viernes, julio 09, 2010

Monegascos

Hace ya algunos días, al mundo del papel couché se le han puesto los dientes largos con el anuncio de una nueva boda real: la del príncipe Alberto de Mónaco. Las redacciones de las revistas y los programas televisivos de casquería moral saben, además, que esta boda no es cualquier boda real. La monarquía monegasca ejerce una atracción especial en los amantes del glamour; en realidad, es la única atracción que tienen estos reyes que reinan sobre un pequeño territorio que vive del juego. El Las Vegas auténtico tuvo en el mafioso Bugsy Siegel su rey, pero en Europa las cosas están organizadas de otra manera.

Lo curioso, o tal vez destacable, de esta historia, es que la propensión de la corona monegasca hacia el escándalo y el movimiento de parejas no tiene nada de nuevo. Aquí os voy a intentar resumir los porqués de tal afirmación.

Pero, en primer lugar: ¿por qué existe la corona monegasca? Para encontrar los orígenes de la dinastía Grimaldi hay que llegar a Otón Canella, que en 1133 era cónsul de Génova y tenía un hijo llamado Grimaldo que daría nombre a la casa real; de donde se deduce que los reyes de Mónaco no se llaman Los Manolos por pura casualidad. Los descendientes de Grimaldo, Rainiero y Carlos, eran a principios del siglo XIV almirantes de la flota francesa. Eran tiempos en los que las tierras se compraban, y de esta manera los hermanos compraron las pedanías de Mónaco, Menton y Roquebrune, proclamándose señores de Mónaco. Conscientes de ser, como dice la canción, algo pequeñito, los monegascos sobrevivieron a los siglos mediante alianzas, ora con Génova, ora con Florencia, ora con el Vaticano o con España. En 1641, sin embargo, concluyeron una alianza con Francia. Desde principios de este siglo, bajo Honorato II, los soberanos de Mónaco eran ya príncipes, como actualmente. En 1731 se hizo uso por primera vez de la previsión dinástica para los casos en que el soberano muriese sin hijos varones. Es lo que le ocurrió a Antonio I. En estos casos, según las constituciones monegascas, la corona es heredada por la hija de mayor edad, pero en realidad la condición principesca recae en su marido, quien por lo tanto debe renunciar a su apellido y tomar el de Grimaldi. Así pues Luisa Hipólita, merced a estas previsiones, se convirtió en la mujer del príncipe, su marido Jacobo de Goyon-Matignon, desde entonces Jacobo I Grimaldi.

La Revolución Francesa puso a los Grimaldi en fuga, pero regresaron en 1814.

Los príncipes de Mónaco son duques de Valentinois, marqueses de los Baux, condes de Carladès, barones de Buis, duques de Mazarino, señores de Saint-Rémy y de Matignon, condes de Thorigny, barones de Saint-Lô, barones de la Luthumière y de Hambye, duques de Estouteville y de Mayenne, príncipes de Chateau-Porcien, condes de Ferrete, de Belfort, de Than y de Rosemont, barones de Altkirch, señores de Isenheim (¿no os suena este título a nobleza Rohirrim de El señor de los anillos?), marqueses de Chilly, condes de Longjumeau, marqueses de Guiscard y barones de Massy. Están, lo que se dice, en la puta calle.

Regresemos a los finales del siglo XVII. Allí encontramos a Luis I de Mónaco, bajo el reinado de Luis XIV. Luis está casado con Catalina Carlota de Gramont, a quien, como tantas otras de su clase, le han impuesto dicho matrimonio. Ella quería haberse casado con el apuesto hijo del conde de Lauzun, futuro duque de Puyguilhem y primo suyo. Los tres primeros años de dicho matrimonio transcurren en París. Catalina Carlota ha sido designada para el gabinete de Enriqueta de Inglaterra, cuñada del rey de Francia. Aunque, en realidad, permanece en la capital para así tener tiempo de zumbarse a su primo. Al príncipe Luis esta situación no le hace demasiada gracia, motivo por el cual decide llevarse a su esposa a Mónaco, o sea el culo del mundo. Puiguilhem sigue a la carroza de su amante disfrazado hasta la misma raya del principado, momento en el que tiene que darse la vuelta. Luis, dueño absoluto de su esposa como era costumbre en aquellos tiempos, encierra a su mujer en una vida provinciana, más que aburrida, plana. Pero un día, acosado por el déficit público (no había ruleta entonces), decide imponer un peaje a los navegantes que pasan por su puerto, y éstos protestan a París. Luis tiene que enviar allí a un embajador con capacidad de convicción, y no se le ocurre otra idea que enviar a su mujer.

Parece una decisión estúpida, pero no lo es. Quizá Luis conoce mejor al rey de lo que pensamos, y sabe lo que va a pasar. En efecto: en cuanto Luis XIV pone los ojos en Catalina Carlota, se prenda de ella y empieza pensar en cómo hacérselo para pinchársela. Tanto es así que, al aparecer la competencia de Puyguilhem, le ordena un traslado militar para quitárselo de enmedio, ante lo cual el primo se muestra dispuesto a dimitir del ejército y se coje un rebote de tal calibre que, días después, en una fiesta palaciega, le pisa una mano, con toda la intención, a su otrora amante.

Catalina Carlota, que aparece en los retratos de época con una cara bonita y labios carnosos pero, la verdad, más bien tapona y tirando a botijo, logra del Rey Sol todo lo que interesa. Luis consigue mantener sus peajes y sabe dios los encuentros que consigue ella; pero el caso es que los esposos monegascos acaban por separarse en 1672, iniciando con ello la de momento interminable serie de separaciones y divorcios de esta casa real.

Bastante más buena que Catalina Carlota estaba María de Lorena, hija del conde de Armagnac (por lo que podemos decir que tendría una belleza embriagadora), que se casó en 1688 con el heredero monegasco, conde de Valentinois, futuro Antonio I. Antonio era alto, corpulento y bien parecido; pero su mujer lo trataba como si fuera Torrebruno recién salido de una piscina de ácido. El marido hizo lo mismo que su predecesor, así pues castigó a su mujer encerrándola en Mónaco; ella contestó creando un escándalo mayúsculo al acusar a su suegro, para entonces ya provecto, de haber intentado violarla. Fruto de este escándalo fue devuelva a París, donde su padre la encerró en vida sin prácticamente dejarla salir de casa. Allí moriría en 1724, provocando con sus conflictos que la casa Grimaldi estuviese falta de un heredero varón, por lo que hizo falta encontrar un candidato que se quisiera casar con la joven Luisa Hipólita. La elección recayó finalmente en el conde de Matignon, que pasó a serlo de Valentinois.

Jacques de Matignon vivió en París mientras vivía su mujer, que estaba muy empeñada en ser la soberana de Mónaco. A la muerte de ésta, sin embargo, regresó a Mónaco para reinar como Jaime I. Sin embargo, algo en toda esa historia debía de no gustarle , porque en 1733, dos años después de haber sucedido a su mujer al frente del principado, recuperó su viejo condado y abdicó en la persona de su hijo Honorato.

Este Honorato III, pese a ser monegasco, era un punto filipino. Tenía una amante, la marquesa de Brignoles, por la que bebía los vientos. Tenía tantas ganas de empotrársela que, cuando fue presionado para casarse y dar descendencia a la dinastía , no se le ocurrió mejor idea que hacerlo con Marie Cathérine, la hija de su churri. Una vez casado, la niña le gustó y se dedicó a cortejarla, con lo que la madre se cogió un ataque de cuernos. No obstante, cuando llegaron a París, Marie Cathérine encontró especialmente interesantes los huesos que componían el esqueleto del príncipé Louis-Joseph de Bourbon-Condé. Cuando Honorato se enteró de que su mujer se zumbaba al noble, la encerró en un cuarto y le dio una mano de hostias. La mujer huyó a un convento. Asistida por su amante, hombre muy influyente, le puso una demanda al marido y consiguió que un tribunal dictase la separación del matrimonio. Fusioso, Honorato llegó a condenar formalmente a su mujer a muerte.

Honorato III y su familia fueron detenidos durante la Revolución, y Mónaco convertido en una subprefectura de los Alpes Marítimos. Al morir Honorato, heredó la jefatura real su hijo Honorato IV, epiléptico, casado con Luisa Felicidad, y que tenía dos hijos, Florestán y Honorato, que pasaban completamente de su destino real.

Al terminar la revolución, Talleyrand, gran amigo de Honorato IV, le restituyó el Estado de Mónaco, aunque el rey no salió de París, donde moriría tras caerse al Sena. En todo caso, después de Waterloo, Mónaco despertó el interés de la naciente potencia de Lombardía, la cual invadió la roca en nombre del rey de Cerdeña. Mientras tanto, a Honorato IV le sucedía Honorato V, su hijo, quien como dijimos no tenía demasiadas ganas de ser príncipe. A su muerte, en 1841, y puesto que no tenía hijos, le sucedió su hermano Florestán, de profesión cantante, casado con otra cantante y bailarina, Caroline Gibert.

Aunque no lo sé con certeza, supongo que la Gibert es la responsable de que la primogénita de Rainiero Grimaldi se llame Carolina. El hecho es que Carolina fue la princesa de facto, puesto que Florestán ni servía para ello ni tenía intención de intentar servir. Y no lo hizo mal, a pesar de tener que lidiar con un periodo especialmente tumultuoso en toda Europa, el de la quinta década del siglo XIX, en el cual también hubo tumultos en Mónaco, fundamentalmente porque sus habitantes se sentía discriminados fiscalmente respecto de los sardos. La pareja principesca otorgó una constitución, pero ni aún así pudo evitar la rebelión de Menton, que estableció un gobierno propio y, junto con Roquebrune, se independizó de facto. Florestán, finalmente agobiado por sus problemas, abdicó en su hijo , entonces casado con Antoniette de Merode, quien reinó como Carlos III.

Carlos III tuvo que enfrentarse a la desastrosa situación financiera de Mónaco. Ayudado por su inteligente madre Carolina, inició diversos proyectos, que tuvieron suerte variada, aunque no muy buena. Fue Carlos III (o Caroline) quien, finalmente, albergó el proyecto de convertir Montecarlo en una casa de juego. Pero lo cierto es que los primeros promotores de la cosa, Aubert, Langlois y después un tal Daval, se arruinaron con ello.

En 1860, el condado de Niza votó su anexión a Francia. Menton y Roquebrune, los dos territorios rebeldes, votaron lo mismo, con lo que Mónaco quedó aislado en un mar francés; fruto de ello fue la pragmática decisión de Carlos III de pedir la protección de Francia. Francia, en generosa respuesta, le compró Menton y Roquebrune.

En 1863, llega a Montecarlo el empresario François Blanc, que es quien verdaderamente inventa el Montecarlo moderno.

Otro miembro de la dinastía, que reinaría como Alberto I de Mónaco, se casó con María Victoria de Beauharnais. Mira que ha habido matrimonios tormentosos en Mónaco, pero ése se lleva la palma. Los esposos incluso discutían en plena calle, como una vez en pleno paseo de los Ingleses de Niza, cuando se dijeron de todo menos ectoplasma. Alberto acabó cogiendo una carta que guardaba de Napoleón III conminándole a casarse con Victoria y la envió al Vaticano, el cual anuló el matrimonio aceptando el argumento de que se había producido con coacciones. En Mónaco siempre han sido muy hábiles convenciendo a Roma de la necesidad de anular matrimonios.

Tras su anulación, Alberto I se convirtió en el primer príncipe de Mónaco que sentó a una americana en el trono. Se casó con una mujer que dicen muy bella, Alice Heine, viuda del duque de Richelieu; poco después, al morir Carlos III, accedieron al trono. A Alberto, sin embargo, le interesaba mucho más el fondo de mar que el fondo de la persona de su mujer. Se pasaba días enteros con su buque oceanográfico (que, para más coña, llevaba el nombre de su señora) mientras que su consorte se comía los mocos en palacio. Al final, la americana se divorció.

Así llegó la corte monegasca hasta Rainiero, el hombre que, según cuenta la leyenda, probablemente, falsa, se encontró por casualidad en un pasillo del palacio con una mujer americana, la actriz Grace Kelly, que lo visitaba dentro de un grupo de turistas, y se lo enseñó personalmente, durante lo cual se prendó de ella. Es más que probable que él invitase a la Kelly a visitar el palacio cuando algo ya había entre los dos. Grace era hija de un magnate americano de la construcción y actriz de éxito, merced a su indudable belleza y, sobre todo, a una mirada muy especial, que las mujeres dirán hermosa y los hombres calentona. Rainiero se prendó de ella y se fue a Estados Unidos, oficialmente a hacerse un chequeo, aunque en realidad fue a negociar con el constructor y a terminar de cortejar a su amada.

Rainiero de Mónaco y Grace Kelly vivieron una historia de cuento de hadas, una especie de Cenicienta del siglo XX, que enamoró a dos o tres generaciones de europeos; mito al que puso la guinda la desgraciada muerte de la princesa en accidente de tráfico. Sin embargo, la historia de la monarquía monegasca está llena de escándalos y, aunque los príncipes siempre fueron muy cuidadosos de evitarlos, no pudieron sortear el hecho de que los hijos, y sobre todo las hijas, les saliesen un poco ranas. Tuvieron una hija que fue en su tiempo, probablemente, una de las hembras más hermosas del continente. A Carolina, sin embargo, le costó bastante sentar la cabeza, llevó una vida un tanto desenfrenada que cristalizó en su boda con Philippe Junot; el primer hombre, dicen, que, lejos de sentirse impresionado por su belleza, se decidó a destacarle sus defectos. El matrimonio Junot fue la leche, vendió revistas y periódicos a tutiplén, pero fue finalmente anulado. Carolina, si no recuerdo mal, se casó con el italiano Stefano Casiraghi, del que sin embargo enviudó para casarse con Ernesto de Hannover, hoy en día fuente de inspiración de miles y miles de chistes, todos ellos con la misma temática. Con todo, Carolina ha sido superada por su hermana Estefanía, cantante a tiempo parcial, profesional sin oficio conocido el resto del día, y aficionada a las relaciones border line, alguna de las cuales, y esto lo escribo de memoria, creo que incluso le puso los cuernos con cámara delante y todo.

Ahora, el príncipe se nos casa. Y lo hará en una ceremonia en la que le prometerá a su novia amor eterno. Es de suponer que los fantasmas de palacio, cuando tal cosa haga, mirarán para otro lado.

miércoles, julio 07, 2010

La guerra civil bis (y 11)

Nota previa: si todo va bien, pinchando aquí accederás al fichero rtf (así lo dejo para su conversión a formatos de E-book) con el texto completo de esta serie.

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Como afirmaba en mi anterior post, nada es casualidad en los últimos años cuarenta. Son los años en los que se consolida la guerra fría, las negociaciones sobre Berlín van naufragando poco a poco, y los bloques se definen. Para Estados Unidos, hablar de amenaza fascista es como hablarle en el 2010 a casi cualquiera de sentar a Franco en el banquillo. Hasta ese momento, el franquismo ha intentado, y ha fallado. Pero con la creación de la OTAN y el comienzo del despliegue militar USA en Europa, la cosa cambia.


El 11 de enero de 1950 será un señor llamado John Kee el que, por utilizar la expresión de Churchill, haga girar un poquito los goznes de la Historia. Míster Kee, presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes de Washington, declara públicamente que los EEUU deben establecer unas relaciones diplomáticas normales con España. Su argumento es que, sin España, la Europa occidental está incompleta. ¿No era España un país fascista? Bueno, sí, nos dice Mr. Kee; pero si «modifica su régimen y rectifica sus métodos armonizándose con el resto de Europa», ya la cosa cambia. A partir de ese mismo día, de esa misma declaración, los franquistas de trinchera, los ideólogos que ganaron la guerra, comienzan a perder terreno dentro del aparato de la Administración, en favor de los llamados tecnócratas, bien cobijados bajo el ala del almirante Carrero. La misión de estos tecnócratas, mayoritariamente reclutados en las filas del Opus Dei, será construir un régimen franquista con pinta de respetable. Ésta, y no otra, es la razón de su pujanza.

Casi simultáneamente a las declaraciones de Kee, Dean Acheson, secretario de Estado, declarará ante la Comisión de Asuntos Exteriores del Senado que los EEUU están dispuestos a enviar un embajador a España en cuanto la ONU modifique su acuerdo de 1946. Argumenta Acheson, y no le falta razón, que la retirada de los embajadores, lejos de debilitar a Franco, lo ha consolidado, entre otras cosas, remacha, porque no se ve qué gobierno lo puede reemplazar; lo que es una clara alusión al patio de Monipodio en que se ha convertido el antifranquismo, con un teórico gobierno democrático en la sombra al que buena parte de sus «súbditos» teóricos dan por muerto.

Por si no estuviese suficientemente claro, Acheson termina su perorata anunciando algo que es fundamental: la disposición de los EEUU a darle a Franco créditos suficientes para sus proyectos económicos. La respuesta de Albornoz es premonitoria. «La actitud de los Estados Unidos respecto al régimen franquista», dirá, «aportará más que cualquier otro acontecimiento internacional una ayuda preciosa a los comunistas de la península». En esto acierta el viejo zorro republicano. A partir más o menos de ese momento, comunismo y antifranquismo comenzarán a ser, cada vez, más sinónimos.

Perú, Bolivia, Costa Rica y Colombia envían su «enterado» del mensaje de los EEUU mediante el gesto de designar embajadores en Madrid. Panamá rompe relaciones con la República.

De culo, y contra el viento.

Estalla la guerra de Corea. El 1 de agosto de 1950, un portavoz de la embajada española en Washington declara la total solidaridad de la España de Franco con Estados Unidos. Ese mismo día, el Senado aprueba créditos de 4.700 millones de dólares a naciones amigas para rearmamento; el conflicto coreano le ha enseñado a la Casa Blanca que la Guerra Fría se puede calentar, así pues los americanos quieren que sus gentes tengan con qué defenderse. El senador demócrata por Nevada Pat McCarran propone que 100 millones se dirijan a España. La propuesta se aprueba, aunque mediando un tecnicismo para impedir que la pasta venga propiamente del Plan Marshall. Acheson expresa su oposición a la medida porque, dice, Franco no ha dado pasos democratizadores. El 3 de agosto, Truman se expresa en los mismos términos. El Senado, no obstante, envía el proyecto a la Cámara, la cual aprueba un crédito de 62,5 millones de dólares. Truman sigue oponiéndose... pero no hace uso del veto presidencial.

Los países latinoamericanos conservadores, notablemente la República Dominicana y Perú, inician una ofensiva para lograr que en la próxima Asamblea de la ONU se incluya la eliminación el acuerdo del 46. El Comité Político de la Liga Árabe, asimismo, vota la reinstauración de relaciones diplomáticas con España.

La quinta Asamblea General de la ONU comienza en Flushing Meadows el 19 de septiembre. El 21, se aprueba la inclusión de la cuestión española en el orden del día. Eso sí, la cuestión, cómo no, se remite primero a una Comisión ad hoc. En esos días, siete de los más afamados escritores franceses: André Gide, Louis Martin-Chauffier, Paul Rivet, Jean Cassou, Albert Camus, Claude Aveline y Jean Marie Domenach, firman un manifiesto a favor de la República española.

En la Comisión de la ONU, que comienza a trabajar el 27 de octubre, los latinoamericanos conservadores y Filipinas presentan una proposición que incluye la abrogación de la decisión del 46 y el permiso para que España pueda formar parte de las organizaciones internacionales de la ONU, como Unicef, la FAO... El 31 se vota y es aprobada con los votos afirmativos de: Afganistán, Argentina, Bélgica, Bolivia, Brasil, Canadá, Chile, China, Colombia, Costa Rica, República Dominicana, Ecuador, Egipto, El Salvador, Grecia, Haití, Honduras, Islandia, Persia, Irak, Líbano, Liberia, Países Bajos, Nicaragua, Pakistán, Panamá, Paraguay, Perñú, Filipinas, Arabia Saudita, Siria, Tailandia, Turquía, Unión Sudafricana, EEUU, Venezuela y Yemen. Votan en contra: Bielorrusia, Checoslovaquia, Guatemala, Israel, México, Polonia, Ucrania, URSS, Uruguay y Yugoslavia. Abstenciones: Australia, Birmania, Cuba, Dinamarca, Etiopía, Francia, India, Indonesia, Nueva Zelanda, Noruega, Suecia y Reino Unido.

Este voto, que se repitió en la Asamblea, fue calificado de ultraje por los republicanos. Prieto es el primero en reaccionar. El 3 de noviembre, desde San Juan de Luz, envía al PSOE una carta en la que reconoce su absoluto fracaso, se acusa de «haber inducido a nuestro partido a fiarse de poderosos gobiernos democráticos que no merecían esa confianza», y dimite. Llopis, secretario general del PSOE, envía una carta encabronada a la COMISCO en la que, entre otras cosas, ruge: «Ni un solo país de Europa dirigido por socialistas ha votado contra Franco».

Albornoz dimite el 30 de noviembre, aunque siguió en el puesto (claro que, ¿en qué puesto, exactamente?) hasta el 8 de julio de 1951. El 13 de agosto, Martínez Barrio encarga la formación de nuevo gobierno al político leonés Félix Gordón Ordax. Por mucho que lo intentó, Gordón no pudo formar un gobierno de partidos, sino de personas. Los partidos, para entonces, estaban o agotados, o cabreados, o ambas cosas. El gobierno Gordón es:

  • Presidencia y Hacienda: Félix Gordón Ordax.
  • Estado: Fernando Valera.
  • Justicia: Juan Puig y Ferreté.
  • Acción en el Interior y en el Exilio: Julio Just.
  • Información, Propaganda y Archivos: Eugenio Arauz.
  • Asuntos militares: general Emilio Herrera.
  • Ministros consejeros: José María de Semprún (Roma); José Antonio Balbontín (Londres); y Victoria Kent (Nueva York).

El 17 de noviembre de 1952, la España de Franco ingresa en la UNESCO. El 28 de agosto del año siguiente, el Vaticano firma un concordato con Franco. Un mes más tarde, el 26 de septiembre, Alberto Martín Artajo, ministro franquista de Asuntos Exteriores; y James Clement Dunn, embajador de EEUU en España, firman el primer pacto que acabará sellando el levantamiento de bases americanas en territorio español. Franco cobra pasta por eso. Pero cobra más. En enero de 1955, España recibe estatus de observador permanente en la ONU. José María de Areilza, embajador en Washington, sondea la opinión de la URSS sobre una entrada de España en la ONU. La respuesta de Moscú es que si los países occidentales le apoyan en algún que otro ingreso más, no pondrá problemas.

En la X Asamblea, celebrada en Nueva York, se celebra una primera transacción: la entrada de Austria, Portugal e Italia (candidatos occidentales) a cambio de Bulgaria, Hungría y Rumania (candidatos de la URSS). A Gromiko todavía se le ha quedado fuera Mongolia. Negocia el apoyo de los países latinoamericanos. Éstos piden un precio. Y el precio es Franco.

Gordón Ordax se multiplica. Envía decenas de cartas y telegramas a todos los países amigos. Incluso envía un mensaje desesperado a Molotov solicitando el veto de la URSS a la entrada de España. Inútil. Moscú y Washington ya han llegado a un acuerdo en la entrada de 16 países, entre ellos España. En la sesión del 14 de diciembre de 1955, España recibe 55 votos a favor de su ingreso, cero negativos y la abstención de Bélgica y de México.

Franco ha alcanzado, también esta vez, sus últimos objetivos en la guerra civil bis.



En este momento en que dejamos a la República española en el exilio bajo la batuta de Félix Gordón, quizá su último mohicano de primera fila, presta a vivir, a partir de ese momento, una existencia fantasmagórica que culminará en 1977 con una autodisolución que ya no le interesa a nadie; en este momento en que terminamos estas notas, digo, quizá sea momento de recapitular un poco y preguntarse por qué Franco ganó la guerra civil bis.



Pues bien: Franco ganó la guerra civil a secas, en buena parte, a causa de los errores de sus contendientes. Y en la guerra civil bis ocurrirá esto mismo.

La República en el exilio pecará de irredenta. Menos presionados que sus compañeros de interior, que viven con el aliento de la Brigada Social franquista en sus nucas, los exiliados españoles, con la sola excepción del prietismo y algunos anarquistas, permanecerán refractarios a la idea de que cualquier solución que eche a Franco es válida. No es lo mismo querer que se vaya Franco que querer que vuelva la República. El segundo de estos deseos introduce un pie forzado que no gusta en aquellas cancillerías que tienen que dar su nihil obstat al proyecto. La República, tal y como era en 1936, pudo regresar a España si, como esperaba Negrín, la segunda guerra mundial hubiese estallado antes de terminar la civil española. Una vez que eso no ocurrió, lo mejor habría sido olvidar la posibilidad. Sin embargo, los políticos republicanos hicieron exactamente lo contrario.

La República en el exilio pecó de desunida y, al mismo tiempo, no supo desunirse lo suficiente. A pesar de que los intentos de todos sus gobiernos es ser integradores y meter a todo el mundo en el saco, sus divisiones son evidentes casi desde el principio, y está el gran problema del comunismo. Muchos republicanos fueron reacios a echar al PCE del nido del cuco, lo cual les distanció de aliados naturales que querían hacer precisamente eso. Como consecuencia, los amigos de la República escuchaban historias diferentes según quién les hablase, y por eso Dean Acheson pudo acabar por decir que acabar con Franco plantearía el problema de su sustitución. Esta desunión republicana, además, dio alas al monarquismo español, que operó en todo este proceso como fuerte elemento distorsionador.

Porque, efectivamente, en este proceso hay tres grandes elementos distorsionadores.

El primero es Juan de Borbón, un tipo que juega a una cosa los años pares, y a otra los impares. Un hombre para el cual la reinstauración de la monarquía en España era, cuando menos en los años aquí relatados, sideralmente más importante que la reinstauración de las libertades. El monarquismo puso al antifranquismo caliente caliente y luego le echó un balde de agua helada, a cambio de un pacto etéreo que Franco administró durante veinte años. Al monarquismo español le faltó esa misma capacidad de sacrificio de la que careció el republicanismo. Ninguno de los dos estaba dispuesto a dar su brazo a torcer para que volviesen las libertades a España.

El segundo son los comunistas. Los comunistas distorsionaron la República durante la guerra civil y siguieron haciendo lo mismo durante la guerra bis. Hasta mediados de los cincuenta, cuando agotados ellos mismos y bajo el paraguas de una URSS que ya no está dispuesta a dejarse muchas plumas puteando a Franco, se caigan del guindo y desarrollen la teoría de la reconciliación nacional; hasta entonces, digo, el comunismo español trabajará, aún a su pesar, en contra de la normalización democrática de España casi con tanto denuedo como el propio Franco. Están pero no están. Colaboran pero no colaboran. Apoyan soluciones pacíficas pero mantienen el recurso a la violencia. Y dañan al republicanismo, que nunca logrará dejar de ser sospechoso ante quienes acabarán por preferir el franquismo.

El tercer gran elemento distorsionador es Franco. Franco es tenido por su exilio como un hombre sin recursos internacionales tras el final de la guerra mundial. No hay que reprochárselo; yo hubiera pensado lo mismo. Pero el franquismo es infravalorado por sus enemigos; sigue, en parte, siéndolo hoy, de hecho. Los comunistas que invaden España por los Pirineos en 1944 forman doce divisiones con 500 hombres, que vienen a ser dos compañías. Lo hacen así porque están convencidos de que, horas o días después de comenzar su acción, habrán formado las doce divisiones con los voluntarios que se les van a unir espontáneamente. Lo que encuentran es un país que les apedrea y ayuda todo lo que puede al ejército enviado a apiolárselos. España, por comodidad, por atavismo, por miedo, por lo que sea, está con Franco. Le sigue en su etapa fascista, y le sigue en la no-fascista.

Entre 1946 y 1955, Franco juega sus cartas y maneja los tiempos setenta mil veces mejor que cualquiera de sus contrincantes. Probablemente, desde muy pronto sabe que ni Londres ni Washington están por la labor de echarlo a patadas de España; ésa es su seguridad. La partida de la guerra civil bis es una partida de mus en la que Franco lleva la de perete, pero se las ha arreglado para ver la seña de su compañero, así pues envida con el solomillo que el otro, que además es mano, lleva. Por lo que se refiere a la República institucional y al tan bienintencionado como ambiciosamente torpe Prieto, cada descarte apenas consiguen ligar jugadas mediocres. Y, además, todo dios les ve las cartas. No se puede ganar al póker a una mesa de cabrones sin algún as en la manga. Para un as que tuvieron, el acuerdo con los monárquicos, se fue perdiendo el culo al yatecito de Franco, y si te he visto no me acuerdo.

¿Podrían haber sido las cosas de otra forma? Sinceramente, creo que no. Pero ésa es sólo mi opinión.

lunes, julio 05, 2010

La guerra civil bis (10)

El 25 de agosto de 1948, en un yate propiedad de un industrial vasco y acompañado por un pequeño séquito, Juan de Borbón se acercó al yate Azor, la nave usada por Franco en sus vacaciones, anclado a corta distancia de la costa de San Sebastián. Dos destructores acompañaban al barco de Franco, y su marinería presentó armas al Borbón, tanto al pasar al yate como al salir de él. Franco y Juan de Borbón departieron durante tres horas. En el curso de dicha entrevista, el jefe del Estado le ofreció al jefe de la casa real española designar algún día a su hijo Juan Carlos como heredero del trono, lo cual vendría a suponer que a partir de entonces el muchacho tendría un proceso de educación monitorizado por ambas partes. En resumidas cuentas: Franco le ofreció a la casa de Borbón volver a reinar en España a cambio de tener la oportunidad de convertir a su heredero en un franquista.

El Pardo sabía muy bien lo que hacía. La fecha, 1948, no es casualidad. Diez años después del fin de la guerra civil, Franco, para entonces, ha sobrevivido a lo peor del hambre de la posguerra; ha sobrevivido a los planes, más o menos deletéreos, de imponer la monarquía mediante la fuerza simbólica de los generales monárquicos; ha sobrevivido al escrito de 27 procuradores de sus Cortes en favor de la monarquía; ha sobrevivido a las más que probables presiones internacionales, notablemente británicas, a favor de la solución monárquica; y ha sobrevivido al bloqueo internacional. Todo eso sólo se consigue con una cosa que los tiempos actuales, probablemente para evitar lo doloroso de tal asunción, tienden a olvidar e incluso a negar: un fuerte y masivo apoyo popular. El Franco de 1948 es un líder nacional que está muy lejos de estar cuestionado. Que esto fuese así por miedo, por prudencia o por interés de los españoles, sería cuestión de otro post. Lo que más importa aquí son los hechos. Juan de Borbón, a lo largo de la segunda mitad de los cuarenta, se ha ido convenciendo progresivamente del poder y la fuerza sociológicos de Franco y ha decidido, simple y llanamente, pactar con él. Es cierto que en el momento de la entrevista no le da su anuencia al plan propuesto; pero el plan propuesto, al fin y a la postre, se pone en marcha. Y eso es todo un síntoma.

No parece que a Juan de Borbón llegar a dicho acuerdo más o menos tácito con Franco le suponga ningún prurito moral por estar dejando en la estacada a esa facción del republicanismo en el exilio, y del antifranquismo del interior, que aceptó la idea de que era necesario un acuerdo con los monárquicos. La entrevista entre Franco y Juan de Borbón es, por parte de aquél, una jugada maestra, y, por parte de éste, una defección en toda regla. Por lo demás, aunque el entonces jefe de la casa real da toda la impresión de ser persona de limitadas capacidades analíticas, no podían faltarle finos observadores en su entorno que le hiciesen ver que el paso que iba a dar rompería, quizá definitivamente, al republicanismo, diviendo y, por lo tanto, debilitando sus ya magras posibilidades. Así fue. No pocos republicanos irredentos, y por supuesto los comunistas, se podría decir que celebraron la entrevista en lo que tenía de confirmación de que la vía Prieto era una cagada. Por su parte los prietistas intentaron hacer como si que no ocurría nada e incluso forzaron a toda hostia, espoleados quizá por el hecho de que los propios monárquicos se dieron cuenta de lo que habían hecho, el llamado Pacto de San Juan de Luz, en el que ambas partes renuevan su voluntad de colaborar en unos términos etéreos y difusos, como no podía ya ser de otra manera. Prueba del paroxismo intelectual en el que cayó el republicanismo posibilista es la enloquecida afirmación realizada por Prieto en la presentación del pacto, según la cual «si estallase otra guerra mundial, la permanencia de Franco en el poder sería uno de los mayores peligros a los que tendrían que enfrentarse los adversarios de Stalin en el Occidente europeo». Sic. ¿Franco, ayudando, siquiera indirectamente, a Stalin? ¿El mismo Franco que incluso pensó en no acudir a un partido internacional oficial con Rusia en el Bernabéu?

El 21 de septiembre de 1948, en París, se abre la III Asamblea de la ONU. Allí sigue existiendo el bando republicano y el bando comprensivo con el franquismo. Pero está el asunto palestino y su capacidad de arrastre. Argentina, acompañada por algunos países latinoamericanos, trata de poner en marcha una tercera vía, y arrastra con ella a los países árabes, interesados en que las naciones sudamericanas renueven su apoyo a los palestinos. Aún así, la tercera vía no aprece ser suficientemente fuerte, pues no logra designar a su candidato para presidir la Asamblea.

Pero, en todo caso, lo que caracteriza esta Asamblea es la escasez de pronunciamientos sobre España y las pocas ganas que se le notan a los delegados de armar bulla con la historia. Una carta de Albornoz en este sentido fue como tratar de hundir un portaaviones con un merengue. Además, durante el año 1948 habían sido ya varios los países que habían violado el acuerdo de la ONU aún vigente, y habían enviado embajadores a Madrid; tal ocurrió con la República Dominicana, El Salvador, Perú, Bolivia y Paraguay.

El balance de mierda que el republicanismo podía exhibir de la Asamblea de 1948 decidió a Albornoz a dimitir. El 6 de diciembre, Martínez Barrio le encarga de nuevo la formación del gobierno. Éste se constituye el 16 de febrero, claramente diseñado para incrementar su capacidad de influencia internacional, de la siguiente manera:

  • Presidencia y Estado: Álvaro de Albornoz (IR).
  • Vicepresidente y Hacienda: Fernando Valera (UR):
  • Justicia: José Maldonado (IR).
  • Ministro sin cartera y secretario del Consejo: Eugenio Arauz (Partido Federal).
  • Ministros sin cartera con misión en América: Félix Gordón Ordax, general Asensio Torrado y Vicente Sol Sánchez.
  • Ministros sin cartera con misión en Europa: Manuel Serra Moret y José María de Semprún y Gurrea.

En marzo der 1949, y a pesar de la insistencia en sentido contrario de Portugal, España es preterida en la formación de la OTAN, organización en la que, curiosidades de la vida, será un gobierno socialista quien se adhiera. Éste es también el año del golpe de Estado en Venezuela que instaura la dictadura de Pérez Jiménez, giro copernicano con el que el antifranquismo pierde un aliado y el franquismo gana un embajador.

En abril de 1949 se celebra la nueva Asamblea de la ONU, en Lake Success. Albornoz, consciente de que ya pelea para empatar el partido, y eso con suerte, trata de influir en las delegaciones amigas para que toda discusión sobre España se aplace. No lo consigue. En la discusión, se ponen encima de la mesa propuestas que, salvo la pura renovación de la decisión de 1946, se refieren a prohibición de tratados comerciales o determinadas exportaciones, como material de guerra. Brasil, en un movimiento ya agónico para la República, presenta una moción para que la ONU, sin cuestionar la resolución del 46, deje libertad a sus miembros para hacer lo que quieran (cosa que muchos ya están haciendo).

El 4 de mayo, comenzó el debate del asunto en la Comisión Política. La URSS y sus satélites convirtieron pronto la discusión en una dura diatriba de la política de defensa de Reino Unido y EEUU. Por supuesto, Polonia se encargó de presentar una resolución dura, que fue rechazada por una mayoría aplastante. Igual pasó en la Asamblea. Pero la guerra civil bis aún no había terminado porque el franquismo, tal y como pretendía, no había conseguido dejar de ser nación apestada en la ONU y, cuando menos sobre el papel, 1946 seguía en pie.

A la luz de lo que pasó, debió de ser entonces cuando Franco llamó al primo de Zumosol y le susurró al oído: you need me, pal.