jueves, octubre 15, 2009

La gran guerra vasca (4)

El fracasado sitio de Bilbao no es un episodio crucial en la guerra vasca, pero sin embargo tuvo grandes repercusiones en la guerra carlista. La muerte de Tomás de Zumalacarregui dejó vacante el puesto de comandante general de las tropas carlistas, y la designación de sucesor terminó por aflorar un problema que ya existía antes de la muerte del caudillo militar vasco, aunque de una forma más larvada: el enfrentamiento entre carlistas foralistas y lo que podríamos denominar (malamente) carlistas castellanos.

Las dos grandes tendencias del carlismo son los fueros y el altar. Ambas se interpenetran. El nacionalismo vasco ha sido hasta antesdeayer un nacionalismo católico; pero de un catolicismo ultramontano y anticuado como pocos. Por su parte, el tradicionalismo religioso español siempre ha gustado de lo medieval, entre otras cosas los derechos forales, algo que no necesariamente tiene que ser así. Así pues, foralismo y catolicismo son ambas formas de pensar que se han dicho cositas durante mucho tiempo. Pero son distintas. Uno de los problemas del carlismo fue la pretensión, hasta cierto punto incierta, de que las dos cosas se podían convertir, y se habían convertido, en una sola. Ni de coña. El carlismo victorioso de 1939 sacrificó el foralismo euskaldún sin un suspiro, de la misma forma en que, desde 1936, el foralismo vasco se alineó en un bando guerrero que prohibía en la mayor parte del país la práctica de la religión católica. La teoría carlista decía que todo eso se superaba, se sintetizaba, en la Corona, esto es en la figura del pretendidamente auténtico heredero de los derechos dinásticos. Pero esa pretensión es muy débil. En realidad, aunque el carlismo lleve como nombre una pretensión dinástica, dicha pretensión es la parte más débil del conjunto.

La vertiente catolicista del carlismo decimonónico quería sustituir a Zumalacarregui por el cura Merino. Sin embargo, la existencia en el ejército carlista de tres herederos naturales del mando por ser tenientes generales (Moreno, Maroto y Eguía) dificultaba esa decisión. Así las cosas, el entorno de Don Carlos optó por apoyar a Moreno, mientras que los militares vascos, en su gran mayoría, prefirieron a Maroto. Eguía quedaba inicialmente descartado por su avanzada edad. Finalmente, el designado fue Moreno. Sin embargo, muy pronto el nuevo comandante general demostró adolecer de un defecto gravísimo para un militar en guerra: la pasión por obtener victorias con rapidez.

Quizá obsesionado con la idea de apuntarse un tanto pronto, idea que en sí misma demuestra que el propio Moreno no se sentía ni mucho menos el commander in chief indiscutido de todos los carlistas, arrastró a las tropas de Don Carlos, y al pretendiente mismo, al desastre de Mendigorria, donde bien pudo quedar el carlismo enterrado para los restos, si no llega a ser por la valiente y desesperada acción de los batallones alaveses. Así pues, finalmente, hubo de ser un vasco, un viejo vasco antiliberal como Eguía, el que tomase el mando. En realidad, el viejo teniente general estaba eso, viejo y achacoso. Pero tenía a su lado al más joven Bruno Villarreal, un militar alavés que tal vez no fuese gran cosa a la hora de guerrear pero que, sin embargo, se vestía por los pies a la hora de organizar ejércitos y que, consecuentemente, multiplicó los efectivos de las tropas carlistas justo en el momento en el que los estrategas cristinos habían diseñado un plan para empantanar a las tropas carlistas muy dentro de las tierras vascas.

El gran éxito de Villarreal, con todo, también fue su gran problema. Porque los ejércitos nutridos, para serlo, tienen que dejar de ser milicias. Hasta la muerte de Zumalacarregui, las tropas carlistas vascas habían sido, en realidad, milicias basadas en la fidelidad ideológica de los combatientes (un modelo que se repetirá en 1936 con las milicias republicanas anteriores a la formación del llamado Ejército Popular de la República) pero con elementos de flexibilidad desconocidos por un ejército. Muchos voluntarios carlistas, por ejemplo, abandonaban sus unidades durante algunos días para regresar a sus casas y reponer fuerzas. Con el tándem Villarreal-Eguía llegan las levas forzosas; y cuando un mozo es forzosamente movilizado, no se le pueden dar tales flexibilidades porque desertaría. El ejército carlista, pues, se convirtió en un ejército permanente, acuartelado y disciplinado.

En el verano de 1936, la guerra carlista toma muy mal cariz para los cristinos. El comandante general del ejército, Fernández de Córdoba, dimite por razones políticas, siendo sustituido por Espartero. El general carlista Gómez, en ese momento, rompe el cerco de fortines que teóricamente protege a la España cristina y cruza el Ebro. Envió Espartero contra Gómez a su división de reserva, mandada por Tello, que fue derrotada; motivo por el cual tuvo que echar mano de la división de Alaix y reducir su capacidad operativa en el País Vasco, con lo que los carlistas se volvieron de nuevo hacia la perla, o sea Bilbao. El 14 de septiembre, en Durango, Zabala, Valdespina, Epalza y Landaida, los cuatro integrantes de la Junta carlista de Vizcaya, convencen a Bruno Villarreal de la necesidad de intentar de nuevo ir a por Bilbao. El 23 de septiembre fueron los primeros disparos. En el segundo sitio de Bilbao participaron tropas bizcaitarras, donostiarras, alavesas, castellanas y aragonesas.

Durante el sitio 2.0, la probabilidad carlista de triunfar fue aún más remota que en el sitio 1.0. En el ínterin, los bilbainos habían construido baluartes exteriores a la ciudad desde donde hostilizaron a la artillería enemiga, obligándola con ello a disparar desde muy lejos. El 27 de septiembre por la noche intentaron una toma por sorpresa por Diente, pero fueron descubiertos.

El sitio de Bilbao 2.1 se produjo pocos días después, cuando Espartero, que había llegado en auxilio de la plaza, se marchó de nuevo hacia Logroño, donde los cristinos tenían problemas, motivo por el cual los carlistas, ahora al mando de Eguía, volvieron a la carga. Empezó el 9 de noviembre y en él los carlistas, que habían aprendido la lección, atacaron no la ciudad, sino sus baluartes. Acabaron por tomar el más importante de ellos, el de San Mamés, cuyos defensores suponemos que se batirían como leones (chiste fácil).

El día 17, los carlistas abordan la fase más complicada del sitio, que es la escala del muro de la ciudad o su agujereamiento, concentrando su fuego en el convento de San Agustín. Entraron a la carga tres veces, pero fueron rechazados otras tantas. El día 22 sometieron al convento a tal mano de hostias artilleras que varias porciones del edificio se derrumbaron. Los carlistas se tiraron a los boquetes en fila de a siete, pero fueron nuevamente rechazados. Parece bastante obvio que los fueristas nunca ponderaron en su justa medida lo terco que puede llegar a ser un bilbaino cuando se siente amenazado (aunque en su defensa cabe decir que ni de coña han sido los únicos).

Un militar carlista, Pedro Juan de Arana, dejó un diario de aquellas acciones. Su lectura nos deja claro hasta qué punto la armada carlista no era aún un ejército en toda su extensión. Hablando de las acciones del día 22, por ejemplo, informa de que el general, tras el cañoneo contra el monasterio, ofreció «voluntariamente al que quisiera que salga para asalto», y que, al ver que apenas tres mandos daban un paso adelante, «quedó penao [sic] porque decía si los paisanos de él no le acompañaban, que si le había dicho a cualquiera de los batallones de Navarra todos que habían salido, y después le fueron que irían todos y entonces les dijo que no quería (...)». El relato de Arana no es propio de un ejército que de tal se repute. O sea: ¿quién quiere atacar? ¿Nadie? Pues qué cabrones sois, porque si se lo digo a los navarros... ¿Ah, que ahora que os digo que los navarros sí atacarían, decís que atacáis? ¡Pues ya no os ajunto!

Algunos días después, en medio de la vuelta-no vuelta de Espartero (pues al general le gustaba ir bien pertrechado de hombres y, aunque disponía de 15.000, dijo que hasta que no reuniese 5.000 más no haría nada en Bilbao) los carlistas se infiltran en el convento de San Agustín. A las dos de la tarde, los guardianes del edificio salieron despavoridos hacia Bilbao anunciando que el enemigo había entrado. Los bilbainos, que suelen profesar la filosofía de que los grandes males demandan remedios aún peores, viendo que no podían desalojar a los carlistas del convento, resolvieron quemarlo con ellos dentro. Así pues, los invasores se hubieron de refugiar en una pequeña porción del lugar libre de fuego, y no pudieron entrar en Bilbao.

Días después, en el valle de Asúa, se produjo la batalla de los hermanos Marx, en la que Espartero cargó contra los carlistas, casi al paso, en una carga de caballería caótica y medio cachonda en la que las formaciones se rompieron antes de llegar al enemigo, entre otras cosas porque el enemigo, y nunca he logrado leer una explicación convincente de por qué, salió echando hostias antes del embate. Una batalla, pues, que no ganó nadie, sino que perdieron ambos contendientes. Muy español.

Llegada la Navidad del 36 los carlistas, que se habían convencido de la inoperatividad de Espartero, licenciaron a muchos soldados para que regresaran a sus casas a esperar al olentxero y se dispusieron a pasar las fiestas a las puertas de Bilbao, tocándose los huevos. Sin embargo, en esos días regresó Gómez de su paseo por la España cristina, con 15.000 cristinos mordisqueándole el rabo. Así, en la mismísima Nochebuena, Espartero recibió los refuerzos que necesitaba, tomó el puente de Luchana, se llegó hasta Bilbao y puso a los carlistas en huída.

Ahora Espartero tenía tropas. Se podía plantear destruir la capacidad militar del carlismo o, cuando menos, del foralismo. Él pensaba que lo que el destino dictada era que el carlismo desapareciese en las laderas del monte Oriamendi. Lo que no sabía, sin embargo, es que cabalgaba hacia el más grande mito del carlismo.

miércoles, octubre 14, 2009

Pensar como Franco: the solution




Bueno, pues aquí está la foto, tal y como la publicó la prensa en noviembre de 1975: el despacho de Franco tras su muerte, con la mesita y las tres fotos dedicadas que el Caudillo había decidido dejar para la posteridad.

Quiero, antes de nada, decir que difícilmente se me ocurrirá una adivinanza más divertida. Me lo he pasado en grande leyendo vuestras cábalas. Al principio tuve un poco de miedo porque si repasais los mensajes veréis que el segundo del hilo, en el que nuestra amable corresponsal citaba a su marido entendido en Historia (dile que se pase por aquí cualquier día), el tal marido se marcaba dos bull's eye como dos soles. Pensé: estos cabrones van a dar con la solución antes de que yo me vuelva a duchar.

Y de hecho lo hicisteis, porque no pocos de vosotros avizorasteis que el tercer personaje, considerando lo católico que era Franco, tenía que ser un Papa. Aunque la cosa tenía su truco.

Eso sí, le doy un premio especial a quien propuso a Sofía Loren. La imagen de Franco en su despacho mirando un retrato dedicado de Sofía Loren, lo confieso, me ha perseguido estos últimos días, lo cual ha hecho que fuese riéndome por la calle. He desbarrado bastante y, bajando por la cuesta, me imaginaba al rey espiando en su despacho una foto de Marta Sánchez; o a Zapatero suspirando frente a la foto dedicada de Natalia Verbeke; o a Rajoy ponderando ante Soraya las beldades bien expresadas en la foto dedicada de Norma Duval.

Veamos. Felicidades a casi todos, porque apostasteis por Eisenhower. El de Eisenhower es, sin lugar a dudas, el abrazo de más fuste internacional que jamás dio Franco, y parece lógico que guardase su foto dedicada como oro en paño. Además, conociendo al general, seguro que sentía una íntima solidaridad con Ike, pues ambos, dentro de su cabeza, seguro que eran la vanguardia de la lucha contra el comunismo internacional.

El segundo nombre de los fáciles no era tan fácil. Aunque sí si se piensa un poco. Tener una foto de Marcelo Caetano, dictador portugués, sería para Franco como tener la foto de un colega. Además, Franco y Caetano con seguridad tuvieron muchas y grandes relaciones, como compete a dos países con regímenes del mismo color que, además, están situadas en la misma planta del rascacielos del mundo.

Pero luego está la tercera. Muchos disteis, como digo, con la clave de que tenía que ser un Papa. Pero, si no recuerdo mal, el único nombre que se manejó en los comentarios era el de Pío XII. Dicho de otra forma: acertábais al considerar que Franco tendría la foto de un Papa, pero, al mismo tiempo, estimabais que tendría que ser uno tan ultramontano como el propio Franco. Ahí estaba la dificultad, porque, sin embargo, la foto es de Juan XXIII, el reformador del concilio vaticano. Franco, si no ando muy equivocado, vivió a tres papas: Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI. Desde luego del último no tendría una foto, porque le puso la proa con los fusilamientos y los procesos de sus últimos años. Pero tenía razón nuestro comentarista al considerar que, entre los otros dos, el más lógico es Pío. Pero, no. Franco tenía la foto de Juan XXIII, lo cual, de alguna manera, venía a decir que, de los papas que había conocido, era el que más admiraba (o tal vez el único que le dedicó una foto, que resulta difícil de creer).

Lo que yo me pregunto es: y, ahora, ¿dónde estarán esas fotos?

martes, octubre 13, 2009

Desfiles pacíficos

Menudo follón se ha montado con el desfile de la Fiesta Nacional y los abuchecos al presidente del gobierno. Alberto Ruiz Gallardón, esa luminaria de la gestión municipal según la cual, si un tráfico rodado pasa por las vías A, B y C, no pasa nada porque se hagan obras simultáneas en las vías A, B y C, ha sido oportunamente cazado por las cámaras de la televisión española dorándole la píldora a su presidente y afeándole la conducta a sus administrados.

A mí, sinceramente, me cuesta entender el argumento gallardonita, si es que lo he entendido bien. Parece ser que dice don Alberto que cuando una celebración lo es de Estado, no se debe abuchear a alguien en concreto. Si como digo entiendo bien el argumento, esto viene a querer decir que sólo debes abuchear a un político en un acto que organice él o ella. Este argumento, como digo, me mueve a dos consideraciones.

La primera es: ¿por qué, entonces, el presidente del gobierno permite ser aplaudido en actos de Estado? Si los actos de estado, Gallardón dixit, no están para expresar la volición del personal respecto de sus políticos, tan delito es mandarlos al carajo como aplaudirles y decirles ¡presidente, presidente!, tal y tal. Así las cosas, ¿será que un acto de Estado es como la misa católica y hay que estar en ellos de pie y calladitos hasta que el cura nos dé la palabra?

La segunda: ¿es delito, por lo tanto, expresar tanto el apoyo como el rechazo hacia el gobierno, cualquier gobierno, en actos no partidarios como los funerales de Estado? ¿Y los partidos de fútbol? Porque a la final de la copa va al presidente del Gobierno, pero es obvio que no la organiza. Dado que no la organiza él, parece ser que es una falta de respeto, Gallardón dixit, aplaudirle o abuchearle.

En todo caso, la función de estas pequeñas notas es tranquilizar a nuestro presidente con un argumento que creo yo algo más sólido que los esgrimidos por el pelotilla municipal ayer en la mañana mientras desconocía, o tal vez sabía muy bien, que estaba siendo grabado. Zapatero, quédate tranquilo, que los desfiles que has vivido tú son juegos de niños al lado de los que han ocurrido en el pasado.

Quizá el desfile conmemorativo más encabronado que se ha vivido en España, que es el que quiero recordar aquí, es el producido el 14 de abril de 1936 en el mismo escenario que ayer, es decir en el paseo de la Castellana. Claro que, en aquel entonces, como en España todavía no se había inventado a Alberto Ruiz Gallardón para que diese por saco, la parada tuvo como escenario las cercanías de la plaza de Colón. De aquella, además, lo que hoy conocemos como plaza de Cuzco era poco menos que un secarral.

El 14 de abril de 1936 se celebró una parada militar para conmemorar los cinco años de la II República. No registran las crónicas si el gobierno, que participó en pleno desde la tribuna, tuvo o no que soportar silbidos. Quizá esto es así porque no estaba allí Ruiz Gallardón para dorarles la píldora. Aunque hay razones más de peso para que unos silbiditos no se valoren.

A la altura de la calle Marqués de Riscal, en un momento del desfile, alguien, y que yo sepa nunca se ha sabido a ciencia cierta quién, tiró un petardo. Un petardón, más bien. Como digo, pudo ser cualquiera. En la calle marqués de Riscal se había encontrado, o se encontraba, entonces, una de las sedes de Falange, aunque ese es un dato que, en mi opinión, avala el dato de que no fueron ellos, pues hay que ser muy imbécil para hacer una putada justo enfrente de tu casa, además de que no entra en el estilo de Falange petardear (nunca mejor dicho) un desfile militar. Pero la participación en el hecho de grupos de izquierdas tampoco casa con el hecho de que quien estaba en la tribuna era el gobierno del Frente Popular nacido de las elecciones de febrero de aquel año. A menos que fuesen anarquistas, claro, porque a éstos les daba igual Juana que su hermana.

En todo caso, el autor de la petardada consiguió lo que probablemente buscaba, y es que todo el mundo, durante un momento, pensara que el petardo era una bomba en condiciones. Los testimonios del día indican claramente que aquello retumbó como si un troll tuviese un ataque de aerofagia. Hubo carreras, gritos, de todo. Las fotos del día en las que se ve al mismo Azaña desde la tribuna tratando de tranquilizar al público (una vez supo que no había sido nada, claro) no tienen desperdicio.

Pasado este incidente, llegó el momento de que por el tramo final de la Castellana desfilase la Guardia Civil. El cuerpo armado había demostrado, cinco años antes, un escrupuloso respeto a la voluntad popular que quería que el rey se marchase y, por lo tanto, no puso ni medio problema a la proclamación de la República. Pero, en cinco años, habían pasado muchas cosas. Para empezar, un ex director general de la Guardia Civil, Sanjurjo, se había levantado contra la República en agosto del 32. Y luego habían estado las tragedias de Castilblanco, de Arnedo, y otras tantas, en las que la Guardia Civil, o bien había sido masacarada, o bien había masacrado y/o participado en hechos más o menos luctuosos. Una de las banderas de las izquierdas, por lo tanto, era el odio a la Guardia Civil (que le duró, más o menos, hasta el ministerio Barrionuevo).

Quizá por eso, y por supuesto a causa también del hecho histórico de que no estuviese por ahí Ruiz Gallardón para desplegar entre las masas sus inmensas habilidades conciliadoras y de paso sus impuestos y sus multas, al pasar los de verde la cosa se desmadró. Grupos de personas entre el público, al paso de los desfilantes, procedieron a abuchearlos y a insultarlos.

Es ley de vida que a los desfiles militares va siempre una gran multitud de gente a la que le gustan esas cosas y es, por lo tanto, mayormente proejército. Las chanzas y burlas de una parte del público fueron, pues, rápidamente contestadas por otra parte, entre la que se encontraba Anastasio de los Reyes, un alférez de la guardia civil al que no le tocaba desfilar y que se encontraba viendo pasar a sus compañeros. De los Reyes, junto con otros miembros del público, ordenó callar a los que insultaban y, dado que la dialéctica de aquellos años no es la de hoy, recibió, por toda constestación, una bala en la espalda que acabó con su vida.

Pues sí. Hoy discutimos sobre si se puede pedir a gritos la dimisión de un presidente del gobierno durante un desfile. Pero, hace 70 años, lo que pasó fue más bien que le mataron a un paisano (pues De los Reyes estaba entre el público) casi en las mismas barbas.

El asesinato del alférez Anastasio de los Reyes es el momento en el que una mano negra, muy negra, comienza a inclinar definitivamente el plano de la Historia de España, para hacerlo caer irremisiblemente en la guerra civil. Marca un antes y un después, a mi modo de ver, porque demuestra que el gobierno del Frente Popular, a pesar de las promesas en las Cortes por parte de Azaña en ese sentido, no estaba dispuesto a gobernar para todos, sino para los suyos.

En realidad, este problema no surge por el desfile y el asesinato, sino por el entierro, celebrado al día siguiente. El entierro del alférez De los Reyes fue un acto de rebeldía ante las instituciones por parte del estamento militar y las derechas. El gobierno quería un entierro sencillito y en la intimidad familiar. Sin embargo, los compañeros del guardia civil se empeñaron en que no fuese así y, tras instalar la capilla ardiente en un cuartel que estaba más o menos donde hoy está AZCA (si no están erradas mis referencias), llevaron el féretro en procesión paseo abajo. En el trayecto fueron tiroteados dos o tres veces. Una desde la Escuela Normal, que no sé muy bien dónde estaba. Otra, según los periódicos, desde unas casas en obras en la calle Miguel Ángel. Y otra más abajo, desde los tejados de algunos edificios.

Ante las agresiones, que calentaron mucho los ánimos, el cortejo funerario, contra lo que se le había dicho, decidió seguir la procesión hasta Manuel Becerra, conocida entonces por muchos madrileños con el sardónico nombre de plaza de la Alegría, porque ahí era donde se despedía a los féretros camino del cementerio. Al paso por la plaza de la Independencia, al parecer, hubo conflictos porque algunos de los miembros del cortejo pararon los tranvías y obligaron a sus conductores y viajeros a descubrirse al paso del cadáver. Puede ser, a la vista de los relatos escritos del día, que uno de esos conductores, quien al parecer levantó el puño, se llevara unas hostias como panes. En los listados de las casas de socorro aparece, de hecho, algún que otro tranviario.

En Becerra se montó la mundial. Creo que fue allí donde murió de un disparo Antonio Sáenz de Heredia, primo de José Antonio Primo de Rivera. Con todo, lo peor fue que el teniente a cargo de los guardias de asalto, José Castillo, tuvo al parecer un momento de pánico en medio de aquel batiburrillo y quizá temió por su seguridad personal (cosa que no me extraña, pues el cortejo fúnebre, formado mayoritariamente por militares armados, había sido tiroteado, así pues sus miembros muy tranquilos no estarían). Como no estaba por allí Ruiz Gallardón para recordar a los paisanos que en los actos no partidarios no se pueden hacer cosas feas, y de paso ponerles unas cuantas multas por ensuciar el mobiliario urbano, la cosa se fue de madre, el personal se fue a por Castillo, no sé si porque era de la poli o porque le reconocieron, porque lo cierto es que Castillo era un significado marxista que tenía entre sus dedicaciones entrenar a las formaciones socialistas paramilitares. El caso es que Castillo se sintió, como digo, amenazado, y disparó, prácticamente a quemarropa, en el pecho de un joven de 19 años, Luis Llaguno, de ideología tradicionalista, que quedó hecho un siete, si bien, que yo sepa, no la palmó.

Otro hecho que no registra la Historia, a mi modo de ver de forma injusta, es el enorme favor que le habría podido hacer a la paz de España el alcalde Gallardón de haber existido entonces. De haber existido Gallardón en aquellos tiempos, el trayecto desde el Hipódromo hasta Becerra habría estado tan preñado de zanjas y túneles en construcción que el funeral no se habría podido celebrar.

La acción de Castillo al disparar sobre Llaguno puso en marcha el reloj de la guerra civil. Llaguno estaba desarmado, motivo por el cual el disparo de Castillo se produjo sobre un civil que no era una amenaza; algo que cualquier policía sabe que es pecado mortal. Sin embargo, a Castillo no le pasó nada. Todos sus compañeros lo avalaron y afirmaron la fuerza necesaria de su acción, por lo cual, que yo sepa, ni siquiera fue sancionado (lo cual tiene coña, porque el Director General de Seguridad, su supermando pues, acabó dimitiendo a causa de estos hechos). Como no fue sancionado ni arrestado ni nada, pudo, pocos días después, salir de su casa tranquilamente hacia el trabajo y encontrarse con unos ignotos pistoleros (probablemente tradicionalistas, aunque se habla también de falangistas, y de mediopensionistas) que se lo apiolaron. El asesinato del teniente Castillo es el que encabrona lo sufiente a un guardia civil y un grupo de guardias de asalto como para salir una noche en busca de venganza. La noche en la que esos tipos matan a José Calvo Sotelo, haciendo con ello imposible toda evitación de la guerra civil. Con la muerte de Calvo Sotelo, ya ni Gallardón la habría parado.

Cabe decir, además, que la reacción del gobierno, y más concretamente de Casares Quiroga que en esos días asumió las funciones de Interior por estar imposibilitado su titular, fue de un sectarismo acojonante. Tras el consejo de ministros que analizó los sucesos del desfile y del entierro, el gobierno anunció una serie de acciones muy duras contra los grupos de derechas. Evidentemente, las derechas habían alentado una rebelión durante el entierro del alférez, rebelión que es en gran parte responsable de los sucesos posteriores. Por decirlo claramente: nunca debió haber follón en Becerra si el cortejo fúnebre hubiese respetado las reglas de juego. Además, su actitud cuando menos en el tramo del desfile desde el principio de la Castellana fue provocadora y violenta, como demuestran los episodios de los tranvías.

Pero, siendo esto cierto, no lo es menos que un gobierno no podía pasar por encima del hecho de que el entierro fue tiroteado por lo menos tres veces por pistoleros de izquierdas. Un gobierno que de tal se precie habría repartido hostias por igual, porque si algo deja claro el entierro del alférez de los Reyes es que los grupos radicales, de uno y otro bando, se sentían con capacidad para campar por sus respetos en aquella España que estaba a punto de partirse como una baguete de pan duro que estrellásemos contra la pared. Y luego está el impresentable caso de Castillo. Castillo fue asesinado el 12 de julio. Esto es: 88 días después de haber disparado sobre Llaguno. ¿Alguien podrá sostener que 88 días son suficientes como para haber cerrado una investigación policial interna sobre un hecho tan grave? 88 días después de su acción, Castillo trabajaba con normalidad y no había sido sancionado. Es obvio que el gobierno no quiso saber nada a la hora de apartarlo del servicio, sancionarlo o someterlo a una encuesta mínimamente rigurosa.

Creo que es Stanley Payne el que ha escrito que el asesinato de Calvo Sotelo fue el detonante final de la guerra civil porque enseñó a los alzados que, en realidad, estaban más seguros si daban el golpe de Estado que si no lo daban. Creo que la frase es cierta pero puede, en cierto sentido, retrotraerse algunas semanas, hasta la fecha del entierro del alférez De los Reyes. Fue ahí, a mi modo de ver, cuando muchas de las fuerzas sociales y militares que finalmente apoyarían el golpe de Estado del 36 aprendieron que no tenían nada que esperar del gobierno del Frente Popular.

Al lado de esto, lo del desfile de ayer es una especie de coña marinera.

Aunque, eso sí. Si lo que queremos son desfiles del 12 de octubre que transcurran sin abucheos, no tenemos nada más que volver al franquismo. Durante los desfiles del Día de la Raza no había un dios que abuchease a la tribuna.

Yo, para mí, que si hay abucheos, lo que deberíamos hacer es felicitarnos de ello. Los máximos mandatarios intocables dan repelús.

domingo, octubre 11, 2009

¿Eres capaz de pensar como Franco?

La adivinanza de este post es realmente challenging. Pero teniendo en cuenta que los lectores de este blog ya me han dejado varias veces pijarriba tras sus exhibiciones de profundo saber, lo mismo es más fácil de lo que creo.

Para acertar esta adivinanza, tendrás que pensar como el general Franco.

¿Que cómo pensaba Franco? Pues no tengo ni puta idea. Descubrirlo es cosa tuya.

El planteamiento es el siguiente: Franco, como todos los gobernantes, tenía un despacho. En ese despacho, tenía varias mesas y tal, en una de las cuales tenía tres fotos dedicadas. A lo largo de su vida pudieron ser más, pero yo me estoy refiriendo a las fotos que tenía en el momento de su muerte, en 1975.

La pregunta es simple: ¿de quién eran esas fotos dedicadas que Franco quería tener junto a sí en su mesa de trabajo?

Conociendo el resultado final como lo conozco yo, me parece hasta fácil. Los tres personajes elegidos por Franco para ser su referencia icónica diaria tienen su lógica para serlo. Aunque hay otras muchas lógicas posibles, cierto es.

Lo vamos a hacer tal que así. Como te he dicho, son tres fotos. Al final de este post, colocaré los nombres de veinte políticos y personajes de la época, lista dentro de la cual se encuentran DOS de esos tres personajes; los otros 18 son falsos, así pues las posibilidades de que aciertes by fluke son remotas. Tienes que escoger los dos nombres que, según tú pienses, pueden ser los correctos. Y estaría bien que me explicaras por qué.

¿El tercero? Bueno, el tercero es para nota. Ése lo tendrás que adivinar tú sólo, sin ayudas. Y me atrevo a decir que, si lo consigues, eres un puto crack.

Ea, aquí está la lista. Dale al cebollo.


Adolf Hitler
Kurt Waldheim
Herbert von Karajan
Benito Mussolini
Dwight Eisenhower
Hassan II de Marruecos
Fidel Castro
El Sha de Persia
Marcelo Caetano
Emilio Mola
Manolete
Juan de Borbón
Lola Flores
Nikita Khruschev
José Antonio Primo de Rivera
El conde de Romanones
Augusto Pinochet
Luis Carrero Blanco
Santiago Bernabéu
Haile Selassie