viernes, febrero 27, 2009

Rizar el rizo futbolero: la solución


Bueno, pues éste es el equipo de marras. De izquierda a derecha: Blasco, Zubieta, Muguerza, Lángara, Cilaurren, Egusquiza, Barcos, Roberto, Larrinaga, Aedo, Gorostiza y Areso.

Estos jugadores eran el tronco de la selección de Euskadi. Un equipo que, como os dije, hoy sigue existiendo; aunque en realidad no existe, porqueno tiene presencia federativa como para jugar competiciones internacionales.

El 24 de abril de 1937, apenas unas semanas antes de la caída definitiva del País Vasco en manos de franco, la denominada selección de la República de Euskadi tomó un avión con dirección hacia París, con la intención de hacer una gira que tenía tanto de política como de deportiva. En Francia no se les permitió jugar (cosas de la neutralidad), así que salieron hacia Checoslovaquia, donde sí jugaron varios partidos. Luego jugaron en Polonia, aunque al menos un partido previsto fue suspendido por presiones del gobierno alemán, hemos de suponer que conchabado con Franco.

Luego pasaron a Rusia, donde fueron muy bien recibidos y luego a Suecia, Noruega, Finlandia y Dinamarca. En Copenhague, por cierto, se produjo la anécdota que vivimos hace bien poco en una competición de tenis, sólo que al revés. Hace cosa de un par de años, en un enfrentamiento de Copa Davis en Australia, hubo un error y, a la hora de tocar el himno español, los australianos tocaron el himno de Riego (el republicano). Pues bien: en Dinamarca lo que le tocaron a la selección de Euskadi fue... ¡la Marcha Real! O sea, el himno de España actual, entocnes himno de los franquistas. Se desconoce que si los jugadores vascos lo corearon a golpe de «Lo lo, lo lo , lo lo...»

Después de eso consiguieron jugar en Francia. Durante una serie de viajes sin partidos que hicieron después, fueron contactados por los franquistas, ofreciéndoseles desertar y pasar al bando nacional. Dos miembros de la expedición se apuntaron.

Después, a las Américas. Recalan y juegan en México, luego en Argentina. Luego jugaron en Chile y atravesaron el continente en tren hasta Centroamérica. Jugaron más de dos meses en Cuba e, inmediatamente después, regresaron a México, donde, y a causa de los problemas que estaba causando Franco con la FIFA y la connivencia prorrepublicana del país, se convirtieron en un equipo mexicano que jugó la liga del país 1938-1939, en la que quedaron segundos.

La mayoría de los jugadores que veis en la foto o que jugaron con el equipo no regresó a España. Ficharon por equipos mexicanos o argentinos. Así, Zubieta, Iraragorri, Emilín y Lángara ficharon por el San Lorenzo de Almagro; Areso fichó por el Racing de Avellaneda; Blasco, Aedo y Cilaurren ficharon por el River Plate. Eso sí, Lángara regresó a España en 1946, fichando por el Oviedo; y Zubieta, en 1953, fichó por el mejor equipo de España.

jueves, febrero 26, 2009

Rizar el rizo furbolero

De Historia sólo saben un par de mataos. Pero de fúbol sabe todo dios. Entre eso y que los lectores de estas adivinanzas han demostrado ya suficientemente que pueden con todo, no tengo muchas esperanzas de pillaros. Pero, bueno, por intentarlo que no quede.

Fútbol, pues. El deporte patrio. Un deporte en el que hemos hecho casi de todo, salvo ganar el mundial (aunque todo se andará). Las salas de trofeos de nuestros equipos son auténticos museos y a algunos de ellos no hay quien les supere. El Madrid es, dicen, el mejor equipo de la Historia. El Barcelona es un club que es más que un club (para lo cual tiene la ventaja de estar radicado en una ciudad que también es bastante más que una ciudad). El Valencia da miedo (o eso dicen los valencianistas). El Atlético de Madrid es una forma de entender la vida. Como el Athletic de Bilbao. El español medio puede no tener preferencias musicales, o cinéfilas, o políticas. Pero, sin dudarlo, tiene un equipo de sus amores. Yo recuerdo mi niñez coruñesa, en la que vivía al lado de la playa de Riazor. Fueron años en los que el Atlético de Madrid jugó varios torneos Teresa Herrera, en medio de la canícula veraniega. Y veía a los atléticos que, en la mañana, bajaban a la playa, plantaban sus sillas y, antes de sentarse en bañador en ellas a mirar el mar, plantaban en la arena, a su lado, la bandera rojiblanca.

El fútbol es una obsesión poliédrica, tan fácil de entender como inaprehensible. Sólo hay dos tipos de homo sapiens: el bético, y el sevillista. Si en Sevilla se encuentra uno solo que escape a esta taxonomía, ello servirá para demostrar que los extraterrestres existen.

He dicho: nuestros equipos patrios han hecho de todo. Y sé lo que escribo. Porque hay uno, uno solo que yo sepa, que ha conseguido rizar el rizo de lo imposible y participar, qué digo participar, quedar segundo, en una liga extranjera. Muy extranjera (y esto es una pista; la cosa no tiene nada que ver ni con Andorra, ni con Gibraltar, ni con cosas de ésas).

De vosotros espero que seais capaces de decirme cuál.

¿Pista? Bueno, os daré una un poco a lo oráculo de Delfos. Ese equipo existe aún en la actualidad; aunque, en realidad, no existe.

martes, febrero 24, 2009

Álvaro de Luna, o el parto de España (3)

La defección y teórico control del infante Enrique de Aragón llevó a Castilla al convencimiento de que acababa de resolver el problema del incómodo vecino. Sin embargo, éste sólo era un espejismo que tendía a olvidar, con excesiva facilidad, cómo la casa real aragonesa establecía, dentro ya de los cánones de la política renacentista, una tupida tela de araña de poderes; una auténtica estrategia moderna de poder y penetración de la que se considera representante canónico a Fernando de Aragón, el marido de Isabel; consideración que, en mi opinión, es notablemente injusta con su padre Juan, de quien tendremos ocasión de hablar en estas notas.

Enrique estaba vencido, sí. Pero Juan, merced a su boda, ascendería a la categoría de rey consorte de Navarra, la tercera gran pieza del futuro puzzle español. La familia, además, tenía colocada a María, otra hermana, en el tálamo del variable Juan II de Castilla; y muy pronto, a través de otra hermana, Leonor, pondría una pica importante casándola con el rey de Portugal. En otras palabras, en aquella península ibérica, si se hablaba de legitimidad estricta, nadie discutía que Juan de Castilla era la hostia más hostia de todas las hostias. Pero, cuando la cosa iba de juntar parientes, los aragoneses le montaban al castellano un cuatripartito (Aragón, la corona consorte de Navarra, el princesado de Castilla y el de Portugal) que haría a cualquier persona medianamente lista dudar de esa pretendida prelación castellana.

Alonso, rey de Aragón, fue requerido por los castellanos para que entregase a los conjurados proenriquistas que habían huido a sus predios. El rey aragonés, no obstante, se negó, pretextando que sus fueros otorgaban a aquellas gentes plena cobertura (o sea, que no había tratado de extradición entre Aragón y Castilla) y ofreciéndose a entrar en Castilla para parlamentar con el castellano la situación. Eso sí, quería entrar armado y protegido pues, decía, en Castilla había gentes principales que querían matarlo. Para mostrarle los dientes al rey aragonés en este movimiento fue por lo que el monarca castellano se dirigió a Palenzuela con un huevo de paracaidistas y toda la artillería pesada que pudo juntar. Pero estando en Palenzuela ocurrió algo que ya hemos anunciado y que estaba destinado a cambiar radicalmente el mapa político de la zona: muerto el rey don Carlos de Navarra, Juan de Aragón heredó el mando en aquella nación.

El hecho de que Juan de Aragón se encuentre al frente de un reino y con Corte propia cambió radicalmente su actitud hacia su hermano Fernando. Si hasta entonces lo hemos visto enfrentado a él, juntando hombres de armas en Olmedo con la declarada intención de introducírselos a su hermanito, uno por uno, por el ano, ahora Juan se da cuenta de que, con su nueva posición, le trae más a cuenta aliarse con sus hermanos el rey de Aragón y el tocahuevos de Castilla. ¿Por qué? Pues porque, como explicamos en la primera toma de estas notas, Juan de Aragón, como Enrique, tenía enormes, pero enormes, intereses en Castilla, y de Juan II/Álvaro de Luna tiene la sensación, probablemente cierta, de que no va a sacar mucho. Pero sin embargo, de su derrotado hermano, derrotado y ávido de aliados, sí puede obtener compromisos jugosos.

Y, además, aunque eso en el Renacimiento no signifique gran cosa, son hermanos. Verde y con asas, pues.

De todas estas cosas, Juan de Castilla ni se cosca; y Álvaro de Luna, lejos de coscarse, está encantado con ellas, por confiar todavía en la confluencia de pareceres entre los dos juanes. Llegados a Palenzuela los embajadores, se le insta al rey castellano a liberar al infante Enrique, cosa que él acepta siempre y cuando el hasta ahora prisionero caiga en manos de un hombre bueno. Y es que aún confía en Juan de Aragón. Mala decisión. Tanto confiaban en él que, en realidad, en las negociaciones Juan de Navarra tuvo amplias representaciones del rey castellano, que utilizó, por cierto, para levantar embargos sobre bienes de su hermano.

Enrique fue liberado de su prisión en Mora. En la puerta se encontró con su hermano Juan y juntos cabalgaron hasta Tarazona, donde les esperaba su otro hermano, Alonso.

Perpetrado el engaño, los florentinos estadistas aragoneses se quitaron la careta y fueron a por el objetivo que en el fondo seguían, que no era otro que Álvaro de Luna.

Hallándose la corte en Zamora, en 1427, la situación se hizo explosiva. Los infantes afloraron su animadversión hacia el condestable, sin recato. Las resistencias de la Corte se hicieron tan fuertes que en dos meses fue imposible celebrar un solo consejo de notables. Allí estaba Juan de Navarra. Álvaro de Luna y los suyos se negaban a ir al palacio que ocupaba el rey navarro, por puro miedo a ser asesinados allí. Las pocas reuniones informales que hubo tuvieron que celebrarlas en el puto campo.

¿Quién falta en la historia? Pues quién va a faltar: el tocacojones. Kike Balls-Living Fly, que está en Ocaña quieto y parado por orden del rey castellano, lo cual significa que, en teoría, no puede moverse de ahí sin permiso, le hace una higa (una más) a la orden y se dirige a Zamora para presionar a Juan II. El rey castellano es, no lo olvidemos, el Centinela de Occidente peninsular del momento. Se le reconoce prevalencia y poder, siquiera teórico. Eso obliga mucho. Obliga, por ejemplo, a decirle a su vasallo que se esté quieto y que, si no se está quieto, lo va a sentir. Pero nada de eso hizo el debilucho Juan, no sabemos si siguiendo consejos de su condestable o a pesar de ellos. En lugar de plantar cara a Enrique, lo que hace es moverse de Zamora a Valladolid; un movimiento que se parece al de mi perro cuando no quiere salir a la calle y mete la cabeza debajo de las patas delanteras, como diciendo: «ya no estoy». Juan y Enrique, los dos hermanos, que ven a la pieza débil, se hacen un guiño y se dirigen los dos a la ciudad castellana.

Desde las cercanías de Valladolid, le mandan una carta a Juan II indicando que todo el problema es Álvaro de Luna y su excesivo poder en la Corte. Órdago a pares, pues.

¿Se negó el rey? ¿Dijo el rey aquí mando yo y se hace lo que yo digo? Pues va a ser que no. Para que luego digan los que, probablemente por saber apenas un par de cositas de una Historia que es muy compleja, venden la idea de una Castilla eternamente orgullosa y dominanta, aquí tenemos al rey castellano envainándosela por fases. La primera fase es admitir que eso que dicen los infantes es negociable. La segunda es no dirimir la negociación. La tercera es nombrar un tribunal arbitral para que decida. La cuarta es admitir una composición para el tribunal susceptible de decidir contra los deseos del rey (Luis de Guzmán, maestre de Calatrava; Pero Manrique; Fernán Alonso de Robles y Alonso Enríquez; con el prior del monasterio de San Benito, donde se reunieron, como último voto de calidad si no llegaban a un acuerdo).

En justicia hay que decir que este tribunal estaba teóricamente equilibrado, pues los dos primeros miembros eran partidarios del infante y los dos segundos del de Luna. Pero lo que también es un hecho es que, reunidos, votan por unanimidad (incluyendo al prior) por la expulsión de Álvaro de Luna de la Corte.

La estella del condestable se había apagado. Pero sólo por el momento.

No hemos dicho, ni de coña, la última palabra de esta historia.