sábado, septiembre 11, 2010

Folletín de verano ( y 44)

Bueno, éste es el penúltimo capítulo del folletín. Después del fin de semana, llegará el epílogo o último capítulo.

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La mañana del 19 de noviembre fue una mañana equívoca. El centro de Madrid, la plaza de la Cibeles, registraba su trasiego habitual de vehículos y personas, aunque, de alguna manera, parecía notarse que las personas actuaban como en sordina, esperando que algo ocurriese. Carlos Luján, vestido con un mono azul gastado, fumaba de pie en el estrecho parterre que rodea la fuente cibelina. Comprobó una y mil veces, durante las más de tres horas que pasó allí, reparando presuntamente una avería de la fuente, que no se viese ni un uniformado en la plaza, excepción hecha de los militares dentro del Cuartel General del Ejército. Era la instrucción más estricta de todas las que había dado. Camilo Pérez acabó por decirles, en un interrogatorio posterior al que protagonizaron Luján y Azpíriz, que todo lo que sabía con certitud de la acción que Julio Cendoya tenía diseñada para la Cibeles es que quería causar cuanto más pánico mejor, así pues pensaba realizar el atentado entre las once de la mañana y las dos de la tarde. Así pues, prácticamente desde el día del primer interrogatorio, en esas horas se colocaba en la plaza un discreto operativo de policías de paisano, cuyos principales cometidos eran esperar hasta que una furgoneta se averiase y, sobre todo, impedir que se concentrasen personas uniformadas en la zona, policías visibles, para que Cendoya nunca pudiera pensar que estaba siendo vigilado.

Todo aquello era una apuesta. Cendoya sabía lo que le había contado a Camilo Pérez y, obviamente, para entonces ya tenía claro que Pérez había sido cazado. Resultaba lógico pensar que hubiese abandonado el proyecto de atentado. Pero eso, claro, sería así siempre y cuando el atentado fuese sólo una forma de tratar de hacer daño al franquismo, de conseguir un golpe de efecto desde la oposición. Si, como sospechaba Luján, en realidad la acción tenía relación con RiP 203, con el caso Anselmo López y con el dinero del Banco de España, entonces Cendoya no tendría más remedio que realizar dicha acción. Por eso, el operativo se montó como si se tuviese la certeza de que el terrorista no sabía que había sido descubierto.

Los días, en cambio, pasaron. Angustiosamente. El día 14, Luján está de nuevo en su puesto cuando, a las tres y media de la tarde, escucha a las enfermeras hablar con los médicos de sudor frío, de distensión abdominal. Se queda en el perímetro tres, pero hasta allí llegan las noticias de que todo parece indicar que, tal y como los médicos vienen temiendo desde las operaciones, las suturas del Caudillo en el estómago no se han cerrado y el general ha reventado. Todo el mundo se acuerda entonces de los deseos de la mujer y de la hija, así pues el ambiente en el hospital se centra en esperar la llegada de una ambulancia que, para todos, tiene más de coche mortuorio que de ambulancia. Sin embargo, ya nadie sabe muy bien por qué, Franco es operado aquel día de nuevo; por tercera vez en unos pocos días. Muchas horas después, abrumado por las ojeras y aún en su puesto, Carlos Luján se cruzará con Felipe Lastres.

-¿Qué estáis haciendo? -le pregunta, airado- ¿Lo estáis manteniendo vivo a cualquier precio hasta el puto 27?

Lastres lo mira con odio.

-Nunca uses la segunda persona -responde entre dientes-. No lo olvides. Tú no.

El día 16, Radio Macuto informa de que por el tubo que entra en el Caudillo sale líquido intestinal. Hasta los más legos entienden que las entrañas de Franco son ya una mezcolanza de sangre y ponzoña, una cascada de mierda que sus riñones hace mucho tiempo que no saben limpiar. El día 17, Luján participa por la mañana en la vigilancia de Cibeles, que ya ha comenzado días atrás coordinada por Azpíriz, y por la tarde va a La Paz. Lleva días sin pisar su casa. En el hospital le cuentan que le han puesto hielo en el vientre a Franco. Para mejorar la coagulación. Es, le dice una enfermera, como intentar reparar un motor averiado con un mondadientes.

El 18 ya todo el mundo espera la muerte. En la tarde, a un soñoliento Luján se le acerca Lastres.

-Ojalá se muriese -le dice su jefe-. Ahora.

De esas palabras, y la mirada que las pronuncia, saca Luján la idea clara de que el desenlace está cercano.

La repetición del operativo de Cibeles lo relajó un poco. Pero no a Luján. Carlos Luján seguía en tensión. Tenía la convicción de que todo lo que habían imaginado ocurriría, y cada mañana que se unía a los vigilantes, desde distintos puntos, aparentando labores diversas, tenía la sensación de que aquél sería el día. Cada vez que se fijaba en una furgoneta que entraba en la plaza pensaba que sería ésa. Como lo pensó de la DKV blanca que llegó desde el paseo del Prado, y a la que Luján siguió con la mirada. El vehículo entró en la plaza, bordeando el Palacio de Comunicaciones como si fuese a tomar Alcalá arriba, pero se paró delante del palacio, en el espacio para los autobuses. La columna vertebral de Luján ardió. Tomó su walkie talkie, apretó el botón y susurró.

-¿Lo estáis viendo?

-Lo vemos –informó la voz de Azpíriz, desde las terrazas del palacio-. ¿Dejamos hacer?

-Déjame ver.

Luján se apoyó contra la Cibeles, agachado. En esa posición, en la que era difícil reparar en él a distancia, sacó del bolsillo del mono unos prismáticos y enfocó al vehículo. El conductor seguía sentado en su puesto, con la ventanilla bajada y las manos en el volante. Luján lo vio respirar pesadamente.

-No se baja –musitó Luján al walkie-. ¿Por qué no se baja?

-Parece nervioso –dijo una voz; Luján reconoció la del policía que estaba, según el operativo, paseando a un perro justo delante del Palacio.

-Puesto del Palacio –dijo Luján-, ¿hay alguien más en el vehículo?

Escuchó las corrientes pulsatorias del walkie. El policía del perro había pulsado sólo una vez el botón de hablar. Eso quería decir que no.

-Hay que detenerlo –la voz de Azpíriz sonó casi nerviosa.

-No veo por qué –contestó Luján-. El conductor está dentro. Si está dentro, sabemos que nada va a estallar. De otra manera, saldría de ahí.

-Pero Cendoya no es tonto –repuso Azpíriz-. Estará vigilando desde algún punto. Y sabe que una furgoneta no puede pararse en un lugar prohibido mucho tiempo, delante del puto Palacio de Comunicaciones, sin que pase algo. No tenemos tiempo.

Carlos Luján reconoció que era verdad. Pero entonces tuvo la idea.

-Puesto del Palacio. ¿Tiene la furgoneta bajada la ventanilla del copiloto?

Clac. Clac. Dos veces. Eso era un sí. Y un golpe de suerte.

-Las instrucciones son éstas: acérquese a la furgoneta, andando a buen ritmo y, cuando pase junto a la ventanilla del copiloto, desde la acera, tire usted dentro, al asiento, su walkie talkie. Y luego aléjese.

-¿El walkie? –Protestó Azpíriz- ¿Estás seguro?

-Casi –contestó Luján-. Todos los puestos, repito, todos los puestos en tierra: cesen la vigilancia de la furgoneta.

Luján oyó un clac. Asumió que era Azpíriz, que iba a decir algo. Pero, al final, permaneció en silencio.

-No vigilen, repito, no vigilen la furgoneta. Todos ustedes, vigilen sus sectores y busquen a las personas que estén mirando hacia el Palacio de Comunicaciones. Quiero que controlen a los turistas, a los paseantes, a cualquiera que esté mirando en la dirección de donde está la furgoneta. ¿Hay alguien en el Prado?

-Puesto cinco –respondió una voz.

-Bien, puesto cinco. Esto es lo que va a hacer. Aléjese de la plaza un par de cientos de metros. Aprisa. Una vez allí, pare el primer autobús que pase, le enseña la placa y le ordena que pare. Esperen a mi señal. A mi señal, entra usted en la plaza en el autobús y lo detiene un minuto en paralelo a la furgoneta. ¿Le quedó claro?

-Ya estoy yendo hacia allí –respondió puesto cinco.

-Está bien. Puesto palacio, proceda.

Luján esperó tensos segundos hasta que oyó la voz de Azpíriz desde la terraza.

-Ya ha dejado el walkie.

El ex policía suspiró, y luego presionó la tecla de su propio aparato.

-Le habla la policía. Está usted completamente rodeado. Debe usar este aparato para comunicarse con nosotros. Cójalo y póngalo sobre las piernas. De ningún modo se lo lleve a la boca o a la cara. El walkie-talkie debe permanecer, en todo caso, por debajo del nivel de la ventanilla. A la derecha hay un botón. Presiónelo cuando quiera hablar y suéltelo para escuchar. Ahora, cójalo y pruebe.

Luján comprobó con los prismáticos que el conductor se inclinaba a su derecha para coger el walkie. En ningún momento se vio el aparato.

Luego clac. Y luego una voz.

-Yo no he hecho nada.

Clac.

-Usted no es Julio Cendoya.

-No, no –la voz del hombre sonaba cada vez más aterrada-. Me llamo Julián Sánchez, yo…

Luján esperó más de medio minuto a que terminasen las convulsas explicaciones del conductor.

-Está bien, está bien. Ahora diga sí o no. Sólo sí o no. ¿La furgoneta es suya?

-No.

-Le han pagado por conducirla hoy.

-Sí.

-Y le dieron instrucciones para que se parase ahí, como si se hubiese averiado.

-Sí.

-Y sus instrucciones son tan sólo esperar a que aparezca la policía.

-Sí. Y luego marcharme.

Luján sintió que algo en su estómago se relajaba. Justo como él había imaginado.

-Puesto cinco, adelante. Todos los demás, atentos a sus vigilados. Cualquier cambio de actitud quiero que me lo reporten inmediatamente.

Si Cendoya estuviese delante del Palacio de Comunicaciones, estaría demasiado cerca. Si vigilase desde dentro, estaría muy expuesto en un lugar de donde le costaría huir. Era casi obvio que estaba vigilando la furgoneta desde otro punto de la plaza. Una furgoneta que, tal y como Luján sospechaba y acabaría comprobándose poco tiempo después, no llevaba ni un gramo de explosivo. El objetivo de Cendoya no era volar la Cibeles. Lo fue antes de que él supiera que sus cómplices habían sido trincados. Ahora era hacer parecer que la volaba, para que hubiese un momento en el que todo policía presente en la zona estuviese vigilando la furgoneta.

Pero para poder controlar su plan, necesitaba tenerla a la vista. Según pensaba Luján, en el momento que el autobús se parase en paralelo, Cendoya perdería ese contacto visual. Dependiendo de lo ágil de su mente, acabaría por darse cuenta de que ese movimiento no era casualidad. Lo cual equivalía a darse cuenta de que podrían haber descubierto su juego. Y trataría de huir.

El autobús entró ronroneando en la plaza. Con un sonoro suspiro hidráulico, se paró al lado de la furgoneta. Comenzó a pasar el tiempo. Segundos tensos. Luján dejó caer los prismáticos. Se levantó. Miraba nerviosamente en derredor suyo. Tratando de buscar algo anormal. Pero, ¿cómo distinguir algo anormal en una abigarrada plaza que es un cóctel constante de formas de actuar distintas? Los dedos se le crisparon en torno del walkie talkie. Miró hacia el autobús. Una fila de coches estaba situada detrás de él y hacía sonar las bocinas para que se moviese. A cada segundo era más obvio que estaba anormalmente parado. Luján apartó la vista. La verja del Cuartel General. Nada. La esquina del Banco de España. Nada. El Paseo del Prado. Nada. Quizá vigilaba desde un edificio, pensó. Pero, ¿cómo acceder a una ventana sin despertar sospechas?

Nada.

Nada.

Nada… ¡Me cago en Dios!

-¡Siete, siete, siete! ¡Puesto siete!

El corazón de Luján quería destrozarle el pecho.

-Siete, adelante, Siete.

-Un hombre. Entrado en años, grueso. Hacía fotos de la plaza desde la esquina de Barquillo. Ha llegado el autobús y ha seguido enfocando. Pero no disparaba. Además, es que…

-¡Hable, coño, puesto siete!

-Soy aficionado a la fotografía. O sea, aficionadete. No necesitaba el objetivo que tenía para hacerle fotos al palacio desde donde está.

-Es nuestro hombre –corroboró Luján-. ¿Dónde está?

-Controlado –contestó el policía-. Ha entrado en Barquillo y está en una cafetería. Dos policías lo tienen en campo de visión.







Carlos Luján sintió que las piernas le temblaban y el aire le faltaba cuando entró en la cafetería y vio a Julio Cendoya, indolentemente inclinado sobre su café con leche en la barra. Estaba sentado en una banqueta. Luján pensó: nadie que está presto a huir se sienta. Aunque sólo le veía el perfil, y a pesar también de los muchos años transcurridos desde las fotos que tenía de él, Luján lo reconoció. Tenía el mismo aire altivo de las fotos.

El ex policía se sentó junto a Cendoya y pidió un café. Cuando el camarero se lo trajo, le enseñó su carné policial y le dijo:

-Le agradecería que nos dejase en paz a este señor y yo. Sería bueno que no dejase que nadie se nos acercase mucho. Pero con discreción.

El camarero se cagó de miedo y asintió balbuceando. Pero Cendoya no apartó la vista de su taza de café. Luján hizo lo propio. Se inclinó sobre su taza, y bebió a sorbos cortos.

Pasó mucho tiempo. Tal vez minuto y medio. Tal vez veinte años.

-Dicen que está muerto –acabó por decir Cendoya. Tenía una voz neta, muy grave.

-Todavía no –contestó Luján-. Al menos oficialmente. Pero es cuestión de horas. Quizás, ahora mismo…

Cendoya se volvió hacia Luján. El ex policía vio algo parecido a la simpatía en sus ojos.

-Tres preguntas, señor Luján. Hágame tres preguntas.

-¿Tres?

-Preguntas, sí. En veinte años, habrá muchas cosas que usted haya querido saber. Me admira su constancia. Por eso, creo que al menos las tres cosas que más le intriguen se las debo decir. Lo demás, tendrá que arrancármelo.

Luján encendió un cigarrillo. Le ofreció uno a Cendoya, pero éste lo rechazó. Se sintió mareado. No tenía tres preguntas. Tenía trescientas. Se sentía como el pobre al que de repente le dicen que podrá elegir cualquier restaurante de una ciudad para cenar. Finalmente, balbuceó más que preguntó:

-¿Qué quiere decir RiP 203?

Cendoya rió.

-Ésa no la voy a contar. RiP 203 es el final del camino, señor Luján. Aún tiene usted que dar algunos pasos. Lo averiguará, no se preocupe. Pero pregúnteme cualquier otra cosa.

Luján tragó saliva.

-¿Por qué le cortó las manos al cadáver de Anselmo López?

-Yo no hice eso –contestó Cendoya, muy tranquilo-. La última vez que vi a Anselmo en mi vida estaba vivo. Vivo, aunque gravemente herido en una pierna. Es cierto que dí desde Moscú la orden de matarlo. Pero se me adelantaron. Y quien se me adelantó fue quien le cortó las manos. Eso sí, yo sé por qué.

-Pues dígamelo.

Por toda contestación, Cendoya sonrió y dijo:

-Por la misma razón por la que el cadáver llevaba el anillo de nuestra pequeña hermandad. Pero no siga por ahí. Pregunte otra cosa.

-Soy yo quien decide qué preguntar.

-Se equivoca, Luján. Usted ha ganado. Me ha encontrado. Pronto saboreará las mieles de su triunfo. Aunque no estoy nada seguro de que le vayan a saber dulces. Pero, hasta entonces, seré yo quien decida. Y decido que me pregunte usted otra cosa.

Luján se alzó de hombros. Lo tenía. Pronto, Cendoya estaría en una sala de interrogatorios. Si quería jugar a aquel jueguecito, por él no quedaría.

-¿Cuándo le abandonó Lucía Odriozola?

Cendoya arqueó las cejas.

-Luci me quería bien. Como amaba a la revolución. Pero la revolución se marchó un día camino de Alicante, huyendo de Franco, y se olvidó de ella. Como de mí. Yo creí que no me lo reprochaba. Pero tal vez me equivoqué. La culpa, no obstante, la tuvo ella. Ella y sus amigos aromáticos. Yo me puse la careta y desde el día que lo hice, si me hubiesen ordenado detener a algún compañero, lo habría hecho.

-No me cabe la menor duda.

-Lo sé. En vano intenté convencerla de que estábamos detrás de algo muy gordo. Algo lo suficientemente gordo como para renunciar a cualquier otra cosa: amigos, contactos, pasado… Estuvieron a punto de encontrarnos. Yo me fui a la División Azul y ella se tuvo que emplear… bueno, usted ya lo sabe.

-Ajá.

-Cuando Anselmo volvió yo le dí recado de que lo vigilase. Estrechamente.

-Anselmo era la clave del dinero.

-Y de más cosas.

-¿Ah, sí?

Luján contestó con escepticismo. Pensó que Cendoya jugaba con él. No esperaba su respuesta.

-Más cosas, sí. Anselmo también era la clave del secreto de Amado.

Luján se volvió como el rayo hacia Cendoya. El terrorista lo miraba divertido.

-¿Quién es Amado?

Cendoya se alzó de hombros.

-Alguien cuya muerte investigamos un día. En el 36. Una persona que había muerto en lo que ya entonces era zona nacional. Teníamos interés en conocer las circunstancias de la muerte de aquel hombre. La investigación fue una orden directa de Negrín.

-No creo que Negrín pudiese ordenar muchas investigaciones en zona nacional.

Cendoya asintió, sonriendo.

-Cierto, cierto. Nos costó casi dos años poder situar un infiltrado con garantías. Necesitábamos alguien que hubiese trabajado con nosotros, pero que no despertase sospechas. Alguien que se pudiese hacer pasar por pudiente. Con educación. Con estilo.

-Un ingeniero –musitó Luján.

Cendoya sonrió ampliamente.

-Veo que lo capta.

-Así que Anselmo López investigó el asesinato de Amado. Y, si dice que era la clave, algo debió descubrir.

El rostro de Cendoya se ensombreció. Luján comprendió.

-Pero no se lo contó.

Cendoya suspiró.

-López volvió… de su misión a finales 1938. Llegamos a creer que lo habían trincado o que había desertado. Sin embargo, regresó. Me he reprochado muchas veces el no haberme dado cuenta de que esto no era lógico.

-¿Por qué?

-Sabiendo lo que sabemos hoy, no era lógico, no. ¿Volver a la zona republicana? Anselmo estaba convencido, como otros muchos, de que ya habíamos perdido la guerra. Lo lógico hubiera sido desertar, porque López no tenía las manos manchadas de sangre, y podía contar cosas. Con los años, he llegado a darme cuenta de que regresó porque de alguna manera pensaba que lo que había descubierto lo podía proteger; o, quizás, temió que, de desertar, nosotros mismos lo delatásemos por venganza.

Sorbió un poco de su café, mirando hacia adelante, hablando como para sí.

Yo, desde luego, lo habría hecho musitó. Y continuó-: Luego, poco tiempo después de llegar, lo veo salir del cuartel como un furtivo. Durán y yo le seguimos. Le perdemos. Aunque, en la batida, cobramos una pieza.

Trasobares.

Trasobares, sí. El tipo intentó huir, pero lo abatimos. Yo no podía saber que Trasobares acababa de convertirse en la segunda razón de Anselmo López para estar donde estaba.

-No le entiendo, la verdad.

-¿Eso es la tercera pregunta?

Luján hizo un gesto, como queriendo decir: ¡qué más da!

-Anselmo volvió por RiP 203. La pista que Trasobares le dio antes de morir. Volvió para proteger su dinero. Para poder vigilarlo. Y en RiP 203, en el mismo sitio donde tenía guardado el dinero, guardó el secreto de Amado que acababa de adquirir.

Luján se echó hacia atrás. Comprendía.

-Y, finalmente, usted ha entendido ese mensaje en clave. Sabe dónde está todo eso.

Cendoya asintió, mirando a Luján con desánimo.

-Es jodido que te pillen en la última etapa.

Cendoya rió de nuevo. Luján le ofreció un cigarrillo.

-No, gracias.

-¿No fuma?

-Fumaba. Cigarrillos rusos. Asquerosos. Pero ahora tengo la tensión alta. Por cierto…

Sacó, parsimoniosamente, una píldora del bolsillo delantero de su camisa, se la metió en la boca, y luego la tragó con el resto del café. Después miró de nuevo a Luján.

-Dígame, Luján. ¿Cree usted que hay algo más importante que cumplir una misión?

-Nada en lo absoluto.

-Ajá. Piensa como yo. Pero suponga por un momento que quien le ordena una misión desaparece. ¿Le da eso derecho a usted a no continuar con ella?

Luján reflexionó.

-Pues… no lo sé, la verdad.

Cendoya sonrió levemente, y arrastró por el mostrador una carpeta marrón, hacia Luján.

-En esta carpeta está la pieza del puzzle que le falta. Una vez que la lea, quizá, tendrá usted que decidir. Como decidí yo. Yo continué mi misión aún cuando quien me la ordenó había desaparecido. Usted no sé lo que hará.

Luján no quiso leer los papeles. Tenía claro que Cendoya daba por terminada la entrevista, y tenía claro que, si así era, ya no le sacaría nada más. De momento.

Se levantó.

-Creo que es momento de que nos vayamos.

Pero Cendoya siguió sentado.

-¿Le ha explicado Camilo mi teoría del mus?

-¿Lo de la jugada alternativa?

-Sí, ésa.

-Pues sí. Pero no veo que…

Cendoya hizo girar su banqueta y se encaró con Luján. Tenía los ojos embalsados de tristeza.

-Ahora mismo, señor Luján, me gustaría aceptarle ese cigarrillo. Pero me temo que hay un órdago sobre la mesa.

Casi al mismo tiempo de decir estas palabras, un sólido hilo de saliva comenzó a correrle por la comisura de la boca.

Dos minutos después, estaba muerto.







Madrugada del 20 de noviembre de 1975. En la habitación de Franco. A ratos, algún médico entra; sobre todo su yerno, el marqués. Pero dentro sólo está una enfermera y un hombre mayor, alto, desgarbado, calvo y con un bigote parecido al del propio Caudillo. El silencio es tan espeso como permite el zumbido incansable de los aparatos. Franco, surcado por los tubos, los catéteres y los diferentes parches y sensores, está tumbado boca arriba. Su pecho apenas se mueve, muy de cuando en cuando, movido por débiles espasmos respiratorios.

Ésta es la escena que Carlos Luján entrevé cuando llega a la habitación anterior a la sala. Allí, un joven guardia se le interpone.

-No se puede pasar.

-Tengo permiso.

-Han sido derogados todos esta tarde. Excepto familia, gobierno y, er, el, er, Jefe del Estado.

Luján mira al chico. Piensa: miénteme y dime que no es lo que estoy pensando. El chaval tiene los ojos humedecidos.

-¿El de dentro es don José Antonio?

El chico asiente.

-Entra, entonces. Dile que soy Carlos Luján. Él me conoce. Sabe de... cosas que he hecho. Servicios. Entenderá.

No muy convencido, el guardia entra, cerrando la puerta tras de sí. Menos de un minuto después, José Antonio Girón de Velasco sale de la habitación.

-¿Luján? -pregunta, mirándole con el ceño fruncido- No se ofenda, pero sus pretensiones son de lo más inconveniente.

-Lo sé, señor. Lo sé. Le he visto desde aquí cuando he llegado y sé... sé que lo que va a pasar, va a pasar muy pronto. Pero, por eso...

-Luján, no están las cosas para despedidas personales. Espero que entienda...

-Yo no quiero despedirme, señor. Quiero rendir un último servicio. Se me encargó una misión, y hoy la he completado.

-Pues tendrá usted superiores a los que...

-No, señor. Esto es algo entre el Caudillo y yo.

-¿Entre usted y el Caudillo?

-Tendrá que confiar en mí, señor. Créame: si todavía oye, si todavía entiende, le gustará escuchar lo que tengo que decirle.

Girón reflexionó un momento. Luego suspiró, dejó caer los brazos, y abrió la puerta.

-La familia vendrá pronto. No deben verle aquí.

Luján, por toda respuesta, entra en la habitación, rodea la cama de Franco, toma sin ruido una silla, y se sienta en ella, a escasa distancia de la cabeza del Caudillo. Inclinándose hacia él, susurra. Dos, tres minutos. No más. Luego se levanta, recoloca la silla, saluda con un gesto amable a la enfermera, y sale. Girón sale con él.

-¿Contento? -Le pregunta el viejo falangista, mientras le estrecha la mano.

-Sí, señor -contesta Luján, y luego añade-: misión cumplida.

Luego Luján sale de La Paz y deambula lentamente en la noche, camino de la plaza de Castilla.

No ha llegado ni a la prolongación de la Castellana cuando el corazón de Francisco Franco se detiene para siempre.

viernes, septiembre 10, 2010

Folletín de verano (43)

Texto completo








El día 9 de noviembre, incluso las personas que están de guardia en La Paz, donde el dispositivo de El Pardo se ha trasladado aunque algo más adelgazado, están más pendientes de Marruecos que de Franco. En Agadir se encuentra Antonio Carro, ministro de la Presidencia del gobierno Arias y a quien todos tienen por adalid del reformismo desde el franquismo. Tras horas de espera que son angustiosas, pues media España cree al rey Hassan completamente capaz de lanzar hacia delante su Marcha Verde incluso en plena estancia de un ministro español en Marruecos, lo que ocurre es lo contrario. Finalmente, llega la noticia de que el rey de Marruecos ha dado la orden de parar la Marcha. El día 10, por la mañana, Carlos Luján desayuna con su jefe Felipe Lastres, ya liberado de sus labores de vigilancia pero aún así visitante asiduo de todos los perímetros, cerca de la ciudad sanitaria. Lastres ha traído tres o cuatro periódicos. Todos destacan el fin de la Marcha Verde como una victoria personal del príncipe, jefe de Estado en funciones.


-Qué rápido abandonan las ratas el barco -apostilla amargamente Luján, mientras mastica un churro.


El día 11 tiene algo de desagradable descubrimiento para Luján. El ex policía lleva 72 horas escuchando partes anodinos en la radio y en la televisión y observando, durante las guardias, cierto tono de monotonía en el equipo que cuida al Caudillo. Eso le hace comentar durante su guardia, delante de un coronel de la guardia de Franco, que la situación parece estabilizada. Pero el maduro militar hace un rictus, mueve lentamente la cabeza negando, y, finalmente, susurra.


-No creas. El día 9, los médicos estuvieron esperando que orinase algo. Pero no salió nada. Así que los riñones están definitivamente kaput. Y hoy ha tosido sangre. Joder, si con todo lo que tiene encima pilla una pulmonía, es que ni él lo va a aguantar.


Por diversas circunstancias que atañen al equipo de vigilancia habitual, a Luján le proponen que doble turno, y acepta. Lo hace pensando en tener así la mayor parte del día 12 y el 13 para ocuparse del caso Anselmo López. Espera una noche tranquila. Pero a eso de las tres de la madrugada, alguien le zarandea en su sillón. Cuando Luján aparta los velos del sueño, se encuentra cara a cara con una enfermera.


-Señor, dice el doctor que si podría usted ayudarnos. Hay que sentar al general para intentar que tosa.


«Luego algo hay de verdad en lo de la pulmonía», dice Luján para sí.


Es la segunda vez en pocos días que Luján está en la sala hipóstila del régimen, frente al cadáver con respiración que ya parece su Caudilllo. El general está lleno de catéteres y cables. No parece estar consciente, pero debe estarlo, puesto que una persona inconsciente no tose ni sentada ni en postura alguna. Luján domina con facilidad sus sentimientos. Su mente se adapta a la situación con rapidez y encuentra terrenos para el optimismo. El enfermo que tiene delante no se parece al que transportó en un manta, sangrando como un becerro. Para él, esa diferencia se parece al concepto de curación. O se quiere parecer.


Las enfermeras y un guardia de Franco incorporan al enfermo. Primero sentarlo en la cama y, luego, sacarlo a pulso para sentarlo en el sillón. En esta segunda operación es donde está previsto que se queden solos el guardia y Luján. Pero ese momento nunca llega. Luján, que es testigo de la incorporación del enfermo, se fija en el detalle de que los facultativos no miran a Franco. Miran a los monitores. Esperan que pase algo. O lo temen.


Y lo que quiera que sea que temen, pasa.


Uno de los médicos da órdenes cortantes, eléctricas.


-Abajo de nuevo. Posible hemorragia. Quien no sea médico o enfermera, fuera de la sala.


Luján sale disciplinadamente, junto con el guardia de Franco que se sienta en un silloncito frente a él, mirándose las manos, como si pensara que ha matado al Caudillo al moverlo. Ya no dormirán en toda la noche. Ambos pasarán la madrugada completa sentados, espiando comentarios de las personas que salen y entran de la sala. Tratando de averiguar por los tonos de voz, por el contenido de las frases, el nivel de gravedad de la situación. A eso de las cinco y media, se observan signos de una cierta relajación. Los médicos abandonan la sala donde está Franco y, al contrario de lo que han hecho toda la noche, no vuelven inmediatamente. Se permiten demorarse en los pasillos, donde sostienen conciliábulos en voz baja entre ellos. Esto hace pensar a Luján que o la situación está controlada, o Franco está muerto. Pero si Franco hubiera muerto, ¿acaso no lo sabrían ya?


Carlos Luján sabe desde la buena mañana del día 12 que Franco superará esta crisis, que ha consistido, en efecto, en la apertura de hemorragias internas en el estómago operado. Pero sólo parece saberlo él. Se pasea de incógnito por el hall del hospital, donde se hacinan los periodistas, y es testigo de los preparativos que casi todos los periódicos hacen de una edición especial notificando la muerte de Franco.


Mediodía. Su turno ha terminado, pero demora marcharse. Entonces ve llegar a la marquesa. La hija de Franco. Cruza los salones taconeando con seguridad y entra en la habitación de su padre. No hay trazas de discusión. No se oyen gritos. En realidad, nadie se permitiría el lujo de gritar en esa habitación. Todo parece muy civilizado, pero Luján no pierde detalle de que la mujer, al salir de la habitación, tiene la cara desencajada, desfigurada por la rabia, por la impotencia o, quizá, por la compasión. Detrás va su marido, el cardiólogo. Desaparece con ella. Vuelve. Se encara con los médicos. Abre los brazos y los deja caer en un signo de impotencia.


-¿Qué pasa? -Le pregunta Luján al coronel de la guardia, testigo como él de la escena.


El viejo militar se alza de hombros.


-Creo que se lo quiere llevar a El Pardo. Dice que su padre quiere morir allí. Que, en realidad, ni siquiera es consciente de estar en La Paz. Pero parece que los médicos piensan que ya es bastante delgado el hilo para que encima lo pisemos.


En ese momento, una enfermera se les acerca.


-¿Alguno de ustedes es el señor Luján?


El ex policía se identifica.


-Tengo un recado para usted.


En La Paz ha desaparecido el privilegio telefónico para los vigilantes. Para hacer llamadas deben bajar a los teléfonos de las zonas comunes, y no gusta que lo hagan porque podrían ser acosados por los periodistas. Luján entiende que, quienquiera que le haya llamado, lo ha hecho por algo importante. Mentalmente, renuncia a su plan primero de irse a casa a dormir un poco.


-Dígame.


-Lo he apuntado para no olvidarlo -la mujer saca un papel de un bolsillo de su bata y lo lee con inseguridad -. El comisario Azpi, Anchu...


-Azpíriz.


-Eso, Azpíriz. El comisario Azpíriz quiere que sepa que Camilo Pérez ha caído a las dos de la tarde.











-Era más fácil de lo que parecía -explicaba Azpíriz, en el asiento de atrás del coche celular con el que serpenteaban por las calles de la ciudad-dormitorio, camino de la comisaría-. Buscábamos a alguien con capacidad para conseguir tocadiscos de cierta calidad a precios lo suficientemente bajos como para que los pudiera pagar un muerto de hambre. Y nos centramos en los decomisos y contrabandos varios. Ése fue nuestro error, el pensar que el contacto, por ser ácrata, tenía que pertenecer a algún submundo, o ser directamente un delincuente.


-Y no lo es.


-No lo es, no. Hace unos días, fui a casa de uno de mis cuñados a comer. Un cumpleaños. Me fijé en su tocadiscos. Enorme, nuevo, potente. Y de la misma marca. Así que le pregunté. Y me dijo: es un problema de tener contactos. Les venden equipos a los empleados a precios muy bajos. Todo lo que necesitas es un empleado que lo quiera comprar por ti.


-Ajá. Eso redujo la búsqueda un montón.


-Y tanto. En toda la plantilla de la empresa, hay sólo dos fichados por actividades cenetistas. A los dos les pusimos vigilancia, tomando en cuenta las fotos de Camilo Pérez hace veinte años. Ayer lo avistaron saliendo de uno de los domicilios. Hoy por la mañana salió, y ha vuelto a eso de la una y media. Claramente, ha llegado a comer y a dormir la siesta.


-Menuda siesta...


-Pues sí. Se la hemos jodido. Pero no ha opuesto resistencia.


-¿Está solo?


-Ajá. Solo.


-Quizá Cendoya está en la casa del otro.


Azpíriz negó con gravedad.


-Ése, macho, está hecho con madera de otro tronco.


El coche se paró frente a la comisaría. Ambos antiguos compañeros salieron, cada uno por su lado, y entraron en el edificio andando a trancos. Luján franqueó el paso a Azpíriz. El navarro caminó con seguridad, atravesando el edificio, luego bajó dos tramos de escaleras, se encaró con una puerta de metal con una pequeña claraboya a la altura de la cara, y llamó con los nudillos. Un rostro con gorra de plato apareció en el vidrio, asintió, y luego se oyeron los cinco golpes de otras tantas vueltas de las llaves.


Había siete calabozos, pero sólo uno estaba ocupado.


-Liérganes -le dijo el comisario al uniformado -váyase a tomar un café. O, mejor: dos cafés.


-'sus órdenes, comisario.


Entraron en el calabozo donde estaba Camilo Pérez, aparentemente tranquilo, con los codos sobre las rodillas, las manos juntas, mirando al suelo. Alzó la vista para observar a sus interlocutores.


-¿Os conozco?


-No -contestó Luján-. Nosotros, en cambio, a tí sí. Como a tu amigo Vigo y otros más que tenías hace veinte años.


Pérez se mordió el labio inferior y asintió lentamente mientras los escrutaba de nuevo.


-Vosotros matasteis al manco.


-Que yo sepa, el Manco Durán fue víctima de una explosión de gas -contestó Luján, que se había sentado junto al detenido. Le ofreció un cigarrillo, que Pérez aceptó-. Haz la pregunta, Camilo.


-¿La pregunta?


-La pregunta, sí. La pregunta que estás pensando.


Camilo Pérez sonrió de medio lado, falsamente divertido. Luego se puso serio, miró a Luján, luego a Azpíriz, y preguntó:


-¿Cómo de jodido estoy?


-No mucho. Fuiste miembro de un grupo de falangistas radicales que probablemente pensó en matar a Franco. Pero la clave es eso de probablemente. Además, hace veinte años de eso; nosotros, como ya sabes, preferimos fusilar amenazas más modernas. Tu amigo el manco, como tú le llamas, mató a una persona. Lucía Odriozola; en realidad mató a otra, el inspector Ismael Rebollo, pero oficialmente es sólo otra víctima del butano. No hay nada que te vincule con el crimen de Odriozola. Imaginando, imaginando, podríamos pensar que mataste a Higinio Longares; el que se suicidó en el Viaducto.


-No fui yo -contestó, categórico, el detenido.


-Desde luego, desde luego -Luján le dedicó una sonrisa casi rastrera-. Higinio Longares era en realidad hermano de tu cómplice Cendoya y, visto que éste es el más listo de todos vosotros, porque el conductor murió en el atraco, a Abrantes lo trincamos hace días, y ahora has caído tú, visto eso, digo, supongo que si tú le hubieses rozado un pelo a su hermano ya habría acabado contigo.


Camilo Pérez se movió nerviosamente en su asiento. Luján y Azpíriz se cruzaron una mirada y asintieron. Esa mirada quería decir: de repente se siente incómodo. Luego Cendoya, que él sepa, ni siquiera sospecha que sabemos quién es en realidad. Piensa que pensamos que en el 57 nos limitamos a desactivar una célula falangista radical.


-Como te digo, no estás tan mal. De momento, todo lo que tenemos contra ti es tu participación en un atraco que os salió mal y en el que, además, tuvisteis la delicadeza de no disparar a nadie. Así pues, eres culpable de un delito y pagarás por él. La cuestión es cuánto. Y si será el único.


Pérez ni siquiera dijo nada. Se limitó a mirar a Luján, con curiosidad mezclada con miedo.


-Las cosas se te pondrían más jodidas si tu ficha empezase a politizarse. O sea, has venido a España clandestinamente, integrado en una banda cuyo jefe aún estaba hace unos meses paseando por el Kremlin como Pedro por su casa -Luján chasqueó la lengua-. Mala cosa, amigo. Si al comisario Azpíriz y a mí nos sale de los santos cojones, en menos de tres horas lo que ahora mismo es un puto atraco de sirleros se puede convertir en una acción terrorista. Distinta ley, distinta pena. Franco está enfermo, sí. Pero yo estoy en mi mejor momento.


Camilo Pérez aparentó tranquilidad. O lo mismo es que verdaderamente, estaba tranquilo.


-Si me cuenta todo eso es porque me necesita. Si no, a ustedes dos ya les habría salido de sus santos cojones cagarme la vida.


-Cierto, cierto -concedió Luján-. De hecho, nos preguntamos si nos harías un favor. Estamos dispuestos a ser algo generosos.


-¿Cómo de generosos?


-No estás en condiciones de hacer esa pregunta.


-Ni usted de no hacer un trato.


-En eso te equivocas -contestó, muy tranquilo, Luján, mirándose las uñas con aparente interés-. Ya te he dicho que de cuatro que erais ya habéis caído tres. Yo me lo monto muy bien, Pérez. Pero tengo billetes para irme a París con mi mujer dentro de unos días. Me vendría bien terminar esto... con agilidad.


-Si pierde ese tren -intervino Azpíriz-se cabreará mucho. Y, como Luján se cabree, te vas a aprender de memoria las galerías de Carabanchel, tío.


Camilo Pérez sopesó sus posibilidades durante unos largos segundos. Luego suspiró, les miró a los dos de nuevo, y, abriendo las palmas, dijo:


-Está bien. Buena fe. Ustedes preguntan, y yo contesto.


Luján se acomodó en el banco.


-¿Quién es Julio Cendoya?


-Usted ya lo sabe -contestó dubitativamente, Pérez-. El hermano de Higinio Longares.


-Es más que eso, ¿no?


Pérez asintió exageradamente.


-Bueno, claro. Claro que sí que lo es. El hombre hoy conocido como Julio Cendoya fue una vez el policía más hábil de España. Y también el que menos escrúpulos tenía.


-Todo un carabinero.


-Mucho más que eso. Lo llamaban el rey de Pontejos. En el cuartel de la motorizada era más famoso que el puto Castillo1. En el 36 yo tenía trece años. Era demasiado joven para estar en la primera línea2, pero ya me paseaba a diario por Marqués de Riscal3. Hasta nosotros lo teníamos siempre en la boca. Longares esto, Longares aquello... era una jodienda. Nos perseguía con saña, literalmente nos cazaba.


-Es extraño. En un anarquista, quiero decir.


Camilo Pérez pareció hasta divertido con el comentario.


-El anarquismo de Longares es muy posterior. Él era, y sigue siendo creo yo, un comunista de libro. En el 57, cuando huimos de España, nos reagrupamos en París. Él me dijo que no me preocupara, que contábamos con el apoyo logístico del Partido. Pero un día volvió de ver a su gente cabreadísimo. La Puta Reconciliación Nacional, gritaba. Pateaba los muebles de la rabia que tenía. Ése día se hizo faísta. No lo fue ni un milímetro antes. Se hizo anarco porque los anarquistas aún querían montarla. Porque lo que él quería era volver a España. Lo que él quería era armarla gorda. Y si podía pescar el pez gordo, mejor.


-Te creo -concedió Luján-. Más que nada porque con algunos de esos... pescadores me he terminado por encontrar yo. Llevan años en el fondo de la laguna.


A Camilo Pérez la demostración de poderío de Luján no pareció importarle demasiado. Siguió fumando como si la conversación no fuera con él. Luján esperó unos segundos y luego le palmeó una rodilla, para darle confianza.


-Háblame de ti.


-¿Hay algo que aún no sepan de mí?


-No sé. De hecho, no lo sabré hasta que me hables de ti.


En realidad, lo que Luján intentaba con esa pregunta era relajar a su interrogado. Tratar de que entrase en una suerte de rutina de respuesta.


-¿Por dónde quiere que empiece?


-Por la guerra, por ejemplo. Has dicho que cuando aún no tenías edad para estar en la primera línea de José Antonio ya querías un sitio en Falange. Luego llegó la guerra.


Pérez asintió.


-Mi padre tenía una vaquería en la calle Velázquez. Era un tipo razonablemente acomodado. Originario de Valladolid. El 14 de julio, cuando lo de Calvo Sotelo4, se quedó impresionado. Era de la vecindad, así pues supongo que si no lo conoció, conocería a alguien de su casa, el servicio quizá. Ese mediodía cerró la vaquería y proclamó que Madrid ya no era un lugar seguro. Nos llevó a todos al pueblo en la mañana del 15.


-Muy hábil, tu padre.


-Muy hábil, sí. Pero yo me marché cabreado. De golpe y porrazo, me separó de mi gente.


-Tu gente murió a puñados en las siguientes semanas. Y de formas no muy heroicas, por cierto.


-Lo sé. Pero no me hubiera importado compartir destinos como los de Ledesma o Albiñana5.


-O José Antonio.


Camilo Pérez contestó con el silencio y mirando en dirección contraria a su interrogador, hacia la pared. Luján volvió a palmearle la rodilla.


-Ya veo, ya veo... Así que nos saliste jonsista, ¿eh?


Pérez se volvió hacia él. Había en su mirada una dureza que hasta entonces había permanecido ignota.


-Yo siempre fui jonsista. Los fascismos de señoritos son de señoritos.


-Tú eras un señorito, Pérez. Acabas de decir que tu padre era un hombre acomodado.


-Mi padre se levantaba a las cuatro de la mañana para ordeñar a las vacas. Si mi padre era un señorito, José Antonio era un Róchil. O el puto bastardo de cualquier infante de España salido.


En apenas dos segundos, Carlos Luján recordó a Carlos Luján. El Luján que, hace quince, veinte años, habría contestado a ese desprecio levantándose y apaleando quien hubiese osado proferirlo. De una forma tenue, difusa, se preguntó por qué aquello ya no despertaba la misma pasión en él. Por lo demás, Pérez bajaba por la cuesta.


-José Antonio dijo que los falangistas llevaban camisa azul porque esa es ropa de obrero, de mecánico. Dictaminó que se llevasen las mangas remangadas como hacen los obreros. Y supongo que con eso ya pensó que había lavado todas sus culpas de burgués. En el fondo, era como su padre, el generalito. Don Miguel, el que se pasaba los desfiles oficiales lanzando requiebros a las chicas bonitas, y que pensaba que por detalles así ya era uno más del pueblo. Pero todos ellos eran unos palaciegos. Unos mierdas.


-Así que tú crees que todo habría sido igual de haber sobrevivido José Antonio a la guerra.


Pérez asintió, entristecido.


-Nos dejamos nuestros dos pilares el día que a Ledesma lo asesinaron y el otro en el que cayó Onésimo6. Después de eso...


-¿Tú qué hiciste, entonces?


-En primer lugar -declamó el interrogado, mirando fijamente a la pared que tenía enfrente, como hablando para sí-, verle caer. A Onésimo, me refiero.


-¿Estabas allí?


-Estaba. Me alisté en Valladolid en cuando la situación se estabilizó. La guerra fue muy monocorde para mí. Bajamos a Segovia para reforzar la lucha en la sierra. Aquello estuvo empantanado los tres años. Pero tuve tiempo de hacer mis muescas en la culata de mi fusil.


-Lo supongo.


-Cuando llegó el 39, la situación se hizo más permeable. Había ya bastante gente que había logrado salir de Madrid y muchos que volvieron a entrar. Pero con la caída de Cataluña, las personas dentro del ejército que defendía Madrid que se ofrecieron para ser delatores fueron legión. Entrar en Madrid se convirtió en algo relativamente fácil, si tenías cojones.


-Y te apuntaste.


-De correo, sí. Quinta columna. Sacar gente, llevar mensajes, dar por culo. Asistir a la gente de dentro. Un día me detuvieron y me llevaron a Pontejos.


-Y allí conociste a Cendoya.


-Ajá. Supongo que conocen la historia.


-Ésta sí. La clave para penetrar las defensas de Madrid a cambio de la salvación del pequeño grupo de guardias de asalto, una novia, un hermano... Cendoya, Anselmo López, Lucía Odriozola y sus amigos sindicalistas. Sacáis a estos últimos. Pero luego la cosa sale mal.


-Casado dio el golpe, sí. Cendoya confiaba en la resistencia de Negrín, pero Negrín no pudo impedir el golpe y sus consecuencias. O le fallaron los comunistas, o él les falló a ellos.


-O los dos se fallaron entre ellos, y Casado a los dos.


-Es lo más probable, sí.


-Lo increíble es que lograse sobrevivir. Cendoya, quiero decir.


Camilo Pérez rió unos segundos, con ganas.


-Joder, amigo. Para todo lo que parece que sabe del tipo al que persigue, ¿no le ha dado para darse cuenta de que es un espía de primera?


-No sé qué quieres decir con eso.


-Los espías son excelentes jugadores de mus. Un buen jugador de mus siempre tiene dos planes. Porque el contrario puede acojonarse con los envites, o puede que no. Y tienes que tener dos planes, no uno.


-No estoy seguro de entenderte.


Camilo Pérez hizo un gesto de incomodidad por la ceguera de su interrogador.


-Cendoya no se vendió barato. Cuando nos detuvo y contactó con nosotros, nos animó a que pasáramos las líneas con algunos mapas que demostraran el nivel de información que tenía. Lo hicimos. Pero aquellos mapas, aquellos mapas que nos fueron extraordinariamente útiles para acabar con unas posiciones que nos traían por la calle de la amargura en el área de Navacerrada, no fueron gratis. A cambio, nos exigió documentación auténtica de la FET. Supongo que tenía a alguien que hizo las falsificaciones.


Azpíriz puso una mano en el hombro de Luján.


-¿Higinio Longares no dibujaba?


Carlos asintió.


-Y muy bien. Él debió falsificar las identidades.


También nos hizo fotos. Sin que nos diésemos cuenta. Cuando estábamos con él. Es un tipo muy listo. Supongo que las utilizó para demostrar sus relaciones. Debió de pensar que nadie podría imaginar de qué iban, en realidad, esos contactos.


-Pero vosotros, tú por ejemplo, pudisteis delatarlo. Después de la guerra ya no os servía de nada.


-Cierto -concedió Pérez, mirando a Luján-. Pero, ¿por qué iba a delatarlo? Él me salvó la vida. Pudo darme el paseo, y no me lo dio. Y, además, conforme terminó la guerra, cuando lo vi reaparecer con todos los arreos de la FET y una camisa que tenía toda la pinta de ser muy vieja, hizo que olvidase pronto al comunista que llevaba dentro. Julio Cendoya se convirtió en un falangista de pura cepa, extraordinariamente radical. Conforme fue avanzando la posguerra, nosotros nos fuimos desafectando del franquismo, hasta colocarnos enfrente. ¿Por qué íbamos a hacerle a Franco el favor de señalarle a un comunista en sus filas que, además, cada vez parecía pensar más exactamente lo que nosotros pensábamos? Eso, más que miedo, lo que nos daba era risa.


-Y, además, se convirtió en vuestro jefe.


Pérez asintió de nuevo, tomando otro cigarrillo que le ofrecía el ex policía.


-Ninguno de nosotros podíamos competir con él. Con su inteligencia natural para la estrategia. Con su extraordinaria capacidad para adivinar si era o no comprometido hablarle con sinceridad a algún camarada... Sin Cendoya, nos habrían detenido pronto, o algo peor. Es el tipo más frío que he conocido nunca.


-¿Por qué no le seguiste a Rusia?


Pérez negó con la cabeza, mientras soltaba chorros de humo por la comisura de la boca.


-La guerra de Rusia era la puñetera guerra de Franco. El cubo de basura del Régimen. Lo repetimos una y mil veces en las discusiones del grupo. Y lo curioso es que Cendoya estaba de acuerdo.


-¿De acuerdo?


-De acuerdo, sí. Hasta un día, unos meses antes de la salida del contingente. Estuvo desaparecido cosa de una semana. Lo hacía con asiduidad. Sus asuntillos, lo llamaba. Cuando regresó estaba cambiado. Excitado, como si algo que llevaba esperando mucho tiempo hubiese ocurrido finalmente. Simplemente, anunció que se alistaba. Tuvo problemas para conseguir que lo aceptaran. Movió Roma con Santiago, hasta lo que lo consiguió. De repente, parecía que irse a la División Azul era lo último que tenía que hacer en la vida.


-¿Recuerdas algo de aquellos días en que desapareció? ¿Dijo adónde iba, para qué?


Camilo Pérez se enfrascó en sus recuerdos.


-No, no. Ya digo que era muy reservado. Bueno, si acaso... no sé si lo recuerdo bien.


-¿El qué?


-Es una tontería.


-Deja que eso lo decidamos nosotros.


-Recuerdo que el día que se fue me pidió que lo despertase pronto. Tenía que madrugar. Y creo que me dijo que iba a tomar un tren. Y me dijo adónde. Pero no lo recuerdo.


Luján le apretó la rodilla con una mano.


-A Valencia -no lo preguntó; lo afirmó.


El detenido lo miró con los ojos muy abiertos.


-¿Cómo cojones sabe eso?


Luján sonrió.


-Tu pequeño caudillo fue a Valencia. De allí eran los socios de un constructor para el cual había trabajado Anselmo López. Hablando con ellos, o consultando su documentación, fue cómo descubrió que su compañero de cuartel, al que había tenido media guerra delante de sus narices, era el ladrón que Negrín le había ordenado buscar. Cendoya es muy inteligente, no lo pongo en duda. Pero fue engañado por un ingeniero acojonado. Y eso no estaba dispuesto a perdonarlo. Cuando quiso seguirle la pista a López, se dio cuenta de que se había alistado en la División Azul, probablemente para desaparecer de España. Es probable que Anselmo también supiese o sospechase que le seguían de cerca.


Azpíriz desplazó el peso hacia otro pie, como si estuviese incómodo o cansado. Pero no hizo ademán de sentarse, a pesar de que el uniformado, antes de irse, le había indicado dónde podía encontrar una silla.


-Sea como sea, esa historia demuestra que hubo un tiempo en el que Anselmo López fue bastante más que un pobre cobarde.


-No se equivoca usted -remachó Pérez, mirándolo de hito en hito-. Veinte años son muchos para escuchar historias de ese tipo y, créame, también tenía lo suyo.


-Eso es interesante -terció Luján-, y no había reparado en ello. Dime qué sabes de López. O, mejor, qué sabe Cendoya.


-En enero o febrero del 48, nos hizo llegar la orden de ir a por él. Supongo que ya saben que, estando en la División Azul, alguien descubrió a Cendoya, o mejor dicho a Longares. Lo cual no es de extrañar, porque ya les he dicho que era muy famoso en Marqués de Riscal en los primeros tiempos.


-Ajá. Lo sabemos. Simuló su muerte y se pasó a los rusos.


-Eso es. Después de aquello, ni él podía volver a España pretendiendo ser Julio Cendoya, español y falangista, y aparecer como convicente. Pero siguió dirigiendo la célula mediante mensajeros. Por eso nos dio la orden de encontrarlo y matarlo.


-¿A él sólo?


Pérez negó.


-A él, y a su perica.


-Que había sido la de Cendoya.


Pérez se alzó de hombros.


-Eso lo sé ahora que usted lo dice.


-Pero a Lucía la mató tu amigo el manco, que era compañero de Cendoya, así pues sabía bien que habían sido amantes.


-Pues sí -concedió Camilo-. Pero que sea la misma persona le hace confundir a usted las fechas. El manco no se llevó delante a esa mujer en el marco de esa operación. Fue muchos años después. Para entonces, Cendoya ya no quería matarla.


-¿Ah, no?


-No. A Lucía sí que le iba lo ácrata, como ya sabrán. Ella estaba...


-Sí, lo sé. En la Aromática.


Luján, al decir eso, dedicó una mirada a Azpíriz. El rostro del comisario no denotaba emoción alguna.


-Esa gente se medio reorganizó. Tomaron contacto con el exterior. Para entonces, Cendoya había dejado la URSS y estaba ya en París. A través de ellos la contactó. Nos informó de ello, pero no repitió la orden de matarla.


-Ella le dio algo -repuso Azpíriz.


-Sí -respondió Luján-. Debió ser RiP 203. O, quizás, lo de la foto.


-Lo de la foto ya lo sabía en el 48 -interrumpió Pérez.


-¿Cómo estás tan seguro?


Pérez rió brevemente.


-Para ser tan suspicaces, se les ha escapado un detalle. ¿Por qué recibimos la orden de matar a Anselmo López, si sólo él sabía dónde estaba el botín?


Luján y Azpíriz se quedaron sin palabras. Pérez disfrutó de su triunfo.


-La orden, repito, era matarlo. Sí o sí. Nada de vivo o muerto. Muerto. Cendoya lo quería muerto. Todo lo que teníamos que hacer era recuperar la foto.


Luján y Azpíriz se dedicaron una mirada. El ex policía sacó de su bolsillo un pequeño hatillo de documentos, y extrajo la foto de él. Se la enseñó a Pérez.


-¿Esta foto?


Pérez no mostró emoción alguna al verla.


-Si apareció en poder de López, sí. Yo nunca la ví.


-El seguro de vida de Anselmo López... -susurró Luján-. La foto en la que está todo. Eso dijo.


-Pero -interrumpió Azpíriz-sigo sin entenderlo. Si Cendoya era incapaz de descifrar la clave RiP 203, ¿por qué se arriesgaba a matar a López, que sí la conocía?


Pérez apretó los labios. Luego negó con la cabeza.


-No lo sé. Sólo sé algo que tengo bien claro. Desde que desapareció en Rusia, desde la primera vez que su hermano Higinio primero y sus tapados anarquistas después vinieron a transmitirnos al Manco, a mí y a todos los del grupo las instrucciones de Cendoya, él siempre dejó clara una cosa: que, en cuanto pudiera pisar España, averiguaría el significado de aquella pista.


Luján y Azpíriz se miraron.


-¿Incluso ahora, décadas después?


Pérez apuró su pitillo y tiró la colilla al suelo.


-Ahora que estaba en Madrid, créanme, más que nunca. Ahora, lo que quiera decir eso...


-Lo que quiere decir eso es bien obvio -interrumpió Luján-. Hay, por lo menos, una persona más que conoce el significado de RiP 203.


Pérez no reaccionó. Actuaba claramente como si la cosa ya no fuese con él. Luján suspiró, se levantó y le tiró su paquete de tabaco en el regazo.


-Una sola cosa más.


-Usted dirá.


-Háblame de volar la Cibeles.


Camilo Pérez alzó la vista con preocupación.


-Yo...


-Tú estás en el punto de decidir si quieres ser un delincuentillo que colabora con la Justicia o un terrorista peligroso. De ésos que fusilamos, no sé si me entiendes.


-Usted lo dijo antes. No puede acusarme de nada que no sea un atraco.


-Yo puedo hacer lo que me salga de los cojones. Puedo colgarte el asesinato de Kennedy si me da la gana. Así que habla. Y rápido, que no tengo todo el día.


Camilo Pérez asintió.


-El dinero era para poder comprar explosivos, y conseguir documentación falsa para comprar un furgoneta. Por lo demás, el plan era sencillo. Tres días antes de tratar de cometer el atraco, el chico que nos sirvió de conductor robó un coche. Hicimos la prueba. Condujimos hasta Cibeles y allí, enfrente del Palacio de Comunicaciones, lo paramos, simulando una avería. Salimos, abrimos el capó y nos fuimos. Nos alejamos unos cientos de metros. Queríamos ver cuánto tardaba la policía en llegar a revisarlo. Tardaron más de cinco minutos. Tiempo suficiente como para poner tierra de por medio.


-No parece un plan muy elaborado.


-Cuando no vas a por nadie en concreto y no te importa lo que pase, no tienen que serlo.


-Y a vosotros os no importaban las víctimas.


-A Cendoya no, desde luego. Nunca mostró la más mínima vacilación.


Luján miró a Azpíriz.


-Habrá que peinar la plaza las 24 horas. Con discreción.


-¿Tú crees que...?


-¿De Cendoya? De este tipo me lo creo todo.


Y luego se dio la vuelta y salió de la celda. Camilo Pérez abortó un torpe gesto de despedida.





1 El teniente Castillo, significado por su izquierdismo. Fue asesinado en 1936.



2 Los miembros más combativos de Falange Española y de las JONS.



3 La sede de Falange estaba en esta calle.



4 José Calvo Sotelo, diputado del Bloque Nacional, fue asesinado en la noche del 13 de julio de 1936. Vivía en la calle Velázquez.



5 Ramiro Ledesma era fundador de las JONS, que fusionó con Falange Española, fue asesinado en las primeras semanas tras el golpe de Estado. Al parecer, se negó a ser trasladado a su lugar de fusilamiento, por lo que fue rematado allí mismo. El doctor Albiñana fundó un grupo parafascista incluso antes que la Falange. Fue desterrado por la República, encarcelado tras el golpe y asesinado.



6 Onésimo Redondo murió en un enfrentamiento de falangistas con fuerzas de la columna Mangada, en Valladolid.

jueves, septiembre 09, 2010

Folletín de verano (42)

Texto completo








La tristísima escena del día 3 tiene consecuencias positivas para Carlos Luján. Su actuación en esas horas tensas ha demostrado a algunos testigos importantes que tiene una gran capacidad de mantener la cabeza fría en situaciones complejas y comprometidas. La consecuencia inmediata es que se le eliminen los perímetros, aunque el mismo personal de seguridad de Franco que le comunica los hechos se preocupa de decirle más que insinuarle que se considera deseable que no haga uso de ese privilegio para entrar en la habitación de Franco, reducto cada vez más exclusivo de su familia, del príncipe, de los presidentes del gobierno y de las Cortes y de algún que otro fiel. Luján no sólo lo comprende, sino que lo agradece. A él, la visión de lo que va convirtiéndose el enfermo no le seduce en lo más mínimo.


El día 4, Luján descansa. De todo. El 5 vuelve a las guardias. Sus privilegios informativos, que en ocasiones parecen incluso mejores que los de su jefe Felipe Lastres, que también participa en el pequeño equipo de vigilancia, le dan noticias agridulces del posoperatorio real de Franco, más allá de lo que dicen, o más bien insinúan, los partes oficiales. Los médicos están preocupados por la tromboflebitis que le ha surgido en el muslo que usaron para colocar el catéter y, sobre todo, no dejan de repetir que sus peores temores sobre los riñones del Jefe del Estado se han confirmado. Ya nadie en ese estrecho círculo, exponencialmente mejor informado que el español medio y que incluso muchos personajes importantes del régimen, cree que los riñones de Franco vayan a volver a funcionar nunca. Suponiendo que salga de ésta, dicen todos, va a ser un Caudillo bajo diálisis hasta su muerte.


Con todo, la estrella de aquel día no es Franco. A las estancias del perímetro se acerca un Felipe Lastres sudoroso y con gesto preocupado. Luján, que le ve, cree que viene a hacerle una confidencia. Pero Lastres está excitado. Antes de que su subordinado haya llegado hasta él, suelta la bomba en medio de la habitación.


-El moro ha comenzado definitivamente la Marcha Verde.


Luján se queda perplejo. Ha dejado de pensar en estos temas en los últimos días. Pero sabe lo suficiente como para darse perfecta cuenta de lo complicado de la situación.


-¡Joder! ¿El viaje del Príncipe no iba a resolver eso?


-Iba -contesta, en tono sardónico, Untal Lastres.


Todo el mundo en los círculos por los que se mueve Luján había hecho esa lectura. La visita a El Aaiún no era otra cosa que la demostración de que España había dejado de ser un país sin timonel.


-¿Hassan sabe lo que hace?


Lastres sonríe de medio lado.


-No tiene otro remedio, Luján. Está atrapado. Apostó porque lo del Sáhara se iba a negociar entre España, Marruecos y Mauritania. Pero nosotros le salimos ranas. Autonomistas. Hemos metido a la ONU en medio. Ahora el Sáhara es eso que llaman un problema multilateral. Pero él ya ha llamado a miles de muertos de hambre a la Marcha Verde. No la puede parar, a menos que tuviese ese acuerdo del que ahora carece.


-Joder... ¿tardarán en llegar a nuestras líneas?


Lastres deja escapar un gesto de escepticismo.


-Hemos retrocedido diez kilómetros. Pero es todo lo que podemos retroceder. Si siguen andando, habrá sangre.


El asunto de la Marcha Verde obliga a Luján a doblar turno el día 6. En las habitaciones contiguas, por donde también deambulan los médicos y la familia, se vive como un triunfo el descenso de la urea, signo de que la diálisis está funcionando. No obstante, sigue la gran incógnita presente. Franco bajó al quirófano improvisado de El Pardo por una hemorragia interna en el estómago. La hemorragia fue suturada, pero no hay que olvidar que el Caudillo tiene gravísimos problemas de corazón que hace que esté constantemente medicado para hacer su sangre más líquida. La pregunta es, por lo tanto, si las suturas que los médicos han dejado en el estómago resistirán a la baja coagulación de un enfermo de 82 años y la medicación anticoagulante.


Pero todas éstas son informaciones que Luján pilla de aquí y de allí, en los pasillos. En realidad, de lo que está pendiente es de la Marcha Verde. En la habitación del perímetro tres donde hacía guardia y donde suele estar, alguien ha instalado una radio de campaña que capta transmisiones. Las tropas españolas en la frontera saharomarroquí esperan. A las once de la mañana, divisan los primeros camiones. En ese momento, se piensa que a eso de las cuatro, si Marruecos se atreve, comenzará la tentativa de invasión. Pero el cálculo es erróneo. La Marcha es más torpe. A las ocho, se declara una tormenta de arena que para a los manifestantes. Hasta ese momento, no han intentado penetrar en territorio español.


El día 7, Luján lo pasa en su casa, pegado al teléfono. Laura lo acompaña desde la cocina, aunque en realidad el ex policía sabe que su mujer se siente relajada de saber que a lo que le preocupa a su marido y a los que trabajan con él es la Marcha Verde. A lo largo de la mañana, Luján recibe cuatro llamadas, las cuatro con el mismo mensaje general: llegan más camiones. La Marcha se acrecienta, pero nadie parece haberle dado la orden de intentar entrar en Sáhara. Algunas personas piensan que tal vez les ha frenado la nota de la ONU deplorando la iniciativa, pero son los menos. Todo el mundo espera.


A eso de la una de la tarde, cuando se apresta para comer, el teléfono suena de nuevo. Pero ya no es su informante desde el Ministerio del Aire.


-Luján, nueva guardia -dice con voz neutra su jefe-. Está sangrando de nuevo.


-Voy para allá -declara Luján-.


-No, no -le interrumpe Lastres-. Aquí no vengas. Vete a La Paz. Lo llevan allí.


Luján va al hospital. Le han dicho la contraseña que tiene que decir para que los servicios médicos sepan que es una de las personas de perímetro. Aquello no es El Pardo, así que tiene hacinarse en salitas con conspicuos miembros del Movimiento y, fugazmente, con la esposa e hija del Caudillo. Hay personas que rezan. Otras parecen resignadas. 82 años. Dos operaciones en menos de una semana. Es el fin.


Cuatro horas después, son informados de que la operación ha terminado con éxito, y que Franco está vivo. Algunas voces eufóricas llegan a decir que no morirá nunca. Carlos Luján, sentado en un silloncito incómodo, cierra los ojos y desea estar en otra parte, en otro tiempo.











El día 8, Carlos Luján condujo de memoria hacia el sur y al llegar a la comisaría se hizo anunciar al comisario. Azpíriz lo recibió con el canario Hermoso. Ambos estaban exultantes.


-Nos preguntábamos si vendrías hoy -le dijo Azpíriz, casi sonriente-. Nos estaba costando esperar.


-¿Esperar?


-A ti. Te esperábamos a ti. Para contarte nuestros progresos.


-Por supuesto, pero... ¿habéis llegado a algo?


Azpíriz y el canario cruzaron una mirada de orgullo y de triunfo. Luego el navarro sacó un pequeño libro, de forma alargada, y lo abrió delante de Luján, orientado para que pudiera leerlo. Luján se percató de que todas las páginas estaban llenas de pequeñas fotos con pies de texto a su derecha.


-Éste -explicó Azpíriz- es el libro oficial de los Rotarios de 1936. Aquí están todos los clubes de España con indicación de sus miembros. He abierto por las páginas del de Madrid, por supuesto.


-No me digas más: hay banqueros.


-Los hay, en efecto. Hemos contactado con las familias. Ha costado mucho. Hermoso ha tenido que entrevistar a mucha gente y hundir la nariz en documentos privados, correspondencia, esquelas, esas cosas. Hemos hecho eso con un par de miembros sin conclusiones definitivas. La verdad, hace sólo unas horas pensábamos que esto nos podría llevar meses y, en realidad, no tendríamos la seguridad de conseguir nada.


-Pero la suerte es de quien está ahí para recibirla -interrumpió Luján. Azpíriz, esta vez, sonrió sin ambages.


-En efecto. Tuvimos la inteligencia de darle una copia de tu foto a los inspectores que se encargaron de los contactos.


Luján dejó escapar un mohín de escepticismo.


-Supongo que si en la guía hubiese alguien que se pareciese al de la foto, ya os habríais dado cuenta.


Azpíriz intensificó la luz de su rostro.


-Cierto. Pero yo no he dicho eso. He dicho que los inspectores llevaban una copia de la foto con la instrucción de preguntar si alguien conocía al hombre que aparece en ella. Que no está en el directorio del Rotario ya lo sabemos.


-Bien. ¿Y?


Carlos Hermoso miró al navarro, como pidiendo permiso para hablar. Luego se acercó a Azpíriz, y señaló una foto del directorio.


-Fui al domicilio de este señor: Luis Durán. Me recibió su nieto, que me trató deferentemente pero con indiferencia. Su abuelo tenía una empresa constructora, junto con otros socios de Valencia. También lo mataron en los primeros días tras el Alzamiento. Es todo lo que sabía. Pero me dejó hablar con su tía, una anciana que vive con él, ya muy viejita, no sé si sabe.


-Me hago cargo.


-Pero la mujer tenía la mente lúcida. Me contó que su padre se había especializado en blindajes. Que era el mejor de España en eso. Pero lo mejor vino cuando le enseñé la foto. Enseguida reconoció al hombre que está con López. Era el ingeniero jefe de su padre, un tal... un tal Urbano Trasobares. El Tío Urbano, como lo llamaba ella. Me contó que era un conocido de toda la vida de su padre y que solía ir por su casa. A ella la sentaba en sus rodillas y le cantaba canciones. Aún hoy, la viejita adora a aquel hombre.


-Y, ¿qué sabe de su suerte?


-Todo. Lo sabe todo.


-Me está empezando a dar la impresión -contestó Luján con un suspiro-, que ahora me vas a informar de que Trasobares y su jefe murieron juntos, o por lo menos casi al mismo tiempo.


-Pues te equivocarás -interrumpió Azpíriz-. Según la declaración de la señora... de la señora Durán de Seisdedos -Azpíriz consultaba sus formularios al hablar-, a Urbano Trasobares se lo tragó la tierra en el otoño de 1936. Dijo que se iba a su oficina, y no se lo volvió a ver. Su familia asumió que había sido paseado, pero todas sus gestiones en checas y en comités obreros fueron inútiles. La familia Durán se mudó de su casa, un chalet en Moncloa, porque pronto resultó imposible vivir allí por las bombas y los disparos del frente. Una criada de la casa, que no vivía lejos, se acercaba de cuando en cuando a la casa, en los días en que no había actividad en el frente, para comprobar cómo estaba todo y poder contárselo a los Durán, que vivían cerca de la Gran Vía, con unos parientes.


-Un día de... la mujer cree que la Navidad de 1938 -continuó Hermoso, repasando sus notas-, la criada fue a casa de los Durán y les dijo que cuando se acercó a la casa, como tantas otras veces, encontró a Trasobares deambulando por allí. Reconoció a la criada, y le preguntó por los Durán. No quería saber dónde estaban. Quería saber si lo podían sacar de Madrid. Cuando la criada le contó la verdad, que no era otra que la familia del constructor apenas tenía con lograr su ración diaria de píldoras del doctor Negrín, Trasobares dijo, siempre según lo que la viejita dice que le contó la criada, dijo que ya sólo le quedaba una opción. Y desapareció de nuevo. Es de suponer que la desesperación lo hizo temerario.


-¿Por qué dices eso?


Hermoso miró a Luján con ojos que parecían decir: ¡pero si es obvio!


-Existen indicios para creer que Trasobares estaba en la lista de las checas desde algún momento del 36. Unos dos años después, todavía anda por Madrid, sin haber sido capturado. Eso no es nada fácil. Está claro que es hábil, sabe jugar sus cartas, sabe mostrarse y escabullirse cuando hay que hacerlo.


-...pero lo siguiente que sabe de él la familia Durán es que está muerto -continúa Azpíriz-. Nada de paseos ni descampados en las afueras ni arcenes. Aparece muerto a unos pocos centenares de metros de la Puerta del Sol. ¿Cómo pudo alguien tan precavido ir por un sitio tan vigilado? Es como un suicidio planeado.


Carlos Luján se miró los zapatos, pensando en lo que le acababan de contar. Repentinamente, el estómago le ardió. Dio un respingo.


-¡La última oportunidad!


Los dos policías lo miraron extrañados.


-¡La última oportunidad! -repitió Luján- Los recuerdos de la criada y de la anciana son correctos. Eso fue lo que dijo Trasobares cuando se dio cuenta de que sus jefes de toda la vida no podían hacer nada por él y sacarlo de Madrid. Quemó su último cartucho.


-Está bien, está bien -concedió, escéptico y tras pensarlo unos segundos, Azpíriz-. Pero, ¿por qué en un lugar tan expuesto?


-Sólo hay una explicación: allí estaba su última oportunidad.


El canario los miraba con extrañeza. Pero Azpíriz y Luján se miraban con esa emoción contenida de cuando sabían que emitían en la misma onda.


-¿Te acuerdas del tipo de Sabadell? -Preguntó Luján-. El que reconoció a López en la foto.


-Cómo iba a olvidarlo -contestó el navarro-. Por ese reconocimiento supimos que López había sido... ¡joder, joder, joder!


-Había sido, o había estado relacionado, con el ejército de Negrín -continuó Luján-. Los putos carabineros. Las unidades más ideologizadas de las fuerzas de seguridad. Muchas de ellas, acuarteladas en Pontejos. A unos centenares de metros de la Puerta del Sol.


Carlos Hermoso parecía no ser capaz de permanecer sentado en su silla.


-Entonces... ¡joder! Trasobares murió tratando de contactar con López.


-O después de hacerlo.


-¿Por qué después?


-Porque la huida de López tras la guerra no tiene sentido si no se encontraron. A mí me parece más lógico que la huida de López tuviese que ver con algo que Trasobares le dio. O que le dijo donde estaba. Otra cosa no tiene sentido. Si López hubiera tenido que ocultar durante la guerra su amistad con alguien que quería huir de los rojos, no tiene sentido que, llegada la Liberación, se enterrase en la División Azul por esa razón. Y no olvidemos que hablamos del 38. Navidad del 38. En ese momento, López tenía algo que ofrecerle a Trasobares. Lo mismo que Lucía Odriozola le ofreció a sus camaradas de La Aromática. Amigos franquistas que sacaban gente de Madrid.


-No sé. ¿Y si López huía, simplemente, de su pasado como rojo?-Argumentó Azpíriz.


-¿Perseguido por Cendoya, o sea Longares, o sea su principal jefe y mentor durante esa etapa roja?


-Tienes razón. No tiene sentido.


-No, no lo tiene. Lo que tiene sentido es que la huida de López tuviese que ver con algo que Trasobares le dio. Y creo que sé lo que es.


Luján midió durante segundos la tensión del despacho. Sus interlocutores esperaban sus palabras agazapados como fieras a punto de conseguir una presa.


-Mi teoría es ésta. La constructora de Durán se especializa en blindajes. ¿Quién construye blindajes? Los bancos. ¿Cuál es el primer banco de España? Ese mismo nombre lleva.


-Joder... -la mandíbula de Azpíriz cayó sin fuerza.


-Supongamos que Durán trabaja para el Banco de España. Supongamos que construye o mejora o realiza el mantenimiento de las cámaras blindadas. Eso hace que su ingeniero jefe tenga que entrar en ellas, visitarlas. Quizá no lo hizo solo. Porque si alguien se llama ingeniero jefe es porque hay otros ingenieros a su cargo.


Azpíriz dio un puñetazo en la mesa.


-¡Me cago en Dios! ¡López!


-López, sí. El experto en resistencia de materiales que quería construir túneles por debajo del lago Ilmen. ¿Por qué no? López y Trasobares trabajan juntos. Se conocen. Luego llega la guerra. Trasobares no comulga con lo que pasa. López, tal vez sí. El ingeniero jefe ve cómo su ingeniero se enrola en las fuerzas de seguridad. Entonces López es joven y, quizá, fogoso. Pero Trasobares se queda solo con su secreto.


-¿Su secreto?


-Su secreto, sí. Los recuerdos que os han contado no han podido establecer con exactitud cuándo se volvió Trasobares un objetivo de los rojos. Cuándo comenzó su cacería. Sabemos, eso sí, que fue en el otoño del primer año de la guerra. Tengo la impresión de que, si lo investigamos a fondo, acabaremos descubriendo que el traslado del oro a Cartagena no es en modo alguno ajeno a ello.


-¿Quiere usted decir... el oro de Moscú? -Hermoso, de piel más bien cetrina, empalideció antes de decir eso.


-Es lo que digo. Mi idea es ésta: Trasobares aprovecha, en los primeros días de la guerra, y aprovechando que entra y sale de las cámaras del Banco de España cuando quiere, que las conoce perfectamente, roba, digo, unos papeles comerciales. Sabe que existen gracias a la confianza que su jefe tiene con él. Don Luis Durán, constructor, es miembro del Club Rotario. Como lo es Norberto Ayllón. Algún tiempo antes de la guerra, Ayllón le ha pedido que use sus contactos con los jerifaltes del Banco de España para conseguir una operación relativamente irregular de descuento de papel. Y se lo cuenta a Trasobares, porque un empresario que deja que su propia hija juegue a menudo en las rodillas de su ingeniero jefe, evidentemente no tiene secretos para él. Probablemente, en las primeras semanas tras el Alzamiento, Trasobares acaba sabiendo que tanto a Durán como a Ayllón los han matado los rojos. Y entonces se da cuenta: un papel convertible en dinero contante y sonante, emitido al portador, por un valor muy elevado. Además, ahora el Banco de España, media España en realidad, está en manos de los jodidos rojos, a los que Trasobares probablemente no profesa simpatía.


-Móvil, arma y oportunidad -susurró Azpíriz.


-Sí, José Antonio. Trasobares lo tiene todo. Pero hay algo que no podía prever. No podía prever que, quizá en los mismos días en los que él está perpetrando la sustracción, el presidente Azaña está firmando el decreto secreto por el cual se autoriza al gobierno a sacar el oro de España para tenerlo protegido. Semanas después, los comunistas se llevan el oro a Cartagena y lo meten en barcos camino de Odessa. En Cartagena, en Odessa o en ambas partes, se hace el lógico inventario. Y es entonces cuando Negrín descubre el hurto. Un robo que se toma tan en serio que aparece en las notas que su hijo entrega a Franco a finales del 56. Notas que dejan claro que ordena a su gente que persigan al ladrón y recuperen el dinero. Notas que sugieren que la búsqueda continuó después de la guerra, al menos hasta 1942 Búsqueda, que, además, acabó dando con Anselmo López.


Se produjo un silencio profundo en el despacho. Los rumores de la comisaría llegaban sordos desde más allá de la puerta cerrada.


-Pero -acabó por decir Azpíriz-, no tiene sentido. Si todo esto es cierto, entonces López, probablemente, tenía encomendado encontrar a Trasobares, no protegerlo.


-No creo que Anselmo López siquiera se imaginase que el robo del dinero, si es que supo algo de él antes de que Trasobares lo visitase en el 38, tenía algo que ver con su antiguo jefe. Pero lo que sí tengo por cierto es que cuando ambos se ven y Trasobares se lo cuenta todo, López decide callar y quedarse con el dinero.


-¿Quedarse con el dinero? -Protestó el navarro- Pero, entonces, ¿por qué ir a la División Azul, por qué vivir como un pordiosero?


-Porque Luis Cendoya tenía una orden, y no seré yo quien lo critique por serle fiel -respondió Luján-. Tenía una orden del doctor Negrín: perseguir al ladrón y conseguir el dinero de nuevo. En la navidad de 1938, Anselmo López valora sus opciones, y las de la guerra. Sabe que los rojos la han perdido, así pues no tiene nada que ganar siendo un buen revolucionario. ¿Quién le reprochará eso si su propio jefe, quien luego le perseguirá, está buscándose la vida? Se queda con el dinero. Disimula. Participa en los subterfugios que monta Cendoya para salvar su culo y el de su gente tras la derrota; eso lo sabemos porque a finales del 38 está con Grisca en Sabadell, y Grisca le dice a su hermano que están montando una conspiración para aliarse con falangistas y quedarse en España. Luego desaparece. Hace la vida por su cuenta. Sabemos que López es de carácter más bien pusilánime y tembloroso. Una decisión tan individual y valiente tuvo que llamar la atención de Cendoya, policía experto. De alguna manera, Cendoya acaba por descubrir que López es el ladrón del dinero. Y lo persigue. Hasta Rusia. Lo que pasa en Rusia, amigos, es lo que no sabemos. Pero que me corten una pierna si no sé lo que Trasobares le dio a López el día que luego fue avistado y asesinado en plena calle: RiP 203.


Los otros dos policías tomaron aire, pero no dijeron nada.


-RiP 203 es la clave de dónde está, o estuvo, el dinero. Y la anotación en poder de López no está hecha con la letra de Lucía Odriozola como supuse. La letra será, probablemente, de Urbano Trasobares.


-Y sabemos otra cosa más -añadió Azpíriz.


-¿Ah, sí?


-Sí. Trasobares escribió en 1938 la instrucción RiP 203 y se la dio a Anselmo López. 37 años después, Cendoya entra clandestinamente en España con esa misma instrucción camuflada en una cajetilla de tabaco. Eso nos dice que en RiP 203 todavía hay algo. Tenemos que encontrarlo -sentenció el navarro, mirando alternativamente a sus dos interlocutores -antes que ellos.