viernes, junio 20, 2008

Madrid, 1908

Os he visto tan interesados con el asunto de los retratos del pasado de las ciudades que he decidido hacer un alto más en el relato del pistolerismo para dedicarle un post más a este asunto. Hoy os voy a contar cómo era Madrid exactamente hace cien años.

Para contároslo, uso como fuente uno de los libros de mi colección: la guía Baedecker de España en su edición de 1908. Hace cien años había menos turistas que hoy, pero los había. Y ya necesitaban libritos en los que se les dijera cómo tenían que llegar a los sitios, así como los lugares recomendables. Las guías Baedecker fueron muy famosas y reputadas y, verdaderamente, están llenas de información. Acudo aquí al capítulo de Madrid aunque la guía que poseo repasa la práctica totalidad de las ciudades importantes de España. Cualquiera de vosotros, si tiene curiosidad por saber cómo era su ciudad hace un siglo, debería hacerse con una. Yo mismo me he quedado pijarriba ante la visión del mapa urbano de La Coruña reducido a menos de la cuarta parte de lo que es hoy en día.

El mapa urbano es, de hecho, lo primero que sorprende. Podría escaneároslo, pero lo cierto es que en este blog, como se quejaba alguien recientemente, las fotos aparecen demasiado pequeñas. Quizá algún día monte una página con todos los mapas de Madrid que tengo.

Digo que el mapa mosquea porque cuando lo miras, reconoces claramente Madrid; bueno, un Madrid que limita al este con el parque del Retiro, al norte con el inicio de la Castellana, al sur con Delicias y al oeste con el Palacio Real. Pero ya he dicho que lo reconoces, con su Puerta del Sol, su Plaza Mayor… Y, sin embargo, hay algo que te mosquea. Que no te cuadra. Me costó descubrirlo, y eso que es fácil. El mapa es raro porque no tiene Gran Vía. En efecto, en 1908 aún faltan nueve años para que la Gran Vía exista, así pues donde hoy hay una arteria de comunicación, entonces había un dédalo de calles y manzanas que hacen que, de hecho, puedas llegar a pensar si te estás equivocando de mapa.

Baedecker informa de que «la mayoría» de los hoteles están dotados de ascensor y energía eléctrica. Cita como los dos cojo-hoteles madrileños el Hotel de la Paz y el Hotel de París, ambos en la Puerta del Sol; así como, con intenciones menos pretenciosas, el Hotel de Rusia y el Hotel de Embajadores, ambos en la carrera de San Jerónimo; y el Hotel Inglés, en la calle Echegaray, que estaba donde está ahora.

El primer restaurante citado es Lhardy; en esto las cosas no han cambiado. Entonces era lo más de lo más, en dura competencia con El Ideal, en el número 17 de la calle Alcalá; restaurante éste en el que, según advierte Baedecker a sus lectores sajones (la guía está en inglés) se sirve el afternoon tea. No se olvida, por supuesto, del famosísimo Café Fornos, justo al lado del Ideal. El no va más de las cafeterías es el Café de Viena, en la calle Arenal, 3.

Al loro con las advertencias que hace Baedecker sobre tomarse un café en Madrid. Dice que estos cafés, casi todos situados alrededor de la Puerta del Sol, son frecuentados por «políticos, funcionarios cesantes, jugadores y ‘confidence men’ [sic]». No me alcanzan los conocimientos como para saber qué narices quiere decir esto último. Y añade: «los cafés en los que, al final de la tarde, se cantan las llamadas canciones flamencas deben ser evitados por las mujeres y, en el caso de los caballeros, si acuden deben hacerlo acompañados de algún amigo español».

O sea: en 1908, guiri que veíamos entrar en Casa Patas, guiri que rajábamos desde el ombligo hasta la nuez.

Por cierto, que entre las confiterías recomendables, Baedecker cita La Mallorquina, situada, por si alguien no lo sabe, en el número 8 de la Puerta del Sol.

La guía informa a sus clientes europeos, expertos en beer, de que las marcas mejores de cerveza en Madrid son Aguila, Mahou, Princesa y Santa Bárbara. E incluye una curiosísima advertencia: «la cerveza es mejor evitarla en verano». No lo pillo.

Los taxis de Madrid en 1908 eran coches de caballos y se llamaban simones. Tenían, como el metro hoy en día, tres coronas de desplazamiento con tarifas diferentes, llamadas primer, segundo y tercer límite. Pero el todo Madrid entraba en el primer límite, así pues Baedecker no se ocupa de los demás, consciente de que los turistas nunca van a las afueras (y, por si se les pasa por cabeza, les informa de que los alrededores de la ciudad no tienen el menor interés). El precio, un penique por hora por un simón monocaballo para un solo viajero.

El tranvía tenía ya 27 líneas con número y una decena de otras sin número de otra compañía. Una cosa que no existía entonces, no existiendo la Gran Vía, era el edificio de Telefónica. Para ir a la central de teléfonos había que ir al número 1 de la calle Mayor.

Con esa típica displicencia British, la guía avisa a los turistas de que algunas cosas no funcionan en Madrid como están acostumbrados. Por ejemplo, en materia de hospitales dice que el mejor es el de la Princesa, pero informa fríamente de que «none are good». Las casas de baños las califica de generally poor. Por una traducción que incluye me entero de que a las duchas, en 1908, se las llamaba en Madrid baños de chorro.

Otra cosa que me ha llamado la atención es la descripción de las fiestas. Baedecker informa, por ejemplo, de que el carnaval de Madrid es una puta mierda, además de algo peligrosillo, pues asevera, textualmente, que «el único baile de máscaras al que puede acudir una mujer con seguridad es el del Palacio Real». Eso sí, no oculta cierta admiración por el entierro de la sardina, celebrado «with a copious accompaniment of eating and drinking».

En lo que sí que ha cambiado el cuento es en Semana Santa. Al loro: «con el objeto de no interferir a las masas de beatos que van de una iglesia a otra, todo tañido de campana y todo tráfico rodado está prohibido en Jueves y Viernes Santo». Tratad de imaginarlo: Madrid paralizado como en un inmenso sabbath, sin más transporte que el realizado a pie, mientras miles de personas se mueven de iglesia en iglesia. «Incluso el servicio de tranvía», remacha la guía, «es totalmente discontinuo». Si vienes a Madrid en Semana Santa, pues, o rezas, o te jodes.

El Sábado Santo se celebraba un extraño mercado de tías (marriage market lo llama la guía), denominado por los madrileños El Pinar de las de Gómez, nombrecito que se las trae. En él, las mozas casaderas que habían estado en las iglesias, vestidas con sus mantillas y sus cositas, se paseaban por la calle Alcalá, entre las iglesias de Calatrava y San José, hemos de suponer que para ver si los inevitables días de abstinencia habían despertado en algún elemento masculino el deseo de desposarlas.

El Jueves Santo, por cierto, el rey en persona lavaba los pies de doce mendigos, al estilo de Cristo en los Evangelios, y luego les daba de comer; la guía nos informa, además, que de esta historia… ¡se vendían entradas! Esta costumbre ha caído en desuso. Hoy en día, el rey se limita a instar a los mendigos diciéndoles: «¿Por qué no te lavas?»

También nos dice Baedecker que había una extraña procesión llamada La Romería de la Cara de Dios. Comenzaba el Jueves Santo en la capilla de la Santísima Faz y continuaba toda la noche, llegándose hasta la cárcel, donde el personal se dedicaba a engullir, cito literal, «enormes cantidades de pancakes y brandy». La celebración terminaba con un espectáculo el Viernes Santo en la calle Princesa, a un tiro de piedra pues de la cárcel; celebración en la que, nos dice Baedecker, «the demi-mode is largely in evidence»; copio la frase textual porque me cuesta hacerle la exégesis.

De todo ello saco la conclusión de que en Semana Santa en Madrid estaba prohibido hacer el menor ruido habitual para no molestar la gravedad piadosa del momento; pero que, en paralelo, el personal se montaba unas romerías disfrazadas de pitufo con las que conseguía ponerse hasta el culo.

De las fiestas de Navidad, Baedecker nos informa que «han perdido casi toda su brillantez pasada».

Entre los espectáculos propios de la época estaba el viajecito semanal de la familia real desde el Palacio hasta la iglesia del Buen Suceso, recorriendo las calles de Bailén, Ferraz y Ventura Rodríguez. Todos los sábados, a las cuatro de la tarde. Y luego nos extrañamos de que los anarquistas les tirasen bombas, si hasta las guías de turistas publicaban dónde iban a estar cada sábado.

Nos dice Baedecker: «quizás el único artículo español sin adulterar en un Madrid hoy por hoy casi totalmente europeizado son las corridas de toros».

martes, junio 17, 2008

Madrid, años veinte

El de hoy es un post para nostálgicos madrileños.
Uno de mis coleccionismos tontos es el de guías urbanas. Empecé como si tal cosa, porque, alguna vez, comprando algún libro usado, sobre todo en el Rastro, me regalaron, como cosa de poco valor, algún folleto turístico de Madrid. Con el tiempo, la cosa me fue interesando, porque forma parte de la Historia el recordar los sitios que en cada momento eran recomendados.

Algunas de las guías que con los años he ido comprando tienen fotos. Éstas que traigo ahora son todas de un libro de fecha indeterminada, pero que es, en todo caso, anterior a 1929. Lo digo más que nada por el detalle de la plaza de toros. Si te apetece ver tres o cuatro fotitos curiosas de cómo era Madrid hace 80 años, espero que éstas te gusten.








Ésta es la inevitable vista de la plaza de Cibeles que aparece en todas las guías. A mediados de la década de los veinte, que es cuando yo creo que está tomada esta foto, la fuente ya tiene su orientación actual, perpendicular al eje de la Castellana; siendo su ubicación original perpendicular a la calle Alcalá. Como podemos ver en la esquina inferior derecha de la foto, en aquel entonces todavía se daba la cohabitación de la tracción mecánica y la tracción animal. La intensidad del tráfico era tal que, si miráis con un poco de atención, veréis que en la calzada, justo enfrente de la esquina del Banco de España, hay mediopensionistas paseando. Hoy en día, no hay huevos de hacer lo mismo.


El Casón del Buen Retiro, como su propio nombre indica, es consustancial al Retiro. Aquí lo vemos desde la puerta del parque, formando un todo con él.

Igual que hay ciudades costeras en las que barrios enteros han sido ganados al mar, la gran parte del elegante barrio que está en la margen izquierda del Prado según se pasa Cibeles está ganada al Retiro. Eso incluye el Palacio de Comunicaciones, adonde recientemente se ha trasladado el alcalde Gallardón, donde, por las crónicas que he leído, había en el siglo XIX un jardín donde en verano había cuchipandas y espectáculos y, consecuentemente, era el lugar preferido de los madrileños y madrileñas para irse a meter mano.




El museo de Ciencias Naturales. No es que haya cambiado mucho, salvo el hecho de que hoy en sus jardines hay un monumento a la Constitución de 1978 que, obviamente, en esta foto no puede estar, porque aún no había nacido ningún famoso vidente. La importancia de la foto, creo yo, está en la observación de lo que hoy es la calzada de la Castellana. Aquello era un camino de cabras más o menos pavimentado. A la izquierda de la foto, donde hoy están los Nuevos Ministerios, había un hipódromo. Algunas décadas antes, esta zona de la Castellana estaba tan a tomar por culo que era a donde se iba el rey Amadeo de Saboya a echar polvos con su amante sin que le viesen.





La plaza del Callao, con el Palacio de la Prensa al fondo. Llama la atención el hecho de que se vea una fila de coches aparcados en lo que hoy es el tramo de la Gran Vía que va hacia Plaza de España. Esto es así porque, en aquella época, el mundo conocido terminaba más o menos ahí. Por lo demás, el trasiego de paseantes a la derecha de la foto deja bastante claro lo estresante que era entonces el tráfico por esta arteria madrileña.



Esta foto es la que me ha dado la pista fundamental sobre la fecha de la guía. Es la entrada de la plaza de toros un día de corrida. Lo que pasa es que esa plaza de toros no es la plaza de toros actual, la de Las Ventas. Dado que ésta fue inaugurada en 1929, la foto, y consecuentemente la guía, tiene que ser anterior a dicha fecha.

Esta plaza de toros es la responsable de que para los toreros que vienen a Madrid sea tradición vestirse en el hotel Wellington, en la calle Velázquez. Entonces, la plaza quedaba a un tiro de piedra de dicho hotel y es por eso que se utilizaba. Según he podido leer, la ubicación de esta plaza era lo que hoy es más o menos la esquina de Alcalá con Claudio Coello.

Ya hemos visto por diversas fotos que en los años veinte, en Madrid, el tráfico rodado no era gran cosa. Sin emnbargo, en esta foto podemos ver un big rush y un atasco de puta madre; lo cual nos sirve para inferir algo plenamente cierto, y es que hasta la llegada del fútbol, allá por los años cincuenta, el espectáculo por antonomasia en Madrid y en España eran los toros.

Uno, dos, tres, cuatro. Hasta cuatro tranvías se cuentan en la foto uno detrás de otro. En paralelo, coches particulares y en paralelo de éstos, coches de caballos. Triple fila, algo inusitado para la época.



He dejado para el final mi preferida. El pie de foto de la guía dice: tres señoritas madrileñas con la típica mantilla. La foto yo diría que podría estar tomada en algún bulevar, tal vez la Castellana (pensé que sería el Retiro, pero al fondo a la izquierda creo distinguir un edificio, lo cual me hace dudar). Es claramente una foto amateur. Aquí nada está preparado. Estas tres señoritas no son en modo alguno modelos preparadas para la foto. ¿Que por qué digo esto? Pues por la sencilla razón de que en el encuadre de una foto preparada no figuraría la silla de tijera que se ve a la derecha, sobre la cual, si observais un poco, veréis que hay un vaso, imagino que de limonada (el vaso tiene una cuchara, indicativo de, cualquiera que sea la bebida, tiene que ser una bebida mezclada con azúcar).

Estas tres señoritas son simplemente tres paseantes captadas por el fotógrafo. Los años veinte se aprecian, por ejemplo, en que las faldas terminan ya un palmo y pico por debajo de la rodilla, mostrando cierta liberación que algunos años antes habría sido imposible. También destaca la mujer de enmedio, ligeramente más moderna que sus dos amigas; su amplio collar le da cierto aire parisien, sin llegar, desde luego, a confundirla con una cocotte de ésas a las que mataba a polvos Toulouse Lautrec. Estas son tres españolas castas y susanas, y por si hubiera alguna duda no hay más que observar a la mayor y más alta de ellas, a la izquierda de la foto, y su más que visible crucifijo. La española de aquella época, por lo demás, viste de oscuro, especialmente cuando está sola porque no ha salido con su hombre o no tiene hombre aún. Las diferencias de concepto son muy sutiles y se aprecian, si acaso, en las diferentes modalidades de escote escogidas por nuestras amigas.

Cabe estimar, desde luego, que estas nuestras bisabuelas iban o volvían de misa cuando se encontraron con el fotógrafo.