viernes, junio 18, 2010

La guerra civil bis (4)

El 7 de noviembre de 1945, en la presentación de su gobierno ante las Cortes, José Giral aparece con una evidente voluntad integradora bajo la cual, entre otras cosas, asevera que «aspiramos a superar la oposición entre el Oeste y Rusia, adalid del Este europeo». Esta frase del informe presentado ante los diputados indica que el gobierno republicano en el exilio es, en buena parte, consciente del gran problema de política internacional que se le presenta a sus intenciones. De hecho, en buena parte es este argumento el que explica el distanciamiento de los republicanos respecto de Negrín y de los comunistas. Pero, sin embargo, es un distanciamento que no conseguirá, o más cabe decir que no podrá, ser tan intenso como le gustaría al Foreign Office, sobre todo. Como los hechos por venir en el seno de las Naciones Unidas demostrarán bien pronto, en realidad el apoyo internacional a la República se reduce a un par de apoyos diplomáticamente más o menos exóticos, como el de México, y el apoyo decidido del bloque soviético, bien que no ejercido directamente desde Moscú sino a través de diplomacias satélite. La República no puede, y en buena parte probablemente tampoco quiere, abandonar el lenguaje más que comprensivo hacia el «adalid de la Europa del Este», aunque cada vez se haga más difícil ir por la vida diciendo que se es una democracia parlamentaria y, a la vez, amiguito de semejante sistema.

Otro aspecto de cajón de madera de pino del discurso giralista es su decidido republicanismo. En el mismo informe, Giral dice: «no creemos que España, dada su Historia, pueda salvarse sino por la República». Los veteranos republicanos del exilio, políticos del exterior que, con el tiempo, estarán cada vez más divorciados de lo que se cuece en la que fue su casa, retienen como argamasa fundamental de su unión la apuesta republicana en clave binaria o maniquea: la República es Uno, la Monarquía es Cero. No se le puede reprochar esta postura a Giral et altera; es lógico, justo y necesario. Pero que las cosas sean justas no quiere decir que no sean incómodas o problemáticas. En el ajedrez de las diversas transiciones del franquismo que durante cuarenta años se irán manejando, habrá siempre un alfil situado en Londres. Y Londres, por un montón de razones, apostará siempre, de forma irrestricta de quién ostente su gobierno, por una solución monárquica para España. Por lo demás, la identificación del exilio, República = democracia y libertad, es una identificación en la que muchos no creen, y la República exiliada hará poco por acallar esos pruritos, convencida como está de que son absurdos.

Hay, por lo demás, una frase en el informe Giral que, la verdad, se podía haber ahorrado. Ésta: «Si la desventura, a nuestro pesar, hiciera imposible una solución de paz para nuestro problema, lo que acusaría inmadurez en la conciencia moral internacional, el gobierno de la República no vacilaría en aceptar, con inmenso dolor, y así lo declara, la responsabilidad de la violencia». Ojalá viviesen los testigos de aquellos tiempos para poder contarnos por qué narices se incluyó esta frase en el informe, por qué estúpida razón se hizo una lectura tan torpe de los tiempos y de las situaciones.

En noviembre de 1945, el mundo era un boxeador agotado que hace dos minutos ha ganado un combate a los puntos tras quince asaltos durísimos. El púgil sólo desea una cosa: quedarse tranquilo. Y sólo rechaza una cosa: tener que volver a subir al ring a boxear. Empapados de su filosofía moral según la cual el mundo libre tenía que hacer lo que fuese por echar a Franco, los republicanos españoles fueron, a mi modo de ver, incapaces de percibir que Occidente no estaba por la labor de echarlo a hostias, a menos que Franco hiciese de Hitler y se dedicase a consolidar e incrementar su ejército para, por ejemplo, preparar una acción sobre Gibraltar. Algo que el Caudillo, obviamente, se guardó mucho de hacer.

La filosofía republicana es aquélla que sostiene que la violencia es legítima contra lo ilegítimo. La filosofía de las agotadas sociedades europeas que han perdido hijos y padres a miles en la guerra es que ni de coña va a volver a haber leches. Como veremos cuando lleguemos a la famosísima Nota Tripartita, verdadero eje y pivote de la historia que se cuenta en estas notas, será allí donde las grandes cancillerías contesten, indirectamente, a esta desgraciada salida de pata de banco de Giral y, por extensión, de la República en el exilio.

La cuestión de confianza subsiguiente al informe no fue sencilla. Alfonso Rodríguez Castelao, en representación de los republicanos gallegos; Lasarte, por el PNV; Cordero, por el Partido Federal; y Gomáriz, de Unión Republicana, la apoyaron. Sin embargo, Lamoneda, socialista negrinista; Uribe, comunista, y Fernández Clérigo, en representación de un grupo llamado Agrupación de Izquierda Republicana, intervinieron para decir que hubieran preferido a Negrín de presidente del gobierno. Ante tamañas intervenciones en apoyo de un militante del PSOE para primer ministro, otro militante del PSOE, Indalecio Prieto, se levantó para defender a Giral. Como se ve, el socialismo estaba muy unido en aquel entonces.

En todo caso, la confianza se otorgó por aclamación, es decir sin votación; y a mi modo de ver es una pena, porque de haberse votado se dispondría de una información muy interesante para el análisis histórico actual. La cosa iba sobre carriles. Pero, claro, estaba presente en aquellas Cortes uno de esos políticos acostumbrados a dar una de cal, y otra de arena.

Al día siguiente, 8 de noviembre, en el turno de explicación de voto, Indalecio Prieto elaboró un discurso muy medido que puso de los nervios a Giral y a su gobierno. Básicamente, la tesis del discurso fue: apoyo al gobierno Giral, siempre y cuando sirva para lo que tiene que servir, es decir para conseguir que las potencias mundiales echen a Franco. Si no, ya lo siento, pero que le den. Más aún: Prieto lanzó el Misil Pershing sobre la República en el exilio cuando pronunció la siguiente frase: «obedeceremos lo que se nos diga desde dentro de España cuando lo diga voz autorizada. Si allí se traza un camino, desde luego digno, que no sea el que hemos emprendido nosotros aquí, nosotros lo seguiremos sin vacilaciones».

La diferencia entre el antifranquismo de interior y del exilio es, básicamente, que el primero de ellos, como estaba comiendo mierda todos lo días, acabó por ser mucho más posibilista que el segundo. Por decirlo de alguna manera: los antifranquistas clandestinos apostaron pronto por cualquier fórmula que acabase con Franco, mientras que los antifranquistas exiliados sólo estaban dispuestos a aceptar aquéllas de esas fórmulas que cuadrasen con su cosmovisión política. Estamos hablando, claro, de la forma de Estado. Tierno Galván describe muy bien en sus memorias como para la mayoría de los socialistas de interior llegar a la democracia bajo el ala de un rey no les producía urticaria republicana; de hecho, los socialistas de hoy son los nietos de ese posibilismo. El Prieto de noviembre de 1945 ya sabe cosas. Sabe que hay por ahí un runrún de convergencia con las fuerzas conservadoras pero democráticas (hecho éste que repugna a muchos republicanos exiliados, para los cuales conservador democrático es un oxímoron), y no está dispuesto a dejar que ese proceso, que reputa con muchas más posibilidades de triunfo que la oposición frontal y republicana al franquismo (y los hechos demuestran que acertaba), se haga sin que él participe.

Prueba de ese posibilismo de la oposición de interior es la formación, por republicanos, socialistas y anarquistas de interior, de la llamada Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas, que se produce por aquel entonces y es casi contemporánea de la creación por los comunistas de la Unión Nacional Antifascista. La ANFD, en su primer comunicado, declara que «no tiene relación alguna» con la Junta Suprema de Unión Nacional inspirada por el PCE y asevera que «rechaza por igual el contubernio con el enemigo y la irresponsabilidad peligrosa del amigo». Mientras Giral, por lo tanto, llama a Stalin «adalid de la Europa del Este», el antifranquismo de interior no comunista se apresta a aseverar que ellos no van con los comunistas ni a comprar lotería. La ANFD sufrió la infiltración de un tapado de la policía franquista, y todos sus miembros, salvo Sánchez Guerra, fueron detenidos.

Así las cosas, el gobierno, a través de Gordón Ordax, presentó una moción que finalizaba abruptamente las deliberaciones de las Cortes, para evitar que hubiese bronca.

En ese mismo año, 1945, se ha lanzado un manifiesto que asevera que «el régimen del general Franco, inspirado en sus orígenes por los sistemas totalitarios de las potencias del Eje tan contrarios al carácter de nuestro pueblo, es fundamentalmente incompatible con las circunstancias que la guerra está creando». Estas afirmaciones tan categóricas las hace un ciudadano llamado Juan de Borbón, que apenas algún año antes de escribir estas lindezas se presentaba voluntario para luchar a favor de ese régimen inspirado por el fascismo y contrario al carácter del pueblo español, sin que pareciese que estos handicap le preocupasen mucho. Ahora, sin embargo, los movimientos franquistas tendentes a hacer de España un reino sin rey, mueven a Juan a tratar de alinearse con la oposición al franquismo.

Quizá el Borbón, o los gilrrobleses que le rodeaban, pensaron que esta declaración por parte del jefe de la Casa de Borbón crearía una fractura dentro del franquismo. Pronto descubrieron, sin embargo, que los monárquicos franquistas eran, en realidad, franquistas monárquicos. Hubo, desde luego, monárquicos que pensaron que los militares de tal filiación tomarían el poder y llamarían a Juan de Borbón para tomar el gobernalle del Estado; pero nada de eso ocurrió. Todo lo que ocurrió es que un fiel colaborador de Franco como el duque de Alba, embajador en Londres desde 1930, presentó la dimisión. Hay quien ha dicho que la cúpula militar monárquica le ofreció a Juan de Borbón que el aviador Juan Antonio Ansaldo lo recogiese en Lisboa para llevarle al aeródromo de Puerta de Hierro, donde sería recibido por los militares, que le acompañarían al Pardo a convencer a Franco de que no retrasase más el retorno de la monarquía. Sin embargo, para entonces hasta Juan de Borbón, que nunca fue un fino analista que digamos, entendía que en la España de Franco nada podía cambiar sin la anuencia de Franco (salvo, claro, que se muriese, como le pasó en el 75). Nadie habría convencido al pueblo español de 1945 de la necesidad de un cambio que Franco no reputase necesario.

En noviembre de aquel año de 1945, la Venezuela de Rómulo Bethancourt se une a México, Guatemala y Panamá en la lista de países que reconocen el gobierno republicano en el exilio como el legítimo de España. El 19 de diciembre, la Comisión de Asuntos Extranjeros de la Asamblea Francesa pide al gobierno que rompa sus relaciones con Franco. El 21 de diciembre, Míster Armour, embajador de Estados Unidos en Madrid, abandona el país.

En enero de 1946, media Europa considera que al régimen de Franco le quedan dos telediarios.Para entonces, la lista de los que han repudiado a Franco es larga: México, Rusia, China, Checoslovaquia, Polonia, Austria, Hungría, Bolivia, Yugoslavia, Bulgaria y Rumania. Los parlamentos de Cuba, Ecuador, Uruguay y Francia han solicitado la ruptura de relaciones. México, Guatemala, Panamá y Venezuela han reconocido la legitimidad del gobierno republicano. El 8 de febrero, el mismo día que las Naciones Unidas aprobaban una moción antifranquista presentada por Panamá y que no recibió ni un solo voto en contra, Giral llega a París. Instalar al gobierno republicano en el exilio en la capital francesa es uno de los pasos que se han diseñado para mejorar su presencia internacional.

Las cosas pintan bien. Y, a ojos de muchísimos exiliados, sobre todo de a pie, pasarán a pintar aún mejor con el siguiente acto de esta historia. Este acto, sin embargo, a pesar de ser epidérmicamente prorrepublicano, lleva en su seno el germen de lo que, con el tiempo, hará que las tornas se vuelvan a favor de Franco.

Hablamos, hablaremos, de lo que la Historia conoce como Nota Tripartita.

miércoles, junio 16, 2010

El mantra autonómico

Las situaciones de crisis sirven para muchas cosas, entre las cuales se encuentra el afloramiento de problemas y debates que permanecían dormidos. Uno de los mantras de esta crisis, en este sentido, consiste en hablar del gasto y de la deuda de las autonomías y de la necesidad de refrenarlo, reformarlo o, añaden los más radicales, incluso terminar con él. Esta última propuesta de Fuera Autonomías revela hasta qué punto el debate está emputecido. En puridad, no habría mejor manera de acabar hundiendo a este país en el pozo maloliente de la pobreza, que acabar con las autonomías y la importante caterva de hogares que viven de ellas de una forma directa, nos guste o no. Pero, en todo caso, el debate en torno a las autonomías está revelando toda una discusión vieja, que no es ni siquiera de cuño español.

España, en este sentido, es parte de un debate histórico que se produce en otros países, por ejemplo Alemania, donde el federalismo más o menos camuflado se ha impuesto por motivos que van más allá de la voluntad de los pueblos. La organización del Estado alemán es una organización claramente buscada para diseñar una nación con un poder descentralizado más acorde con lo que era la Alemania de posguerra: un país con varios dueños. A España le ocurre lo mismo. España es un país que tiene varios dueños, algunos de los cuales viven en Madrid, y otros no. Agustín de Foxá, personaje de notable capacidad irónica, solía decir que Cataluña es la única metrópoli del mundo obsesionada con independizarse de sus colonias. En realidad, no se trata de que Cataluña sea o no sea España; se trata de que Cataluña es una de las dos grandes salas de máquinas de España y, consecuentemente, no hay diseño posible para este barco que no incluya características suficientemente aceptables por su parte.

El (pseudo) federalismo catalán y la extraña mezcla entre soberanismo moderno y foralismo medieval que conforma el nacionalismo vasco condicionan la Historia de España de todo el siglo XX y, consecuentemente, eran una de las principales incógnitas de la ecuación en 1975 cuando, con la muerte del general Franco, se cerró el larguísimo paréntesis que para la cuestión abrió su dictadura. Todos los planes de avance de España desde el Pacto de San Sebastián de 1930 hasta la PlataJunta democrática antifranquista han tenido que hacer un primer trabajo consistente en limar asperezas ideológicas entre socialistas, comunistas, anarquistas, liberales, conservadores y mediopensionistas; y, luego, han tenido que abordar un segundo trabajo, que es coger el momio resultante y hacerlo coherente con las aspiraciones de los nacionalistas.

Durante el franquismo los nacionalismos, en buena parte por las ronchas que tenían en la piel en su difícil relación con la República durante la guerra civil (más difícil cuanto más cercana al comunismo se quiso dicha República) , se extrañaron de la oposición al general, haciendo la guerra por su cuenta. Y así les fue. Para cuando Franco se murió, a los catalanes y vascos en el mundo no los conocía ni Dios. Quien más, quien menos, tenía sus apoyos: los republicanos irredentos, el de México; los socialistas moderados, el de Billy Brandt y Olof Palme; los comunistas, el de sus padres. Pero la cuestión catalana y vasca le importaba un bledo a las cancillerías en las que se coció la salsa constitucional de la Transición. Es más que probable que Henry Kissinger pensara que Guernica era un pescado.

Los nacionalistas, sin embargo, fueron extraordinariamente rápidos y eficientes a la hora de volver a colocarse en primera línea de interés. Las izquierdas exiliadas, de corte más propio de la República, se encontraron rápidamente con la sorpresa de que las izquierdas finiseculares, siguiendo ese proceso por el cual la autodeterminación de los pueblos se había convertido en centro de sus discursos, se habían hecho nacionalistas. Socialistas y comunistas superaron con elegancia esa contradicción interior inherente al hecho de decir, con la comisura izquierda de la boca, que todos los proletarios del mundo son tus hermanos; y decir, con la derecha, que hay que favorecer a la región propia.

Todo esto se acrisoló en la discusión de la Constitución del 78, que es un texto elegante para muchas cosas, pero en materia de autonomías, hay que reconocerlo, está bastante cerca de ser una puta mierda. Vale que un texto constitucional, como norma genérica que es, debe proveer en general. Pero una cosa es diseñar un marco general, y otra no diseñar ningún marco en lo absoluto. Más claro: el problema no está en las autonomías; está en su relación con el Estado central, porque nadie, a día de hoy, puede decir cuáles son los límites de dicha relación.

A la Transición política sólo le preocupaba una cosa de verdad en materia autonómica. Bueno, dos: en primer lugar, que nadie que pudiera exhibir un leve atisbo de voluntad autonómica en su pasado, desde la rebelión de los comuneros hasta la extraña figura de Rafael Casanovas, desde los dibujos de Castelao hasta los discursos de Blas Infante, se quedase sin su autonomía. En segundo lugar, que todo este cachondeo no alcanzase a los ingresos fiscales del Estado.

La única línea roja que se pintó de verdad en la Constitución del 78 fue la línea roja de que, en España, los impuestos los recauda el Estado central, excepción hecha de las comunidades forales, que los recaudan por su cuenta y luego cada año le pagan al Estado por los servicios prestados en la comunidad (es lo que se llama cupo), en un esquema que resulta abracadabrante que sea defendido por políticos que se supone que defienden el concepto de la solidaridad de los que más tienen para con los que menos.

Más allá de esta línea, que es la misma que le preocupaba a Azaña y consiguientemente no dejó traspasar a los catalanes, se permitió todo. Se diseñó, sí, un esquema dual, un esquema de autonomías completas y autonomías de baja intensidad. Son los artículos 143 y 151 de la Constitución, más el 138 que deja uno de ellos, en realidad, sin contenido.

Las autonomías del 143 son las autonomías de medio pelo: Aragón, Asturias, Baleares, Cantabria, Castilla y León, Castilla La Mancha, Extremadura, Madrid, Murcia y La Rioja. Las del 151 son las históricas (País Vasco, Cataluña y Galicia) más la otra foral (Navarra) más un pequeño grupetto de se entiende, más o menos, que tienen una intensidad autonómica mayor que la media (Andalucía, Canarias y Comunidad Valenciana). Esta clasificación, a mi modo de ver, no tiene ni pies ni cabeza. El independentismo canario, históricamente hablando, es bastante poca cosa; los canarios no han tenido jamás nada ni medio parecido a la rebelión de los Comuneros castellanos. La identidad valenciana, entendida como específica y diferenciada de la española, no se sabe muy bien de dónde sale; Andalucía tiene alguna tradición más, pero escasamente autonomista. Y, sin embargo, es autonomía de baja intensidad Baleares, que no sólo tiene idioma propio (ahora incluso dos, contando el alemán), sino que no siempre ha sido parte integrante en su totalidad de eso que llamamos la nación española.

Se supone que las autonomías del 143 son autonomías que se dedican al fomento de la actividad económica, los servicios sociales y las obras públicas. Las del 151, además, tienen competencias en materia de educación y sanidad y, algunas, seguridad pública. Pero, claro, está el 138, artículo según el cual toda región que tiene más de cinco años de Estatuto, hoy en día todas, tiene ya pedigree regional suficiente para poder asumir la totalidad de las competencias.

Este montajito, como digo difuso y genérico como hay pocos, es el que ha abocado a España a la situación actual, en la que uno de cada dos euros gastados por el actor público es gastado por las autonomías. Y esto ha ocurrido así mientras el Estado central apenas ha adelgazado, con lo que las estructuras se han duplicado. La insoportable levedad de la regulación constitucional de las autonomías, que como fruto del pacto de la Transición, consistente en no provocar ronchas a los nacionalistas a cualquier precio, es tan genérica que en realidad no marca apenas límite alguno para el desarrollo constitucional, es la que ha permitido que una de esas autonomías haya aprobado un Estatuto basado en el principio de que la decisión del Estado de transferirle dinero está mediatizada por una serie de normas que están en dicho Estatuto (con lo que una norma menor pasa a condicionar a la mayor); y los guardianes de la pureza constitucional lleven cuatro años, cuatro, decidiendo si eso está bien o mal escrito. Y no me extraña que no se pongan de acuerdo porque la Constitución, decir, decir, lo que se dice decir, poco dice al respecto.

En este entorno, como consecuencia de todo lo dicho, cada vez habrá que hablar más de las cifras de las autonomías. La que se ha sacado a pasear más en los últimos tiempos es la de la deuda. El asunto de la deuda de las autonomías tiene bastante atractivo porque permite muchas interpretaciones. Hay quien piensa, por ejemplo, que la autonomía que está más endeudada es la que tiene una deuda mayor. Ésta es una visión bastante paleta, con perdón de la palabra. Bajo ese punto de vista, la persona más endeudada de España quizá sea la baronesa Thyssen; lo cual no quiere decir, ni por asomo, que tenga ni la mitad de dificultad para cumplir con sus compromisos que la que tengo yo para pagar mi hipoteca.

Hay quien calcula la deuda de acuerdo con el PIB regional pues el PIB regional, al fin y al cabo, define la capacidad final de pago que cada región tiene. Pero esto también es equívoco porque las competencias asumidas no son las mismas y, consecuentemente, tampoco lo es la estructura de gastos.

Así las cosas, yo me he decidido por un indicador un poco más pedestre, que es el multiplicador de presupuestos. Esto es: poner en relación el nivel de deuda, publicado por el Banco de España, con el gasto presupuestario total. Es una ratio que viene a significar lo siguiente: si una autonomía decidiese dejar de hacer absolutamente todo lo que hace para dedicar la totalidad de sus ingresos a amortizar su deuda, ¿cuánto tardaría?

Lo que me sale es estre fistro.



La Comunidad Valenciana es la comunidad más endeudada de España. Según mis cálculos, tardaría casi un año entero en devolver todo lo que debe, dedicando el gasto actual a pagarla. Baleares supera los 300 días y Cataluña los 250. La CAM está ligeramente por encima de los 200. Y estas cuatro comunidades son las que están por encima de la tasa de las autonomías consideradas en su conjunto.

No he tenido tiempo de buscar la cifra de gasto total de los presupuestos estatales, pero tengo la sensación de que esta ratio no es exageramente superior a la que se obtendría en el caso de la Administración Central, sobre todo si la aislamos de la Seguridad Social.
Y es que, de hecho, la deuda de las Comunidades Autónomas, aunque ya sé que es un mantra actual, no tiene pinta de haber crecido de una forma exponencial. Las CCAA han alcanzado en muy pocos años el 40% del gasto del Estado. Pero su deuda no es, ni de lejos, el 40% de la deuda total de las AAPP. Según las Cuentas Financieras de la Economía Española, es apenas el 16%.
Pero, claro, la cosa tiene truco. Las autonomías (y la Administración Central) han aprovechado el agujero metodológico europeo por el cual el endeudamiento de empresas participadas por la Administración no consolida dentro de la deuda de los entes públicos, para crear una miríada de empresas y empresitas participadas que se han endeudado, deuda que en realidad es deuda pública no contabilizada. Y nadie sabe a ciencia cierta a cuánto asciende.

domingo, junio 13, 2010

La guerra civil bis (3)

El 25 de abril de 1945 se abrió la conferencia de San Francisco. Por tal motivo, la Junta Española de Liberación redactó un memorando que, a día de hoy, es, al menos en mi opinión, el más completo memorial de agravios contra el franquismo que se ha elaborado.

Álvaro de Albornoz, Félix Gordón, Antoni María Sbert e Indalecio Prieto se desplazaron a San Francisco con copias del memorando traducidas. En la mañana desayunaban juntos y se repartían las distintas delegaciones diplomáticas, y luego se dirigían al palacio de la Ópera para conferenciar con ellos. Su labor fue ímproba, casi amateur y de una gran eficiencia. Lograron inesperados apoyos en Latinoamérica, cuyos gobiernos, mayoritariamente conservadores, eran en principio más partidarios de comprender a Franco; y, además, cosecharon apoyos en países europeos como Bélgica, Checoslovaquia, Yugoslavia o la propia URSS. Fueron víctimas de la frialdad de Reino Unido y la hostilidad de Edward Stettinius Jr., responsable de la diplomacia norteamericana y jefe de su delegación; aunque entre los representantes de los EEUU encontraron un aliado en Nelson Rockefeller, quien les aconsejó, con muy buen tacto probablemente, que pusieran cuanta más tierra de por medio mejor entre la JEL y el Partido Comunista para poder lubricar las relaciones con la Casa Blanca.

En realidad, el hecho de que los republicanos nunca cumpliesen del todo con ese consejo, aspirando a ratos a retrotraer al PCE a la vieja coalición del Frente Popular, acabaría por ser uno de los baldones del republicanismo en esta guerra civil bis.

Una de las batallas que ganaron entonces los republicanos fue la de la opinión pública. Se celebraron dos conferencias de prensa, el 21 de mayo y el 9 de junio, ambas multitudinarias y con asistencia masiva de medios de comunicación de habla inglesa. Se podría decir, para entendernos, que los republicanos españoles fueron un poco los palestinos de la conferencia de San Francisco.

En una de dichas conferencias de prensa, en la cual hubo de contestar un turno de preguntas de dos horas, Indalecio Prieto sustantivó los cuatros pasos que, en opinión de la JEL, debían darse en una auténtica política de aislamiento del franquismo por el entorno internacional:

  • En primer lugar, condena del franquismo en San Francisco.
  • En segundo lugar, retirada de los embajadores y ruptura de relaciones diplomáticas.
  • En tercer lugar, formación de un gobierno provisional salido de las Cortes republicanas (más concretamente: de la porción de las mismas que estaba en el exilio).
  • Y, en cuarto lugar, reconocimiento por parte de la ONU de dicho gobierno como el legítimo de España.

Con posterioridad, llegaron a San Francisco José Antonio Aguirre, lehendakari en el exilio; y Juan Negrín, presidente del Gobierno. Aquí fue donde la República echó su único borrón. Todos los amigos de la causa le recomendaron a la JEL que organizase un encuentro de las fuerzas republicanas en el exilio para mostrar su unidad (consejo que tenía sentido, más que nada, porque los comunistas no estaban). Pero Prieto se negó. No quiso compartir, no ya mesa sino techo, con Negrín. Para entonces, el enfrentamiento entre ambos era frontal. En el fondo, como siempre, el amargo y nunca suficientemente aclarado conflicto de la pasta de la emigración. El memorando de la JEL dibujaba a una legalidad republicana comprometida en una sola dirección y sin fisuras. Pero aquel gesto dejó bien claro que ni una sola dirección, ni ausencia de fisuras, ni nada.

No obstante este borrón, la República triunfó de pleno. En el llamado proyecto de Dumbarton Oaks, que pinta las actuales Naciones Unidas, le colocaron al artículo que decía «el organismo estará abierto a todos los países amantes de la paz» la coletilla «cuyo régimen no se hubiera establecido con la cooperación militar de Estados que combatieron a las Naciones Unidas»; lo cual equivalía a decir «excepto el bajito bigotudo ése de voz de pito que fue amigo de Hitler y piensa como él».

En la sesión del 19 de junio, en el que el representante mexicano presentó esta enmienda en un vibrante discurso en el que, entre otras cosas, recordó que Franco había pronunciado el archifamoso «¡Heil, Hitler!», nadie pidió la palabra en contra. Sin embargo, la propuesta fue apoyada por Francia, Australia, Bélgica, Uruguay, EEUU, Ucrania, Bielorrusia, Guatemala y Chile. En un mundo como el que estaban empezando a construir las naciones, en el que algunas de las antes citadas jamás estarían de acuerdo en nada las unas con las otras, la incesante labor republicana consiguió arrancar de ellos un consenso histórico. La propuesta ni siquiera fue votada. Se aprobó por aclamación.

Pocos días después, en Potsdam, las tres potencias ganadoras declararían sobre España: «[los tres gobiernos] no favorecerán ninguna solicitud de ingreso del presidente del Gobierno español [sic], el cual, habiendo sido fundado con el apoyo de las potencias del Eje no posee, en atención a sus orígenes, sus antecedentes y su íntima relación con los Estados agresores, las cualidades necesarias para justificar su ingreso en el seno de las Naciones Unidas».

El rotundísimo éxito conseguido por la República en San Francisco llevó a ésta ambicionar llegar a la tercera etapa Prieto, esto es la formación de un gobierno viable que operase como alternativa real al ilegal de Franco. Oliéndose la tostada, Negrín intensificó su campaña para hacerse ver como ese gobierno en el terreno que le era menos propicio, como es el exilio latinoamericano. Por eso fue a México y pronunció allí una serie de conferencias en las que trató, claramente, de aparecer como el gran estratega que tenía muy claro lo que había que hacer. La verdad, sin embargo, es que el republicanismo estaba vendiendo negrines compulsivamente, porque aquél distaba mucho de ser un valor en alza. El éxito de San Francisco se debía a Negrín más o menos en la misma medida en que las seis copas de Barça se deben a Torrebruno. Él lo sabía, como sabía que el gran muñidor de la JEL, Prieto, no se iría con él ni a comprar un sello.

Los días 7 y 8 de agosto, en otro movimiento, Negrín promueve una reunión de los distintos partidos republicanos, a la que el PSOE asiste sólo un día y a regañadientes, a la que le arranca una petición a Martínez Barrio para que reúna a las Cortes y jure ante ellas como presidente de la República. Negrín juega la baza de la «normalidad republicana». El mismo Negrín que seis años antes el negaba el pan y la sal a las instituciones parlamentarias republicanas quiere ahora revivirlas, pensando que aceptar el nombramiento de Martínez Barrio como presidente de la República, que es una consecuencia constitucional de la renuncia de Azaña, resucitará la vigencia y legalidad de su propio gobierno, que por aquellas fechas nadie ponía en duda.

Efectivamente, el 17 de agosto, en el salón de Cabildos de México D.F., se reunieron las Cortes republicanas, con la asistencia de 96 diputados. Martínez Barrio promete su cargo y, acto seguido, según las previsiones de la Constitución del 31, Negrín resigna su gobierno. Que pensaba que estaría en las quinielas de Martínez Barrio lo demuestra el hecho de que, efectivamente, en las consultas que evacúa éste, el de Negrín es uno de los dos nombres que escucha. El otro es el de José Giral. Pero en contra de Negrín juega el factor de que el de Giral es el nombre que más veces se pronuncia. Y el otro hecho, no menos grave para él, de que una de las principales fuentes de hostilidad hacia su candidatura proceda de su propio partido, el PSOE.

Así las cosas, Martínez Barrio encomienda el gobierno a Giral. De alguna manera, en ese momento se acaba la carrera política de Negrín, aunque ésta volverá a aparecer diez años más tarde, cuando tenga un gesto realmente incomprensible.

El primer gran problema para formar el gobierno Giral fue Negrín. El político burgués llegó a ofrecerle ser vicepresidente y ministro de Asuntos Exteriores (el único ministro real en un gobierno en el exilio), pero Negrín, obstinado y dolido, se negó a todo. El Partido Comunista (como se ve, la República no estaba madura para atender el consejo de Rockefeller) se negó a participar en ningún gobierno que no presidiese Negrín (no obstante lo cual, hoy no faltan historiadores que dicen que la comunistofilia de Negrín es un cuento que se han inventado los Lunnis). Prieto y Tarradellas, por su parte, también fueron tentados por Giral, y rechazaron ser ministros. Por todos estos motivos, Giral amagó con no formar gobierno, pues Barrio le había conminado a formar uno en el que estuviesen todos. Sin embargo, el presidente de la República le dijo que se contentaba con uno a la usanza clásica, es decir representativo de la mayoría del Parlamento.

Tras un mes de duras negociaciones, Giral formó un gobierno con los siguientes miembros:

  • Presidencia, José Giral (IR).
  • Estado, Fernando de los Ríos (PSOE).
  • Hacienda, Augusto Barcia (IR).
  • Justicia, Álvaro de Albornoz (IR).
  • Defensa, general Juan Hernández Sarabia, independiente.
  • Gobernación, Manuel Torres Campañá (UR).
  • Instrucción Pública, Miquel Santaló (ERC).
  • Navegación, Industria y Comercio, Manuel Irujo (PNV).
  • Emigración, Trifón Gómez (UGT).
  • Obras Públicas, Horacio Martínez Prieto (CNT).
  • Agricultura, José Enrique Leiva (CNT).
  • Ministro sin cartera, Ángel Ossorio y Gallardo, independiente.
  • Ministro sin cartera , Lluis Nicolau D'Olwer (ANC).


El 31 de agosto, se disolvió la JEL.

Este gobierno cuyos nombres acabáis de leer, y donde es marcada la ausencia de nombres de primera fila como Prieto, Gordón, Sbert y, por supuesto, Negrín y los comunistas, era el gobierno destinado a administrar la victoria por goleada de la conferencia de San Francisco. Fue el gobierno de la ilusión, el gobierno en el que los republicanos pusieron sus mayores esperanzas y su mayor confianza en que Franco caería como fruto del aislamiento internacional.

Fue el gran gobierno republicano en el exilio, y es posible que no muchos de sus miembros considerasen, en agosto de 1945, que, sin tenerlo chupado, lo tenían muy factible. Las cosas, sin embargo, y a pesar de que en la fachada la República seguiría cosechando éxitos, no iban a ir exactamente como ellos esperaban.