viernes, enero 22, 2010

Goliat agotado (3)

Llegó, como decíamos, 1935. Se cumplían quince años desde los tratados de posguerra, y esto significaba que debía celebrarse un referendo en el Sarre para que sus ciudadanos decidiesen cuál querían que fuese su destino. Los aliados temían que Alemania la montase. Por eso, Londres forzó a la Liga para que instrumentase unas tropas de vigilancia del proceso electoral. Soldados de Gran Bretaña, Holanda, Suecia e Italia supervisaron el plebiscito, bajo la atenta mirada del británico Geoffrey Knox. Pero no pasó nada. Bueno, nada, nada... Lo que pasó fue que los habitantes del Sarre, en una proporción que iba contra lo que todos los aliados esperaban, votaron masivamente por volver a ser alemanes. Hitler era extremadamente popular incluso entre quienes podían elegir no formar parte de su dictadura. Sólo así se entiende que, algunos meses más tarde, cuando el Frente Popular de izquierdas gobernase en Francia, hubiese grupos de derechas que acuñasen el eslógan «mejor Hitler que Blum» (por Leon Blum, líder del FP). Británicos y franceses decidieron tratar de llevar a cabo una política de conciliación con Alemania.

Desde el punto de vista de Goliat, es decir de Londres, esto era así porque, si había carrera de armamentos, los británicos no deseaban correr. El 4 de marzo de 1935, el gobierno de Ramsay MacDonald publicó el Libro Blanco de la Defensa Británica, que contenía unas propuestas de aumento del ejército que sólo cabe calificar de modestas. Aún así, la oposición pacifista recibió estas propuestas considerándolas «un insulto a Alemania» (repetimos: las izquierdas y centro-izquierda parlamentaria británicas consideraban que el hecho de que su país intentase armarse frente a Hitler era insultarlo. Y lo repito porque, a toro pasado, es muy fácil intentar dar la impresión de que siempre se estuvo en contra de los asesinos). De hecho, Clement Attle, el líder laborista, presentó una censura al gobierno por el Libro Blanco, cuyas propuestas motejó de reaccionarias y provocativas.

El día 5 Hitler, que tenía agendado un encuentro con representantes británicos, pretextó un resfriado para levantar la cita. Y luego lanzó su serie de ganchos de derecha: 9 de marzo, anuncio de creación de la Luftwaffe; 16 de marzo, introducción del servicio militar obligatorio y creación subsiguiente de un ejército con medio millón de efectivos. Gran Bretaña protestó, pero en ese momento Hitler (ya he dicho que manejaba los tiempos como pocos) se curó del resfriado y propuso la fecha del 25 de marzo para la entrevista con los ingleses, y éstos aceptaron. Ahora, el austriaco ya sabía que el mosqueo británico era más de fachada que otra cosa.

En Berlín, John Simon y Anthony Eden, el otro gran factótum de la diplomacia británica del momento, se encontraron un Hitler muy dolido con las provocaciones de los aliados, pero bienintencionado. Les dijo que anexionarse territorios era un coñazo que sólo daba problemas y que Alemania nunca haría cosa tal. Que el Reich no tenía interés en anexionarse Austria. Que tenía un tratado con Checoslovaquia para la resolución de conflictos bilaterales, así pues nunca tendría problemas con ese país que tres años después se apioló. Les dijo que Alemania jamás le haría la guerra a Rusia. Y no les dijo que tenía un rabo de medio metro, supongo, porque no se lo preguntaron.

En la entrevista con la pareja de diplomáticos británicos, Hitler hizo algo más. Una jugada hasta cierto punto maestra. Acostumbrado como estaba a mentir y a ser creído, Hitler les soltó a los ingleses la bomba de que el poderío aéreo alemán estaba ya, de hecho, a punto de igualarse con el británico. A Simon y Eden ni se les pasó por la cabeza, por lo que se ve, la idea de que alguien en la situación de Hitler, si verdaderamente estuviera a punto de conseguir lo que decía, lo que haría sería callarse. Le creyeron. Y, como le creyeron, a la vuelta a Londres forzaron el rearme más rápido de las fuerzas aéreas. Algo que podría llevar a pensar que Hitler se hizo un pan con unas tortas por hacer aquella confesión que, además, para más inri era básicamente falsa.

Pero es que Hitler consiguió otra cosa.

Presionados por la pretendida igualdad conseguida por los alemanes, los británicos aceptaron en mayo una oferta teóricamente sustanciosa de Hitler para llegar a un acuerdo naval entre ambos países, por el cual la fuerza naval alemana sería equivalente al 35% de la inglesa. Suena bien, ¿eh? Pues no tanto, porque en el mismo tratado, Inglaterra le levantaba la prohibición que el Tratado de Versalles había decretado de que Alemania fabricase submarinos. Podría hacerlo hasta el 60% de la fuerza británica e, incluso, en circunstancias excepcionales que no quedaban claras (y cuya valoración quedaba al albedrío alemán) , el 100%. En las negociaciones de este Tratado, que fue nefasto para la seguridad europea, tuvo un papel importante el Primer Lord del Almirantazgo, un político inglés que se haría viejo conocido de los españoles y de Franco: Samuel Hoare.

Tras visitar a Hitler, Eden estuvo en Moscú, donde se encontró a un Stalin que, tal vez, era en ese momento el único jefe de gobierno europeo que era realmente consciente de la amenaza que suponía Alemania (el otro es Churchill; pero no gobernaba). Unos días más tarde, Inglaterra, Francia e Italia se reunieron en Stresa, en una negociación que fue completamente inútil porque el francés Laval se negó a sacar el tema de las intenciones italianas respecto de Etiopía, silencio que los británicos aceptaron con su propio silencio. Mussolini salió de Stresa sospechando la verdad: que si se atrevía con el Negus, era probable que las dos potencias de referencia de Europa no hiciesen nada. El 17 de abril, la Liga de Naciones censuró el rearme alemán. En mayo, franceses y soviéticos firmaron un pacto. El 21 de mayo, Hitler pronunció un nuevo discurso público, en el que contrapuso la maldad del Tratado de Versalles con la bondad del de Locarno, que dijo estar dispuesto a respetar. Prometió no militarizar el Rhin, firmar tratados de seguridad con todos sus vecinos salvo la URSS, y mantener la fuerza naval en el famoso 35%. Consiguió lo que quería, pues tranquilizó a la opinión pública, sobre todo a los pacifistas británicos, los cuales siguieron poniendo pies en pared en el Parlamento cada vez que se hablaba de rearme a lo bestia.

Hacia finales de junio, el gobierno de Stanley Baldwin comenzó a preocuparse seriamente por lo de Etiopía. Por ello, presentó una oferta que entregaba a Roma la región de Ogaden y, a cambio, garantizaba a Abisinia una salida al mar a costa de tierras de dominación británica. Fue un error mayúsculo. A Mussolini ni se le despeinó una ceja; probablemente, ni leyó en serio la propuesta. Pero, sin embargo, a los franceses eso de que Londres quisiera arreglar las cosas por su cuenta no les gustó nada, así que aumentaron los recelos entre los teóricos socios.

El 7 de aquel mes había cambiado el gobierno de Su Graciosa Majestad. Ramsay MacDonald había dejado su lugar a Stanley Baldwin y, lo que es más importante para lo que aquí tratamos, John Simon había dejado el Foreign Office. Todo el mundo esperaba que fuese sustituido por Anthony Eden pero, por razones que es difícil desentrañar, el elejido fue Samuel Hoare, con Lord Halifax de secretario. Con el tiempo, Hoare cometería la Gran Cagada de la preguerra.

A finales del verano, todo el mundo esperaba que Italia atacase en Abisinia, en cuanto terminase la temporada de lluvias. Pero, aún así, la opinión británica seguía aferrada a la Liga y a la aplicación de sanciones. Consecuentemente, el objetivo del binomio Hoare-Eden (el segundo era ministro para los asuntos de la Liga de Naciones) era evitar que Italia se dejase caer del lado alemán. En ese momento, había elementos para pensar que eso era posible. Los británicos consideraban que algún tipo de autoridad italiana en Abisinia tendría lógica; y luego estaban los sucesos de 1934 en Austria, tras el asesinato del canciller Engelhart Dollfuss, tras el cual Mussolini, temiendo la anexión del país por Hitler, envió varias divisiones al paso del Brennero, además de mostrarse conciliador con Francia e Inglaterra en Stresa. Creo que no es en modo alguno aventurado afirmar que Inglaterra y Francia estaban de acuerdo en abandonar a Abisinia (miembro de la Liga de Naciones) a cambio de mantener a Hitler lejos de Austria, lo cual quiere decir más lejos aún de Checoslovaquia, y a Italia jugando un doble juego que podría haber dado tiempo para el rearme francobritánico.

La otra posibilidad era la de defender el Convenio de la Liga hasta el final e ir a por Italia mediante sanciones económicas, confiando en el hecho, bastante evidente en aquel entonces, de que Hitler no estaba en condiciones de poner sobre la mesa grandes ejércitos (ni siquiera había ocupado aún el Rhin). El margen de actuación de los futuros aliados era amplio: podrían realizar un embargo de petróleo sobre Italia tras el cual Mussolini no habría podido mover a sus tropas; o podía haber bloqueado el paso italiano por el Canal de Suez.

El 1 de agosto, en Westminster Palace, Hoare dejó claro que la opción inglesa era hacer respetar los tratados de la Liga. Londres, por lo tanto, optaba por una política de sanciones.

Pero ya hemos dicho antes que la debilidad del rearme británico (en realidad, desarme) había hecho que, en todas estas materias, Londres tuviese que contar para todo con París. Y aquí es donde saltó el problema, porque en París, el dubitativo Laval no estaba tan convencido de que las sanciones fuesen la mejor política.

Los franceses, que no olvidemos tienen una frontera con Italia de la que Gran Bretaña carece, todavía querían que se explorase con más fuerza la posibilidad de ganar Italia para los aliados. El 11 de septiembre, sin embargo, Sam Hoare pronunció un discurso ante la Liga en Ginebra, un discurso vibrante que acompañaba una propuesta británica decidida que incluía una frase de un hondo significado histórico que pocos podían sospechar entonces: «si hay que correr riesgos para mantener la paz, estos riesgos debemos correrlos todos juntos». 24 horas después, dos cruceros británicos acompañados por una flotilla de barcos menores fondeaban en Gibraltar. Londres enseñaba los dientes. La ola se llevó por delante incluso a los pacifistas laboristas, que votaron mayoritariamente las sanciones, lo cual provocó la dimisión de su líder, Lansbury, que fue sustituido por Clement Attle, que llegaría a primer ministro tras la guerra.

Italia, sin embargo, invadió Abisinia. Y no hubo sanciones efectivas contra ella. Es difícil contar por qué, pero yo voy a intentarlo.

miércoles, enero 20, 2010

Goliat agotado (2)

La imagen excesivamene simplista de la Alemania de los años veinte dibuja un país abrumado por el pago de reparaciones, enfangado en una crisis económica muy cruel. Lo último es totalmente cierto, sobre todo después de la equivocadísima ocupación de la cuenta del Ruhr por los franceses en 1923, que acabó por provocar la famosa hiperinflación alemana. Pero otras cosas han de ser matizadas. Durante los años veinte, Alemania también jugó sus cartas. El complejo de culpa de media Europa le supuso un flujo de créditos con el que pudo pagar buena parte de las reparaciones; y para cuando llegó la crisis del 29 y el grifo se cerró, las reparaciones habían desaparecido en la práctica. Por lo demás, antes incluso de Hitler, los alemanes inventaron ya los primeros trucos para sortear las limitaciones militares de los tratados de posguerra según los cuales el ejército alemán no podía superar los 100.000 hombres. La República de Weimar, en fecha tan poco nazi como 1930, ya estaba haciendo las primeras pruebas de las famosas V-1 y V-2 con las que luego Hitler bombardearía Londres.

En febrero de 1932, bajo la presidencia del político británico Arthur Henderson, se convocó la Conferencia de Desarme que llevaba preparándose varios años, y en la que estaban llamados a participar nada menos que setenta países. Teóricamente, la Conferencia debía de ser el pistoletazo de salida del nuevo mundo mundial surgido tras el trauma de la Gran Guerra que acabaría con todas las guerras. En la práctica, fue más de lo mismo. Ni una sola de las propuestas preparadas en Ginebra como trabajo previo incluía limitaciones de fuerzas, salvo en el caso de Alemania. Aquello, pues, era como un Protocolo de Kyoto que estableciese que Noruega tiene que reducir sus emisiones de gases en un 70%, y el resto del mundo puede hacer lo que le salga de los huevos. Así pues, la primera voz que se oyó fue la de los alemanes protestando. Los alemanes reclamaron la igualdad. Sir John Simon, el liberal secretario de Asuntos Exteriores en el gobierno de Ramsay MacDonald, recelaba de esta posición, que consideraba los franceses nunca aceptarían.

Una vez más, como otras en la Historia, los británicos pecaron de lentos. En el momento en el que la demanda alemana se produjo, en dicho país todavía estaba en el poder el gobierno Brüning; ya entonces gobernaba por decreto, pero era un gobierno de esencia democrática. Hubo amagos de aceptar la igualdad, pero sólo fueron amagos. En septiembre de 1932, ante la incapacidad de avanzar, el gobierno Von Papen, bastante más escorado ya en la dirección que finalmente representaría el nazismo, anunció que Alemania se piraba de la conferencia. Alarmados por la pinta que tomaba la cosa, británicos y franceses convocaron una reunión restringida con alemanes e italianos, a la que Washington envió un observador. Sólo entonces se hizo una oferta en firme de garantizar igualdad de derechos a Alemania, aunque con el importante matiz de que «siempre y cuando garantizase la seguridad de todas las demás naciones»; lo cual venía a equivaler a que dicha igualdad de derechos tenía que ser que Francia se quedase tranquila. La propuesta permitió que el negociador alemán, general Von Schleiter, aceptase el regreso de Alemania a las salas de la Conferencia. Pero ya era tarde. La aceptación de Schleiter de la propuesta MacDonald-Herriot se produjo en noviembre. Dos meses después, Hitler era nombrado canciller. Y Hitler no estaba dispuesto a aceptar ninguna propuesta proveniente de una sedicente Conferencia de Desarme.

En marzo de 1933, Ramsay MacDonald presentó a la Conferencia su propuesta, que consolidaba la igualdad previendo reducciones en los ejércitos francés y alemán. Pero, como digo, lo que doce meses antes habría sido oro molido, para entonces ya no valía una mierda. Además, ese mismo mes de marzo Japón, que sostenía el Estado títere de Manchukuo desde doce meses atrás, abandonó la Liga de Naciones.

Pocas semanas después, Hitler comenzó su juego. El canciller alemán nunca estuvo exento de cierta inteligencia política y era, a mi modo de ver, un consumado maestro en eso que se llama la gestión de los tiempos. El 17 de mayo de 1933, pronunció un discurso público en tonos conciliadores en el que afirmó que estaba dispuesto a destruir todo el armamento que hiciera falta siempre y cuando el resto de naciones hicieran lo mismo. Incluso aceptó la parte más conflictiva de las propuestas de MacDonald, que era el establecimiento de inspecciones periódicas sobre el cumplimiento del desarme. Este movimiento de Hitler, como digo no exento de inteligencia, tuvo la gran virtud de provocar dudas entre los aliados. A Gran Bretaña (sobre todo a su opinión pública) le encantó. Sin embargo, a Francia la perspectiva de reducir su armamento no le gustaba, y comenzaba a recular. Hitler consiguió lo que buscaba: que los aliados discutiesen entre ellos.

Mordiendo a fondo el anzuelo, Simon presentó en octubre una nueva propuesta. Dicha propuesta aplazaba cinco años todo rearme o desarme, y prometía el comienzo del desarme pasado ese tiempo hasta lograr la igualdad de fuerzas con Alemania. Era una propuesta estratégica que buscaba empantanar a Hitler en una espera muy larga, supongo que esperando que en el ínterin los alemanes le echasen de la cancillería. Si fue así, Hitler vio la jugada, porque automáticamente abandonó la Conferencia, y también la Liga de Naciones. Aunque la Conferencia siguió trabajando durante 1934, había fracasado.

Los nazis, que como sabemos dominaban como casi nadie en la Historia el arte de la propaganda, consiguieron salir de aquello quedando como los puteados. Especialmente la opinión pública británica, como hemos dicho antes con importantísimas bolsas de pacifismo, sacó la conclusión de que el egoísmo de los ganadores (de algunos ganadores; en las islas, el desprecio al francés es un deporte nacional) lo había jodido todo y que Alemania (aún gobernada por Hitler; aún después de que se supo en Inglaterra y en todo el mundo la enorme matanza de la noche de los cuchillos largos) tenía todo el derecho a reivindicar lo que reivindicaba.

La Conferencia se colapsó en junio de 1934. En febrero, los británicos habían publicado una nueva propuesta que a Mussolini no le parecía del todo mal, pero que Hitler consideraba inaceptable porque limitaba el ejército alemán por debajo de las 300.000 almas. La actitud de Mussolini tiene su lógica. Ambos, él y Hitler, eran fascistas, sí. Pero Italia tenía sus propios intereses y, en el marco de dichos intereses, le inquietaba que Alemania pudiera expandirse comiéndose a Austria.

Manejando de nuevo el palo y la zanahoria, Hitler insinuó entonces que aceptaría un pacto de diez años en el que Francia conservase su potencial armamentístico durante los primeros cinco. La fuerza aérea alemana no superaría el 30% del potencial de sus vecinos y el 50% del de Francia. Tanto las SA como las SS serían unidades no armadas. Pero ese acuerdo nunca se alcanzó, fundamentalmente por dos razones. Una, que los franceses no creían en él: Alemania estaba disparando su fabricación de aviones originalmente civiles, pero fácilmente convertibles en militares. Por lo demás, lo que los franceses querían era que las fuerzas paramilitares no existiesen; porque si existían, aunque fuesen desarmadas, siempre podían ser movilizadas (y armadas) en unos pocos días. El segundo factor fue que Gran Bretaña no logró encontrar métodos efectivos de inspección y comprobación. Sin ir más lejos, en aquel entonces nadie (salvo Stalin, claro) tenía una idea clara de cuál era el tamaño de la fuerza aérea soviética.

En el verano de aquel año de 1934, Stalin entró en la Liga. El dirigente soviético estaba seriamente preocupado por la amenaza alemana, y por eso promovió dentro de su gobierno al más filoeuropeo de sus camaradas, Máximo Litvinov. Cinco años después, Litvinov caería y no por casualidad su sucesor, Molotov, firmaría el pacto nazi-soviético.

El 9 de octubre de dicho año de 1934, el rey Alejandro de Yugoslavia y Luis Barthou, ministro de Asuntos Exteriores francés, fueron asesinados en Marsella. Ambas pérdidas fueron muy jodidas, pero especialmente la segunda. Con Barthou se fue el más firme político francés contra la tendencia alemana de no respetar los tratados de posguerra. Fue sucedido por Laval, un tipo mucho más voluble y acojonable; justo el tipo de gente que Hitler quería tener enfrente.

Llegó 1935. Es el año del referéndum del Sarre, que dejó a los aliados con el belfo caído y cara de idiotas; y el año, en realidad, en el que el Eje enseña los dientes por primera vez y comienza a sospechar que su contrincante de la mesa va de farol con sus amenazas. Pero no será Hitler el centro de la historia, sino Mussolini.

Pronto lo contaremos.

lunes, enero 18, 2010

Goliat agotado (1)

Me siento delante del ordenador para escribir una historia muy triste. Una de las más tristes de la Historia, probablemente. La consecuencia de los hechos que aquí voy a relatar, fusionándolos con alguna cosa que ya he contado parcialmente en algún post del blog, fue una guerra enormemente sangrienta que provocó muchos millones de muertos: la segunda guerra mundial.

Todo el mundo sabe algo sobre la segunda guerra mundial. Pero no todo el mundo sabe algo sobre cómo se llegó a ella. La información esencial, desde luego, está al alcance de todos: una Alemania resentida por el maltrato del Tratado de Versalles, que entre otras cosas le impuso unas indemnizaciones de guerra impagables, se embarcó en un rearme rápido al que los aliados contestaron tratando de evitar en lo posible la guerra, hasta que dicha guerra fue ya imposible de detener. Pero lo que pretendo con estas notas es contar ese proceso en algo más que tres líneas y hacerlo, además, como creo que debe hacerse, que es desde el punto de vista del principal actor del teatro de la preguerra, es decir Gran Bretaña.

He llamado a este conjunto de posts Goliat agotado porque, a principios de los años treinta del siglo pasado, Gran Bretaña es Goliat, es decir el primer imperio del mundo. La URSS todavía se está consolidando y Estados Unidos, a pesar de su decisiva intervención en la primera guerra mundial, mantiene un férreo aislacionismo hacia los asuntos mundiales que entiende no le conciernen que impide que todavía asuma su papel de gendarme del mundo. Ese gendarme es Londres y, por eso, si alguna posibilidad hubo de parar a Hitler, estuvo allí. Historiar, aunque sólo sea de forma aficionada, la preguerra mundial, es, pues, historiar qué fue lo que hizo, y lo que dejó de hacer, Gran Bretaña durante ese proceso.

El principal problema de la preguerra mundial es que Goliat llegó a la misma cansado. Más bien, agotado. La llamada crisis del 29 impactó muy gravemente en la economía británica, creando ejércitos de millones de parados que eran nuevos para la praxis económica británica. Aunque esta situación no supuso la pujanza en las islas de las ideas marxistas como en otras partes, sí supuso la eclosión del Partido Laborista como fuerza de gobierno. A finales de la década de los veinte, efectivamente, las disensiones y diferencias dentro del Partido Liberal, tradicional turnante con el Conservador, auparon a los laboristas a dicho turno. Aunque la década de los treinta comenzó con los experimentos de gobiernos que contaban con cierto nivel, si no de colaboración, sí de comprensión por parte de la oposición, ello no impidió que la crisis económica británica fuese traumática tanto para la sociedad como para su clase política.

A los gravísimos problemas económicos se unía toda una sensación de never again respecto del belicismo. A los ojos de los británicos de mil novecientos treinta y tantos, la primera guerra mundial había sido una guerra especialmente sangrienta cuya misión histórica había sido acabar con la guerra como instrumento de resolución de conflictos. Ésta era una visión muy wilsoniana, pues había sido el presidente americano Wilson quien había acuñado la idea de posguerra según la cual todo conflicto internacional se dilucidaría, a partir de 1918, mediante la diplomacia; para lo cual se creaba la institución de la Liga de las Naciones. Resulta curioso que el inveterado aislacionismo americano llevase a Estados Unidos precisamente a darle la espalda a la Liga pero, aún así, la confianza europea en este mecanismo era infinita. Nuestros abuelos creían en la Liga de Naciones cien veces más de lo que nosotros creemos en la ONU.

Un siguiente elemento que es importante entender para poder absorber los hechos de la preguerra es la simpatía básica que el pueblo inglés sentía hacia Alemania. Gran Bretaña no albergaba tantas deudas contra Alemania; hasta la primera guerra mundial, la historia de la gran conflictividad europea había sido la de las diferencias francogermánicas. Además, los británicos, probablemente, pensaban que la primera guerra mundial no había sido hecha por Alemania, sino por el Kaiser, a cuyas ínfulas invasivas y belicistas, su prusianismo orgulloso, atribuían la locura de la guerra, de la que, por lo tanto, absolvían a ese pueblo alemán que era el mismo que ahora pagaba los platos rotos. Cuando el político más radicalmente favorable al rearme británico, Winston Churchill, comenzó a perorar en público sobre la amenaza alemana, cosa que pasó a partir de 1933 con la victoria de Hitler en el país teutón, la gente, simple y llanamente, no le creyó. Le tomó por un radical. Los británicos contemporáneos de la Alemania de Hitler fueron los primeros que se resistieron a creer que todo un pueblo podía seguir a aquel mesías inverso y a tirarse de nuevo al abismo de la muerte y la destrucción con él.

Un hecho que conviene dejar claro, en aras de la claridad histórica, es que la imagen de una Europa que mantuvo ciegamente las altísimas deudas de Versalles que Alemania debía pagar, hundiéndola en el fango de la pobreza, es hasta cierto punto de vista falsa o, cuando menos, matizable. El llamado Plan Dawes había ejercitado una reducción de las reparaciones tan sólo seis años después de terminada la guerra. En 1929, el Plan Young realizó una nueva reducción y, finalmente, en la Conferencia de Lausana dichas reparaciones quedaron casi definitivamente liquidadas. De hecho, el mayor paso hacia la reconciliación entre los otrora combatientes se dio mucho antes de la victoria de Hitler en las elecciones alemanas; antes incluso del putsch fallido del propio austriaco. Se trató del Tratado de Locarno, firmado en 1925 y que, esto es lo más importante, fue el fruto de una conferencia en la que participaron libremente Gran Bretaña, Francia y Alemania. Libremente quiere decir que Alemania no participó en Locarno como país contendiente perdedor, sino como un negociador más, de igual a igual. La importancia de Locarno, tratado que permitió el ingreso de Alemania en la Liga de Naciones al año siguiente, estriba en que es la primera vez que no se le impone nada a Alemania, sino que se negocia con ella. Casi hasta el último minuto antes de invadir Polonia, Adolf Hitler repetía, en todas las entrevistas que podía, que Alemania siempre respetaría Locarno.

En 1928, la mayoría de las naciones firmaron al pie del llamado Pacto Kellog-Briand, por el cual renunciaban a la guerra. Entre 1929 y 1930, las tropas aliadas que ocupaban el Rhin se fueron de allí.

De entre el grupo de países que resultaría a la postre ganador de la segunda guerra mundial, el primero que se puso nervioso en medio de aquel mundo cascada de colores, fue la URSS. Y es que la cascada de colores comenzó a ser cagada de colores desde un flanco que era de interés menor para el resto de los europeos. De las tres potencias del llamado Eje: Alemania, Italia y Japón, los asiáticos fueron los primeros en poner en marcha sus ínfulas imperialistas. Ya en 1931, los súbditos de Hiro Hito habían comenzado sus planes de invasión del Asia continental. El Convenio de la Liga de las Naciones, ese superdocumento que garantizaba que ya no habría más guerras entre coleguitas, sufrió su primer embate con la presión japonesa sobre Manchukuo o Manchuria, provincia china donde más adelante acabaría colocando como emperador títere al célebre Pu Yi, y donde los japoneses cometerían tantas atrocidades y de tal calibre que hoy es el día que los historiadores japoneses y chinos tienen un nivel de enfrentamiento entre ellos que ríete tú de la polémica entre memoriohistóricos e intérpretes de la derecha en torno a la Guerra Civil Española.

Los movimientos de Japón en Manchuria pusieron muy nervioso a Stalin. Los soviéticos, no sin falta de razón, observaban el fenómeno fascista en Europa, constataban sus rabiosas raíces anticomunistas, y consecuentemente se veían objeto de sus iras. Como digo, no les faltaba razón, pues es un hecho hoy indiscutido que el gran objetivo de Hitler fue siempre invadir la Unión Soviética. Así las cosas, Stalin veía un teatro en el que él, y sólo él, tendría que soportar una pinza de ataques: Alemania por el Oeste y Japón por el Este. En 1935 le expresó sus dudas a los británicos, les trasladó su opinión de que la situación era tan grave como la que había provocado la primera guerra mundial, y sondeó la posibilidad de recibir ayuda británica. Pero se quedó con las ganas. Gran Bretaña estaba aún sumida en una guerra atroz contra el desempleo y, consecuentemente, sus funcionarios en materia presupuestaria dejaron claro que no sería posible una guerra contra Japón en diez o quince años. Es posible que Hitler manejase una previsión parecida, toda vez que sus estudiosos, como Kernshaw, opinan que el punto de máximo poder del rearme alemán debía conseguirse en algún momento entre 1941 y 1942, fecha que cuadra con las previsiones británicas. Paradójicamente, quien había impuesto estas restricciones, durante su etapa como canciller del Exchequer, era quien más piaría en los años subsiguientes pidiendo más armas, o sea Churchill.

Gran Bretaña, en alguna parte como respuesta a la filosofía de pacifismo rampante y eso que podríamos denominar liguismo; y en mucha mayor parte aún como respuesta a las graves dificultades provocadas por la crisis económica y la necesidad de acudir en ayuda keynesiana de las zonas más deprimidas, había procedido en los años veinte y primeros treinta a un desarme radical. Este desarme, aunque siguiendo la honda tradición británica afectó en menor medida a su marina, tuvo una consecuencia fundamental para lo que habría de venir. Una Gran Bretaña rearmada, digamos, a un ritmo similar al que imprimió Hitler en Alemania durante los años treinta, quizá podría haber impuesto condiciones por sí misma. Pero, como de hecho lo que estaba era desarmándose, cuando hizo falta poner músculo sobre la mesa para responder a Hitler, hizo falta combinar las fuerzas británicas y francesas (porque Estados Unidos ni estaba ni se le esperaba). En consecuencia, cualquier acción, cualquier política frente a Alemania debía provenir del acuerdo enter Londres y París, dos países con situaciones distintas, sociedades distintas y sensibilidades distintas.

Por mucho que gritase Churchill, el rearme británico no hubiera sido posible en los primeros años treinta. Aunque el pacifismo convencía a no pocos políticos conservadores, quizá este partido, de haber optado por el rearme, habría recibido su apoyo disciplinado. Pero el resto del arco parlamentario era pacifista. Tanto los laboristas como los liberales repugnaban el rearme de Gran Bretaña y profesaban una confianza casi ciega hacia la Liga de Naciones. Por mucho que pueda sorprender hoy en día, la asensión de Hitler al poder en 1933 apenas inquietó a la opinión pública y la clase política en Gran Bretaña. Se podría decir, incluso, que Hitler llegó al poder en Alemania casi sin mellar la confianza y la simpatía de elementos muy importantes de la opinión pública británica, tanto de derechas como de izquierdas.

En el próximo post ahondaremos en ello.