sábado, octubre 24, 2009

La gran guerra vasca (5)

>La victoria del monte de Oriamendi es, en efecto, la gran victoria vasca. Esta batalla es crucial para la suerte de los carlistas, que llegaron a ella pertrechados y organizados, pero bastante cansados. Frente a ellos tenían a Espartero el cual, tras haber recibido el refuerzo de las tropas que llegaban persiguiendo a la expedición de Gómez, pensaba que se encontraba a las puertas del golpe definitivo que acabaría con los rivales dinásticos para siempre. Teniendo como tenía más de 60.000 hombres, proyectó una ofensiva en estrella, desde cuatro puntos, con otros tantos avances liderados por él mismo, Evans, Sarsfield y Alaix. Los 28 batallones de Evans, que atacaban en la zona de San Sebastián, tuvieron éxigto en Hernani frente a las tropas carlistas de Guibelalde y, finalmente, tomaron la cresta fortificada del Oriamendi.

En este punto, la causa carlista alcanzó su momento más bajo desde el punto de vista militar. Alaix estaba en el puerto de Arlabán presionando, lo cual impedía a las tropas carlistas acudir en apoyo de Guibelalde. Sarsfield había iniciado la marcha desde Pamplona para pillar al propio Guibelalde por la espalda. Y Espartero avanzaba desde Bilbao, poniendo en peligro Durango primero, y Eibar después. El infante Don Sebastián, comandante de las tropas carlistas, sabía que tenía que ser rápido. Impuso a sus exiguos 15 batallones una rápida marcha con la que fueron capaces de quemar 100 kilómetros en dos jornadas, adelantándose con ello a Sarsfield. Éste fue el movimiento genial de la batalla, un movimiento en el que Sebastián fue capaz de aprovechar su debilidad en su beneficio: puesto que eran pocos, lo único que podían hacer mejor que el enemigo era moverse deprisa. Una vez que hubieron sobrepasado a la marcha de Sarsfield, el general Zariategui quedó encomendado de pararlo, mientras que Sebastián se dirigía al encuentro de Guibelalde y, en famosa batalla el 16 de marzo de 1837, echaba a Evans del Oriamendi y lo perseguía camino de San Sebastián. Espartero, en Eibar, intentó replegarse a Durango, pero también fue atacado. Entre Sarsfield, Evans y Espartero perdieron más de 6.000 hombres. Los carlistas habían hecho valer la única arma que en realidad tenían, que era la rapidez.

Ocurre a menudo en la Historia que el momento mejor, más dulce, cuando mejor nos van las cosas, resulta ser el principio de un cambio de orientación. Para los carlistas este cambio era necesario. Habían ganado, habían conseguido su más resonante y mítica victoria; pero ello no podía esconder el hecho de que llevaban cuatro años de guerra, el territorio y el pueblo estaban agotados, y tenían que cambiar de estrategia. La guerra tenía que salir del País Vasco. Fruto de esta necesidad son las expediciones de los carlistas.

El general Villarreal, jefe de las tropas carlistas, había aprendido de la experiencia de la guerra. Se daba cuenta de que cualquier acción importante, como un eventual tercer sitio a Bilbao, necesitaba tener a los cristinos, y muy especialmente a Espartero, despistado y ocupado en otras cosas. Qué mejor estrategia para eso que irse a Castilla a darle por saco. Sin embargo, en una cosa se equivocaron los estrategas carlistas, y supongo que a sus tataranietos no les gustará leerlo: se equivocaron al no darse cuenta de que lo que pasa en el País Vasco, no necesariamente ocurre en el resto de España.

Ellos pensaban que sus expediciones soliviantarían a la población contra Madrid. Pero lo cierto es que no fue así. No, al menos de una forma suficientemente masiva. Al no conseguir dejar el problema carlista en herencia en los sitios que pasaban, las expediciones carlistas no conseguían impedir que las tropas cristinas volviesen a su territorio cuando la expedición terminaba. Así las cosas, fracasaron rotundamente en el objetivo de descongestionar el País Vasco y Navarra y eliminar la presión que la guerra generaba sobre estos territorios.

El general García organizó una expedición a Castilla en 1837 que sirvió como test. Luego llegó la de Gómez, que se paseó por España entera, como si fuese Miguel Yndurain, durante casi seis meses. Sin embargo, la expedición de Gómez de 1837, a pesar de que a los admiradores del bando carlista les gusta mucho por lo que tuvo de chulesca y sobrada, fracasó en su intento principal, y los carlistas habrían de pagar el fracaso muy caro. Su objetivo principal era sentar plaza en Galicia y Asturias y, con el germen de los ejércitos que llevaba el general, construir en ambas comunidades autónomas un nuevo stronghold carlista, fácilmente comunicable con el primigenio a través de Cantabria, generando con ello un frente de resistencia mucho más ancho que resultase mucho más difícil de abarcar para los cristinos con las tropas de que disponían. Cuando Gómez bajó de Santiago de Compostela y tomó Córdoba (haciendo con ello, de alguna manera, el viaje inverso de los invasores musulmanes, bastantes siglos atrás) recibió la orden de intentar crear la resistencia en Andalucía, pero también fracasó. Por el camino, además, los batallones de castellanos carlistas que había formado le desertaron en gran proporción. El suelo de un carlismo no sólo vasconavarro, más identificado con el conflicto dinástico que con los intereses foralistas, se fue bastante a tomar por culo. Su fracaso se hizo patente, como ya hemos contado, cuando consiguió regresar al País Vasco y no consiguió con ello otra cosa que ponerle a Eguía, que sitiaba Bilbao, la presión de los 15.000 cristinos que le perseguían.

El Oriamendi le enseñó a los euskaldunes que les atacaba algo especial en el corazón cuando lo que estaba seriamente amenazado era su tierra. Pero también les enseñó que eso no podía ser así permanentemente. Hay una cosa que se llama en los juegos de estrategia «cansancio de guerra». Es una variable necesaria para que los juegos sean realistas y que, sustancialmente, reduce la efectividad y acometividad de las tropas conforme la fecha de los combates se aleja más de la fecha del inicio de las hostilidades; más democrático el país, más rápidamente crece el cansancio de guerra.

Como acertadamente observa Stefan Zweig al rememorar el estallido de la primera guerra mundial, los primeros soldados que van al frente siempre van abarrotando los trenes y cantando felices. Luego el tiempo pasa, los cirujanos hacen su labor serrando piernas, los funerarios la suya echando tierra sobre los sueños jóvenes, y el personal empieza a hacerse preguntas. Con el tiempo, los motivos que llevaron a la guerra, que tan netos, tan necesarios, tan inmarcesibles fueron un día, ganan en relativismo. A menudo la historiografía vasca comete el error de creerse su propio mito de que los fueros eran y son un sistema de gobierno perfecto. El nacionalismo vasco está teñido de esa suerte de pátina mítica que hace de los vascos un pueblo noble y ultrademocrático. En realidad, los vascos no se han librado de ese fenómeno connatural a las sociedades humanas, ese fenómeno por el cual el tipo que tiene pasta toma el poder y manda sobre el que no la tiene. Los fueros y las diputaciones vascas también han sido, a lo largo de la historia y al menos en parte, un método para la dominación de los acomodados sobre los menos acomodados. Los vascos tendrían que ser robots para que no fuese así. Y esto quiere decir que la defensa de los fueros, como toda defensa ideológica, tiene sus agujeros, muy pequeñitos, microscópicos, cuando las cosas van bien y el personal vive dabuti, pero que se van agrandando conforme las incomodidades y tragedias que inevitablemente provoca una guerra se van multiplicando.

En 1837, el año que en Gómez se pasea por España mirando a Espartero y citándole a Maradona al decirle «y ahora me la vas a [censored]», ese año en el que parece que el carlismo está en su fase más matona, más chula y más poderosa, se están poniendo, en realidad, las bases para esa bajada de pantalones que llamamos abrazo de Vergara.

Con todo, no fue eso lo peor. La peor cagada en materia de expediciones aún no la hemos contado. La expedición que protagonizaría el propio pretendiente Carlos in person. De nuevo, nos vamos a encontrar con ese difícil análisis de todo lo carlista: sobre el papel, hay que decir que la Expedición Real llegó hasta las afueras de Madrid, que se dice pronto. Pero, en realidad, fue un fracaso.

Lo contaremos otro día.

miércoles, octubre 21, 2009

El derecho a desenterrar... y a enterrar

Ian Gibson, escritor e historiador que ha dedicado casi toda su vida intelectual a la investigación de la figura de Federico García Lorca, ha declarado a la BBC que, si finalmente se decide no identificar los restos del poeta, se plantearía incluso marcharse de España. Éstas son sus palabras, que se pueden leer en http://news.bbc.co.uk/today/hi/today/newsid_8314000/8314605.stm:

«If the earth is put back and those remains are still there unidentified, I would have to think very carefully about whether I stay in Spain," rues Lorca's biographer, Ian Gibson. "Because this has been my life, and I think it's their absolute duty to find him. If they don't I will be disgusted.»

[«Si se echa de nuevo la tierra y los restos aún están sin identificar, yo podría tener que pensarme muy bien si seguir en España o no», se lamenta el biógrafo de Lorca, Ian Gibson. «La causa es que esto ha sido mi vida, y que pienso que es una obligación suya [creo que se refiere a los herederos de Lorca] encontrarlo. Si no lo hacen, me sentará muy mal.»]

Vaya por delante que las declaraciones de Gibson me parecen, en lo personal, de una lógica aplastante. Gibson ha dedicado toda su vida a buscar el cadáver de Lorca, además de a buscar otras muchas cosas (su huella en la cultura española, su personalidad, su valía literaria, su carácter mítico, etc.) Es, sin duda, el mayor lorcólogo, excepción hecha de autores que se han dedicado únicamente al Lorca literato. Lo que me parece mal de la crónica de la BBC no es tanto la declaración de Gibson (aunque es un poco ampuloso eso de «amenazar» con marcharse de España), como la selección de datos realizada por el periodista.

Hay algo en todo este proceso de los restos de Lorca que no encaja. La guerra civil, como hecho político, es algo cerrado hace ya muchos años. Las fuerzas republicanas comenzaron en 1956, con la declaración de reconociliación nacional del PCE, a ajustar cuentas con sus propios errores. Ese proceso continuó en los años subsiguientes y tuvo un punto muy importante en el llamado por el franquismo Contubernio de Munich, en el que curiosamente los que faltaron fueron los comunistas que en el fondo habían lanzado el proceso, y que supuso un ajuste de cuentas con sus errores de prácticamente todas las fuerzas políticas implicadas en la guerra, excepción hecha, claro, de quienes la ganaron y unos pocos más (anarquistas, algunos nacionalistas...). Quienes ganaron la guerra, conocidos en los últimos años del franquismo como el búnquer, nunca se retractaron de sus opiniones ni de su visión. Pero han desaparecido todos (Garzón los busca, pero no los va a encontrar) y, para colmo, sus hijos políticos pactaron con sus enemigos de otrora para traer la democracia; que es la peor traición que podían haber imaginado. Con la transición política, se pusieron mojones para comenzar a reparar las goteras más sangrantes de ese feo pleonasmo que llamamos memoria histórica: primero, la amnistía; después, el reconocimiento de haberes también para los militares de la República. Y, finalmente, en un proceso que probablemente ha tardado demasiado, el asunto de las fosas, que está en curso.

Hay personas, muchas personas, de multitud de ideologías, creencias y no creencias, para las cuales el reposo de los restos de sus seres queridos en un lugar conocido resulta muy importante. De hecho, éste ha sido, desde que el hombre salió de las cavernas, uno de los sentimientos humanos más intensos y socialmente respetados. Por lo tanto, es perfectamente comprensible que quien sabe, o sospecha, que su abuelo está enterrado a los pies de alguna tapia, tenga la ambición de encontrarlo, sacarlo de ahí y sepultarlo en algún lugar con más merecimientos, donde esa persona pueda ser visitada y, con ello, reconocida. Tiene, pues, mucho sentido el proceso de apertura de fosas por parte de quienes tienen ese tipo de deseos.

Pero con la familia de Lorca, cuando menos de momento y mientras no cambien de opinión, se está conculcando ese derecho. Por alguna razón que, como digo, se me escapa, parece como si algunas de las personas que tienen tan claro el derecho de algunos a abrir fosas le niegan a otros el derecho a no abrirlas; cuando, en realidad, estamos hablando de lo mismo.

¿Acaso no es el mismo derecho el de saber y el de no saber? Si nos parece imperativo que un familiar que quiera saber si unos restos son de su pariente pueda saberlo, ¿por qué no nos lo parece, equidistantemente, que otro familiar que no quiera saberlo tenga derecho a ejercitar su deseo?

Lorca es un símbolo clarísimo. No lo niego. Pero, símbolo y todo, su futuro, o el futuro de sus restos, le pertenece a su familia. No le pertenece a Ian Gibson, ni al pueblo español, ni a la asociación nosecuantitos de la Memoria Histórica, ni al Ministerio de Cultura, ni al Real Madrid. En este punto, se hará lo que la familia quiera. Si quiere que se desentierre la fosa donde un día le contaron a Gibson que está Lorca, y otras tantas donde creo también se sospecha que podría estar, se desenterrará. Si no, no. Y si, una vez encontrados los restos (tal vez porque hay más parientes de más víctimas y, por lo tanto, la decisión de abrir la fosa no les pertenece sólo a ellos), la familia quiere dar muestras de ADN para un chequeo comparativo, se hará. Y si no quieren, no se hará. Y este es un proceso en el que ninguno de los demás votamos.

A mi modo de ver, el reportero radiofónico británico debería haber prestado algo menos de atención al lógico cabreo del eterno buscador de Lorca, y haber destacado más la prelación absoluta del deseo de la familia. Además, en su crónica tampoco se aprecian demasiados esfuerzos por averiguar cuáles son las razones que han llevado a los Lorca a no apoyar la exhumación y comprobación de sus restos. El cronista se limita a exponer que los Lorca consideran que identificar los restos de García Lorca no cambiará en nada su legado (y a anotar, más adelante, el miedo que tienen a que dicha exhumación se convierta en un circo mediático) para, a continuación, extenderse un poco más sobre otros motivos aducidos por personas que son identificadas como «críticos» (¿en qué momento exactamente se les olvidó a los periodistas que una fuente debería tener siempre nombres y apellidos?), entre los que cita una historia bastante rocambolesca: la familia García Lorca habría pactado con Franco, muchos años atrás, el traslado de los restos del poeta.

A la dicha teoría, Laura García Lorca contesta más o menos que es una gilipollez. Y, verdaderamente, lo es. ¿Qué motivo tendría Franco para pactar con los Lorca, obviamente en vida del dictador, un traslado de los restos a otro lugar? El único que se me ocurre es que Franco temiese que España fuese algún día como es hoy, es decir, estuviese gobernada por sus enemigos que se dedicasen a hacerle la puñeta. Pero es que yo creo que hay que ser muy iletrado en Franco y sus sinapsis neuronales para llegar a pensar que alguna vez pensó que esto sería así. Franco siempre pensó que todo quedaba atado y bien atado y que, en consecuencia, en el año 2009 todavía estaríamos en Cuéntame.

No obstante, el cronista le dedica cierto espacio a la dicha teoría, y concluye con una frase que es un monumento a la objetividad periodística: «Ella [Laura García Lorca] sonó [al negar la teoría] convincente y sincera, pero hasta que la tumba no se abra no puede estar más cierta que cualquier otro». Yo no sé si es que el periodista quiere insinuar que hay que abrir la tumba de Lorca sí o sí porque lo mismo Franco se llevó el esqueleto de allí; pero si es así, ya vamos dos a cero: además de los deseos de Gibson, el periodista introduce los suyos propios por delante de los de la familia. Y eso lo hace, además, poco tiempo antes de admitir que, aunque se abra una zanja del tamaño del Guadalquivir, no hay garantía alguna de que los restos sean finalmente localizados, porque las probabilidades son 50/50. Y, no contento con todo esto, el cronista informa a la familia de Lorca en su crónica que, si finalmente decide no identificar los restos de Lorca, en España se montaría la mundial (all hell would break loose).

Such is life. And journalism.

Existiendo medios y posibilidades, la decisión de exhumar los restos de Juan Español pertenece a los bisnietos de Juan Español. Con las mismas, los bisnietos de Juan Español tienen perfecto derecho a decidir no hacer nada. Que eso le escueza a Ian Gibson y/o a la BBC debería ser un dato secundario.

Dejen en paz a los Lorca con la decisión que tomen, cualquiera que ésta sea.

lunes, octubre 19, 2009

Spain betrayed


Alguna vez en los comentarios públicos que los lectores dejáis a los post, y sobre todo en los privados que enviais a la dirección de correo electrónico, os quejáis de que no sea yo muy dado a aportar bibliografía. La explicación es siempre la misma y es que muchas de mis fuentes son libros hoy descatalogados y que por lo tanto no se venden en las librerías al uso, sino que han de ser encontrados en las de libros usados. En ocasiones se trata de libros muy difíciles de encontrar y, por lo tanto, trato de evitar la frustración de recomendar lecturas que luego el lector no puede hacer.

El libro que hoy os quiero comentar, sin embargo, es un libro de acceso bastante sencillo (yo lo compré de segunda mano en Amazon, además bastante barato); aunque tiene el handicap de que, que yo sepa, no ha sido editado en español. Este detalle, además, nos sirve para darnos cuenta de que, por mucho que se haya escrito y editado sobre la guerra civil española, aún quedan cosas dichas y por decir que debemos descubrir. Porque este libro, sin llegar a ser una revolución del conocimiento, sí es un libro que ayuda a entender muchas cosas de la guerra civil y atacar algunos de sus mitos.

La obra se llama Spain betrayed. The Soviet Union in the Spanish Civil War, y lo firman Ronald Radosh, Mary B. Habeck y Grigory Sevostianov. Está editado por la universidad de Yale en una colección muy interesante llamada Annals of the Communism, de la que tal vez traigamos a colación otros títulos en el futuro.

He dicho que el libro lo firman Radosh y sus dos colaboradores porque, en realidad, sus autores son otros. Sus autores se llaman Voroshilov, Codovilla, Marty, Ehrenburg, Walter, Kleber, Mije, Díaz. Y Stalin, al fondo, como una presencia permanente. Y esto es así porque el libro no es sino el compendio de unos 80 documentos guardados en los archivos de la URSS, que pudieron ser conocidos a partir de la década de los 90, referentes a la guerra civil española. Aunque cada grupo de documentos va precedido de un breve comentario de los editores, lo jugoso, en realidad, es leer los mismos. Su lectura es, ciertamente, muy interesante, aunque, siendo sincero, no se la recomendaría a personas no muy duchas en la marcha de la guerra civil porque, como cartas, memorandos e informes que son, dan por sabidas unas cuantas cosas que el libro no va a explicar. Como documentos internos que son, estas cartas están además exentas de la rigidez mentirosa de lo oficial. Los comunistas que las escriben son, por supuesto, comunistas convencidos, así pues no encontraréis en ellas ninguna vacilación a la hora de creer en los mensajes de Stalin. Pero sí encontraréis hechos hasta cierto punto inesperados, como las críticas entre comunistas, en ocasiones despiadadas, tan despiadadas como para destacar de un camarada su excesiva afición a la bebida o su pederastia, y la sinceridad de muchos análisis.

Otro consejo: si, por casualidad, eres adicto a la teoría historiográfica Ricitos de Oro contra Fascistéitor, según la cual la España republicana era un régimen de hombres virtuosos que ocupaban su tiempo en recoger florecillas por el campo mientras recitaban églogas escritas por Azaña que exaltaban la bondad natural del ser humano, cuando fueron violentamente atacados por un grupo de matones al borde la antropofagia; si crees esta teoría, digo, mejor no me hagas caso y no lo leas. No te va a gustar. Esta teoría, por cierto, tiene otra teoría gemela, llamada Ricitos de Oro contra Marxistéitor, que fue la imperante durante los años del franquismo y hoy ha sido desempolvada en libros de curioso éxito editorial.

Como nos recuerda Radosh en el prólogo de su libro, una de las verdades históricas que ha sido aceptada durante medio siglo sin oposición es la idea de que la intención de Stalin al ayudar a la República española fue parar al fascismo. En una Europa de posguerra que efectivamente había parado al fascismo, esta teoría, que quería ver en la guerra civil un primer asalto que ganaron Hitler y Mussolini por culpa de la inanidad de los que finalmente se aliarían con Stalin para derribarlos, tenía plena lógica.

Con los años, sin embargo, hemos ido sabiendo cosas. La primera de ellas, que lo que llamamos ayuda, en realidad, no fue tal. Si una anciana se cae en la calle y yo la levanto, la estoy ayudando; pero si cuando ya está levantada le exijo que me pague 30 euros, entonces ya no le estoy ayudando, sino dando un servicio a cambio de pasta. Stalin cobró por cada bala, por cada fusil, por cada avión que envió a España. Además, si hemos de creer a quien mejor ha estudiado estos envíos, el historiador británico Gerald Howson, en muchos casos infló los precios y en otros envió material de desecho; de hecho, hasta crearon una relación de cambio especial rublo-dólar para las ventas de armas a la República. La pretendida ayuda de Stalin, pues, fue una simple y pura venta de armas y, en ocasiones, un atraco, nunca mejor dicho, a mano armada. Por cierto: Hitler y Mussolini también pasaron factura.

Stalin, además, y de esto es de lo que va en gran medida este libro, exigió otra cosa a cambio de su ayuda. Envió a España toneladas de asesores y algo que podríamos considerar conseguidores políticos, como el celebérrimo embajador Rosemberg o el cónsul en Barcelona Antonov-Oovsenko. Todos ellos se convirtieron en ejecutores y guardianes de la lenta conversión de la República española en una República Democrática de los Trabajadores, al estilo de las que la Internacional staliniana quería implantar.

De esto va a este libro. Ésta es la historia que se puede reconstruir leyendo los documentos, que están cronológicamente ordenados. Su lectura, por otra parte, despierta en el lector, o al menos en este lector, el tipo de sentimiento encontrado que provocan siempre este tipo de documentos tan directos. Por un lado, se aprecia el intento por hacerse con la España republicana en aras de unos intereses superiores, lo cual es criticable. Pero, por otro, hay momentos en los que llegas a comprender a los comunistas que escriben los textos. Es cierto que uno siempre piensa que es la hostia, así pues las afirmaciones que se hacen en los documentos sobre lo puta madre que son los comunistas y lo puta mierda que son todos los demás hay que ponerlas en salmuera. Pero por mucha salmuera que pongamos, llega un momento en el que es muy difícil no reconocer que el comunismo soviético era, claramente, la fuerza mejor organizada de aquella República y, además, la que tenía las ideas más claras. Desde el primerísimo día de la guerra, los comunistas tuvieron claro que la prioridad era ganarla. Frente a ellos, el otro gran grupo organizado, los anarquistas, se dejó de llevar por su histórica propensión a pensar en plan chorras y defendió la idea de que guerra y revolución eran fenómenos paralelos que se podían llevar a cabo al mismo tiempo.

En sus cartas, los comunistas se desgañitan sobre dos aspectos importantísimos. El primero, el cachondeo organizativo que era la República en los primeros meses de la guerra, donde no había gobierno, las milicias campaban por sus respetos, los catalanes tiraban para allá, los vascos para allí y el resto para ninguna parte, porque bastante tenían con parar a Franco, que llegaba del sur con el cuchillo de capar en la mano. De hecho, como bien sabemos, fueron ellos, o más bien sus brigadas internacionales, los que pusieron los medios para que el partido de Madrid se pudiese ganar finalmente gracias a un triple de chorra metido con la nalga izquierda.

El segundo aspecto es la industria de guerra. Las guerras las ganan siempre ejércitos con buenas retaguardias. Si el día D las tropas aliadas no hubiesen estado seguidas por barcazas con suficientes bocadillos de chope y cartuchos para seguir disparando, los alemanes no habrían tardado demasiado en verles el culo. Hay incluso algún que otro autor que ha escrito que una de las razones por la que Hitler perdió su guerra era su acendrado machismo, que le llevó a sustituir a los alemanes que dejaban las fábricas, no con mujeres que es lo lógico, sino con viejos y prisioneros de guerra, mucho menos productivos. Los documentos de este libro vienen a confirmar que, pese al moderado optimismo mostrado por algunos comunistas en los últimos meses de la guerra (cuando ya lo controlaban más o menos todo), la industria de guerra republicana nunca llegó a funcionar ni medianamente bien. Echan pestes hacia el igualitarismo anarquista, que fue un cáncer para la producción. Los anarquistas, como no creían en el dinero, donde no lo abolieron establecieron el igualitarismo salarial, según el cual todo dios en una empresa cobraba lo mismo. El resultado es inmediato: quienes tendrían que tomar decisiones dejan de tomarlas, puesto que ya no las cobran.

En términos generales, los comunistas, en los primeros meses de la guerra, muestran una sensibilidad política y estratégica de la que la España republicana carecía por completo. En uno de los documentos publicados en el libro, por ejemplo, abogan por que la República afirme su total respeto hacia todas las creencias religiosas, para así contrarrestar las campañas antirrepublicanas existentes en Reino Unido y Francia, sistemáticamente adornadas con fotos de momias de monjas desenterradas, imágenes sagradas destruidas y otros actos similares.

Para los comunistas, en 1936 y principios de 1937, lo fundamental es crear un ejército republicano, uno solo, y terminar con el cachondeo de las milicias de partido haciendo cada una una guerra distinta, como demuestran hechos vergonzosos como el Pacto de Santoña. Ellos tenían un modelo, que era el soviético, basado en la institución del comisario político de unidad, una especie de guardián revolucionario de la pureza ideológica de soldados y, sobre todo, mandos. Eso, más la institución de las levas obligatorias (cosa en la que les doy la razón), tenía que ser el primer paso para la organización de un ejército jerarquizado, disciplinado y, consecuentemente, potente.

En sus intentos, sin embargo, chocaron con un problema: Francisco Largo Caballero. Largo era un político básicamente oportunista. Tendría sus ideas, no lo niego. Pero las moldeaba al gusto del momento, según le iba el punto o le convenía. Cuando llegó el dictador Primo de Rivera y le ofreció el monopolio sindical en detrimento de la CNT, no dudó en ser consejero de Estado de una dictadura (dato éste que las historias del PSOE hechas por el PSOE no suelen abordar). Luego, cuando llegó la República, se decidió por hacerse revolucionario y tratar de procurar para España la dictadura del proletariado, momento en el que se dejó llamar El Lenin Español y cortejar por las fuerzas marxistas. Pero cuando fue nombrado presidente del gobierno, del llamado ampulosamente Gobierno de la Victoria (aunque en realidad fue el Gobierno de la Huída, porque salió echando hostias para Valencia cuando creyó perdido Madrid), se dio cuenta de los planes comunistas de okupar las estructuras de poder de la República, y les puso proa aliándose con los mismos anarquistas a los que había dado por donde amargan los pepinos durante la dictadura militar.

Con Largo al frente del gobierno de la República, los comunistas se las prometieron muy felices. ¿Que le podía negar el Lenin Español al Stalin Auténtico? Pues muchas cosas. Largo tenía su propia visión de la guerra y empezó a no hacer caso de los consejos que recibía de los asesores soviéticos; lo más probable no es que tuviese visiones distintas, sino que temía su hegemonía o, más en concreto, temía que le diesen de lado (que es exactamente lo que acabaron haciendo). Un buen día, en escena repetida en muchos libros, se labró su desgracia echando a gritos al embajador Rosemberg de su despacho. A partir de entonces, los comunistas tuvieron muy claro que tenían que acabar con él, y lo que hicieron fue segarle la hierba debajo de los pies. La documentación recogida en el libro de Radosh et altera describe muy bien cómo los comunistas hicieron de los asesores militares de Largo, y sobre todo el general Asensio, el objetivo de sus ballestas. La ocasión se la pintaron calva con la pérdida de Málaga, un fracaso militar que adjudicaron a las presuntas intenciones traidoras de Asensio, aunque hay quien piensa que Málaga se perdió precisamente porque en las unidades republicanas los militares de oficio mandaban más bien nada, así pues la defensa fue un desastre.

Tocado Asensio, los comunistas cerraron una alianza con otro ilustre veleta de la política española: Indalecio Prieto. Este verdadero político polivalente, que lo mismo valía para comprar armas para la Revolución de Asturias que para ser la gran esperanza de un gobierno moderado tras el nombramiento de Azaña como presidente de la República, acabó seducido por el conde Duku y el lado oscuro de la Fuerza y, en célebre consejo de ministros, cuando los dos comunistas del gobierno se le pusieron de canto al presidente Largo, se alió con ellos y dijo que sin los comunistas él no seguía, forzando con ello la caída de su camarada y suponemos que no demasiado amigo.

Lo que siguió fueron los famosos sucesos de mayo de 1937, en los que un enfrentamiento entre gobierno catalán y anarquistas por el control de la central telefónica degeneró en varios días de guerra dentro de la guerra, guerrita que perdieron los anarquistas y sus aliados del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), consolidando con ello, definitivamente, el enorme peso de los comunistas dentro de la estructura de poder de la República; peso que ya era bastante evidente teniendo en cuenta que la URSS era el único país que estaba ayudando (a cojón de mono el kilo de balas) a la República. Cataluña, además, era un modelo para los comunistas, porque ahí se había hecho lo que ellos querían hacer en toda España, esto es unificar a socialistas y comunistas en el hoy mortecino (considerando aquel nivel de poder, me refiero) PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña).

El problema de los comunistas es que se hicieron con el control de la partida cuando ya era demasiado tarde. Desde mayo de 1937, está al frente del gobierno de la República el tercer gran socialista de la época, Juan Negrín, de quien lo más flojito que podemos decir es que era mucho más proclive que cualquier otro a escuchar a los comunistas (o al menos eso dicen ellos mismos). Pero un mes después de haber conseguido mandar a Caballero al carajo y de haberle enseñado a los anarquistas que tenían de sobra para encencerles el pelo, los nacionales tomaron Bilbao y, en los meses siguientes, volatilizaron el frente del Norte. La guerra civil, de alguna forma, terminó ahí.

De alguna forma, la relación de fuerzas tras el golpe de Estado había quedado repartida: la República se quedó con la parte de España más productiva y moderna económicamente; mientras que Franco y los suyos se quedaron con las zonas tradicionalmente productoras de manduca. La torpeza de la República a la hora de aprovechar sus recursos productivos, como denuncian los comunistas, fue crítica para la guerra. Había embargo, sí. Lo cual quiere decir que no se podían comprar balas. Pero se podían comprar, con mucha más facilidad, metales, elementos químicos, o sea lo necesario para fabricarlas. España, además de comprar balas, podía fabricarlas. Pero si la fábrica había sido colectivizada y allí todo cristo cobraba lo mismo, es lógico que la producción fuese de puñetera angustia.

Con la caída del Norte, esa relación de fuerzas se acaba. Franco, desde aquel momento, tuvo en su poder una de las zonas más productivas de España, el eje Irún-Oviedo. A mi modo de ver, el día que cayó Bilbao y los franquistas se hicieron con la ría sus industrias, ya la única esperanza de la República era que estallase la segunda guerra mundial (y eso, sin mediar un pacto rojo-nazi como el del 38).

Aceptando barco como animal acuático y dando la razón a quienes consideraban que lo que la República necesitaba era un control comunista, éste, como digo, llegó, en todo caso, tarde.

Hay otro aspecto de la historia de la guerra civil de interesantísima lectura en este libro: las brigadas internacionales. La imagen que las cartas, informes y memorandos dan de estas unidades tiene poco que ver con lo que nos dice el mito floreado de unos combatientes plenamente identificados con España y su lucha. Lejos de ello, hay muchos elementos sorpresivos:

En primer lugar, los informes sobre la materia respiran un ambiente de amplia, amplísima, desconfianza mutua entre españoles e internacionales. El general Walter, por ejemplo, tomando una postura proespañola, se queja de que, allá por 1938, cuando más de la mitad de las BI ha tenido que se reforzada con soldados españoles, aún los mandos siguen siendo aplastantemente no españoles. En el otro lado, en un larguísimo y jugosísimo informe, el general Kléber se queja de que las BI son siempre enviadas a lo peor de las batallas y que nunca se les provee de descansos. Un informe recogido al final del libro (eso quiere decir al final de la guerra, poco antes de que las BI salieran de España) insinúa deserciones masivas en estas unidades. Las cartas, por lo demás, refieren sin ambages, varias veces, la convicción de muchos internacionalistas en el sentido de ver al soldado español como una especie de medio soldado que no sabe luchar. Walter incluso insinúa discriminaciones de los soldados españoles a la hora de ser tratados por los servicios de las BI.

En segundo lugar, también afloran las diferencias entre los propios internacionalistas. Los franceses no salen bien parados. En otro punto, se habla de los polacos como pandas de borrachos. Se insinúa la existencia de sentimientos antisemitas. Los informes de los comunistas se desgañitan recomendando la concentración de nacionalidades en unidades propias. El argumento fundamental es el idioma, pero es posible que también se quieran evitar otro tipo de problemas.

En tercer lugar, parece haber un enfrentamiento nada larvado entre mandos de batalla y mandos de retaguardia. Los informes que leemos en el libro son los de estos primeros, y son muchas las referencias al headquarters de las BI en Albacete, al que acusan de estar acromegálicamente burocratizado y ajeno a la guerra.

En todo caso, la imagen de las BI que instilan estos informes en sus últimos meses en España, unidades formadas por soldados absolutamente quemados, que llevan toda la guerra luchando casi sin descansos, sin ropa adecuada, con un armamento de mierda, sucios, experimentando deserciones un día sí y otro también, está bastante lejos de lo que estamos acostumbrados a pensar de ellos.

Por último, una cosa que merece la pena leerse es uno de los últimos informes del libro, en el que uno de los asesores soviéticos le cuenta a Moscú una conversación con el presidente Negrín. En dicha conversación, según se nos refiere, Negrín aborda el asunto de cómo sería España al día siguiente de que la República ganase la guerra. Digamos que no es muy coherente con la idea de que la República luchaba para defender la democracia.

Negrín es partidario, según este informe redactado por un tal Marchenko, de crear un frente nacional, teniendo en cuenta que la unión de socialistas y comunistas es imposible por la oposición de algunos socialistas. De hecho, Negrín le dice a Marchenko que la única opción lógica sería la absorción del PSOE por el PCE [sic. Véase la página 498 del libro]. Propone Negrín la adscripción al frente nacional de militares republicanos sin adscripción política, entre los que cita al coronel Casado. Como se ve, a Negrín los servicios de inteligencia le funcionaban como un reloj.

Otra cosa que dice Negrín es que, en la España de después de la guerra y mediando victoria de los suyos, «no habría retorno al parlamentarismo», y «no sería posible el retorno al libre ejercicio de los partidos como en el pasado, porque en ese caso la derecha podría forzar su camino hacia el poder». «Esto significa», anota Marchenko, «que se necesita o bien una organización política unificada [partido único; la aposición es mía] o una dictadura militar [las cursivas también son mías]». Respecto a Cataluña, Marchenko pone en boca de Negrín el reproche de que la Esquerra en el gobierno autónomo «intenta regresar a la situación de antes del 18 de julio», es decir la autonomía, «lo cual no ocurrirá» porque «la burguesía no va a recobrar sus posiciones».

Todo muy democrático.