de que siendo el presidente del gobierno quería dirigir la guerra como le pareciese mejor. Los comunistas, apoyados en la creciente ayuda soviética, querían tomar parte cada vez más en la dirección de la guerra, y esto provocó el enfrentamiento. Largo labró su desgracia el día que echó de su despacho, al parecer con muy malos modos, al embajador soviético Rosemberg. Jesús Hernández pronunció un discurso en Valencia, poco tiempo después de cesado Largo, explicando dicha salida del gobierno. Yo lo tengo en un folleto de la época que encontré en Buenos Aires. Calificarlo de insultante no es hacerle justicia.


En un artículo periodístico recogido en un libro que he comprado recientemente, Indalecio Prieto cuenta historias alucinantes del poder dentro del poder que acabaron siendo los comunistas en la República en guerra. Cuenta, por ejemplo, que en los últimos estertores de la campaña del Norte, cuando Franco había tomado ya el País Vasco; cuando ya había ocurrido la cosita ésa de la que el PNV no quiere saber nada y que se llama Pacto de Santoña; cuando, por lo tanto, Santander se había perdido y sólo quedaban porciones de Asturias, Prieto, que era ministro de Defensa y el máximo responsable de la guerra en el bando republicano dio la orden de que un destructor republicano abandonase el puerto de El Musel, sometido a graves bombardeos franquistas. Algunos mandos comunistas le dijeron que no estaban de acuerdo porque querían que aquel barco fuese utilizado para algunas evacuaciones. Prieto contestó que comprendía las necesidades de evacuación, pero que el barco era muy valioso y temía perderlo con los bombardeos. Así pues, cursó la orden de que se pirase a Casablanca y allí esperase instrucciones.


Lo siguiente que supo Prieto de aquel barco es que se había hundido en El Musel bajo las bombas franquistas. Nunca salió del puerto. Según él, los comunistas dedicieron que tenían más razón que el máximo responsable de la guerra así que, simple y llanamente, le desobedecieron.


Otro de los aspectos de la actuación de los comunistas que, que yo sepa, permanece aún relativamente virgen, es el reparto de armamento. Llegó la mal llamada ayuda soviética (y digo mal llamada porque la República la pagó religiosamente, y la palabra ayuda parece querer decir como que fue un regalo o algo así), pero lo que no sabemos exactamente es cómo se repartió. Un largocaballerista acérrimo como Justo Martínez Amutio, gobernador civil de Albacete durante la guerra, nos habla de que había un órgano teóricamente coordinador de las compras y distribución de armamento, pero que no coordinaba una mierda. Y luego tenemos las quejas que perlan las memorias de los combatientes anarquistas, los cuales se burlan de mitos como los de Modesto o Líster como grandes militares ya que, según ellos, la efectividad de esas unidades se basaba, sobre todo, en que eran los destinatarios de todo el material nuevo que llegaba. Quien parte y reparte...


Tras la derrota bélica, el comunismo español se encastilla en Moscú, a pesar de algunas defecciones como la de Hernández o Valentín González El Campesino. En los años cuarenta, el PCE adopta una posición partisana contra el franquismo, manteniendo partidas de guerrilleros en el interior, los famosos maquis, y propugnando algunas operaciones de «invasión» de España que no pasaron de ser cuatro petardos.


En algún momento, más o menos a mediados de los cincuenta, el comunismo español, sólo o en compañía de otros (sustancialmente, de Kruschev) se acaba dando cuenta de que se está gastando en una guerra imposible, y cambia de estrategia. A partir de entonces defiende la reconciliación nacional y la convergencia antifranquista. Aunque los comunistas no estuvieron presentes en el contubernio de Munich, el espíritu de esta reunión es muy parecido al sostenido por el propio PCE.


Lentamente, en el seno del PCE ganan los posibilistas y pactistas. En los años sesenta, el comunismo español coqueteará con el socialismo, con los monárquicos, con todo dios que se les ponga a tiro. Asimismo, cambiará radicalmente su vieja filosofía de combatir al franquismo por otra, más eficiente, de dinamitarlo desde dentro, haciéndose presente en el movimiento obrero (Comisiones Obreras) y estudiantil, los dos grandes lobanillos de Franco en la época. En 1962, el comunismo está detrás de la primera gran huelga vivida por el franquismo, que merece ser contada cualquier día en esta ventana.


En paralelo con este fenómeno, el líder del comunismo español, Santiago Carrillo, se va convirtiendo, junto con el italiano Enrico Berlinguer, en el principal representante del eurocomunismo, una especie de comunismo elegante desligado de sus ropajes soviéticos, destinado a participar lealmente en las democracias parlamentarias liberales y no a hacerles la revolución, que es para lo que, en teoría, existe el comunismo.


A mediados de los años setenta, el posibilismo del PCE facilitará la generación de la denominada Platajunta, donde se fusionan dos grupos opositores al franquismo: la Junta Democrática de España, patrocinada por el PCE y en la que estaban el Partido Socialista Popular de Enrique Tierno, CCOO y el Partido de los Trabajadores, entre otros; y la Plataforma de Convergencia Democrática de España, liderada por el PSOE y donde estaban grupos socialdemócratas, democratacristianos y el Movimiento Comunista. ¿Que qué hacía el PSP con los comunistas y el Movimiento Comunista con los socialistas? Bienvenido a la Transición y sus misterios, amigo.


El PCE realizó, en los primeros años de nuestra democracia, impagables servicios a su construcción. El primero de ellos, aceptar la bandera constitucional, una decisión que estaba radicalmente en contra de la mayoría de los militares y dirigentes, que sentían como suya la bandera republicana. El segundo, proceder a su plena integración en el juego parlamentario, con lo que Santiago Carrillo hizo para la izquierda social lo mismo que Manuel Fraga hizo para la derecha: incluir en el esquema democrático a capas de ciudadanos que, en principio, no le hacían ascos a la idea de que nos volviésemos a dar de hostias. El tercer gran servicio fue favorecer la firma de los Pactos de la Moncloa, que permitieron una evolución económica racional para España en unos años durísimos. El cuarto, y más doloroso de todos, fue enterrar en enero del 77, en silencio, puño en alto, a sus muertos de Atocha; sin tirarse al monte, sin organizar razzias de fascistas, sin responder al golpe con golpe.


Hay una cosa que el comunismo español no supo entender, sin embargo: la caída del muro de Berlín. Ciertamente, para cuando el modelo soviético se derrumbó los comunismos europeos llevaban muchos años bastante desligados del Kremlin; pero, aún así, desde un punto de vista ideológico seguían siendo muy dependientes de la alternativa soviética que, repentinamente, desapareció.


El comunismo siempre se ha nutrido de dos tipos de simpatizantes: por un lado, el comunista sincero, el tipo que lo que quiere es la dictadura del proletariado y esas cosas. Y, por otro lado, la persona que es, básicamente, un perseguidor de utopías como, por decirlo en francés, la libertad, la igualdad y la fraternidad. En un creciente proceso de desideologización, para el comunismo estos simpatizantes no propiamente comunistas son, cada vez, más necesarios. Lo cual nos lleva a la conclusión de que el comunismo, para permanecer, tiene que ser cada vez menos comunista.


Fruto de este proceso es la desaparición formal del Partido Comunista en diversos países europeos para mutar en experimentos más o menos exitosos, olivos y otros cultivos. Pero no en España. El PCE sigue existiendo como tal partido y condicionando con su existencia a la coalición de que forma parte (en realidad, que lidera), Izquierda Unida.


Los últimos años han sido los de la reflexión, más o menos soterrada, sobre si existe un espacio político en España para un Partido Comunista y para una coalición liderada por él. Esta idea recibió un fuerte rejonazo con la decisión de su líder histórico, Santiago Carrillo, de integrarse en el PSOE, de donde saliera hace ya muchas décadas en su condición de dirigente de las Juventudes Socialistas. En las elecciones de ayer ha recibido un segundo rejonazo. Si es de muerte, el tiempo lo dirá.