viernes, septiembre 17, 2010

Aquel desgraciado 9 de junio

Dado que mi pequeña historia sobre la oposición a Hitler está en una máquina a la que ahora mismo no tengo acceso, voy a hacer un pequeño receso y os voy a dejar, este fin de semana, una historia que tal vez no conozcáis (sería lógico, pues a los españoles nos es apenas tangencial); que tiene sus elementos curiosos y notables y, sobre todo, es una historia visitable. Toda la cuestión es que os vayáis algún día a París, os acerquéis por la Bastilla y allí toméis la rue Saint-Antoine y os detengais, más o menos, a la altura del número 62.


Allí murió un rey.


Jueves, 30 de junio de 1559. Un mal año para ser francés. El larguísimo conflicto con España para ver cuál de los dos va a compartir con el Papa el dominio básico de Italia se ha saldado con un resultado parecido al de la reciente copa del mundo de fútbol, esto es: Francia encabronada, dividida y perdedora, y España encantada de haberse conocido. En la paz de Cateau-Cambresis, a los franceses se les peló la piel lateral de las piernas de tanto bajarse los pantalones. Ciertamente el rey, en oportuno bando, anunció el final de la guerra animando a sus súbditos a «de louer et célébrer un si gran bien». Que la paz había sido grand, cierto; pero lo de bien... en fin. Francia cedió en aquel tratado sus reivindicaciones sobre Saboya, el Piamonte, el Milanesado, Córcega y otras tierras italianas. O sea, salía del futuro país berlusconita con el rabo entre las piernas. Además, se avenía a ciertos arreglos maritales propios de la época. Aceptaba que Felipe II, rey de España, se casara con Isabel de Francia, hija del rey Enrique II y que entonces tenía trece años. La hermana del rey, Margarita, era asimismo casada con el duque de Saboya, Felipe Manuel. El saboyano aún tuvo el detalle de presentarse a formalizar la boda por sí mismo; Felipe II envió al duque de Alba, pues los de Alba, en la Historia de España, han servido lo mismo para un roto que para un descosido.

Con todo, no es la paz de Cateau-Cambresis lo que nos interesa. Lo que nos interesa es la situación jodida en la que quedó el rey francés, con un pueblo cabreado. Aunque Enrique II fuese rey de Francia, que es cosa que siempre ha sido muy pintona, todavía faltan algunos años para que la monarquía francesa sea esa cosa superpoderosa que llegó a ser. Es tan distinto el régimen de vida de los reyes de entonces que Enrique II no vive en un palacio, sino en un hotel, el hotel des Tournelles. Así pues, la corona sabe que tiene que hacer algo para impulsar el buen rollito social. Es por ello que recibe aquella paz con grandes alharacas, celebrando que las armas callen, y decide celebrarlo con un torneo al viejo estilo medieval.

Para ello, la calle entonces más larga de París, la de Saint-Antoine, es literalmente invadida por los obreros reales, los cuales construyen en su interior una pista de torneos como ésa que habréis visto en las pelis de la Edad Media, es decir con un forillo en la mediana para dividir a los caballeros, que para batirse corren la pista de parte a parte, cada uno en su lado, lanza en ristre, y en el embroque se arrean unos hostiones del cuarenta y dos, resultando ganador el que quedaba sobre el caballo. En la dicha calle se colocaron tarimas y otros arreos, así como unas gradas o balconadas para la gente importante. Por ello tiene tanta importancia el número 62. A su altura se colocó el balcón donde estaría la reina, la cual, como veremos, tiene su importancia en esta historia.

A los vecinos les debió hacer poca gracia la cosa. Al fin y al cabo, era la segunda vez en el año que les dejaban sin calle. A principios de ese mismo año, y con ocasión de la boda de Mary Stuart o María Estuardo con el delfín de Francia, ya se había adecentado el mismo sitio para ofrecer a los esposos un combate entre turcos y moros. Cuentan las crónicas que los tambores al modo otomano hicieron las veces de vuvuzelas para amargarle la vida a los residentes de la zona. Por aquel entonces María tiene 14 años y su marido Francisco, 15. La gente dice que la reina pasa las noches esperando en vano. Dicen las crónicas de la época que Francisco «il a les partes génératrices constipées». Literalmente, los huevos estriñidos.

El hecho de que las cosas se hicieran así revela, a mi modo de ver, el deseo del rey por convertir aquel torneo en una operación de imagen. Es obvio que en el París de 1559 hay terreno de sobra para montar el torneo en cualquier mesetilla sin necesidad de andar jorobando a nadie. El hecho de organizarlo y colocarlo en la misma ciudad revela cierta intención por conseguir elevada audiencia. ¿Audiencia para qué? Pues, entre otras cosas, para recuperar la imagen de guerrero sin par. Porque el rey, ese mismo rey que acaba de perder una guerra, participa en el torneo.

El torneo empieza el 28, y en sus dos primeros días va de coña, con el rey entre los ganadores de las justas. El jueves 30 las celebraciones comienzan a las 9 de la mañana. A la citada altura del número 62 toma asiendo en su palco la reina Caterina. Hasta ahí todo normal. Pero no es la única mujer en el palco de honor.

Enrique II era, sin duda, un hombre un tanto especial. Tiene, como otros muchos monarcas de la época, una amante. Lo que no es tan normal es que esa amante, Diana de Poitiers, duquesa de Valentinois, tenga la friolera de 60 años; y no olvidemos que 60 tacos de hoy son como setenta y pico u ochenta de hoy en día, como poco.

Cuentan las crónicas que lo de Diana de Poitiers es un caso de dificilísima explicación. Sucintamente: con sesenta años, estaba que lo crujía. El escritor Pierre de Bourdeille, abad de Brantôme, dejó testimonio del encuentro que tuvo con ella cuando ya tenía setenta años; y dijo encontrarse con una mujer «tan bella, con un rostro tan fresco, tan atractiva como una mujer de treinta años».

El rey Enrique no sólo se apretaba a la Valentinois; es que además, como vemos, le reservaba sitio en el palco, cerca de a su presunta costilla. El Renacimiento tiene estas cositas.

La cosa no termina ahí. Enrique II lleva en su armadura sus colores, que son el blanco y el negro. Pero es que da la casualidad de que ése es también el código cromático de su amante, que le ve desde el palco vestida de negro, como corresponde al luto por su marido, el señor de Brezé. Dado que en las justas medievales era costumbre que el caballero portase algo de su amada o de la mujer en favor de quien luchaba, esta coincidencia da para un montón de comentarios maledicentes, a los cuales los franceses son tan proclives como nosotros mismos.

Caterina tiene sentimientos encontrados hacia Diana de Poitiers. Por un lado, lógicamente, la metería en el váter y tiraría de la cadena. Pero, por otro lado, sabe bien que es Diana la que ha obligado al rey a administrar sus ardores sexuales y visitar el tálamo nupcial de cuando en cuando por el bien del Estado; lo cual le ha permitido a la reina tener nada menos que diez hijos (de los cuales tres, por cierto, serán reyes de Francia); y eso a pesar de que se decía que al rey la reina le recordaba físicamente al papa León X. Y hay que reconocer que pensar en un papa no es la manera más propia de convocar a la líbido.

Este odio jodidillo queda bien expresado en la frase que la tradición adjudica a la propia Caterina: «Quiero bien a Madame de Valentinois; aunque le he hecho saber cómo lamento esto, pues jamás una mujer que ama a su marido ha amado también a su puta».

Ésta es la pareja que comparte palco en el torneo del 9 de junio de 1559, jueves.

El primer enfrentamiento es contra el duque de Saboya, futuro cuñado. El rey le arrea un lanzazo y lo manda al suelo. Antes del duelo le ha dicho el monarca: «apriete bien vuesa merced los tobillos, que pienso embestir sin respeto ni de alianzas ni de fraternidades». Si las condiciones de una paz desventajosa obligaron al rey francés a aceptar aquel matrimonio, parece claro que en el duelo se vació de su mala hostia.

El siguiente contrincante es el duque de Guisa, un hombre de quien se nos dice que era enorme y a quien todo el mundo conoce como Balafré (Scarface en francés) por una enorme herida en la cara que se ha hecho en la guerra por su puta manía de ir a la batalla a cara descubierta. También le gana el rey.

Tras esa victoria, el rey envía a Filiberto de Saboya, propietario del caballo que monta, a decirle al duque saboyano, su futuro cuñado, que el animal es excepcional. Filiberto vuelve con el recado de la reina de que el rey deje de luchar, pues es tarde ya y va haciendo frío. Sin embargo, el rey no quiere parar. Tengo que investigar esto un poco más, pero da la impresión de que el número tres tiene su importancia en los torneos medievales. En un libro de crónicas del catalán Ramón Berenguer he leído que, en yendo a un torneo, tuvo que llamar tres veces para que le dejasen entrar (rito probablemente preceptivo). En el mismo sentido, el rey aduce al recado de la reina que él va ganando y, tal y como es costumbre, por ello tiene que conceder tres duelos.

Así pues, hay un tercer contrintante: el comandante de la guardia escocesa Gabriel de Montgomery, conde de Lorges. En la primera embestida, no cae ninguno de los dos. Según la costumbre, en ese momento el torneo puede acabar: el ganador de la jornada ha concedido el tercer enfrentamiento, éste ha acabado en tablas, así pues todos a casita. Pero el rey quiere un segundo embate. El propio Montgomery le insiste para que lo dejen, pero Enrique se empeña. En el segundo embate, ambos contendientes rompen las lanzas, pero no caen. Y entonces pasan cosas muy raras.

La primera es que el rey, decidido a un nuevo embate, toma una lanza nueva. Pero Montgomery no. El escocés olvida coger una nueva o, al menos, cuando aún no lo ha hecho, y contrariamente a la costumbre, las trompetas suenan. Para que nos entendamos: es como si el árbitro del Madrid-Barça pita el inicio del partido cuando aún hay medio equipo del Barça que no ha salido al campo.

Los caballeros obeceden a las trompetas, así pues se van a su lado de la calle, y salen al galope; el rey con una lanza completa y Montgomery con una lanza rota. Cuentan las crónicas que los contendientes llegan a la altura el uno del otro, se oye un chirrido de acero, el golpe de los yelmos contra la arena... y luego el público se da cuenta de que Montgomery todavía conserva su media lanza en la mano.

Todo parece indicar, en mi opinión, que el hecho de que Montgomery cargase con una lanza rota es el responsable de la tragedia. La punta de la lanza era extremadamente delgada y afilada y además, el escocés, al embestir contra el rey, llevaba un arma más ligera de lo que estaba acostumbrado a llevar, lo cual, probablemente, hizo que la llevara algo más elevada de lo normal. Lo fundamental en un torneo es tirar al suelo al contrincante, por lo que el objetivo de la lanza es golpearle lo más cerca posible de su centro de gravedad, en algún sitio entre el ombligo y los pezones. Pero Montgomery, como digo, llevaba un lanza ligera y afilada, a altura superior.

Había impactado en la cara del rey. Enrique II todavía tiene la presencia de ánimo de cabalgar hasta su rincón. Una vez allí, se deja caer en brazos de sus escuderos.

En su cama del hotel des Tournelles, todos los testigos están horrorizados. La lanza ha penetrado por el ojo derecho del rey y ha seguido penetrándole hasta salir por la oreja del mismo lado. Montgomery llora desconsolado a los pies de la cama (esto es lo que dicen las crónicas; lo cierto es que en el grabado de la escena que se conserva en la Biblioteca Nacional de París, da la impresión de que el ojo que está vendado es el izquierdo. Pero cabe considerar que, por las características de los duelos, el lado derecho del combatiente era siempre el más cercano al contrincante, por lo que es lógico que fuese éste el herido).

El famoso cirujano Ambroise Paré es llamado a la cama del rey. No se repara en medios. De hecho, la práctica totalidad de los condenados a muerte en las cárceles parisinas serán ejecutados en las próximas horas, se les cortará la cabeza y se le entregarán a Paré, para que éste pueda ensayar en frío diversas estrategias para extraer esquirlas de lanzas de un ojo derecho. Paré es, por cierto, quien ha tratado la herida de guerra en el rostro de Balafré; colocó valientemente un pie sobre la cabeza del duque y, con gesto seco, arrancó el trozo de lanza que tenía clavado. Pero, esta vez, entre que es un ojo, y que es el rey, no se atreve. Apenas le quita aquellas esquirlas que es capaz de extirparle desde los orificios de la nariz. Genio y figura, el día 9, el rey exige que se celebre el matrimonio de su hermana. El 10, por la mañana, expira.

En medio de esa tragedia, Caterina, nuestra reina tragabilis, tiene la presencia de ánimo para labrar su venganza. Lo primero que hace es prohibir la entrada de Diana de Poitiers a la alcoba del rey; así pues, Enrique se murió sin despedirse de su amante. El día 9, cuando el rey reclama el casamiento del de Saboya, signo inequívoco de que sabe que no le queda ni un intermedio, Caterina le manda un recado a Diana en el que, fríamente, le exige que devuelva las joyas de la corona en su poder. A la muerte del rey, la reina viuda aún le obligará a devolver un montón de pasta que el rey le dio, e incluso el imponente castillo de Chenonceaux.No hay más que verlo para imaginarse los polvetes que debieron echar Diana y Enrique escuchando el agua pasar debajo de ellos...

La reina, además, dio orden de derribar el hotel des Tournelles, en cuyo lugar, tiempo más tarde, se construiría la actual plaza de los Vosgos. Lo hizo por un sola razón: viviendo en Tournelles, prácticamente fuese a donde fuese, tenía que pasar por la calle Saint-Antoine. Probablemente, cada vez que lo hiciese aún vería el rostro perdido del hombre al que sin duda amó sinceramente, aunque él le viese a ella cara de papa y se dedicase, por ello, a frotarse con una señora veinte años mayor que él.

miércoles, septiembre 15, 2010

Matar a Hitler (1: los comienzos)

Supongo que no es mucho suponer que sean mayoría las personas que sepan que el supremo jefe de la Alemania nazi, Adolf Hitler, fue objeto de un atentado que estuvo a punto de acabar con su vida a finales de la segunda guerra mundial; más concretamente, el 20 de julio de 1944, en algún momento entre las doce y media de la mañana y la una de la tarde. Tampoco es improbable que a muchos les suene el nombre del conde Von Stauffenberg como autor de los hechos. De todo esto voy a hablar en estas notas. Pero lo voy a hacer, principalmente, para reivindicar otros muchos más nombres. Para demostrar, si puedo, que la conspiración para matar a Hitler, o más propiamente el conjunto de conspiraciones, fue un dédalo de voluntades.

Creo que es necesario contar esta historia para evitar una confusión muy frecuente alimentada, sobre todo, por el cine de Hollywood. Me refiero a utilizar la expresión «los nazis» como sinécdoque de la completa Alemania en guerra. Se dice, por ejemplo: «Tras descartar una invasión de las Islas Británicas, los nazis invaden la URSS». Existe una confusión, no sé si interesada o no, entre los diversos estamentos que conforman una sociedad compleja como la alemana, notablemente el ejército, y la fidelidad a los principios del nacionalsocialismo. No todos los alemames que hicieron la guerra eran nazis ni la hicieron por los motivos por los que Hitler la inició. No todos los alemanes, ni siquiera los mandos militares, acompañaron a Hitler más allá de 1941, cuando empezó a hacerse evidente que la guerra duraba demasiado, que estaba demandando demasiados recursos y, con el tiempo, que no podía ser ganada por el Eje.

Los conspiradores alemanes son conspiradores un poco especiales. Cuando los comunistas montan la infraestructura de lo que se conoció como la Rotte Kapelle o Banda Roja, es decir un grupo de espías que le cantaban a Moscú por onda corta los planes militares del Eje, les costó Dios y ayuda encontrar gente en Alemania que los ayudase. Para la resistencia alemana, una cosa era acabar con Hitler y otra muy distinta trabajar para que la nación fuera vencida por sus enemigos; lo cual demuestra que en el gesto de luchar contra el resto de Europa llevado a cabo por Alemania en los años treinta había muchas más cosas que el sueño de la supremacía de la raza aria.

Los conspiradores contra Hitler no lo serán contra Alemania, sino por ella. Los planes para matar a Hitler forman parte del montaje de un golpe de Estado militar, tan militar que sus jefes, teniendo fuerzas policiales a su disposición durante las horas en las que aún no se sabía en Berlín si Hitler estaba vivo o había muerto en Rastenburg, se empeñaron en no usarlas, porque su golpe era un golpe militar, no civil, aunque hubiese civiles implicados. Ellos querían matar a Hitler para que el ejército volviese a estar comandado por militares y soñaban, probablemente, con repetir la jugada de la primera guerra mundial, esto es conseguir un armisticio que mantuviese impoluta la estructura militar e industrial alemana (tentativa probablemente inútil, pues una cosa que los aliados tenían clara es que no debían repetir este error).

El primer opositor a Hitler es, probablemente, el almirante Wilhelm Canaris, jefe del denominado Departamento Z, es decir la inteligencia militar de la Abwehr. Canaris hablaba español, lo cual le dio cierto protagonismo en los contactos entre Hitler y Franco; y, que yo sepa, nunca se ha terminado de dirimir del todo si esta posición de intermediario, teniendo en cuenta su creciente oposición a lo planes del Führer, no tuvo algo que ver en que España no entrase en la segunda guerra mundial. El almirante tenía un segundo, el oficial Hans Oster, con quien compartía las ideas antihitlerianas. Canaris estaba bien situado en la nomenklatura militar alemana; también entre los más fervientes partidarios nazis. Reinhald Heydrich, por ejemplo, un ario atractivo y atlético que también ejercía labores de inteligencia y era un nazi ferviente, era tan amigo suyo que solia ir a su casa a interpretar música clásica con Erika Canaris.

Fue la pareja Canaris-Oster, obviamente doctorados en las conversaciones a media voz y los reclutamientos delicados, la que empezó a construir un grupo de alemanes de cierta importancia que se caracterizasen por su rechazo a la figura, o a las acciones, de Adolf Hitler. En esos contactos llegaron a otra figura fundamental en esta historia, el general Ludwig Beck, jefe del Cuartel General de la Armada y el militar de más alta graduación que llegó a comprometerse a plena conciencia con la conspiración. Beck llegó a decir que el día que juró fidelidad a Hitler fue el más negro de su vida, pero tenía dos handicap como conspirador: uno, era tremendamente dubitativo; de hecho, aunque se ha dicho que ya en 1938, durante el pulso entre Hitler y Chamberlain por Checoslovaquia, Beck estuvo a punto de liderar un golpe contra el Führer, es más que probable que esto no llegase en realidad muy lejor. El otro gran defecto es que tenía una salud de cristal. De hecho, pocos meses después de iniciarse los contactos conspiratorios hubo de ser operado de un cáncer de estómago.

Entre los nuevos aliados de la conspiración cabe destacar al diplomático Ulrich Von Hassel, que a mediados de los años treinta ocupaba la importantísima embajada alemana en Roma. El problema que presentaba Hassel es que, como los diplomáticos y los jueces de carrera auténticos, despertaba la desconfianza de los jerarcas nazis, que los consideraban mentes excesivamente libres. De hecho Ribentropp, cuando ascendió a la máxima responsabilidad de la diplomacia alemana, lo hizo llamar de Roma y lo mantuvo en Berlín sin responsabilidad alguna. Dado que tenía tanto tiempo libre y muy poco que agradecerle al nazismo rampante, Hassel convirtió su casa en Berlín, como hizo Beck con la suya, en un lugar propicio para las tertulias entre personas con las mismas inquietudes. En aquellas citas comenzó a aparecer Karl Goerdeler, un civil forjado en la administración municipal. Hombre de ideas conservadoras (los conspiradores contra Hitler estuvieron muy lejos de ser izquierdistas peligrosos), fue alcalde Leipzig. Inicialmente prohitleriano, comenzó a virar cuando los jerifaltes del NSDAP comenzaron a hacer, como diría Peter Griffin, «cosas nazis»; como retirar de Leipzig la estatua de Félix Mendelssohn, compositor de origen judío. Así pues, Goerdeler se retiró de la vida municipal, se convirtió en representante de la firma Bosch, lo que le permitía viajar, y se convirtió en una especie de mensajero profesional de la conspiración.

En 1938 Beck, en realidad el único conspirador con alto mando, fue cesado de su cargo. Este cese fue contemporáneo de los denominados casos Blomberg y Fritsch, que hicieron mucho por enervar la acción de los conspiradores.

El mariscal de campo Werner von Blomberg era ministro de la Guerra y comandante en jefe de las fuerzas armadas. A finales de 1937, se encoñó con una mujer que era casi una niña y en enero de 1938, no sin antes consultarlo con Hermann Göring, se casó con ella. En realidad, Göring transigió porque tenía miedo de carecer de poder suficiente para oponerse a Blomberg, puesto que éste pertenecía a la tradicional aristocracia militar alemana, opuesta, entre otras cosas, a estrategias como la famosa Blitzkrieg. Pero siguió investigando, hasta que descubrió que la flamante señora Blomberg había sido una vez prostituta. Habiendo sido el propio Hitler testigo de la boda, el asunto era un escándalo en el que, además, se acusó a Blomberg de mellar el prestigio de las propias fuerzas armadas.

En relativamente poco tiempo, pues, Hitler mató dos pájaros de un tiro. Forzó primero el cese de Blomberg y, en lo que respecta a su segundo, general Werner von Fritsch, lo hizo acusar de homosexualidad. La Gestapo disponía de un testigo para confirmar esta versión, pero en grueso de las fuerzas armadas permaneció impasible el ademán (y el alemán) sin creer la historia. Esto puso a Hitler en una situación complicada.

El jurado especial para el caso debía reunirse el 10 de marzo de 1938. En febrero, inopinadamente, Hitler suprimió el Ministerio de la Guerra, cesó del alto mando a dieciséis generales, y se nombró a sí mismo comandante en jefe de los ejércitos. Tres meses después, a finales de mayo, Hitler iniciaría su estrategia de tensión con Checoslovaquia con la celebración de unas maniobras en la frontera sudete; y, como veremos ahora mismo, lo de Austria estaba al caer. Es obvio que para ese movimiento le venía muy bien ser el commander in chief de las Fuerzas Armadas pero, como vemos ahora, existen otras razones estratégicas para dicho movimiento. Mediante su autonombramiento, el propio Hitler sucedió a Blomberg, evitando así toda oposición; y, como siguiente movimiento, nombró al mariscal de campo Walter von Brauchitsch en lugar de Fritsch.

El día 10 de marzo, como estaba previsto, el jurado del caso Fritsch se reunió presidido por Göring. Pero al día siguiente, 11 de marzo, Hitler anuncia la Anchluss con Austria. El jurado suspendió sus sesiones y sólo se reunió el 17, en un momento en el que el prestigio de Hitler se había multiplicado por haberse engullido Austria. Así las cosas, Göring, como presidente del Tribunal, aceptó las críticas al testigo de la Gestapo y formalmente rehabilitó a Fritsch, aunque no fue así puesto que el militar no recuperó su trabajo ni lavó su nombre. Abrumado, moriría al año siguiente, durante la invasión de Polonia, en lo que se ha considerado siempre como algo muy cercano al suicidio.

Estos dos casos enseñaron a los militares alemanes de pura cepa dos cosas: una, que los nazis estaban dispuestos a dominar por completo el ejército alemán. Y, dos, que estaban dispuestos a hacer lo que hiciese falta, incluso fabricar falsas acusaciones, para llevar a cabo estos planes. Teniendo en cuenta que, como ya hemos dicho, la conspiración contra Hitler es, primero que cualquier otra cosa, una conspiración militar, estos hechos tienen la máxima importancia. Estamos, pues, a las puertas de la primera conspiración contra Hitler. La más débil, la menos conspiración. Hitler, en realidad, y ésa es al menos mi opinión, no estuvo en peligro en ningún momento de aquel convulso año 1938. Lo cual tiene varias razones de ser.

La nómina de conspiradores crecía. Es el caso de Hjalmar Schacht, anteriormente presidente del banco central alemán y ministro de Finanzas, cargos que había abandondo en diciembre de 1937 cuando Hitler nombró a Göring, y no a él, plenipotenciario para el Plan Económico Quinquenal. Colaborador de Schacht era otro hombre que sería de gran utilidad para los conspiradores, Hans Bernd Gisevius.

Asimismo, el duo Canaris-Oster entró en contacto con Hans von Dohnanyi, un joven de buena familia, que era asistente del ministro alemán de Justicia, Franz Gürtner, el cual estaba intentando, de mala manera, frenar las acciones nazis en la Justicia alemana, que la abocaron de hecho a su destrucción y pleno sometimiento a la legalidad nacionalsocialista.

Entrados ya en el año 1938, Beck trata de ganar para el bando conspirador a Brauchtischt. Éste, sin embargo, se muestra reservón y apenas actúa para permitir a Beck celebrar en agosto una especie de cumbre de generales. Cuando Hitler se enteró, citó a los generales en su guarida montañosa del Berghof y les echó una bronca de narices que forzó la dimisión de Beck. En todo caso, éste fue sustituido por el general Franz Halder, asimismo partidario de los conspiradores.

El crecimiento del grupo de conspiradores, los asuntos Blomberg y Fritsch y, sobre todo, la estrategia de máxima tensión bélica llevada a cabo por Hitler en aquel año, estrategia que culminó en los acuerdos de Munich por los cuales Checoslovaquia le fue entregada, forzaron a los conspiradores a pasar la acción. Si Hitler precipitaba a Alemania a la guerra (que es, como sabemos bien, exactamente lo que estaba haciendo), se desataría una revolución conservadora. Beck se lo explicó así a Halder y éste inició una serie de contactos con Goerdeler, Schacht, Oster y toda la pesca. Conforme la tensión que hizo crisis en Munich se acrecentaba, Halder llegó a la convicción de que era necesario algún tipo de golpe de Estado y acudió a Schacht para que le garantizase el apoyo político.

El plan era sencillo: un grupo de generales acudiría a ver a Hitler, lo situaría bajo arresto y lo sometería a un juicio supersónico con el cargo de haber puesto Alemania en peligro. Uno de los nuevos conspiradores, Hans von Dohnanyi, fue encomendado de buscar respaldo jurídico para declarar a Hitler loco e incapaz. Para ello, Dohnanyi contactó con otro miembro de la conspiración, Otto John, para que asimismo contactase con su suegro, el neurólogo Karl Bonhoeffer. El médico estudió una serie de informaciones que se le facilitaron sobre los padecimientos pasados de Hitler y concluyó que una persona de estas características bien podría estar mal de la cabeza.

Dado que el golpe de Estado era prácticamente impracticable para un grupo tan reducido de conspiradores, sobre todo teniendo en cuenta que eran fundamentalmente militares y que Hitler ya se había cuidado mucho de crear poderes paramilitares, o amilitares si se prefiere, como las SS o la Gestapo, pronto la resistencia pensó en la necesidad de encontrar apoyos entre los enemigos de Hitler. Para ello fue enviado a Londres el mayor Ewald von Kleist-Schmensin, quien para conseguir sus contactos contó con la ayuda e Ian Colvin, corresponsal en Berlín de The News Chronicle de Londres; y el funcionario de la embajada británica Sir George Ogilvy-Forbes.

En Londres, Kleist se reunió con funcionarios del Foreign Office y con Winston Churchill; político que, no se olvide, en ese momento no estaba en el poder sino que era considerado entre los propios conservadores como una voz excesivamente pesimista sobre las posibilidades de una guerra europea. Kleist le contó, ya en agosto de 1938, que Hitler tenía la convicción personal de que ni Londres ni París moverían un dedo por Checoslovaquia; dato éste que desmiente el hecho de que los británicos pudiesen firmar semanas después el pacto de Munich pensando que habían convencido de algo a Hitler. Solicitó tomas de posición públicas por parte de personas de la mayor relevancia en Reino Unido contra la guerra y sus peligros. Neville Chamberlain, cuando conoció estos informes, llamó a consultas a su embajador en Alemania, Neville Henderson. Pero Henderson era un firme partidario de la política de paños calientes con Hitler, así pues le tranquilizó.

Von Kleist, sin embargo, no fue el único. Theodor Kordt, consejero en la embajada alemana en Londres, llegó a hablar incluso con Lord Halifax, secretario de Estado, avisando de los peligros de contemporizar con Hitler. Chamberlain, para entonces, ya había decidido pactar en Berlín.

Beck, Canaris y Halder estuvieron en el verano de 1938, pues, dispuestos a dar un golpe de Estado contra Hitler. Contaban para ello con la compañía del sucesor de Halder, general Erwin von Witzleben; del conde Wolf Heirinch von Helldorf, jefe de la Policía de Berlín; o Erich Hoepner, comandante de la Tercera División Panzer. Witzleben encargó a un joven militar, Friedich Wilhelm Heinz, formar el comando que arrestaría a Hitler. Hay quien dice que también se le ordenó que se lo montase de manera que, durante el arresto, no hubiese más remedio que meterle dos tiros, bien encima, bien debajo del bigote.

¿Por qué no se llevó a cabo el golpe de Estado? Esta pregunta tiene muchas respuestas. La frialdad británica es, probablemente, una de gran importancia; es, de hecho, la tesis que escribiría después de la guerra uno de los conspiradores, el jurista conservador, de inspiración cristiana, Fabian von Schlabrendorff. Beck y Oster hicieron llegar a Corvin la información de que Hitler tenía la intención de invadir Polonia (no se olvide que ese movimiento fue el que, medio año después, desató la guerra) el 29 de marzo; exactamente dos días antes que el gobierno de su Majestad anunciase en la House of Commons que Francia e Inglaterra apoyarían a Polonia si era agredida. Asimismo, Canaris avisó a Londres el 3 de septiembre (48 horas después de declarada la guerra) de un ataque aéreo sobre Londres; ataque que, además, Halder se las arregló para obstaculizar. Estas coincidencias vienen a demostrar que la resistencia alemana rindió importantes servicios a los aliados, mientras que éstos no hicieron gran cosa por ellos.

Pero, sea cuales sean las razones, lo realmente indiscutible son las consecuencias. Después de Munich, el prestigió de Hitler se disparó de tal manera que hizo ya imposible un golpe de Estado que aspirase a tener un mínimo de apoyo social. Más aún después del 15 de marzo de 1939, cuando los alemanes entraron en Praga y Hitler se ganó la fama social de invencible de la que iba a vivir los siguientes seis años.

lunes, septiembre 13, 2010

Folletín de verano (epílogo final)

Bueno, ya hemos llegado. Lo que sigue es el epílogo o capítulo final de La oportunidad de Judas, el folletín de este verano. Como bien dice la última frase de esta novela, lo que ahora vas a leer es todo lo que te puedo decir sobre el caso Anselmo López. El resto, nunca lo sabremos.

Quiero agradecer desde aquí a los amables lectores que este verano han ido enviando comentarios con errores de redacción o contenidos que no acababan de ver claros. Todos esos mensajes los he guardado para tenerlos en cuenta en una última revisión del texto, tras la cual daré el manuscrito por terminado y lo colgaré en la biblioteca para que todo aquél que desee bajárselo pueda hacerlo.

Agradezco asimismo el detalle a aquellos lectores que han decidido hacer uso del botón de donación porque necesitaban rendir algún tipo de pago por la novela. De hecho, gracias a ellos puedo pujar con razonables esperanzas de éxito en una subasta que se va a celebrar próximamente por un libro que me interesa ;-)

Lo único que realmente pido a mis lectores es que, si les gusta la novela cuando la hayan terminado, lo vayan contando por ahí. Lo que un escritor quiere son lectores, así pues, cuantos más tenga yo, más contento estaré.

En fin. Me da como penita decirlo, pero, pasada la línea de puntos que va debajo de este párrafo, se acaba el caso Anselmo López.

............


Me llamo Bruno Luján. Yo he escrito todas las páginas que acabas de leer. Pero antes de explicarte cómo y por qué las escribí, y algunas cosas que pasaron después, debo hablarte de mí.

Dos o tres veces en las páginas anteriores, has sabido de mí. Yo soy Bruno, el hijo de Carlos Luján y de Laura Gómez. Nací cuando ya mis padres no me esperaban, hace ahora casi sesenta años. Crecí en un hogar que mi padre apenas visitaba, así pues estaba mucho más unido a mi madre que a él. Mi padre quería que yo fuese policía, que siguiese su estela. Yo le decía que sí más por atavismo que por convicción. En 1975, al mismo tiempo de la muerte de Franco y en las últimas escenas de la investigación del caso Anselmo López que han quedado descritas en las páginas anteriores, estaba haciendo mi servicio militar. Para mí, el servicio militar fue la experiencia definitiva que necesitaba para desafectarme de mi padre. Antes ya, en la escuela, había conocido gentes de ésas a las que la policía franquista perseguía y, poco a poco, me sentí identificado con ellos. El 20 de noviembre de 1975, en mi cuartel se celebraron misas y paradas en honor del Caudillo; pero un reducido grupo de militares brindó con champán, y yo estaba allí para acompañarlos. Cuando regresé de mi servicio militar, hecho un hombre como solía decir mi madre, las relaciones con mi padre y con ella se fueron haciendo progresivamente más difíciles. Apenas un par de años después, hice unas oposiciones a un banco, las aprobé y me fui de casa.

Lo del banco fue sólo para mantenerme por mí mismo y saber qué hacer con mi vida. Al poco tiempo de independizarme, me eché una novia que me introdujo en el mundo del teatro. Entonces en Madrid había un grupo independiente en cada barrio y yo me uní a uno de escaso éxito. Representábamos obras que, de una forma o de otra, siempre estaban pretendiendo releer la reciente Historia de España. Era nuestra obsesión en aquel entonces. Por las mañanas abría cuentas corrientes y por las tardes interpretaba a milicianos moribundos y militares represores. Ésa, sin embargo, no era mi vocación. Durante aquellos años en que llegaron, primero el Partido Comunista y luego la Constitución, tuve muy poco contacto con mis padres. Con mi padre apenas cruzaba alguna que otra palabra. Las escasas paellas de los domingos comenzaron siendo una discusión política constante para terminar siendo un funeral de silencios; renuncié a discutir con él y, el día que hice eso, renuncié a hablar con él. Por mi madre supe que, hasta su jubilación, mi padre regresó a su puesto policial y allí fue apartado. Al parecer, solía decir: siempre me colocan en el punto de los edificios más lejano a una pistola. A mí no me daba ninguna pena. Para entonces ya me había hecho una idea bastante fiel de cuáles habían sido sus cometidos profesionales; una idea bastante repugnante.

Siempre pensé que dejaría el banco por el teatro, pero la verdad es que lo que dejé fue el teatro. Me di cuenta de que la escena no era lo mío, pero de aquella experiencia, de aquellos tiernos y torpes intentos que hicimos por escribir historias asamblearias destinadas a remover conciencias, me quedó ese gusanillo, el de contar historias. Desde entonces, pocas cosas deseé tanto como poder ser, poder considerarme, un escritor. Fui un escritor sin éxito. En los años ochenta me gasté una fortuna en sellos remitiendo originales a revistas, editoriales y agentes literarios. Jamás recibí ni una respuesta. Ni siquiera negativa. Me casé en 1987 con una compañera de trabajo. Alicia fue paciente lectora de mis manuscritos. Un día, tras toneladas de comentarios eficazmente comprensivos, estalló en ella la sinceridad y, frente a mi milésima decepción, sentenció:

‑El problema, Bruno, es que en todo lo que escribes se nota a la legua que lo que cuentas no lo has vivido.

Esa reflexión me ayudó a dejar de querer ser escritor sin sufrir por ello. El problema ya no estaba en cómo escribía. Estaba en las cosas que contaba. El problema era mi vida de pequeñoburgués sin horizontes. Fue la situación perfecta; una explicación que todo lo disculpaba y, al tiempo, era compatible con una visión marxista de la vida. En aquel entonces, yo no quería ni necesitaba más.

Mi padre, Carlos Luján, falleció el día de Año Nuevo del 2005. Desde entonces, Alicia y yo, y mis dos hijos, multiplicamos en lo posible las visitas a mi madre. Hizo falta porque perdió la cabeza poco tiempo después de fallecer él, como si su Alzheimer estuviera esperando aquel evento para estallar. Falleció en el verano.

Los últimos meses de mi madre fueron los típicos en una persona rápidamente atacada por la demencia senil. Además de las dificultades que la hicieron dependiente, se convirtió en un ser mucho más hábil en la convocatoria de los recuerdos lejanos que en cosas tan simples como saber qué había desayunado aquel mismo día. A mí solía confundirme con su padre, El Guarnicionero, y me preguntaba casi constantemente, con ojos angustiados, si iba a ir a buscar comida a la calle. Me fui dando cuenta de que, de alguna manera, mi madre pensaba que si salía a la calle me matarían.

En sus momentos de lucidez, mi madre adquirió plena conciencia de que se moría; pero no le importaba demasiado. Había compartido una vida entera con su hombre, y su hombre ya no estaba. Para entonces, yo ya había abandonado, por respeto hacia ella y su enfermedad, la costumbre de maldecir a mi padre. Aunque mi madre, en esos momentos de lucidez, recordaba bien mi animadversión. Por eso me decía:

‑Tu padre era un misterio. Pero nunca dejó de amar.

En una de aquellas tardes lúcidas, mi madre me preguntó qué pensaba hacer con el piso del barrio de Salamanca cuando ella faltase. Yo le afeé la pregunta, pero la verdad es que ya lo había pensado. El piso estaba excelentemente bien situado, pero era demasiado pequeño para cuatro personas. Por lo demás, en el 2005 se podía sacar una buena pasta por él. Ante su insistencia, acabé por confesarle que pensaba venderlo. Entonces me hizo jurarle que no tiraría ni vendería nada de aquella casa sin antes haberlo revisado. En realidad, se convirtió en su obsesión. En la única idea que era capaz de sacarla, de vez en cuando, de las brumas de la demencia.

Cuando mi madre murió, me invadió una tristeza profunda e inesperada. Mis padres eran mis padres, por mucho que me sintiese lejano a ellos en algunas cosas. Pero, de alguna forma, saber que ya no estarían ahí, el hecho de que desapareciesen los dos en tan poco tiempo, me dejó un poso de insatisfacción y, tal vez, incluso de culpa. Creo que cumplí la promesa con mi madre más por vencer esa autoculpa que por obedecerla a ella. Revisé todos y cada uno de los objetos de la casa y, en la medida que pude, aquellos más valiosos me los quedé, o se los repartí a amigos, conocidos, donaciones, esas cosas.

Si no hubiera hecho esa revisión a fondo, probablemente habría vendido el armario ropero del dormitorio de mis padres sin siquiera haberle quitado la ropa de dentro. Y, si hubiera hecho eso, nunca habría abierto el cajón de su base. Nunca habría descubierto el pequeño reservado de aquel cajón y nunca habría reparado en que el marrón de una carpeta se confundía con la oscuridad del cubículo.

Fue en esa carpeta donde descubrí la documentación del caso Anselmo López. La tarjeta en la que, un día, Lucía Odriozola había anotado: La Aromática, Chamartín de la Rosa. El inquietante papel con la anotación RiP 203, quizá escrito algún día por Urbano Trasobares. La foto en la que el propio Trasobares y Anselmo López posan en la plaza de Cibeles, con una firma casi borrada ya en el envés. Los informes policiales sobre Julio Cendoya, Higinio Longares y Lucía Odriozola. El puntilloso informe de la embajada española en Moscú sobre Julio Abrantes. Los papeles de la constructora Durán y Cía, de Valencia, que Julio Cendoya le dio a mi padre la mañana en que se suicidó tragándose una pastilla de cianuro en una cafetería de la calle Barquillo. También descubrí una pequeña joya, una cadena de muñeca, rota, con una plaquita y en ella, grabado, el nombre de Quintín Santiso. Y descubrí también un abigarrado montón de cuartillas, eso sí convenientemente numeradas y ordenadas, donde mi padre, probablemente en los últimos años de su vida a juzgar por lo tembloroso de su escritura, escribió la historia que yo acabo de contar. El suyo es un estilo mucho más preciso y exento de circunloquios. Pero todo lo que he contado en las notas anteriores es, sucintamente, lo que pasó y él contó en sus notas que pasó. Todo lo que yo he hecho ha sido rellenar huecos con algo de ambientación y dar un poco de sistemática al laberinto de notas y referencias del diario.

Las notas de mi padre terminan donde yo las he dejado. Su dietario termina en la madrugada del 20 de noviembre de 1975. Termina con las mismas palabras que pronunció horas después en la televisión el presidente Carlos Arias: Franco ha muerto. Después, nada. Pero antes de ese cierre, entre el momento que he relatado y el cierre definitivo de las notas, mi padre aclara el caso Anselmo López.

Volvamos al 19 de noviembre de 1975. Carlos Luján está en la acera de la calle Barquillo, a pocos metros de los forenses que se están llevando el cadáver de Julio Cendoya, alias el Choto, el hermano de Julio Longares, el oficial del Cuerpo de Carabineros que profesaba, o decía profesar, una lealtad total a su jefe, Juan Negrín. Carlos Luján, finalmente, abre con manos temblorosas la carpeta de Cendoya le ha legado. Como he escrito antes, encuentra dentro papeles de la constructora Durán. Al principio, lee con desesperación. No son cuentas. Tampoco son cartas. Son documentos técnicos. Planos de obra, en alzada y cartográficos. Están repletos de anotaciones a lápiz, pero la mayoría son fórmulas matemáticas.

Hasta que cae en la cuenta.

La constructora Durán era experta en blindajes. Eso la hizo, a los ojos de los policías, candidata lógica a realizar obras en el Banco de España. Y no se equivocaron, porque, efectivamente, allí realizaron obras de acondicionamiento, durante las cuales Urbano Trasobares tuvo conocimiento de los papeles que finalmente robó. Pero eso ocurrió poco antes y poco después de comenzar la guerra. Los planos de obra que Julio Cendoya trajo de Valencia durante sus averiguaciones en la posguerra son muy anteriores. Todos están fechados en 1917. Un trabajo de Durán de dicho año pudo ser realizado por Trasobares, pero no por López. Así pues, los planos son de Urbano.

Al principio, Luján pensó que eran planos del Banco de España. Visto que no lograba comprender su significado, cruzó la calle y se dirigió allí. Es de suponer que allanaría con su placa cualquier resistencia. Acabó, probablemente, delante de algún experto del banco, el cual, nada más ver los planos, le informó de que no correspondían con el Banco de España. Nosotros, le dijo, no tenemos una disposición así de cajas de seguridad. Tiene que ser otro sitio. ¿Cuál? Bueno, en 1917, pueden ser varios. ¿Está seguro que en ningún sitio dice aquí qué obra es? Funcionario y policía revisan los legajos concienzudamente hasta que, en efecto, en una de las páginas encuentran una anotación a lápiz, casi borrada. La misma que, con seguridad, encontró Julio Cendoya. Dice: Primera Fase Banco Río de la Plata.

Río de la Plata.

RiP.

En 1917 se estrenó el edificio del Banco del Río de la Plata, que posteriormente se llamó Banco Central, luego Banco Central Hispano y, finalmente, al menos de momento, acabó ocupando el Instituto Cervantes. En aquellas obras de construcción participó la constructora Durán, ocupándose de los blindajes. Para dos personas como Trasobares y López, RiP 203 era el código perfecto. Los planos lo demostraban. Delimitaban la zona de cajas por áreas específicas, áreas que no necesariamente estaban relacionadas con la propia numeración de las cajas. RiP203 significa, pues, el área 03 del sector 2. Una pista que sólo podría ser transparente para alguien que o hubiese participado en la obra, o estuviese familiarizado con su realización. El error de Luján fue creer que todo lo que Trasobares le había dado a López era la pista. Debió darle unos planos parecidos a los que se conservaron en la sede de Durán, para que pudiera guiarse por unos sectores en los que en realidad no había trabajado. O, tal vez, estando ya López integrado en la empresa y trabajando para él, volvieron a realizar obras en el mismo edificio y recuperaron la terminología, con lo cual López ya no necesitaba ni eso para orientarse.

Carlos Luján volvió a cruzar la calle. Ahora sabía exactamente qué caja de seguridad tenía que consultar. Aunque, cuando llegó allí, se encontró con un obstáculo. Las cajas de seguridad son personales. Sólo pueden verlas personas autorizadas. ¿Ha visto usted este carné de policía? Sí, lo he visto, pero para abrir una caja de seguridad sin ser el dueño ni estar autorizado, además del carné, señor, tiene que traer una orden judicial.

Luján, en todo caso, estaba demasiado cerca como para arredrarse. Así que preguntó quién estaba autorizado. A regañadientes, el bancario consultó su documentación. Una caja de seguridad alquilada mucho tiempo atrás. Alquilada por don Urbano Trasobares. Sólo están autorizados a verla él o persona autentificada por medio de la firma del propio Trasobares.

Luján comprendió. Buscó en su documentación y sacó la foto. Es mi seguro de vida, decía López. Todo está ahí, decía. Le dio la vuelta.

‑Esta es la firma –contestó el policía.

Tras la oportuna comprobación, el empleado del Banco Central le trajo la caja.




Carlos Luján no esconde en sus notas que esperaba encontrar en la caja los papeles del Banco de España. Pensaba que Anselmo López había sido asesinado antes de poder disfrutarlos. Pero en eso se equivocó. Nada más comprobar el contenido de la caja de seguridad, solicitó al banco la relación de visitas que había tenido la caja, para descubrir tres, además de la inicial: una de Urbano Trasobares el 20 de julio de 1936; una segunda, también de Trasobares, en 1938, apenas unas horas antes de morir abatido cerca de la Puerta del Sol; y una tercera de Anselmo López, a principios de abril de 1948. Así pues, Trasobares robó los papeles del Banco de España y los depositó en la caja. Apenas unas horas tras el Alzamiento, cuando comienza a barruntar su fracaso en Madrid y la posibilidad (en esto no se equivocó) de que el gobierno acabase por incautar el contenido de todas las cajas, los saca. Y, en 1938, cuando desesperado decide jugar la última carta de que el carabinero López lo saque de Madrid, los mete de nuevo. Por lo que se refiere a López, saca los papeles el día de se sabe en peligro de ser asesinado. Trató de evitar su muerte con los papeles.

Pero había algo más en la caja. La cadenita de Quintín Santiso. No obstante, en las notas de mi padre no había la menor referencia a ella.

Deberé, pues, hablar de Quintín Santiso. Pero como hablar de Santiso es como escribir en el aire, creo que lo más justo contigo, lector, es que antes te aclare lo que pasó en el caso Anselmo López:

Anselmo López, ingeniero de estructuras, trabaja en el inicio de la guerra para una constructora llamada Durán que realiza labores en el Banco de España. Cuando estalla la guerra, tanto los dueños de la constructora como el propio ingeniero jefe son perseguidos o marginados, al ser considerados burgueses y fascistas. Anselmo López se encuentra sin trabajo y en un entorno peligroso para él. Está en edad militar, no tiene ninguna tara y, probablemente, no quiere terminar en el frente. Decide que lo más inteligente para evitar esas cosas es buscarse algún destino fuerte, donde no pueda ser molestado. Alguien le habla de los carabineros. El ejército privado del doctor Negrín. Allí lo aceptan con rapidez. Es una persona, probablemente, de inteligencia superior a lo normal, y en ese cuerpo de élite necesitan gente así.

Es enviado a una misión peligrosa, a investigar la muerte de un tal Amado. Todo ello por orden del mismísimo primer ministro Negrín. Regresa en la Navidad de 1938, convencido de que la guerra se ha perdido. Poco tiempo después de su regreso, camina un día por los alrededores del cuartel de Pontejos cuando lo aborda Urbano Trasobares. Trasobares ha logrado sobrevivir sin ser detenido durante dos años, pero ahora quiere salir de Madrid. Acude a López porque es el único amigo que tiene con posición entre las fuerzas de seguridad republicanas, para ver si éste le puede sacar. Da la casualidad de que, por aquel entonces, el jefe de López, Longares, ha iniciado contactos con falangistas de la Quinta Columna para preparar su salida de Madrid a cambio de confidencias. A esas alturas, Longares es fiel a Negrín, pero hasta un punto; como buen espía, como buen jugador de mus, urde un Plan B. López se lo cuenta a Trasobares y Trasobares le ofrece todo lo que tiene por unirse a él. Que es mucho: una fortuna en activos financieros del Banco de España al portador. Los tiene en una caja del Banco del Río de la Plata. Una caja que él mismo ha construido. Es probable que Trasobares se procurase la propiedad de esa caja a perpetuidad tras las obras del 17. Incluso es posible que inicialmente la caja no fuese suya, sino de la constructora.

Trasobares es, pues, un diamante en bruto. Una de las pocas personas que puede haber en ese momento en Madrid en posesión de una fortuna de dinero que hará las delicias de cualquiera en cuanto la guerra termine. López se guarda la pista, promete sacar a Trasobares de Madrid. Pero Trasobares muere pocos minutos después, cuando es avistado por otros carabineros, que lo reconocen y lo abaten. En ese momento, López se da cuenta de que es depositario de un tesoro. Lo más seguro sería decírselo a Longares. Pero Longares acaba de traicionar al mismísimo Negrín, mostrándose dispuesto a enseñarles a los nacionales los secretos de la defensa de Madrid. ¿Qué le garantiza que no le matará a él y se quedará con el dinero? Así pues, decide callar.

El coronel Casado acaba con los planes de Longares. No habrá huida de Madrid. El golpe de Estado de Casado, que hace inefectiva la oferta de Longares de entregar los planos de las defensas de la capital, atrapa en Madrid a los hermanos Longares y a sus compañeros Grisca, a quien todos conocen como El Manco, a su novia Lucía, y a Anselmo. En ese momento es cuando se hace realmente valiosa la habilidad de Longares para tener un Plan B. Se ha preocupado de conseguir de sus amigos falangistas documentación auténtica de Falange Española Tradicionalista y de las JONS y, con la ayuda de su hermano Higinio, portentoso dibujante, falsifica nuevas identidades para él, para Grisca y, quizá, para Anselmo López, en cuyo caso éste no es su nombre real, aunque nunca lo sabremos, a menos que alguien encuentre en el fondo de un sótano o de una librería de viejo los archivos de la casa constructora Durán. Prueba de que Longares es un hombre que lo hace todo muy puntillosamente es que, durante la guerra, ha hecho buscar una parroquia donde todos los registros natalicios hayan desaparecido y, cuando encuentra la de La Abubilla, se procura, probablemente mucho antes del final de la guerra, certificados de nacimiento a nombre de Julio Cendoya. Por qué Higinio y Lucía no entran en el juego es algo que nunca sabremos, aunque probablemente tiene que ver con el hecho de que Longares, o Cendoya como ahora se llama, es un revolucionario, y piensa seguir siéndolo. El mismo sueño vestido con una camisa de otro color. Grisca, de mentalidad tan violenta o más que la de Cendoya, se le une, como se les unirá Camilo Pérez en cuanto Cendoya y Grisca logren convencerlo de que la mejor forma de conseguir un Nuevo Amanecer es que muera Franco, o muera Carrero, o algo así.

Julio Cendoya es ahora un miembro de la Nueva España. Con esa naturalidad tan estratégica que tiene, tira por la borda todo lo que le sobra en este nuevo presente; incluida Lucía Odriozola quien, como él mismo acabó por reconocer en la conversación con mi padre, obviamente le reprochaba más cosas de las que él imaginaba. En todo caso quizá, ahora que ha sobrevivido, ahora que está seguro, se siente culpable por la traición que él sabe un día estuvo dispuesto a cometer. Así que toma una decisión. El primer ministro Negrín le encargó un día, en algún momento tras el traslado del oro a Odessa, que investigase el robo de los activos y atrapase al ladrón. Y decide seguir la investigación, por fidelidad, como le insinuó a mi padre cuando se vieron, poco antes de su suicidio; o, tal vez, por mera ambición. Ya volveremos a esta duda, porque finalmente será crucial.

Muy probablemente, Cendoya, todavía Longares, ha invertido mucho tiempo en los años de la guerra en esa investigación. Ha entrevistado a gentes en el Banco de España. Ha delimitado quién podía saber de la existencia de aquellos papeles. Ha tirado de hilos. Ha llegado, tal vez, a Urbano Trasobares y la constructora Durán. Ya en los años del franquismo, justo cuando Serrano está llamando a la juventud española a ir a Rusia a luchar contra el comunismo, Cendoya viaja a Valencia y consulta los archivos de la casa Durán. Y es entonces cuando descubre a Anselmo López. Junta piezas. Se da cuenta de que ahora tiene una respuesta a una pregunta que probablemente se ha hecho muchas veces, y es cómo es posible que alguien que ha sobrevivido dos años a las patrullas de milicianos de Madrid sea finalmente pillado paseándose a escasos metros del epicentro de la revolución. Si alguna vez pensó que Trasobares era un provocador, ahora se da cuenta de que si estaba allí es porque iba a ver a alguien que estaba allí: López.

El dinero ha estado siempre a escasos metros de él. Sólo que él no lo sabía.

Regresa de Valencia dispuesto a matar a López y recuperar el dinero. Tampoco sabemos muy bien qué hubiera hecho después: si hacérselo llegar a Negrín o quedárselo. El hecho de que no ocurriese ninguna de esas dos cosas es indicativo de que Cendoya no mató a Anselmo López. De haberlo hecho, una de las dos tendría que haber ocurrido. Pero Cendoya no recibió el dinero, obviamente. Y Negrín tampoco, porque en la documentación que su hijo hizo llegar a Franco a su muerte, los activos seguían faltando, según le refirió a mi padre el militar sin nombre que lo reclutó en el 58.

Regresemos a los primeros cuarenta. Cendoya regresa de Valencia y va a por López. Cuando lo encuentra, se entera de que está camino de Rusia. ¿Por qué? Bueno, López era compañero de Cendoya, y de Grisca. O tal vez, ya entonces, tiene una relación con Lucía y ésta sabe cosas, aunque esta tesis es bastante alambicada; lo más probable es que en aquel entonces siga existiendo un vínculo entre Cendoya y su novia. De alguna manera, sin embargo, López sabe que están sobre su pista. Sabe que posee en la caja fuerte RiP 203 una fortuna de suficiente entidad como para que alguien como Longares, o como El Manco, asesine sin problemas. López odia la guerra. Se hizo carabinero para no ir al frente. Lo suyo es hacer fórmulas de resistencia en un despacho. Pero sabe que en Madrid su muerte es segura. Así pues, huye hacia el único sitio donde cree que no le buscarán.

Pero es débil. Y las personas débiles necesitan amparo, protección. Al principio, ese amparo es meramente amistad, apoyo personal. Mi padre no dejó nada escrito sobre esto, pero yo tengo la teoría, y más adelante explicaré por qué, de que el primer, gran amigo, que tuvo Anselmo López en la División Azul fue Dositeo Galán. Galán es su confidente, su amigo. Un tipo que es un fascista de libro, encabronado por la deriva, si no antifascista, sí no-fascista, del Caudillo. Uno más de los muchísimos falangistas que fueron a Rusia a empujar a Hitler a ganar la guerra, convencidos de que era la mejor forma de conseguir que Franco fuese fascista sí o sí. Pero Galán no es violento. Es un soldado, pero no un asesino. Sin embargo, llega un momento en el que López necesita la ayuda de alguien con mentalidad de asesino o, cuando menos, con capacidad para serlo.

Ese alguien, anota mi padre en sus notas, es el cabo Herminio Pozas.

Los hechos se suceden muy rápidamente. Julio Cendoya se las arregla para ser trasladado a la Escuadra Alcubierre. Allí está su objetivo, que es Anselmo López. Como dice mi padre en sus notas, cabe imaginar lo que pensó López cuando vio a Cendoya convertido en líder de una manada de falangistas radicales, todos unidos por su anillo y su lema Amistad en la Guerra, durmiendo a escasos metros de su tienda. Se vio muerto. Una hermandad contra él. Eso sólo lo puede contrarrestar con otra hermandad.

Los Metralletas.

López ruega, o compra, la protección de Herminio Pozas. Tiene mucho con que comprar: a la vuelta a España, posee toneladas de dinero. Habla con el cabo. Necesita salir de allí cuanto antes. Para entonces, la Escuadra Alcubierre está en el lago Ilmen. Un matadero. Hay que pensar de prisa. Pozas no es de los que se arredran. Cree que Cendoya sólo está buscando el momento para matar a López o para presionarlo, y se da cuenta de que la mejor manera de salvar su inversión es hacer precisamente eso. Así pues, en una de las acciones, aprovecha fríamente un fiero contraataque ruso. Es un experto tirador, capaz de disparar a gran distancia; por eso lo usan de francotirador. Esa vez hace lo mismo, sólo que en lugar de apuntar a los rusos, apunta a la pierna de un compañero. Es él quien dispara a López y lo deja cojo. Al hacer eso, sabe que le está comprando un billete de primera clase a España.

Cuando Cendoya sabe de la herida de López, comprende al instante. López es un cobarde. Los rusos han contraatacado con fuerza y casi han llegado a la retaguardia, pero aún así la probabilidad de que hayan herido a López es remota, y lo sabe. Entiende que alguien le ha herido a propósito y comprende los motivos. Y entonces se da cuenta de que está en peligro; porque quien ha hecho eso puede matarlo a él. Con el agravante, además, de que él no sabe de quién se trata. Hábil como siempre, tiene su plan B, y lo ejecuta, desapareciendo en la acción del Ilmen, como probablemente ya tenía pactado con los rusos, a los que quizá ha estado pasando información, como estaba dispuesto a hacerlo con los falangistas al final de la guerra civil. Sin embargo, sabe que no puede volver a España como si tal cosa. Julio Cendoya está muerto; y el jefe de carabineros Longares es un criminal de guerra que sería rápidamente delatado por ese falangista misterioso que protege a López. Cendoya, por lo tanto, decide dirigir su célula desde fuera, utilizando a su hermano Higinio como correo. Y echa mano de Lucía. Por eso escribí antes que lo más lógico es que aún hubiese un vínculo entre ambos. Cendoya le pide a Lucía que vigile a Anselmo López.

Cuando López llega a Madrid, se da cuenta de que tiene tanto miedo de Pozas como de Cendoya. Su movimiento no es, probablemente, un movimiento movido por la ambición, sino por el miedo. No traiciona a Pozas por quedarse con el dinero. Lo traiciona porque sabe que, si espera en Madrid el regreso de la División Azul y Pozas sobrevive, lo que hará éste es coger el dinero y luego matarlo. ¿Por qué está tan seguro? Pues ésa es otra pregunta muy interesante que aún tardaremos algo en contestar.

Por el momento, lo que tenemos es a un ingeniero condecorado con honores, miembro conspicuo de la Falange Española Tradicionalista y de las JONS, alguien que sólo tendría que mover un dedo para ser jerifalte de cualquier sindicato vertical o ministerio, que, sin embargo, se entierra en la vida pordiosera de un limpiador de establos que malvive en unas casas baratas de Vicálvaro. Ciertamente, hay una persona que ha recibido el encargo de buscarlo y marcarlo. Pero esa persona es Lucía Odriozola, mujer despechada por Julio Cendoya en la posguerra. Lucía encuentra a López, pero no para vigilarlo, sino para vivir a su lado y enamorarse de él.

Lo siguiente que sabemos es que, en 1948, desde fuera de España, Julio Cendoya da la orden de matar a Anselmo López. ¿Por qué? Mi padre se dio cuenta del detalle de que Cendoya tuviese, en 1975, los papeles que se había llevado de Construcciones Durán. Signo inequívoco de que, a pesar de su accidentado periplo, logró conservarlos, quizá porque los llevase encima cuando desapareció, quizá porque los tuviese en Madrid y se los hiciese enviar por sus correligionarios. Viendo esos papeles se da cuenta. Probablemente, él también ha escuchado a López decir en Rusia, o le han referido que ha dicho, eso de que todo está en la foto. En 1948, cuando mi padre aún está formándose para tomar posesión de su primer destino, Julio Cendoya descifra el misterio que mi padre no descifrará hasta 1975. Se da cuenta de que RiP es Río de la Plata, y que 203 son las coordenadas de una caja fuerte. Se acuerda de la firma de la foto y piensa, acertadamente, que ésa es la llave para abrir la caja. Sólo eso explica que López se fuese a Rusia con una foto tan insulsa y que siempre la llevase encima.

Anselmo López estaba condenado, pues. Pero Cendoya no lo mató. ¿Por qué? Bastaría la simple razón de que es obvio que no encontró el dinero, el cual en el 75 ya no estaba en la caja. López lo había sacado. Y no se lo dio a Cendoya, porque si se lo hubiese dado, éste no habría intentado, casi treinta años después, realizar primero, y simular después, una bomba en plena plaza de Cibeles, con la clara intención de focalizar la atención de todo el mundo en el palacio de Comunicaciones, mientras él entraba en el Banco Central y, puesto que no tenía la foto, se hacía con el contenido de la caja a punta de pistola.

Pero, además de lo obvio, está lo que el propio Cendoya le dijo a mi padre, en un momento de su vida en el que engañarle o mentirle ya no le servía de nada, pues había resuelto suicidarse tomándose una presunta pastilla para la tensión. Le dijo que el cadáver de Anselmo López tenía las manos cortadas por la misma razón por la que llevaba en los calzoncillos del anillo con el lema In Bello Amicitia.

Mi padre siempre pensó que el anillo lo había colocado allí Anselmo López, conocedor de que le iban a cortar las manos y dejar indocumentado, para dar una pista de su asesino. Lo del anillo tiene lógica: sabe que los hombres de Cendoya lo van a matar; pero... ¿y lo de las manos? ¿Por qué estaba tan seguro Anselmo López de que sus asesinos lo iban a mutilar? La respuesta es: porque el detalle de las manos siempre fue crucial. Por dos veces, Carlos Luján lo tuvo delante, pero no lo supo ver.

Herminio Pozas se había tatuado una metralleta en una mano. Y Anselmo López hizo lo mismo. Como señal de vinculación con su pequeña hermandad. El problema de Pozas, cuando mató a Anselmo López, era dejar un cadáver con una metralleta tatuada en su mano. Eso, de aparecer el cadáver, le llevaría a la policía hasta él, y entonces él no podría adoptar la postura distante, tenuemente colaboradora, que había decidido adoptar cuando fuese interrogado. No pensaba negar que conocía al finado pero, de alguna manera, tenía que conseguir que las investigaciones se centrasen en Cendoya. Tampoco estaba dispuesto a hablar mal de Cendoya, a insinuar lo que sabía, esto es que era un comunista, un rojo infiltrado, porque eso impediría su estrategia de perfil bajo. Así que se le ocurrió cortarle las manos al cadáver, para evitar lo de la metralleta, y colocarle en los calzoncillos uno de los anillos de la pandilla de Cendoya, que en su condición de cabo de la escuadra probablemente obtuvo de alguno de los camaradas muertos en el Ilmen.

La jugada le salió a Pozas redonda. Mi padre fue engañado por él de una forma tan perfecta que incluso él mismo le dio la clave de que había triunfado. Cuando mi padre le preguntó a Herminio Pozas en El Pardo si creía que Anselmo López era un falangista de verdad, el asesino del pobre ingeniero ladrón supo que había conseguido engañarle. Aún así, cuando mi padre se marchó, Pozas decidió asegurarse, cerrar el círculo. Quizá mi padre le dio la impresión de ser un policía tan meticuloso como realmente era. Así que echó mano de Higinio Longares.

El pobre Higinio Longares es una pieza fundamental en toda esta historia. No está hecho de la pasta de su hermano. Él todo lo que quiere es una vida más o menos normal. Casi la consigue. Quitando la anormalidad de tener que ir siempre con calcetines, para que nadie con información pudiera relacionar su sindactilia con la de su hermano, Longares se hizo una vida insulsa en una pensión insulsa. Pero él nunca había estado en Rusia. Y ni su hermano ni ninguno de los camaradas de su hermandad volvió de allí. Él no podía saber que Herminio Pozas era Herminio Pozas. Por lo demás, Higinio Longares era camarero de profesión, y Pozas tenía un mesón. Estremece pensar qué habría pasado si mi padre, cuando le visitó allí por primera vez, se hubiese cruzado con Longares sirviendo cafés.

Julio Cendoya usaba a su hermano para enviarle información, a él y a terceros, cuando estaba en la División Azul, y también después. Probablemente le envió a él la postal que terminó en las manos de Damián Vigo. Eso quizás le dio a Pozas la posibilidad de interceptar esos correos. Saber de Higinio Longares y de su existencia. Una vez en España, lo contrató. Le dijo a Longares que no quería que nadie supiese que estaba trabajando con él; quizá le puso una excusa relacionada con su contrato, o su pasado. El caso es que Longares le creyó, y obedeciéndole garantizó a Pozas que, cuando Longares apareciese muerto, nadie le pudiese relacionar con él. Cuando mi padre le visitó, como he dicho antes, decidió cerrar el círculo. Mató a Longares pero, obviamente, antes de hacerlo le presionó para que hablase. Higinio Longares no era ningún valiente. Probablemente, para conservar la vida, marcó a Camilo Pérez, a Carlos Grisca o Pepe Durán. Y a Lucía Odriozola. Herminio Pozas guardó toda esa información para sí. A los anarco-falangistas no tenía por qué tocarlos. Cendoya podía ordenar que le buscasen, sí; pero, en el fondo, ¿qué sabía Cendoya de Herminio Pozas? Difícilmente podrían esos hombres investigarlo sin despertar sospechas. Y sospechas eran lo que menos necesitaban en un momento en el que les rondaba la investigación de un crimen.

El caso Anselmo López tenía que terminar así. Pero hay dos determinaciones que lo impidieron. La primera, la de Julio Cendoya, que nunca quiso olvidar o, tal vez, tenía un motivo para no olvidar, para no abandonar. La segunda, la de Carlos Luján. Y de Franco. En diciembre de 1956, el Estado franquista recibe los papeles de Negrín. Acto seguido, Franco reabre el caso Anselmo López. Ha encontrado en los papeles una anotación de Negrín que señala a López, al lado de la fecha 1942. De esa anotación deduce que Negrín siguió la pista del dinero incluso después de la guerra, y que la encontró. Pero López murió en 1948. Otro tiene el dinero. El Caudillo necesitaba que mi padre lo buscase.

En el entorno de toda aquella investigación, Carlos Luján revisita a Herminio Pozas. Ofuscado con la versión del asesinato que creyó en 1948, ni siquiera se dio cuenta de lo mucho que Herminio Pozas había prosperado. Su modesto colmao era ahora un gran restaurante con merendero. Ni se le pasó por la imaginación preguntarse de dónde había salido tal capacidad inversora en unos años que fueron tan difíciles para todos los españoles. Pero lo realmente importante de la visita de mi padre es la visita en sí, y las preguntas que mi padre le hace a Pozas, sobre Cendoya, poniendo además en duda la versión construida por el cabo de un auténtico héroe muerto en la flor de su valentía. Aquella entrevista selló la suerte de Lucía Odriozola y de Carlos Grisca, y no acabó con Camilo Pérez porque éste huyó a tiempo.

Grisca y Pérez fueron perseguidos, en paralelo, por la policía y por el propio Pozas. Bueno, Grisca no. Lo primero que hizo Herminio Pozas con Grisca no fue perseguirlo, sino contratarlo. Pepe Durán no era hombre de grandes convicciones, aunque él mismo creyese lo contrario. Era susceptible al argumento del dinero, y Pozas tenía mucho. Lo localizó y le pagó para que matase a Lucía Odriozola. El día de Difuntos que Durán visita a Lucía para matarla, apenas unos minutos antes de la llegada de mi padre, ella está cenando y, de alguna manera, tal vez porque el propio Grisca se lo dice, se percata de lo que va a pasar. No podemos saber, por lo demás, de qué hablan Grisca y Lucía, ella sentada en su mesa camilla, con una mano bajo las faldas del mueble agarrando el cuchillo, y Pepe Durán, de pie. Pero lo lógico es pensar que Durán, puesto que la iba a matar y ya daba igual, colmase la curiosidad de su víctima sobre su verdadero asesino, es decir quién había ordenado su muerte. Cuando lo supo, Lucía ganó tiempo suficiente para grabar en la madera de la mesa, antes de morir, un nombre: Amado. Amado, pues, fue su asesino. Aquí he defendido la teoría de que fue Pozas quien ordenó el asesinato de Odriozola. Pero existe otra posibilidad: que fuese Cendoya. Esta teoría sería incluso coherente con el mensaje, puesto que Cendoya, una vez, fue amado por Odriozola. Sin embargo, hay dos serios peros a esta teoría. El primer pero es que Lucía sabía muy bien lo que la policía sabía sobre el caso López. Sabía que mi padre sospechaba de Cendoya; si quería dejarle una pista, nunca habría escrito amado; habría escrito Cendoya. El segundo pero es peor: exactamente, ¿por qué razón pudo ordenar Julio Cendoya, en algún momento después de diciembre del 56, el asesinato de Lucía Odriozola? De hecho, Lucía se había escondido de él para vivir con López. ¿Cómo sabía Cendoya dónde vivía Lucía Odriozola? Él no pudo esperarla a la salida del 56, como probablemente hizo Pozas o tal vez el propio Manco, y seguirla hasta su domicilio.

Lucía dejó entrar a Durán porque eran viejos conocidos de Pontejos, de la guerra. Sólo después se dio cuenta de que Durán había ido allí para matarla. Mi padre tocó con la punta de los dedos la posibilidad de salvar su vida.

Pozas montó, probablemente, toda una estrategia para borrar todos los caminos que pudiesen llevar al caso Anselmo López. Mató a Lucía. Luego, la policía entró en acción. Mi padre, Rebollo y Azpíriz se dieron cuenta de que un policía cercano a ellos había tenido la oportunidad de trabajar de informador para el misterioso personaje que informó a Léntulo Sediles de la verdadera identidad de la camarera de barra americana, que nunca sabremos quién era; es probable que la detención de Carpena, o tal vez el descubrimiento del cadáver de Sediles, le hicieran huir. De Carpena llegaron a Damián Vigo y de Vigo a la célula formada por Arturo Reparaz, Pepe Durán y Camilo Pérez. Reparaz murió en la acción del Camper, en la que Camilo consiguió huir; antes de morir, el camarero se acordó de la desafección que los montañeros le tenían preparada a Franco y, con su última frase, despistó a la policía durante más o menos 24 horas. Luján, Rebollo y Azpíriz persiguieron un presunto atentado contra la vida de Franco que no era tal. Luego localizaron a Grisca y éste se suicidó.

Éste es, sucintamente, el caso Anselmo López. Así lo explica mi padre en sus notas posteriores al relato que he desarrollado con anterioridad. Cuando encontré la documentación durante la operación de desarme de la casa de mis padres, la estudié, la resumí y, finalmente, me dí cuenta que, tal vez, gracias a la puntillosidad de mi padre, por fin había podido superar el obstáculo que un día me había señalado mi mujer. Por fin había vivido una historia que se merecía contar. Así que me senté al ordenador y pasé varios meses escribiendo las páginas que tú, lector, acabas de leer.

Fueron meses un tanto alucinantes. Mis hijos ya eran casi adultos y no me demandaban tiempo. Así que yo disponía de mucho tiempo por las tardes, y en la noche, para escribir. Escribí la historia de Carlos Luján y el caso Anselmo López en sesiones de teclado de varias horas, tan largas que también se hicieron intensas. Con el tiempo, empecé a vivir dentro del caso Anselmo López. Cada hecho que escribía verdaderamente estaba allí. Visité los lugares que el relato iba descubriendo. Hice una absurda guardia, de pie en una esquina de la calle Hermosilla, vigilando el despacho de José María Gil-Robles. Visité El Pardo muchas veces. Luego terminé el relato, repasé las notas finales de mi padre explicando el caso y, espoleado por las mismas, hice unas rápidas averiguaciones en el pueblo. Una mañana de invierno, parecí llegar a la última pared de esta historia. Fue la mañana en la que un viejo hostelero de El Pardo me contó que recordaba a Herminio Pozas, y recordaba bien que había muerto de cáncer a principios de los noventa.

Pero yo empecé a hacerme preguntas. Y no encontraba respuestas para ellas.

Un día, caí en la cuenta de una cosa. Una cosa muy sencilla. Azpíriz es un apellido ciertamente extraño, especialmente en un sitio como Madrid. Busqué en la guía de teléfonos y encontré cuatro. Pero sólo uno se llamaba JA. Así que llamé y hablé con José Antonio Azpíriz, propietario de una imprenta en el barrio de San Blas, e hijo de un policía retirado llamado José Antonio Azpíriz. Le costó superar la extrañeza de tener al otro lado del hilo telefónico a un hombre de su edad que le hablaba de un asesinato cometido seis décadas atrás, pero cuando lo hizo se deshizo en amabilidad para que yo pudiera visitar su casa, y a su padre. José Antonio Azpíriz tenía entonces 83 años, un grave enfisema pulmonar y la misma querencia por el laconismo que había desesperado a mi padre.

‑Papá -le dijo su hijo-, éste es Bruno Luján, que ha venido a verte. Bruno, el hijo de tu compañero Carlos Luján.

El anciano me miró con ojillos vidriosos, como ponderándome.

‑Yo he estado en tu casa cuando apenas eras un bebé -me dijo-. Vigilé tu sueño una noche.

-Lo sé, señor -le contesté yo-. Lo he leído.

A José Antonio Azpíriz no le sorprendió demasiado la noticia de que mi padre hubiese llevado un registro cumplido de las gestiones del caso López. Aquel caso, susurró antes de caer en una nueva cascada de toses, le obsesionaba lo suficiente como para eso y para mucho más. Le ofrecí leer mi manuscrito pero lo rechazó porque casi había perdido la vista. Entonces yo me ofrecí para leérselo. Cuando mi mujer supo por mí que iba a pasar un montón de tardes en casa de un antiguo compañero de mi padre leyéndole una novela que yo había escrito, me miró como si me hubiese nacido un sequoia entre los ojos. Y se negó en redondo, claro. Tan claro como que no le sirvió de nada.

Le leí mi manuscrito a José Antonio Azpíriz a lo largo de unas diez o doce tardes, casi seguidas. Nunca mostró cansancio. Rechazó mi oferta primera de contarle simplemente las conclusiones finales. Para el viejo, probablemente, era más importante revivir aquellos tiempos y, sobre todo, adivinar lo que mi padre pensó en los mismos, que conocer el resultado del caso Anselmo López. De hecho, una vez me dijo: esa solución es algo sin lo cual he vivido 50 años razonablemente felices. El punto que más le sorprendió fue diciembre del 56. Es obvio que mi padre jamás le confesó su entrevista con Franco, y el hecho de que el mismísimo Caudillo fuese responsable de la reapertura del caso lo descolocó tanto que, por una vez y sin que sirva de precedente, lo reflejó en su rostro estólido.

Cuando, finalizado el relato el 20 de noviembre del 1975, repasé el caso y le expliqué las conclusiones más o menos como las acabo de escribir, mostró escasas emociones. Al final, zanjó el asunto con un simple:

-Si dijera ahora que me lo olí, no queda nadie vivo que me pueda desmentir. Pero yo sé que estaría mintiendo.

Pero fue en ese momento, muchas, muchas horas después de la primera en la que conocí a aquel viejo zorro que, en parte, había enseñado a mi padre a pensar como él, en parte había aprendido él a pensar como un verdadero Luján; fue en ese momento, digo, cuando la visita empezó realmente para mí. Porque todo eso que yo había hecho lo había hecho solamente con un objetivo: comprobar si las dudas que a mí me corroían eran absurdas, o no.

Confieso que llegué a pensar que lo eran. Tras la lectura completa de la novela y de las notas, José Antonio Azpíriz pareció entrar en un estadio de paz y, de hecho, llegué a sospechar que se iba a arrancar a hablar de cualquier otra cosa, como pasando página. Pero no fue así. Yo había salido al pequeño balconcito de aquel cuarto piso a fumar. En el interior de la casa no se fumaba en atención al enfisema del abuelo. El hogar de los Azpíriz está en una de las orillas de la M-30, eran las ocho o las ocho y media y, a unos metros de mis pies, el tráfico era rápido, intenso y ruidoso. Así que cuando el anciano habló, lo único que percibí fue eso: que hablaba. Me asomé dentro y le miré.

-¿Me ha dicho algo?

-Sí le he dicho algo, sí -contestó Azpíriz-. Le he dicho que hay dos cosas que no entiendo.

Lo sentí. Como lo había dejado escrito mi padre en sus notas. Un impulso eléctrico en la columna. El preludio de algo importante.

-Qué casualidad. Yo también tengo dos preguntas en la cabeza que no sé cómo contestarme.

El viejo me miró sin pasión.

-¿Cuál es la primera?

Me alcé de hombros.

-Es bastante obvia. Me pregunto por qué mi padre guardó con toda la documentación del caso una cadenita a nombre de Quintín Santiso, si no hay ningún Quintín Santiso vinculado al caso.

José Antonio Azpíriz se chupó los labios nerviosamente, y luego tosió durante medio minuto sin poder parar. En sus ojos leí la angustia, la incomodidad de no poder hablar por culpa de sus pulmones. Cuando pudo hablar, sin embargo, lo hizo con total tranquilidad, en un tono monocorde.

-En realidad, la segunda pregunta es mucho más importante.

-Estoy de acuerdo -contesté, y las manos me temblaban de la emoción-: ¿por qué Franco reabrió el caso Anselmo López en 1956?

Esta segunda pregunta tiene una respuesta muy simple: Franco descubrió en los papeles de Negrín el robo de López, y decidió recuperarlo. Pero esta explicación es pueril; buena prueba de su puerilidad es que los hombres informados del franquismo tardaron más de un año en confesarle toda la cuestión a mi padre y, de hecho, sólo lo hicieron cuando comprobaron que estaba dispuesto a irse al culo del mundo y quitarse de enmedio, cosa que no cuadraba con sus planes. En efecto, como bien dijo Azpíriz: si es obvio que Franco y sus hombres más cercanos (Rebollo, sin ir más lejos) conocían la historia de los bonos descontados desde finales del 56, ¿por qué no se la contaron entonces a Luján?

Aquella tarde, escuchando de fondo los coches pasar quebrando los límites legales de velocidad, me dí cuenta de que había una historia detrás de la historia. Un caso detrás del caso López. Y la clave de ese segundo caso era Quintín Santiso.

Cuatro o cinco meses después de estos hechos que relato, a eso de las nueve y media de la noche del 8 de abril del 2007, José Antonio Azpíriz se durmió delante del televisor y ya no se despertó más. Yo le había visitado en los cuatro o cinco meses anteriores todo lo que había podido, pero su hijo me contó que, cuando estaba solo, pasaba horas repasando mi novela con una lupa. Unas dos semanas después del funeral me llamó y me citó en una cafetería de su barrio.

-Hemos encontrado esto en la caja de papeles del viejo -me informó, ofreciéndome un sobre-. ¿Ves lo que hay escrito en él? Dice: «Para discutir con BL» Supongo que ese BL eres tú, ¿no? Bruno Luján.

Dentro del sobre había una cuartilla. En ella, Azpíriz había escrito tres cosas. En una línea: «¿Y si Dositeo Galán era su confidente?». En la segunda: «Aunque me eches a toda la puta Falange encima», con la palabra Falange fuertemente subrayada. Y, en la tercera, la palabra «fragilón» , también subrayada.

José Antonio Azpíriz me dejó en herencia, pues, las tres pistas que encontró para entender realmente el caso Anselmo López.

Me he referido de pasada a la primera de ellas y prometí volver a ella. En efecto, la idea de que Dositeo Galán pudo tener un papel más importante del que nadie, tampoco mi padre, sospechó nunca, tiene su importancia. Anselmo López era un hombre débil. Un hombre que necesitaba darse como se dio a Lucía Odriozola, aún pudiendo sospechar de ella que siguiese siendo realmente fiel a Julio Cendoya. A Herminio Pozas se acercó para que le protegiera, pero difícilmente pudo confiar en él como confidente si tanto lo temía (y tenía razones de peso para temerlo, como demostraron los hechos). ¿Y si buscó un tercer confidente? ¿Y si ese confidente estuvo en la propia Escuadra Alcubierre?

Dependiendo de lo que supiese Galán, cuando mi padre lo abordó quizá decidiese ser cauto. Si conocía bien con quién se estaba jugando la vida, con tipos como Pozas y Cendoya, tal vez tuvo miedo y decidió no hablar claro. Pero no hablar claro no quiere decir no hablar.

Repasando mi propia novela con el original que Azpíriz subrayó y llenó de notas, caí en la cuenta de por dónde llegó el navarro a la conclusión de que Galán sabía cosas. Galán le habla a mi padre de la vista que tiene en su trabajo de la Cibeles y del Banco del Río de la Plata. Cuando mi padre y Galán se encontraron, aquella era ya una forma extraña de referirse a ese edificio. Mi padre, obviamente, no cayó en la cuenta, pero Galán le estaba dando una pista para interpretar RIP203.

Si aceptamos esta teoría, hay otra cosa que llama la atención. Azpíriz la subrayó y comentó profusamente con su letra desestructurada. Pero ya llegaremos a eso.

La otra pista es la frase «aunque me eches a toda la puta Falange encima». La pronunció, en mi novela está, Anselmo López, durante un delirio del que fue testigo el doctor Daudén, quien se lo confesó confidencialmente a mi padre. Esta frase sirvió para que mi padre se diese cuenta de que Anselmo López, una vez regresado de Rusia y antes de morir, se sentía perseguido. Pero no cayó en la cuenta de que esa frase, sabiendo lo que sabemos, no tiene lógica. López se sentía perseguido por una persona, la que lo mató, Herminio Pozas. Y por Luis Cendoya, que no era una persona sino que, efectivamente, dirígía una pequeña organización. Pero Cendoya no tenía capacidad de mandarle a López La Falange encima. Cendoya era, en realidad, un clandestino, y López no podía ignorarlo pues habían sido compañeros en Pontejos. Pozas, por lo demás, tampoco tenía esa capacidad. Sólo era un combatiente que, al regresar, se hizo mesonero.

Lo cual nos lleva a la pregunta: ¿a quién se dirige el afiebrado Anselmo López cuando habla de que le pueden echar a la toda la puta Falange encima? Y, ¿por qué se podría hacer él acreedor de ello? ¿Por haber robado los papeles del Banco de España? Cuando López tuvo aquel delirio, todavía faltaban diez años hasta que el franquismo tuviese información del robo, y las posibilidades de que llegase a conocerlo eran muy remotas (nadie pensaba entonces que Negrín fuese a enviarle a Franco la documentación).

Y está, por fin, la tercera pista. La llave secreta del caso López: la palabra fragilón. Yo sabía, ciertamente, que la había escrito en la novela. Cuando llegué a casa, abrí el fichero en Word y activé la prestación de buscar palabras. Tenía el cursor colocado más o menos a mitad de novela, y la encontró. La palabra fragilón, según las notas de mi padre, la pronuncia Carlos Hermoso, un policía canario que trabajaba con Azpíriz en Móstoles, durante la investigación del caso en el 75. Luego le dije al programa que buscase otra y me informó de que no la encontraba, y me preguntó si quería que buscase desde el principio del documento. Yo no me había dado cuenta de que el cursor no estaba en la página 1. Fui a pinchar en el no pero pinché en el sí por error. Bendito error. El Word buscó desde el principio y la encontró una segunda vez.

La palabra fragilón fue pronunciada por Herminio Pozas en la primera entrevista que tuvo con mi padre, en 1948.

Me documenté en internet. Fragilón es un canarismo, una palabra propia del habla canaria. Repasé mis notas. Herminio Pozas le dijo a mi padre que era extremeño y que ni siquiera en la guerra había salido de Extremadura.

¿Cómo es posible que un extremeño de pura cepa conozca y utilice un canarismo?

La respuesta sólo es una: porque ha vivido en Canarias. Bastante, incluso mucho tiempo. Pero, por alguna razón, lo oculta.

Volvamos a la guerra civil. En algún momento de la guerra, el presidente Juan Negrín da a sus unidades más fieles la orden de investigar una muerte. La pregunta es: en un momento en el que miles de personas están muriendo, ¿qué interés puede tener el comandante en jefe de unas fuerzas contendientes en investigar en la zona enemiga una muerte? La respuesta sólo puede ser: porque es una muerte importante. De alguna manera importante.

Y esa muerte la investigó Anselmo López.

¿Y si era lo que sabía sobre esa muerte lo que le hacía temer que alguien le echase a toda la Falange encima?

Cuando me hice esa pregunta, volví a sentir el impulso eléctrico en el espinazo. Y se me dobló cuando me dí cuenta de que todo eso estaba, de alguna forma, insinuado en las notas de Azpíriz. Lo cual nos lleva a una conclusión más.

Azpíriz pensaba, de alguna manera, que la muerte investigada por López y el desliz canario de Pozas estaban relacionados.

Una vez que se ha pensado esto es cuando hay que volver, como yo volví, a las declaraciones de Dositeo Galán, pensando que tal vez tienen mucho más contenido del sospechado.

Hagamos un poco de historia.

El general Francisco Franco Bahamonde era una de las bichas de las izquierdas en 1936. No le perdonaban que hubiese dirigido la durísima represión de la revolución de Asturias de 1934 y que hubiese colaborado con la CEDA de Gil-Robles como jefe del Estado Mayor. Pero era un general joven y no era tan fácil apartarlo del servicio. Así pues, cuando el Frente Popular ganó las elecciones, lo nombraron capitán general de Canarias, donde el gobierno pensó que tendría pocas posibilidades de conspirar.

Pero Franco conspiró. Con freno y marcha atrás, llegando a poner de los nervios a Emilio Mola, pero conspiró. Franco tenía dos misiones cuando llegase el alzamiento. La primera era sublevar Canarias, objetivo que se reputaba relativamente fácil y, de hecho, lo fue. El segundo era volar a Marruecos para hacer uso de su prestigio, sublevar a las tropas africanas y trasladarlas a la península para sofocar aquellos lugares de resistencia que hubiesen quedado tras el golpe de Estado, y que resultaron ser más de la mitad del país.

La comandancia general de Canarias, donde Franco tiene sede, está en Santa Cruz de Tenerife. Hay dos razones para que Franco no pueda utilizar el aeródromo de la isla para tomar ese avión hacia Marruecos. La primera es que está vigilado por el gobierno, el cual, por lo tanto, se habría percatado de la llegada de aquel avión. La segunda es que el aeródromo de Tenerife tenía entonces una operatividad muy limitada a causa de sus nieblas frecuentes. Los alzados no podían fiar a las nubes la suerte del ejército de Marruecos. Por ello, los conspiradores deciden que el avión que llevará a Franco a Marruecos aterrizará no en Tenerife sino en Gando, Gran Canaria.

El 5 de julio de 1936, el propietario del diario monárquico ABC, Juan Ignacio Luca de Tena, se pone en contacto con su corresponsal en Londres, Luis Bolín, para hacerle el encargo de que alquile un avión que deberá estar en Casablanca el 11 de julio y debe tener autonomía para volar desde ahí a las Canarias y vuelta. Bolín hace una gestión rápida, tras conseguir dinero de un banquero español, y en un par de días alquila el avión y luego busca un pasajero inglés, llamado Pollard, que haga las veces de turista; pasajero que, además, invita a su hija y a otra mujer a unirse a ellos, con lo que el vuelo adquiere todos los tintes de un periplo de gentes con dinero[1].

El avión llega a Casablanca en la noche del 12 de julio. Y aterriza en Gando a las tres menos veinte de la tarde del día 15. Al amanecer del día 16, Pollard está en Tenerife, donde ha ido en barco con las rubias, y establece contacto con el emisario de los alzados, un médico canario.

En algún momento de la mañana del día 15 de julio de 1936, por lo tanto, Franco sabe que el avión que le tiene que llevar a Marruecos le está esperando en la otra isla. Teóricamente, la cosa no va mal de tiempo. Los planes del golpe de Estado, elaborados por Mola, establecen que el día 18 (en tres días, pues) deberán sublevarse Burgos, Sevilla, Aragón, Valladolid, Málaga y Marruecos. Al día siguiente lo deberán hacer Navarra, Galicia, Cataluña, Castilla la Nueva y León. Y el 20 todas las demás. Pero, sin embargo, esta planificación se rompe por Melilla, donde el general republicano Romerales y sus colegas de la UMRA (unión de militares antifascistas) lleva desde el día 6 tomando medidas antigolpe que los conspiradores consideran excesivamente peligrosas como para esperar hasta el 18. Ya en la madrugada del 16 al 17 hay en Melilla unidades alzadas[2].

El desborde de la olla melillense significa dos cosas: la primera, que el alzamiento de Canarias no podrá esperar hasta el 20. Y, la segunda, que el traslado de Franco a Marruecos es urgente. Pero Franco está en Tenerife, no en Gran Canaria. Está vigilado y no puede hacer venir el avión. Tampoco puede trasladarse de una isla a otra sin permiso de la autoridad, es decir del gobierno. Y el gobierno no va a ser proclive a dejar a Franco, jefe militar bajo sospecha, que se mueva.

Como le dijo Dositeo Galán a Carlos Luján, en este punto el general Franco tuvo un golpe de suerte. El día 16, durante unas prácticas de tiro, al general Balmes, gobernador militar de Canarias, se le dispara la pistola y se mata accidentalmente. En comunicación con el subsecretario del Ministerio de la Guerra, Franco informa del luctuoso suceso (al parecer con retraso, que el subsecretario le reprocha) y le comunica que tiene la intención de asistir a los funerales del general. En Las Palmas de Gran Canaria.

Eso, nene, es lo que se llama suerte. Éstas fueron las palabras de Dositeo Galán cuando habló de estos hechos con mi padre. Mi padre, probablemente y puesto que no las comentó en sus notas, se las tomó como un regüeldo de un fascista borracho resentido con Franco.

Pero, ¿y si le estaba dando una pista?

Porque también dijo: Con el nombre que tenía el finado, era como para pensar que los sentimientos de su compañero general no eran sinceros.

Ésa era la pista. Un intento, torpe, fallido, de que mi padre cayese en la cuenta de que el nombre de cuál era el nombre de pila del general Balmes.


Se llamaba Amado.


Mi padre averiguó, en la mañana del 19 de noviembre de 1975, que Anselmo López había conseguido mantener en secreto una caja fuerte bajo las coordenadas en clave RiP203. No pudo evitar que Herminio Pozas lo matara para hacerse con el dinero del Banco de España, pero sí murió sin decirle nada de la caja fuerte. Probablemente lo hizo así para proteger a Lucía Odriozola, quien, si no sabía cuál era el secreto de RiP203, sí sabía lo que había dentro de esa caja y, por eso, cuando supo, quizá por el propio Manco, que Pozas había enviado a matarla, dejó un torpe mensaje para que la policía tirase del hilo.

Según esta teoría, Amado Balmes no murió por accidente. Murió asesinado. Alguien lo abordó, lo redujo, y le obligó a dispararse la pistola a bocajarro. Ese asesinato se cometió en Gran Canaria. Tuvo, por lo tanto, que ser cometido por alguien que estaba en las Islas Canarias. La región de España donde se utiliza la palabra fragilón para definir a los débiles.

Ese alguien tal vez se llamaba, en realidad, Quintín Santiso. Tal vez llevaba una cadenita con su nombre el día que mató al general Balmes. Tal vez luchó con él para reducirlo antes de matarlo y, tal vez, en esa lucha, perdió la joya, y no se dio cuenta de ello. ¿Y si Anselmo López la encontró durante su investigación?

Todos estos hechos son sólo hipótesis. Y, además, plantean el problema de cómo mi padre pudo tirar de ese hilo en 1975 y, unas catorce o quince horas después, le pudo decir a José Antonio Girón que había cumplido su misión. Todo lo que recibió mi padre aquel día 19 de noviembre fueron los papeles de Cendoya, que le llevaron a la caja fuerte; y la cadenita de Santiso, que en sí no conduce a ningún sitio.

He pensado en esto muchas noches. Lo he pensado desde diversos ángulos y, finalmente, me he dado cuenta de que debo pensar como el viejo Azpíriz. Como, en el fondo, pensaba mi padre. La solución puede estar en cualquier rincón de los hechos.

Bajo esta filosofía, he dado miles y miles de vueltas a la conversación final de mi padre con Cendoya. A las reflexiones del viejo espía negrinista sobre continuar una misión aún después de que quien te la ordena ya no está. No podía referirse a la búsqueda del dinero, porque, si hemos de creer al innominado militar que reclutó a mi padre para las cloacas de Franco, ese asunto estaba ya razonablemente claro en el 42. La única razón de esta frase es que Cendoya también supiese, o hubiese averiguado, lo de Pozas. Quizás Anselmo López jugó un juego más sutil, y más peligroso. Primero se protegió de Cendoya con Pozas. Pero después, cuando se dio cuenta de que Pozas era Santiso, pudo protegerse de Pozas con Cendoya. A la luz de esta tesis, cabe preguntarse si Pozas le disparó para hacerle un favor y mandarlo a España o, en realidad, falló. Dositeo Galán dijo: un López fue al lago Ilmen, y otro volvió...

La misión eterna del negrinista después de Negrín no pudo ser otra que buscar el descrédito del general Franco demostrando que asesinó al general Balmes. Por eso Negrín, que tendría alguna información, ordenó dicha investigación, costase lo que costase. Negrín murió, la República murió; los comunistas abandonaron a Cendoya, incluso los anarquistas le dieron la espalda, hasta impedir que fuese operativo en España hasta que el crimen carcelario de Julio Abrantes le abrió las puertas. Todo eso pasó, pero Cendoya continuó con su misión.

En aquella cafetería de la calle Barquillo, Julio Cendoya, que ya había sentenciado su propia muerte, se dio cuenta de que, igual que él nunca dejaría su misión, mi padre tampoco abandonaría la suya. Incluso cuando se diese cuenta de que su misión nunca le había sido comunicada. Porque Franco, si todo esto es cierto, no querría que mi padre resolviese el caso López. Querría que encontrase las pruebas que, quizá, ahora sabía que alguien había conseguido para Negrín y Cendoya también estaba buscando. Si todo esto es cierto, Franco no sabía que Quintín Santiso había cambiado su identidad por la de Herminio Pozas. En realidad, si es así, Pozas, o mejor Santiso, hacía bien en ocultarse. Porque si al general le interesaba borrar las pruebas, su mera existencia como ser vivo era un problema. Esto nos llevaría a concluir que en la Escuadra Alcubierre coincidieron tres divisionarios que lo eran, de una u otra forma, por huir de sus verdaderas identidades.

Pero ya lo he dicho: todo esto difícilmente lo pudo adivinar mi padre en el espacio de unas horas. Tal vez no le hizo falta. Hay otra hipótesis. Según esta hipótesis, en RiP203 había algo más que una joya. Había papeles. Los papeles que López había acumulado, quizá en zona nacional pero más probablemente en la republicana, tras investigar la muerte de Balmes. Papeles que tal vez demostraban la existencia de un soldado llamado Quintín Santiso. Tal vez legionario. Tal vez delincuente habitual, asesino profesional, reciclado en el ejército. Tirador de élite. Falto de escrúpulos. Tal vez los papeles lo situaban en los sitios correctos en los momentos exactos. Tal vez demostraban que tuvo la oportunidad de estar a solas con el general Amado Balmes...

No podemos saber lo que demostraban esos papeles, porque ni siquiera sabemos si existieron alguna vez. Pero una cosa sí tengo por cierta: si existieron, mi padre los destruyó. Los destruyó en la tarde del 19 de noviembre. Y después de destruirlos, después de comprender que la misión que recibió el 13 de diciembre de 1956 en El Pardo no fue resolver el caso Anselmo López, sino encontrar y destruir esos papeles, después de todo eso, digo, se fue a La Paz, porfió para poder sentarse en la cama de Franco, y susurró al oído el moribundo:

‑Mi general, los papeles sobre la muerte del general Balmes han sido destruidos. Mi general, no le he decepcionado.

Y Franco, escuchase o no esas palabras, falleció apenas unos minutos después.



Creo que esto es todo lo que se puede decir sobre el caso Anselmo López.




[1] Los viajeros ingleses fueron Hugo Pollard, su hija Diana y Dorothy, una amiga de él. Se ha especulado mucho con que Pollard fuese en realidad un espía y no un simple bon vivant contratado por Bolín, pero no hay pruebas definitivas de ello.
[2] Se trata del tercer tabor del quinto grupo de regulares indígenas de Alhucemas, al mando del comandante Ríos Capapé.