viernes, marzo 13, 2009

Football History Quiz

Bueno, pues ha llegado el momento de hablar de fútbol. Seguro que piensas que sabes la hostia de fútbol. Y no seré yo quien te lo niegue. Lo que es prácticamente seguro es que me superas. Fíjate si seré yo ignorante en esto del fútbol, que durante muchos años creí que un medio volante se llamaba así porque llevaba la dirección del juego. En fin.

Pero escribo estas líneas con la sana intención de pillarte. Porque lo mío es la Historia y el fútbol, en buena medida, es Historia. Así que vamos a ver si eres tan bueno en mi terreno.

Preguntas:


1.- Guerra civil. Un famosísimo jugador de la liga española pasó por la cárcel Modelo madrileña, la misma donde algún tiempo después se produciría una matanza de presos. ¿Quién fue?

a. Jacinto Quincoces.

b. Ricardo Zamora.

c. Santiago Bernabéu.

d. Eduardo Samitier.


2.- ¿Qué equipo fue especialmente premiado en 1938 por la «heroica contribución de sus hombres a la Cruzada de Liberación»?

a. El Real Madrid.

b. El Real Unión de Irún.

c. El Deportivo de La Coruña.

d. Osasuna.


3.- En marzo de 1939, recién caída Barcelona, los jerarcas franquistas decidieron reactivar la actividad del fútbol catalán. Sus planes, al parecer, incluyeron cambiar la camiseta y el nombre del Barcelona. ¿Cuál era el nombre que quisieron ponerle?

a. España.

b. Real Cataluña.

c. Flechas Azules de Cataluña.

d. Sporting Hispania.


4.- El primer presidente de la FEF tras la guerra civil fue, por supuesto, un militar. El teniente coronel Troncoso. Días después de su nombramiento, Troncoso envía una circular imponiendo una curiosa regulación en los clubes de fútbol de primera división. ¿Cuál fue?

a. Deberían tener al menos tres jugadores en la plantilla que fuesen militares en activo.

b. Todos los jugadores deberían tener cuando menos el equivalente de graduado escolar.

c. Se limitaban los sueldos para que no pudiesen ganar menos que un militar de carrera.

d. Se establecía un examen público sobre su conocimiento del «Cara al sol» y otros himnos patrióticos.


5.- En la temporada 1942-1943 se produjo un hecho histórico. El Real Madrid eliminó al Barcelona en la copa tras un partido en Madrid que permanece insuperado, pues los blancos ganaron por 11-1. A ver si sabes quién visitó el vestuario blaugrana antes del partido.

a. Franco.

b. Serrano Súñer.

c. El general Moscardó

d. La policía.


6.- A ver si sabes terminar esta frase, pronunciada con ocasión de un Suiza-España en Zurich: «Y ahora, muchachos, ya lo sabéis: cojones y ....»

a. visión de juego.

b. voluntad nacionalsindicalista.

c. españolía.

d. vergüenza torera.


7.- ¿Quién fue bautizado «el gamo de Dublín»?

a. Gaínza.

b. Zarra.

c. Artigas.

d. Venancio.


8.- El 2 de julio de 1950 se produce el histórico partido de Brasil entre España e Inglaterra. La verdad, si no sabes que les ganamos gracias a un gol de Zarra, no sé qué haces leyendo este cuestionario. Pero preguntarte eso sería muy sencillo. A ver si sabes, no quién lo marcó, sino quién le dio el pase.

a. Gaínza.

b. Panizo.

c. Puchades.

d. Gabriel Alonso.


9.- Jorge Valdano tuvo un antecesor en el Madrid. Un jugador que, como él, era muy intelectual y que, de hecho, fue públicamente criticado por la prensa falangista por leer a Dostoievsky. ¿Sabrías decir quién fue?

a. Puskas.

b. Molowny.

c. Pahíno.

d. Di Stefano.

10.- También supongo que algo sabrás sobre el rocambolesco fichaje de Di Stefano por el Madrid y la salomónica decisión de la FEF de que jugaría primero en el Madrid y luego en el Barcelona. Sin embargo, el Barça renunció al argentino. Muchas cosas pudieron incidir en dicha decisión pero, al parecer, una de ellas fue un informe del entrenador blaugrana, el húngaro Daucik (cuñado de Kubala) en el que se expresaban serias dudas sobre el jugador por un motivo. ¿Cuál?

a. Sus excesivas ambiciones económicas.

b. Su mal carácter.

c. Su presunta propensión a las lesiones.

d. Su incompatibilidad personal con Kubala.


Nos vemos...

miércoles, marzo 11, 2009

Álvaro de Luna, o el parto de España (y 7)

Bueno, como hoy esto se acaba, es el momento de recordarte que las líneas siguientes sólo son la continuación de otras tantas que están en unos cuantos capitulitos: el primero, el segundo, el tercero, el cuarto, el quinto y el sexto. Así los tienes todos aquí juntos.

¿Cuál fue el motivo de la huida de Enrique de Castilla? Pues, simple y puramente, la pasta. Alguno de los terratenientes que había perdido en aquella pelea, como el almirante de Castilla, había solicitado de Enrique que se encargase de sus haciendas en tanto en cuanto durase su desgracia política; algo que todo el mundo, conociendo a Juan II El Pendular, tampoco esperaba que durase mucho. Enrique, a la menor insinuación que pudo haber (y lo decimos así porque las crónicas contemporáneas no son prístinas al respecto) de que tal vez alguno de los activos embargados no iba a caer en sus zarpas, resolvió volverse contra su padre y poner la disponibilidad de las riquezas como condición necesaria, y tan sólo quizás suficiente, para apoyar a su padre.

Esta anécdota tiene su importancia, a mi modo de ver, para entender un poco mejor a Isabel de Castilla. Que Isabel y Fernando se desempeñaron con sus competidores, nobles y coronados, con una notable crueldad, es algo que está fuera de toda duda. Pero también hay que tener en cuenta que este tipo de cosas estaban al cabo de la calle y que los católicos reyes, de alguna manera, resolvieron acabar con ellas. En una nación moderna, un hijo no se vuelve contra su padre, poniendo con ello en peligro la estabilidad de la nación y de la propia corona, por un quítame allá esas tierras. Y, pensaría Isabel algunos años más tarde, si para hacerlo entender hay que dar una mano de hostias, pues se da, y punto.

Juan II, en fase Deep, Deep Blue, se bajó los gayumbos y acabó resolviendo incluso el perdón del almirante de Castilla, lanzando una vez a sus enemigos el mensaje claro de que una represalia castellana duraba menos que un mantero en la acera de la calle Fernando el Santo.

En 1447 el rey Juan, que ha enviudado ya de María de Aragón, concierta una nueva boda-alianza. Como la cosa con Aragón no ha ido bien precisamente, prueba con el punto cardinal que le queda y concierta con Joao de Portugal su boda con la hija de éste, Isabel. Probablemente, Álvaro de Luna fue muñidor de este acuerdo, cuyas ventajas en materia de política exterior hasta Moratinos muerto de sueño sería capaz de ver. Sin embargo, lo que él no sabía es que esa boda, a la larga, le costaría el cuello.

De hecho, es más que probable que esta boda fuese cosa del privado, pues sabemos que Juan se cogió un mosqueo del 42 cuando supo lo de la boda, pues él, en realidad, quería casarse con la hija del rey de Francia, de nombre Regunda, que al parecer estaba más buena; bueno, lo que nos dicen las crónicas es que estaba como para dejar un rastro de baba masculina desde La Coruña hasta Vladivostok. Fruto del casorio real del rey (obsérvese la aliteración) con Isabel de Portugal sería Isabel de Castilla, la reina católica; así pues, de haber hecho el rey lo que su glande le dictaba, Isabel habría sido Regunda y quien sabe si no habría reinado en Castilla también, también casándose con Fernando. En ese caso, ¿cuál sería el lema que habríamos aprendido en la escuela? En lugar de «tanto monta monta tanto, Isabel como Fernando», quizá sería, «sea Fernando o sea Regunda, da igual quién te funda».

Todos sabemos que Isabel de Castilla era mujer recia a la que le gustaba mandar más que a mí el chorizo cular. Y conste que yo, por un buen chorizo cular, soy capaz de muchas cosas, un tercio de ellas humillantes. La pregunta es: si padre era un péndulo agilipollado y el más resolutivo de sus cortesanos estaba muerto cuando ella empezó a dar sus pasos de razón, ¿de dónde pudo haber sacado ese carácter?

Pues de quién va a ser. De Lisbeth La Lusa. Que era de armas tomar.

Isabel de Portugal llegó a la corte castellana para mandar. A la tercera o cuarta vez que el De Luna se le intentó imponer, se dijo: hasta aquí has llegado, chaval.

Mi reconstrucción de las cosas es tal que así. Juan de Castilla era un rijoso. Uno de esos tipos que comen y beben a lo bestia, y cuando le dan descanso a la circulación sanguínea por ambos motivos les gusta sacar a pasear el fornicio, y no precisamente para hacer aguas. Esto Isabel de Portugal lo sabía y, ambiciosa que era, quería aprovecharlo para poner sobre la tierra un infante, o en su defecto una infanta, que tuviese tiempo y posibilidad de pelearle a Enrique el liderazgo de Castilla. Para eso necesitaba embarazarse y, por eso, nada más casarse, empeñó sus fuerzas en que su señor esposo, aún siglos antes de inventarse el ferrocarril metropolitano, soñase cada noche con la estación de Empalme, no sé si me explico. Álvaro de Luna, sin embargo, andaba preocupado con la salud de su rey, así pues le aconsejaba morigeración. Cual trigonometra meticuloso, se pasaba el día salmodiando al oído de su señor: «deje en paz los senos, mi Señor». Pronto comprendió la portuguesa que su problema era el condestable, así que resolvió quitarlo de en medio.

Curiosamente, esto es algo que suele pasar, el momento de decadencia de Álvaro de Luna viene a coincidir, engañosamente, con tiempos que parecen los mejores para él. Por esos años, en efecto, el condestable logra la detención masiva de la mayor parte de los nobles que en Olmedo estaban frente al rey, todos ellos protegidos del príncipe Enrique, lo cual inmediatamente malquistó a éste con su padre.

Isabel ya está en fase de diseñar asesinatos en la persona de Álvaro de Luna. Lo intenta en Madrigal de las Altas Torres, donde simula una pelea para hacerle salir a mediar para ser asaeteado, pero el condestable se lo huele y hace salir a uno de sus parciales en su lugar. Aunque los escritores pro-De Luna quieren pintar aquí a un viejo de unos sesenta años que todo lo que trata es de esquivar su destino, yo creo que esa visión es demasiado positiva. Doy por cierto que De Luna intentó acuerdos con los privados del príncipe Enrique, el marqués de Villena y Pedro Girón, maestre de la orden de Calatrava, para intentar algo así como un golpe de Estado desde dentro para, mediante la concertación, controlar a los coronados desde la privanza.

Terreno resbaladizo, pues. Sólo cuestión de tiempo que se cometiese un error.

En 1453, en Burgos, llega el Viernes Santo y la corte se va a misa, como es de ley. Allí, un fraile dominico se encarga de la homilía, en la que, aún sin nombrarle, se dedica a poner al condestable de tonto del culo para abajo. El mosqueo que se coge el apelado es fortísimo y, en las averigüaciones que hace llega a la conclusión, quién sabe si cierta o falsa, de que su criado Alonso Pérez de Vivero, que hasta ha sufrido prisión por él, estaba concertado con el fraile. Al parecer, tenía unas cartas que demostraban la traición. Así que citó a su criado en la alta torre de su posada y, una vez allí, lo tiró por la ventana, haciendo papilla de subalterno.

La muerte de Alonso Pérez de Vivero fue el hecho que necesitaba Isabel de Portugal para vencer las últimas resistencias del rey Juan, el cual, de todas formas, no era ningún hacha manteniendo su opinión. Se dictó cédula contra el condestable. Éste fue cercado en su posada burgalesa, después de haber cometido el segundo error fatal, que fue no huir a Escalona a tiempo. Al parecer, estando ya sitiado logró huir, pero volvió a la posada, probablemente por darse cuenta de que estaba demasiado viejo, y era demasiado principal, como para ser un fugitivo del rey. Además, ¿quién le daría asilo? Todo en derredor de Castilla, no había sino enemigos suyos.

Vuelto a la posada, y con el mismo rey conminándole a rendirse desde la plaza de la Carnicería, plenamente consciente de lo que iba a pasar, Álvaro de Luna se despide de su lujoso vivir con una comilona a la que invita a todos sus parciales. Luego reparte los dineros que allí tiene, que son muchos. Signo de que el condestable no era ningún santo es que reserva veinte mil florines (un pastón) para lavar su conciencia «por cosas adquiridas y habidas sin entera justicia»; o sea, que bien sabía que las había robado.

Esta comida se celebró, en parte, porque el rey había firmado a favor del De Luna un seguro a favor de su integridad física y la seguridad de los suyos. Nada más entregarse el condestable, sin embargo, Juan de Castilla se cagó y se meó en sus propios compromisos, prendiendo a los hombres del condestable y quitándoles el dinero que éste mismo les había dado. Ole con ole la honradez coronada.

El proceso de Álvaro de Luna fue una chapuza. No hubo declaración del acusado, ni gestiones probatorias. Bastó con la palabra del rey para condenarlo. El rey, su amigo. Lástima para don Álvaro que el proceso le pillase con la ciclotimia a la remanguillé.

Por la vallisoletana calle de Francos, luego por Esgueva, la Plazuela Vieja, Cantarranas y Costanilla fue la comitiva con el rey. Sin mostrar emociones especiales, se acostó boca abajo, y el verdugo, experto segador de cuellos, hizo el resto.

El bachiller Cibdareal, personaje probablemente de ficción que esconde a algún notable de aquella Corte, cuenta en su crónica de aquellos tiempos que al año siguiente de la ejecución, en el momento de sentirse morir, Juan II de Castilla habría de confesarle que «naciera yo fijo de un mecánico, é oviere sido fraile del Abrojo, é no Rey de Castilla». Desde luego, macho. Que eres uno más de los que en nuestra Historia demuestran que la presunta eficiencia de la herencia de sangre es algo que hay que tomarse con muchas, pero muchas, prevenciones, está más que claro. Qué gran fraile rijoso se perdió Castilla, y qué enorme cantidad de problemas ganó a cambio.

De los momentos jodidos, sin embargo, los listos aprenden. Esto lo sabe casi cualquiera que alguna vez haya estado casado, y las naciones no son muy distintas. Castilla alcanzó, con Juan II, y muy a pesar de que Álvaro de Luna fue un estadista no exento de amplitud de miras, un punto crítico de disolución y debilidad. Por el mosaico que en estas notas os he querido pintar habéis visto pasar nobles que se sienten más fuertes que su rey, naciones menores que quieren arremeter contra sus potencias, pueblos levantados en ira, familias rotas que en su ruptura reflejan la ruptura de la nación de la que se supone son la quintaesencia.

Pero ya lo he dicho: hay gentes que aprenden.

Juan de Navarra, el hermano de Enrique de Aragón, AKA Tú Date La Vuelta Que Yo Te La Meto, eterno jugador del Teto dinástico, era mucho más listo que su hermano. Maniobrero, lo era un rato. Pero también era un estadista ya moderno, capaz de entender que las naciones tenían que ser algo más que pedazos de tierra que los leones se disputan a base de matarse entre ellos. En 1453, el mismo año que desaparece su gran enemigo político, Álvaro de Luna, nace en la única villa española con nombre de arroz su gran proyecto, a quien pondrá por nombre Fernando. Fernando de Aragón se criará a los pechos de su padre, en crianza que no será nada fácil porque imponerlo como rey de Aragón no fue nada fácil. Pero todas las dificultades fueron vencidas por Juan, todo voluntad, que por llevar adelante sus proyectos fue capaz de sacrificios tan brutales como someterse a una operación de cataratas (ojo: sin anestesia ¡Aaaaay!) para recuperar la vista.

Fruto de ese concepto moderno, renacentista, de estadista cabrón, despiadado, pero estadista al fin y al cabo, nacerá España. Para bien, o para mal. Eso, cada uno según le vaya el viento.

Nación que enterró en sus cimientos a la que quizá fue la última víctima del mundo de ayer, de la desestructurada y demasiado sencilla visión medieval de las cosas: Álvaro de Luna, condestable de Castilla, privado del rey. Esta opinión es una imposible ucronía, pero al menos yo pienso que Álvaro de Luna, de haber vivido más y sobre todo haber podido dejar en la Corte castellana la impronta de su saber, jamás habría sentado las bases para una unión de las coronas castellana, aragonesa y navarra. Su mundo era un mundo en el que los leones no cazaban en manada, sino que se mataban entre ellos.

Si yo fuese un historiador marxista de ésos que ven la Historia como una especie de engranaje que se mueve siempre hacia donde ha de moverse, diría pues que Álvaro de Luna, más que víctima de las ambiciones de una reina lista, fue víctima de los tiempos. Murió porque tenía que morir. España estaba de parto y había que hacerle sitio al bebé.

lunes, marzo 09, 2009

Álvaro de Luna, o el parto de España (6)

A lo largo de estas notas que ya van durando creo haber destilado varias veces mi opinión de que Juan II de Castilla era de natural caprichoso y variable, hecho éste que lo hizo impredecible y que convirtió la presencia de Álvaro de Luna a su lado en prácticamente imprescindible. En 1437, y sin que sepamos a ciencia cierta por qué, el rey da una nueva prueba de que va a su puñetera bola todo el día: ordena el arresto del adelantado Pero Manrique, a quien, en pasadas tomas de esta historia, hemos visto romperse los cuernos por su rey, bien es verdad que debiendo lavar el pecado de haber apoyado al de Aragón en lo de Tordesillas.

Aquello de don Pero fue, además de difícil de entender, políticamente erróneo. Manrique estaba largamente emparentado con la alta nobleza castellana y, por otra parte, marqués que no era su primo, era su amigo. Con la detención, para empezar, el rey castellano se ganó la enemistad del Almirante de Castilla, que siempre le había sido fiel. Para como el adelantado se fugó de su prisión de Fuentidueña y puso los pechos de su caballo en dirección a Medina de Rioseco, donde se había encastillado don Fabrique. El rey respondió juntando lanzas y sacándolas al campo. Una vez más, Castilla en clave de guerra civil.

Aquel enfrentamiento vino a coincidir con el regreso desde Italia de los aragoneses, ya sin el infante Pedro que murió de un tiro junto a las murallas de Nápoles. Como ya hemos dicho que esta familia es ya una familia de príncipes al estilo maquiavélico, al instante urdieron una trama para engañar al rey castellano. De modo y forma que Alonso se quedaría en Zaragoza como si la cosa no fuese con él, Juan de Navarra haría como que apoyaba al rey, y a Enrique le reservaron el papel que más le gustaba, es decir el de rebelde que apoyaba a los nobles alzados.

En medio de esta tela de araña, y hemos de suponer que para desesperación del condestable que es imposible que no se diese cuenta de jugada (y también es de suponer que alucinaba al comprobar cómo el rey se la tragaba), el monarca castellano fue progresivamente embaucado y convencido de eso de la paz ante todo y tal. Tal cosa se pactó en el llamado Seguro de Tordesillas, pacto que consiste, básicamente, en una nómina de humillaciones del rey castellano, el teóricamente más poderoso, y que prácticamente se baja lo pantalones en cada página del superferolítico documento. Entre las cesiones reales figura una que deja bien claras las intenciones de los firmantes: el apartamiento de Álvaro de Luna de la Corte durante seis meses.

Ya por aquel entonces aparece en escena un personaje más. Si hasta ahora hemos llenado esta página de mentirosos, hipócritas, traidorzuelos y gilipollas, aún nos faltaba uno a quien, sin embargo, a menudo la Historia no trata demasiado mal: Enrique de Castilla, el futuro Enrique IV.

Hay mucha gente a quien Enrique IV le cae bien. No es algo que sea criticable, porque estas cosas van por gustos. De Enrique se destaca, a veces, su presunto talante democrático por gastarse una simpatía hacia los musulmanes (gustaba, al parecer, de vestir a la manera mora) que obviamente su medio hermana Isabel no tenía. Además, Enrique es querido por todos aquellos que consideran que la movida de Isabel contra su hija, La Beltraneja, fue un sucio montaje.

Yo no digo, desde luego, que Isabel de Castilla fuese una santa y, es más, tengo mis dudas de que La Beltraneja no fuese hija del rey (así como las tengo de que lo fuese). Pero eso no mueve ni un ápice ni la imbecilidad ni, sobre todo, la endeblez de palabra de este Enrique de Castilla tan, tan capullo. No desplegó la menor fidelidad hacia su padre y hacia la institución que representaba, se despachó con una falta de escrúpulos tan notable como burda y fue, en general, uno más de los malos reyes que trufan la Historia de España.

En este punto de la guerra civil, Álvaro de Luna, quien como sabemos está desterrado, decide que no es momento de andarse con gollerías, y abandona Escalona para poner sus armas en defensa del rey. Se dirige contra Enrique de Aragón, tomándolo por el núcleo de la rebelión y, tras infligirle una seria derrota cerca de la propia Escalona, lo acorrala en Torrijos. Enrique reacciona pidiendo ayuda, lo cual desenmascara a Juan de Navarra, el cual se ve obligado a acudir en su apoyo desde Arévalo.

Fue Álvaro de Luna, al fin y a la postre, el que cambió las tornas de aquella guerra, que pintaban mal para su rey. Tanto éste como sus enemigos estaban en las inmediaciones de Medina, con notable inferioridad para el ejército castellano. Sin embargo, el condestable consiguió entrar en la ciudad de noche, con más de 1.500 efectivos, convirtiendo dicha inferioridad en todo lo contrario.

No obstante, en Medina había un montón de agentes del rey Juan de Navarra, que fueron los que, una noche de junio, rompieron desde dentro la muralla por dos sitios para facilitar la entrada de los confederados.

Conocedores de la traición, el rey y Álvaro de Luna se colocan en la plaza de San Antolín de la villa, esperando la llegada de unos parciales que, sin embargo, no se juntan en demasiado volumen, por lo que parece imposible que sean capaces de enfrentarse a los dos hermanos, Juan y Enrique, que ya están dentro, buscándole. El rey, viéndose perdido, primero ordena a Álvaro de Luna que se ponga a salvo y, después, llama a parlamentar a don Fabrique, el almirante, que está con los aragoneses como sabemos a causa de la mamonada real de haberla tomado con Pero Manrique.

En la reunión de San Antolín se vuelven a decir por ambas partes palabras dulces relacionadas con los íntimos vínculos familiares que tienen todos los presentes de sangre real. Pero los aragoneses, que saben que han ganado, exigen su pieza mayor. Ésta no puede ser la corona y lo saben. Juan II deberá seguir siendo rey. Eso sí, tampoco es que les pueda parecer mala cosa que sigua al frente del país un tipo tan débil e inconsistente. Lo que exigen es una limpieza étnica en la Corte castellana, limpieza de la cual habrán de ser víctimas Álvaro de Luna y sus parciales. En julio de 1441, se pronuncia la sentencia por la cual el condestable queda desterrado durante seis años.

Esta sentencia supone una victoria sin paliativos para el bando aragonés y la prisión de facto del rey castellano en manos de sus captores. Sin embargo, como ya ha ocurrido en el pasado, también tiene sus contravenciones. Como digo, ya hemos tenido ocasión de ver que el único gran problema de los aragoneses no era que no supieran perder; lo que no sabían era ganar. Era la de los infantes de Aragón una alianza coyuntural, totalmente estratégica. Nadie ha pensado seriamente en lo que hay que hacer una vez que se venza. Y a eso hay que añadir el factor de que ya tiene uso de razón (por llamarlo de alguna manera) el príncipe Enrique de Castilla, otro importante marmolillo que añadir al horizonte real español, ya de por sí preñado de ambiciosos, los más de ellos cortos de miras.

De hecho, la sentencia contra el De Luna nunca llega a aplicarse en su totalidad. Según la misma, debía entregar su stronghold de Escalona, cosa que no existe traza que hiciese nunca. Además, también muy pronto reingresan en la Corte algunos de sus allegados, como Alonso Pérez de Vivero; todo ello signo inequívoco de que al bando ganador, ante el Patio de Monipodio en que se ha convertido Castilla bajo su desgobierno, no tienen más remedio que pactar, siquiera parcialmente, con el odioso exiliado. No obstante lo dicho, el bando ganador parece arrepentirse de su propia debilidad y actuar mediante rabotazos violentos, como la detención del propio De Vivero a cuenta de unos presuntos crímenes que habría cometido. Pero estos rabotazos son, precisamente, los que dejan ver su natural dictatorial y colocan a no pocas gentes de Castilla del lado del condestable.

El muñidor de la coalición contra los aragoneses fue el obispo de Ávila, Lope de Barrientos, quien se empeñó en ganar para su causa al príncipe Enrique, y acabó consiguiéndolo. Así, los partidarios del rey reunieron en Burgos más de 7.000 efectivos, y con ellos avanzaron hacia Pampliega, donde estaba acampado el verdadero ejército que sustentaba el poder sobre el rey castellano, que no era otro que el de Juan de Navarra. Cuando el rey norteño tuvo noticia de lo que se le acercaba y echó cuentas de lo que tenía, se dio cuenta de que no podía ganar y, mucho más listo que su hermano Enrique, pasó de mariconadas de encastillarse y tal y, directamente, pasó a Navarra. Pero fue sólo una retirada táctica. En 1445 se concertó en Navarra con su hermano Enrique para formar un ejército y presentar batalla. Entraron en Castilla y se juntaron con sus aliados castellanos: el almirante de Castilla, el conde de Benavente, Pedro Quiñones, merino mayor de Asturias, Juan de Tobar, Rodrigo Manrique, el conde de Castro y otros nobles. Todos juntos tomaron Olmedo.

Para entonces el rey estaba en El Espinar. Cruzó el puerto de Guadarrama y acampó a cosa de kilómetro y medio de Olmedo. Tenía a su lado a su hijo Enrique, a Álvaro de Luna, al conde Alba, Íñigo López de Mendoza, Juan Pacheco, privado del rey, el conde de Haro y Lope de Barrientos, obispo de Ávila.

Don Lope es el listo de esta parte de la Historia. El taimado obispo era la cabeza más dotada para la diplomacia del lado castellano (y del contrario también), como ya ha demostrado ganándose al príncipe Enrique. Cuando, en un consejo, los castellanos le dijeron que esperaban la llegada en unos días del maestre de Alcántara con tropas que harían a los castellanos decididamente superiores (las fuerzas estaban entonces muy igualadas), De Barrientos se ofreció para parlamentar con los aragoneses una falsa salida negociada que los tuviera unos nueve días ocupados. Y así lo hubiera hecho; no sólo les hizo perder el tiempo, sino que consiguió que, durante toda la negociación, estuviesen convencidos de estar prontos a conseguir una solución satisfactoria. La verdad, no debía de costarle mucho al señor obispo amagar con presuntas cesiones del rey Juan II, pues éste había cedido, de verdad, millones de veces ya.

La batalla de Olmedo se produjo, sin embargo, el 19 de mayo de 1445; días antes de lo que cualquiera de los dos bandos hubiese deseado. Lope de Barrientos era un tipo listo pero, claro, tenía que contar con tener en su bando un tonto del culo como Enrique de Castilla. Enriquito El Voluble (marca de la casa) gustaba de dirigir en las pausas de la batalla pequeñas escaramuzas a las que entonces eran muy aficionadas las gentes de armas. Aquel día se acercó a Olmedo para buscar alguna pequeña pelea. Pero se acercó demasiado, lo que generó la sobrerreacción de los que estaban dentro. Cuando Enrique vio que le perseguía gran tropa (unos cien jinetes) salió echando leches hacia su campamento y el rey, al verlo, lo tomó por un ataque en toda regla, con lo que hizo sonar todas las sirenas que aún no se habían inventado.

En la batalla de Olmedo muere uno de los personajes principales de esta historia. De una forma bastante gilipollas, además. Enrique de Aragón recibe un puntazo de espada en una mano. Es curado de urgencia en Olmedo, pero acto seguid, y dado el signo que adoptó la batalla de Olmedo, tiene que salir para Aragón. Mala decisión. Horas y horas cabalgando camino de la patria chica mientras que los microbios hacen su agosto en la palma de su mano. En Calatayud es ya malamente curado, pues la cosa está fea. La herida, teóricamente poca cosa, le cuesta la vida a este maniobrero candidato eterno al poder, rey sin corona, vasallo de nadie.

La misma noche de la batalla ya se sabe que las huestes de Juan y Enrique de Aragón han vuelto grupas hacia el reino de su hermano Alonso. Los castellanos deciden no perseguirlos.

Castilla ha ganado. Los ejércitos castellanos levantan el campo de Olmedo y recalan en Simancas. Allí se hacen planes sobre qué fuerzas enviar para someter los predios de los nobles que se han juntado con los aragoneses en la batalla. Los hombres de Estado de Castilla piensan sólo en pacificar y consolidar el país.

Pero no cuentan con que hay un ambicioso en sus filas.

Aprovechando la noche, y no se sabe muy bien ni por qué ni para qué, el príncipe Enrique se escapa de la Corte.