jueves, febrero 12, 2009

Asilados (y 3)

El presidente de la República, don Manuel Azaña, estuvo con los embajadores en el papel que siguió casi desde el momento en que estalló la guerra: como queriéndose distanciar de su gobierno.

Los representantes diplomáticos estuvieron a verle a principios de octubre. Fueron los embajadores chileno y brasileño, éste último a pesar de que al parecer estaba enfermo. Fueron allí a pedir explicaciones de por qué el gobierno español no aceptaba el derecho de asilo. Y se encontraron, para su sorpresa, con que el Jefe del Estado español se descolgaba, si hemos de creer a Núñez Morgado, con una boutade de la leche.

-Soy tan partidario del derecho de asilo -parece que dijo- que si el general Franco me pidiese asilo, se lo proveería.

Azaña, según su opinión personal expresada en dicha entrevista, consideraba que la labor de las embajadas era encomiable y humanitaria, y les animó a que fuese tan amplia como les fuera posible.

Éste es otro síntoma, de los muchos, de que Azaña, ya en tan temprana fecha como octubre del 36, era un mero polichinela político que no contaba ni para nada ni para nadie. Cuando los embajadores le afearon el hecho de que España declarase en la Sociedad de Naciones que ampararía la salida de asilados del país pero luego la impidiese en la práctica, el presidente respondió mostrándose contrito, pero poco más. Por lo demás, los propios embajadores pudieron comprobar, el mismo día de la entrevista, cuán profunda era la sima del divorcio entre el gobierno y el jefe del Estado, pues tuvieron una breve entrevista con el ministro de Estado, Álvarez del Vayo; quien, lejos de apuntalar las ideas expresadas por Azaña, se limitó a insinuar que la postura del cuerpo diplomático no era la que expresaban sus representantes, pues al fin y al cabo el embajador de la URSS, Rosemberg, no era invitado a sus reuniones. Núñez Morgado se escudó en un formulismo para justificar que Rosemberg no hubiese sido convocado a las reuniones, aunque es más que probable que hubiese obviado al embajador soviético por incompatibilidad ideológica.

En todo caso, no era la URSS el único país, como sabemos, que disentía de la norma general. Estados Unidos, por ejemplo, informó en octubre de que no tenía ningún asilado en su legación, dada, dijo, su interpretación estricta del derecho de asilo (que muta en generosa cuando le conviene). Asimismo, Gran Bretaña tampoco se adhirió a ninguna de las comunicaciones del cuerpo diplomático al Ministerio de Estado porque, según dijo en la sesión de 28 de octubre de 1936, tenía órdenes terminantes de Londres de no mezclarse en nada relacionado con la guerra civil. Y velay que lo consiguieron.

A esta sesión de 28 de octubre asistió Rosemberg, el embajador de la URSS al que Largo Caballero acabaría expulsando de su despacho (gesto éste que le costaría el puesto). El embajador soviético trató de compartimentar el asunto del asilo. Argumentó que la interpretación generosa del derecho de asilo era algo propio de los países latinoamericanos, no los europeos, y que, por lo tanto, debían ser aquéllos los que se limitasen a aplicarlo. Aunque este movimiento está relacionado con la acción de varias embajadas, probablemente está muy relacionado con la de Noruega, cuyo representante, Félix Schlayer, se había mostrado muy activo en la aceptación de refugiados y, además, se había embarcado en un conflicto directo con el gobierno por la detención de De la Cierva (posteriormente sería asesinado) que había provocado incluso una protesta del gobierno español en Oslo.

Hay que romper una lanza en favor de la casi siempre insolidaria Francia, porque en este caso no lo fue. Lejos de amilanarse, el representante francés contestó a Rosemberg que eso que acababa de decir no respondía ni de coña al sentir de todos los países europeos. Pero, aún así, la URSS tuvo sus apoyos en la reunión. Fáciles de adivinar: Estados Unidos y Gran Bretaña, claro.

A principios de noviembre, conforme la presión de las tropas franquistas sobre Madrid se hace más opresiva, el gobierno decide, como es bien sabido, marcharse a Valencia. Y, siguiendo una norma lógica, se lo comunica al cuerpo diplomático. El traslado del gobierno supone un problema grave para los representantes diplomáticos, que no saben si marcharse o quedarse. Sobre todo los que tienen sus embajadas llenas de refugiados que, si ellos se marchan, quedarían en una situación más que embarazosa. Tanto el decano como otros embajadores latinoamericanos (Cuba, Guatemala), que son los más implicados en el asunto de los asilados, apoyan con vehemencia la necesidad de quedarse. A partir de ahí, en un Madrid en el que no ha quedado demasiado claro quién manda, el cuerpo diplomático y el Colegio de Abogados de Madrid iniciarán relaciones para tratar de garantizar la seguridad de las cárceles y de la ciudad en general. En estas gestiones, según los testimonios existentes, llegó a plantearse la posibilidad de generar una especie de zona internacional, libre de bombardeos, donde se pudiesen concentrar los civiles; incluso hubo una radio que, al parecer, distribuyó la noticia de que Franco aceptaría que el paseo de la Castellana y el barrio de Salamanca fuesen utilizados para ese fin. Sinceramente, me cuesta creerlo. Además de ser impacticable pues, como también comprobaron los miembros del cuerpo diplomático, nada más difundirse esta noticia, se colocaron metralletas en los altos de los edificios de la plaza del Marqués de Salamanca, signo inequívoco de que la eventual zona neutral, de haber existido, habría sido aprovechada por las tropas republicanas, eliminando con ello su significado.

El 19 de noviembre, llega al cuerpo diplomático la orden de desalojar las embajadas de Italia y Alemania, en las que hay refugiadas unas 65 personas, 20 alemanas y el resto españolas. El cuerpo diplomático exige, y obtiene, del general Miaja garantías para su traslado. Estos refugiados debían repartirse entre las legaciones de Chile, Rumanía, Noruega, Cuba, Holanda, Suiza, y otras.

El cuerpo diplomático acabó protestando por lo que consideró pasotismo de Miaja, contrario a sus promesas. El día del traslado de la embajada alemana, las tropas que el general había comprometido no aparecieron; los que sí aparecieron fueron milicianos, en varias decenas. Cuando menos de momento, no he podido establecer si hubo muertos por los disparos producidos. Los testimonios que he leído hablan de que se logró sacar a 22 personas de la embajada pero, dado que la cifra de 65 es conjunta con la italiana, no me es posible saber cuántos lo intentaron.

Madrid, en ese momento, está de los nervios. Es fácil de entender. Que nadie cree que vaya a resistir lo demuestra el valiente gesto del gobierno tomando las de Villadiego. Así que los que han quedado en la capital, o son vehementemente frentepopulistas (y revanchistas; de ahí los temores de los diplomáticos y los abogados sobre la seguridad de las cárceles), o están ahí obedeciendo órdenes y ligeramente encabronados por la perspectiva de palmarla. Es en este contexto en el que hay que entender el gravísimo incidente que se produce en la noche del 3 al 4 de diciembre, cuando la Delegación de Orden Público, al frente de la cual se encuentra Serrano Poncela, ordena que se entre en la embajada de Finlandia y se la desaloje.

Hay que tener mucho cuidado al juzgar estos hechos. La tentación fácil es cargar contra el gobierno español (más concretamente, contra las autoridades de Madrid) por tamaño atropello. Pero lo cierto es que el asunto es más complicado pues, al parecer, los refugiados en la embajada de Finlandia habían sido captados por un funcionario español que no tenía el estatus de jefe de misión y que, al parecer, cobraba por sus humanitarios servicios. A mi modo de ver, el hecho de que la medida tomada por Orden Público fuese tan casuística (es decir, se dirigió a la embajada de Finlandia, y no a las demás) sugiere que no hay detrás un intento general de sacar a todos los refugiados, sino algún tipo de desacuerdo, hay quien dice que incluso crematístico (pues parece que el asilador pagaba a fuerzas policiales para que le dejasen en paz) en la movida.

Pero hay otras interpretaciones. El embajador de un país tan poco sospechoso de profranquismo como México sostuvo, acerca de este evento, que se trataba de una llamada de atención de Serrano Poncela a todas las legaciones, pues quería solucionar lo de los refugiados a las bravas (recuérdese que no pocas personas pensaban en aquellos días que en unas pocas semanas Madrid sería de Franco).

Lo que sí quedó claro de todo este incidente, para desdoro de la República, es que una legación extranjera había sido violentada. La razón aportada por el gobierno, a través del Ministerio de Estado, es de chiste: en la legación había rebeldes armados que, al paso de unos milicianos, les tiraron bombas desde la terraza. En efecto, cuando has sentido el aliento de la muerte en la nuca; cuando has pensado que te van a llevar por ahí y te van a fusilar en cualquier arcén e, in extremis, consigues salir de casa, llegar a una embajada y ocultarte en ella, sin saber a ciencia cierta si algún día podrás salir vivo de allí, lo que más te apetece es salir a la ventana a tirarle lapos y bombas a los milicianos que pasen por la calle Fernando el Santo.

El año 37 estuvo ya presidido por la cuestión de la evacuación de los refugiados, una vez que la presión sobre las legaciones descendió cuando la situación de Madrid se estabilizó. En abril de 1937, por ejemplo, salieron dos expediciones de refugiados en la embajada chilena. El resto de las legaciones evacuaron a la mayoría de sus refugiados a lo largo de aquel año. Pero cuando Franco entra en Madrid, el 28 de marzo de 1939, todavía quedaban en la embajada chilena 700 personas.

El asunto de los refugiados en las embajadas de Madrid es un feo asunto para la República por muchas y variadas razones. La primera, su resistencia a aceptar el principio de asilo, que es un principio de lesa humanidad que, en realidad, lo que debemos sentir, a mi modo de ver, es que no se aplique más veces (en Ruanda, por ejemplo). Oponer tecnicismos de derecho internacional para amparar el hecho de que civiles desarmados puedan ser apresados, paseados y asesinados es, simple y llanamente, repugnante.

La segunda razón por la que fue un feo asunto para la República es por los daños que causaron a su imagen los diversos hechos con que se jalonó la polémica. El inexplicable (por estúpido) asesinato de los sacerdotes colombianos; el ofensivo (por simbólico) asesinato del descendiente del Almirante de la Mar Océana; y la inaceptable (por antijurídica) invasión de la legación finesa, son hechos que no ayudaron precisamente a construir la imagen de un gobierno puramente democrático agredido por unas fuerzas reaccionarias. Lejos de ello, a la luz de estas movidas, la República apareció más bien como un régimen incapaz de mantener el orden en su seno y, consecuentemente, poner en su sitio a la violencia obrerista. Claro que, probablemente, es que los hechos reales se acercaban bastante a esta descripción.

¿Se podrían haber hecho las cosas de otra manera? Sí, sin duda. De haber usado la República para sus relaciones exteriores a personas más moderadas y más, por así decirlo, jurídicas que las que utilizó, probablemente la actuación habría sido otra. Lamentablemente para la República, ésta no fue ni siquiera la peor torpeza que cometió.

domingo, febrero 08, 2009

Asilados (2)

En mi opinión, el feo, feísimo asunto del duque de Veragua, descendiente del almirante de la mar océana Cristóbal Colón, fue el incidente que acabó de divorciar a la República española con no pocos de los representantes diplomáticos radicados en Madrid, especialmente los sudamericanos.

En realidad, ese divorcio, o distancia, ya existía con anterioridad; no hay que olvidar que en el subcontinente americano había entonces no pocos gobiernos cuyas querencias políticas no eran precisamente prorrepublicanas; ello a pesar que, entonces como durante décadas después de la guerra, fue muy cerca, en México, donde la República contó con su mayor avalista internacional.
Pero a esta distancia, digamos ideológica, que se salvaba con el tradicional disimulo diplomático, se hizo abismal cuando se conoció que Cristóbal Colón, duque de Veragua; y su cuñado, el duque consorte de la Vega, habían desaparecido del domicilio del primero, en el número 7 de la calle San Mateo, al parecer llevados por unos milicianos.

El ministerio español, a través de su subsecretario Ureña, comunicó el 7 de septiembre su rauda disposición a arreglar el asunto e interesarse por los dos aristócratas desaparecidos. Por su parte, el secuestro del descendiente del descubridor de América movilizó a las embajadas de Chile, Argentina, Venezuela, Panamá, y otros países. Las naciones americanas, que profesaban admiración por su mitos, consideraban una eventual agresión al descendiente de Colón como algo propio, y así se lo hicieron saber al ministerio de Álvarez del Vayo. Tanto es así que el duque de Veragua había recibido como poco tres ofertas (de la República Dominicana, de Chile y de Bolivia) para ser asilado en esos países si lo consideraba pertinente.

El día 7, el cuerpo diplomático comunica al ministerio de Estado español, y más concretamente a su secretario el señor Ureña, que el gobierno argentino tiene reservado un camarote en el paquebote 25 de Mayo para los dos aristócratas en el momento en que el gobierno se los entregue. El ministerio español afirma que hará todo lo posible por localizarlos y defenderlos.
A los cuatro días de saltada la noticia, por conductos extraoficiales se tuvo información por los diplomáticos de que ambas personas se encontraban vivas y detenidas en la checa del Círculo Socialista del Sur, situada en el número 50 de la calle Velázquez (a un tiro de piedra, pues, de la casa del atribulado señor Hoo). Los embajadores y representantes exigieron del ministro una actuación inmediata, y éste, a decir de las fuentes diplomáticas, la comprometió.

Setenta y dos horas después, los cadáveres del duque y el duque consorte aparecieron en la carretera de Fuencarral, no sin que antes se hubiesen realizado las oportunas gestiones para causarles, como dicen hoy los del SAMUR en la tele, lesiones incompatibles con la vida.

El ministro que había prometido que en dos días tendría un total control de la calle no pudo hacer nada por dos personas que, además, tenían una significación política prácticamente nula.

La carta que el decano chileno envió al ministro español de Estado, y que fue distribuida a todos los países que se interesaron por la suerte de Veragua, es bastante clara aún a pesar de su educado lenguaje diplomático: «No he de insistir, repito, en la consternación unánime que producirá en todo el mundo civilizado la tremenda e irreparable desgracia acaecida, porque estoy cierto que también alcanza y en primer término a ese pueblo español y su gobierno, que serán, no lo dudo, los primeros en condenar ese hecho execrable que ofende a toda la Patria española».
Los franquistas se dieron un festín con esta carta en según que cancillerías del mundo. Y es que, a veces, los penaltis no los paran los porteros, sino que los fallan quienes los tiran.

La siguiente gestión en la que participó el cuerpo diplomático fue su intervención en favor de las mujeres y los niños que se encontraban en el Alcázar de Toledo. Aquí no fueron obstaculizados por el gobierno; todo lo contrario. Al gobierno republicano, que los sitiados de Moscardó se hubiesen encerrado con mujeres y niños no le beneficiaba en nada, pues suponía que los bombardeos podían matar civiles. Tanta fue la colaboración republicana que el primer ministro, Largo Caballero, puso como condición a la mediación diplomática que, si ésta tenía éxito, él debería estar presente en el momento de salir los civiles. Esa foto para el mundo no se la hubiera perdido don Francisco ni por todo el oro del mundo.

La gestión, en cambio, no salió bien. Y su desarrollo es una buena muestra del enorme Patio de Monipodio político en que se había convertido la República en aquellos meses de guerra. La primera sorpresa de la legación diplomática que viajó a Toledo un domingo fue que era imposible entrevistarse a solas con el coronel que llevaba el asedio (Barceló). Era estrictamente necesario que con él estuviese su comité de defensa, formado por un miembro de la FAI, otro de la CNT, otro de la UGT, otro de Unión Republicana, otro de Izquierda Republicana, otro del PSOE y otro del Partido Comunista. Los miembros del comité se negaron primero a la propia liberación pretextando que era dar alas al enemigo que estaba a punto de caer. Una vez que aceptaron el hecho en sí de la liberación, se encontraron con que la pretensión diplomática era llevarse a todas aquellas personas (en su mayoría, mujeres e hijos de los propios sublevados) bajo protección de las legaciones y darles asilo en las embajadas. Como la cosa no iba ni para delante ni para detrás, el embajador chileno, que como decano presidía la delegación, blandió el salvoconducto del propio Largo Caballero, primer ministro. Documento que, literalmente, ordenaba «a todas las autoridades civiles y militares y a las milicias populares, fuerzas sindicales y políticas afectas al Frente Popular y, en general, a cuantos cooperan en la acción en defensa del Régimen, guarden todo género de consideraciones y den toda clase de facilidades al citado señor Embajador».

La respuesta que recuerda Núñez Morgado es, como he dicho, todo un tratado histórico en sí mismo sobre cómo funcionaba el bando republicano aquellos días.

- Puede ser el señor Largo Caballero todo lo Presidente del Consejo y Ministro de la Guerra que usted quiera; pero aquí somos nosotros la única autoridad. Seguimos lo que nos dice Madrid cuando no se opone a lo que deseamos nosotros.

El siguiente problema insoluble se planteó cuando, algo más enfriados los ánimos del comité, uno de sus miembros preguntó bajo qué bandera quedarían amparados los refugiados. Al contestársele que la del cuerpo diplomático en pleno, los miembros del comité se dieron cuenta de que eso suponía que las mujeres e hijos de los sublevados franquistas saliesen del Toledo republicano bajo la bandera de, entre otros, Alemania e Italia. La verdad, en esto es lógico que pusieran pies en pared. Finalmente, se acordó que sólo apareciese la bandera de Chile.

La última barrera, sin embargo, la pusieron los sublevados. Vencidas todas las resistencias, cuando se entró en contacto con ellos, se limitaron a contestar que, si el cuerpo diplomático quería algo de ellos, era el prefijo telefónico de Burgos el que tenía que marcar.

A finales de septiembre, ya muchas embajadas están hasta las trancas de personal y siguen produciéndose conflictos. Destaca, por ejemplo, el relativo a Juan de la Cierva, teóricamente amparado por el hecho de que trabajaba como letrado para la embajada de Noruega, pero que fue detenido en el momento de tomar el avión para salir de España.

A mediados de octubre es el momento en que el gobierno español trata de fijar su posición relativa al derecho de asilo. Lo hace en una comunicación al cuerpo diplomático. Debo confesar que nunca he dado con un libro donde se reprodujese este escrito del Gobierno pero, por las referencias indirectas que he podido leer, tengo la sensación de que el principal punto de anclaje de la postura gubernamental es que el derecho de asilo es, en 1936, un derecho ya caduco consagrado como tal por la Convención de La Habana. A este argumento, los favorables a la aplicación de dicho derecho siguen oponiendo el argumento de su contenido humanitario, amén de la confusión que parece existir, en el caso de la guerra española, entre lucha política y lucha militar. Esto quiere decir que, en guerra, la libertad de una persona puede ser conculcada, y en un caso extremo incluso se le puede quitar la vida, por el hecho de ser un elemento bélico activo, bien militar (soldado), bien civil (espía, saboteador, etc.) en la contienda militar. Sin embargo, no es de recibo que una persona sea detenida, encarcelada o ejecutada por el solo hecho de ser de la misma cuerda ideológica de quienes luchan, si no lucha.

A todo esto hay que añadir que la posición del gobierno no es monolítica en el tiempo. En los primeros tiempos del conflicto bélico, cuando no había nadie en las embajadas salvo sus trabajadores, el cuerpo diplomático consultó con Augusto Barcia, entonces subsecretario del Ministerio de Estado, quien se mostró partidario de que practicasen el derecho de asilo, siempre que no beneficiase a enemigos declarados de la República. Asimismo, los representantes diplomáticos recordaron que Ángel Ossorio, en su puesto de representante español ante la Sociedad de Naciones, había expresado ideas distintas de las que ahora defendía el gobierno español.

Está, por último, el problema de la propia actuación de los partidarios del Frente Popular. Durante la represión del golpe de Estado revolucionario del 34, algunos fueron asilados en la legación cubana, y no parece que considerasen ese movimiento ilegal. Al igual que la embajada española había asilado pocos años antes, en 1919, a varias decenas de personas durante la sangrienta caída del presidente Estrada Cabrera en Guatemala.

Ya he dicho que nunca he leído la nota completa, pero todo parece indicar que es de una torpeza sólo posible cuando se está muy nervioso o se tienen muy pocas luces (o las dos cosas). Entre otras cosas, la nota acusa a las legaciones diplomáticas de realizar abusos notorios en su política de asilo; ignorando que ese tipo de acusaciones, entre estados soberanos, hay que probarlas (como hay que probar la posesión de armas de destrucción masiva, por poner otro ejemplo). Por último, la nota terminaba con un párrafo difícilmente tolerable, en el que el gobierno español se reservaba realizar acciones contra dichos abusos.

Días después, el mismísimo Manuel Azaña vendría a sumar algo más de desconcierto en todo este merdé.

Pero tendréis que esperar. Mis dedos se alejan del teclado por unos días.