viernes, enero 14, 2011

Mano negra, Mano Blanca (5)

En menos de un mes se habían producido en Nueva York dos matanzas. Demasiado, incluso para una policía que no tenía la fuerza de la actual, y una opinión pública que, por ser aún en parte decimonónica, parecía más o menos preparada para cosas así. Frankie Yale, que tenía una mente mucho más estratégica que la de sus oponentes irlandeses, se dio cuenta de que lo mejor era levantar el pie del acelerador. Sin embargo, eso no significaba dejar de correr. La Mano Negra y la Mano Blanca estaban en guerra, la segunda había sido la que había dado su último golpe, y ahora los italianos no se iban a quedar quietos. De hecho, cuando comenzó la guerra, en aquel periodo de nueve meses en que pasó Yale sin responder por el asesinato de Crazy Benny, el líder de la mafia italiana de Brooklyn ya había tenido que escuchar alguna que otra frase dura por parte de sus lugartenientes. Lo primero con que tiene que lidiar un capo con la mente fría es con su propia gente. La mayor parte de las veces, entre general y soldados se establece una relación parecida a la que Coppola describió entre Vito Corleone y su hijo Sonny. La mayoría de los mafiosos eran, o son, como el personaje interpretado por James Caan: sanguíneos, vehementes, temerarios. Las guerras no pueden parar así como así, a menos que quien las para se exponga a perder su autoridad.

Yale tranquilizó las calles. Pero inauguró una nueva etapa de la guerra entre grupos de crimen organizado en Nueva York: el asesinato selectivo.

Escogió a Charleston Eddie McFarland no tanto por ser la mano derecha de Wild Bill Lovett, puesto que le corresponde más bien a Piernamuerta Lonergan, como por el elevado simbolismo que sabía que tendría esa acción entre su gente. Los italianos sabían que había sido McFarland el que había disparado la bala que reventó la cabeza de Annie Balestro en el Staunch's. Suya fue también la que hirió a Fury Argolia. En la tarde del domingo, 19 de marzo de 1921, Charleston dejaría de bailar mientras disfrutaba de una agradable velada en el Para's Court Theater de Brooklyn.

Charleston Eddie tenía una novia de bastante buen ver, Joan Finnegan. Estaba bastante coladita por ella y ella, por su parte, era una chica de las de antes, de las de noviazgo largo y bastante monótono. Aquellos eran otros tiempos, las oportunidades de ocio eran menores, y eso hacía que fuese habitual que las existentes se repitiesen de una forma casi obsesiva. La parejita McFarland-Flanagan, por lo tanto, iba al cine todos los domingos por la tarde. Iba, además, al mismo cine: el Para's, que estaba a un tiro de piedra del muelle de la Gowanus y en pleno territorio irlandés. Durante todas las semanas que habían pasado desde la mantanza del Staunch's, Willie Two Knife había estado marcando a la pareja y aprendiéndose sus hábitos. Altierri hizo su trabajo de forma excelente. Descubrió que la vida de McFarland tenía cinco puntos en los que se apoyaba: el garage de Baltic Street, la taberna de McGuire, la de O'Brien, los billares Mahar's Pool en la cuarta, y el Para's. Los cuatro primeros lugares ofrecían pocas garantías para una acción limpia, simple y cuyo perpetrador tuviese además grandes posibilidades de escapar.

Willie Altierri comenzó a pelar la pava con Sally Lomenzo, una chica normalita del barrio, que resulta que trabajaba de taquillera. En el Para's, por supuesto. Por medio de las habituales zalamerías y promesas más o menos cumplidas, se ganó su confianza y obtuvo un dato crucial, un dato que acabó de clavar el último clavo del ataúd de Charleston Eddie McFarland: la pareja de novios se había acostumbrado tanto a ir todos los domingos al mismo cine que hasta ocupaban siempre las mismas localidades: las dos localidades de pasillo de la penúltima fila de la sección central, entonces llamada de la orquesta. Detrás había cuatro filas más: el área de fumadores.

Era el momento de telefonear a Capone.

Willie Dos Cuchillos ardía en ganas de matar él a McFarland. Disponía, además, de las habilidades necesarias para ello. Sin embargo, Yale lo juzgó demasiado arriesgado. Al fin y al cabo, un ginzo se tenía que meter en territorio de los micks, entrar en un cine sin ser reconocido, etc. Era algo que podía salir mal de muchas formas, y Yale quería un trabajo perfecto. Capone, que aquel día estaba de excelente humor, bromeó con Yale informándole que le enviaría a Frank Galluch; lo cual era obviamente mentira, por Galluch era el tipo que le había rayado la cara a Capone durante una pelea en sus años mozos y le había dejado la cicatriz por la cual le llamaban Scarface, y que él se pasaba las horas tratando de disimular. Finalmente, el jefe de la mafia de Chicago le dijo a Yale que enviaría a todo un experto: Edward «Honey Boy» Fletcher.

Aquel domingo 19 de marzo, el Para's ponía El retorno de Tarzán, protagonizada por Gene Polar y Karla Schramm; con un cortometraje previo de Charlie Chaplin. Fletcher y Altierri se acercaron por el cine en un Chevrolet y aparcaron en la esquina de la calle DeGraw. En el coche, probablemente, Altierri y Fletcher fueron intercambiando información técnica sobre las formas que utilizaban cada uno para matar a cuchillo. Ambos eran expertos con las armas blancas.

Nada más entrar en la sala oscura, Fletcher comprobó que las filas de fumadores estaban vacías. Eso facilitaba las cosas. Se sentó en la última fila de la sección central, dejando tres asientos de distancia en horizontal entre él y Eddie McFarland.

A Fletcher le gustaban los trabajos rápidos. Entrar, y salir. Así matan los asesinos silenciosos. Pero aquello se le dilató más de media hora. Fletcher, buen conocedor de los usos de su época, sabía que las mujeres de su tiempo tenían costumbres muy fijas. Hoy en día, su asesinato no sería posible debido a los notables avances registrados en la cosmética femenina, porque tú lo vales, que han inventado maquillajes prácticamente eternos que aguantan horas y horas sin retoques. La señorita Flanagan, sin embargo, no tenía de eso. La mujer que en 1921 quería estar perfecta tenía que acudir de cuando en cuando al baño a tunearse. Aquella tarde, sin embargo, el maquillaje aguantó lo suyo, hasta que, finalmente, y tal y como Fletcher había esperado, ella se acercó a su novio y musitó.

-Be right back, sweetheart.

Así pues, «cariño» fue la última palabra que escuchó Charleston Eddie McFarland.

Nada más marcharse ella al baño, Honey Boy se movió sigilosamente de asiento, hasta situarse justo detrás del irlandés.

Morrie, el pobre diablo coñazo de Goodfellas, es asesinado por Tommy de Vito clavándole un punzón en la nuca desde el asiento de atrás de un coche. A Eddie McFarland no lo mató un punzón. Lo mató un cuchillo de carnicero, con una enorme hoja de 12 pulgadas, reafilado hasta que fuese capaz de cortar en dos un pelo en el aire. Fletcher, en menos de dos segundos, rodeó el pecho del irlandés con su brazo izquierdo y con el derecho le cortó la garganta, de parte a parte. Necesitaba cortar la yugular para matarlo rápidamente, y las cuerdas vocales para que no gritase. Ambas cosas las hizo en el mismo corte. Luego, como diría un taurino, se adornó. Le clavó en silencio el cuchillo en el pecho varias veces. Después, sacó de su bolsillo un pañuelo de mujer que traía, secó con él la sangre del cuchillo, y lo tiró a los pies de McFarland. Aquello era un truco para hacer creer a la policía que se había tratado de un asesinato pasional. Además de que las mujeres no suelen hacer esas cosas (por alguna razón que supongo explicarán mejor los sicólogos, en general las mujeres que matan rehúyen los lugares públicos para hacerlo), la policía no tardaría en darse cuenta que, siendo como era McFarland una bestia parda, si lo hubiese matado una mujer habría tenido que tener una fuerza descomunal para una fémina si quería inmovilizarlo con el brazo izquierdo.

Toda una espiral de violencia estaba en marcha.

martes, enero 11, 2011

Mano Negra, Mano Blanca (4)

Cualquier persona que es aficionada a ver las pelis en blanco y negro de mafiosos de toda la vida está acostumbrada a ver a los pistoleros de la mafia utilizar estuches de instrumentos musicales para guardar las armas. Hay un interesante parecido entre la metralleta corta y el violín que hace de la carcasa de éste un buen candidato para guardar allí un arma. La realidad, luego, va por otro lugar. El guardaespaldas más cercano a Ronald Reagan cuando fue objeto de un atentado sacó en cuestión de medio segundo un arma corta del portafolios que llevaba; desde que descubrí esto, siempre me pregunto si los tipos trajeados que parecen llevar papeles al lado de la gente importante son realmente eso. En todo caso, este detalle de guardar el arma en estuches de instrumentos musicales bien pudo nacer en el Staunch's Hall, el día que Wild Bill Lovett decidió devolverle golpe por golpe a Frankie Yale.

Los irlandeses, convocados por su líder, se reunieron el sábado, 21 de febrero de 1920, en el almacén de las Caledonia Shipping Lines, en el número 25 de Bridge Street, muy cerquita del puente de Brooklyn. El orden del día de la asamblea sólo tenía un punto: devolver el golpe. 25 miembros de la Mano Blanca estuvieron en aquella reunión.

Fue la reunión más maloliente que jamás celebró la Mafia. Un carguero de la compañía, el Miguel Sorcos, acababa de descargar en el muelle varias toneladas de fertilizante potásico procedente de Galverston, Texas. El lugar, por lo tanto, olía como el ojo del culo de Godzilla tras un banquete de fabada marina.

A Wild Bill Lovett le costó conseguir la atención de su audiencia, más preocupada en quejarse del olor apestoso del lugar; pero, cuando lo consiguió, dio el golpe de efecto que sabía que colocaría a sus compatriotas en el lugar sentimental en que él quería tenerlos: dio la palabra, y cedió la iniciativa,a Dicky Lonergan, el viudo de Sagaman's; el hombre que había perdido en la matanza a su novia, Mary Reilly.

Un accidente cuando tenía 12 años había provocado la mutilación de la pierna izquierda de Lonergan, sobre cual había pasado un camión de carga. Sin embargo, ser cojo y llevar pata de palo no le dolía a Lonergan ni la centésima parte que la muerte de Mary, y todos allí lo sabían. Por ello, fríamente, Lonergan había movido sus hilos y contactos para tener algo que llevarles a sus compañeros en la reunión, y lo había conseguido. En medio de aquel olor nauseabundo a fertilizante potásico, Lonergan informó a los asistentes de que sabía que los italianos iban a celebrar su matanza mediante un baile en el Staunch's Hall, en la avenida Surf.

Pegleg no sólo había conseguido la información. Había planeado la totalidad del golpe. Sería un baile con orquesta en directo, como todos en aquella época en la que aún no existía el emule. La orquesta normal de aquellos casos estaba formada por cuatro músicos. Lonergan y otros tres miembros de la Mano Blanca sustituirían a los miembros reales de la orquesta; en aquel tiempo era imposible que la orquesta contratada tuviese miembros negros, pues eran aún los tiempos en los que los negros tocaban para los negros, los blancos para los blancos; y cabe decir que los inmigrantes italianos de Nueva York eran especialmente renuentes a tener tratos con gente de color. Camuflados como músicos, podrían llevar sus armas en los estuches de los instrumentos. Nadie tendría la capacidad de reaccionar a tiempo cuando decidiesen disparar. Eddie Lynch, el que podríamos considerar como consejero-delegado de la unidad de prestamistas de la Mano Blanca, se encargaría de seguir a los músicos desde su salida hacia la sala (Lonergan se había preocupado de obtener la dirección) y de impedir que pudiesen llegar al Staunch's.

Sólo quedaba un último problema. Lonergan llevaba pata de palo. Era fácil reconocerle. Pero hasta para eso tenía respuesta el vengativo mafioso. Wild Bill, dijo, le iba a comprar una nueva pierna artificial, para que pudiese llevar zapatos. Y él pasaría los siguientes días ensayando para aprender a caminar con naturalidad.

Se sortearon los puestos para acompañar a Lonergan. Los agraciados fueron Irish Eyes Duggan, Danny Bean y Charleston Eddie McFarland.

En la tarde del sábado, 26 de febrero de 1920, Lonergan aún no se las había ingeniado para eliminar del todo su cojera. Pero era demasiado tarde. A las seis de la tarde, dos horas antes de la señalada para la acción, los cuatro hombres de la banda se encontraban en el garage de Baltic Street. Además, estaba el equipo de apoyo, formado por Joey Bean, Ernie Shea, Wally Walsh, Eddie Lynch y Jack «Squareface» Finnegan. Ernie «The Scarecrow» Monaghan era el conductor del equipo de apoyo los asesinos, y Petey Bean de los asesinos.

En el camino hacia Coney Island comenzó a nevar. Eso podría ser un problema, porque dificultaba la escapada. Pero nevaba poco, así pues no les pareció a los de la partida que la nieve fuese a cuajar o helarse a tiempo.

En el Staunch's Dance Hall, medio centenar de invitados se agolpaban en la puerta, cada uno con su invitación para la fiesta privada.

Wild Bill Lovett no dejó hilo sin puntada en aquella acción. Algunas horas antes, había enviado a Needles Ferry al O'Brien Saloon, taberna habitual de los irlandeses de Brooklyn como todo el mundo sabía (y los italianos también). Ferry se tomó alguna copa de más, comenzó a hablar con lengua presuntamente estropajosa de esto y de aquello, y acabó confesando, inadvertidamente, que la Mano Blanca tenía la intención de asaltar varios almacenes del puerto aquella noche. Consecuentemente, pasadas las siete de la tarde, cuando los micks llegaron al lugar de reunión de los italianos, Frankie Yale había enviado sus pistoleros de guardia bastante lejos de allí.

En realidad, en el Staunch's sólo había un guardia: Joe «Rackets» Capolla. Y ni siquiera estaba en la entrada cuando Petey Bean aparcó el Chevrolet negro cerca de la misma.

La Historia se escribe con pequeñas casualidades así. No sé qué comió Joe Capolla aquel mediodía de febrero de 1920, pronto hará 91 años. Pero lo que sí sé es que le sentó mal. Solo en la puerta de la sala de fiestas, el pobre Rackets sintió unas ganas inconmensurables de cagar. Trató de aguantar, pero se iba de bareta sin remisión. El baño de hombres no estaba ni a cinco metros de la entrada. Así que se metió allí sin decirle nada a nadie. Allí en el baño se encontraba un tal Antonio Sisciliato, él mismo encerrado en uno de los cubículos defecoides, que es el tipo que declaró a la policía que escuchó a Capolla entrar, meterse en otro cubículo, bajarse los pantalones e inmediatamente soltarlo todo, todo y todo.

El gesto de tener que irse a cagar selló el destino de Joe Capolla pero, probablemente, salvó la vida de muchos de sus compañeros. El italiano salió del baño justo en el momento en que Lonergan y sus tres compañeros entraban por la puerta.

Los irlandeses habían visto la entrada libre y entraban sin esperar a nadie. Cuando vieron al italiano, su actitud no fue precisamente la de unos músicos que llegan para hacer su trabajo. Conscientes de que les sería muy difícil mantener el cuento, abrieron sus estuches y sacaron las armas. Capolla les vio y, sin decir nada, se volvió hacia la puerta de dos hojas que daba acceso al salón, y gritó: «¡Cuidado!» En ese momento, la diarrea dejó de ser un problema para él. La diarrea, y todas las demás cosas de la vida.

Joe recibió una lluvia de balas que a punto estuvo de seccionarle el torso. Pero, estando como estaba a medio cruzar las puertas, se quedó medio pillado en ellas, de pie, sin caer, sangrando abundantemente, y ya muerto. Los irlandeses tardaron unos segundos en sacar aquel corpachón de enmedio. Segundos que los experimentados pistoleros de la Mano Negra que estaban en la sala aprovecharon para protegerse, parapetarse, y sacar sus armas.

Los irlandeses acabaron entrando. Anna Balestro, la hermana de Albert Balestro, de profesión funerario, recibió una bala mortal de necesidad en su sien izquierda. Giovanni Capone, otro profesional funerario que se empleaba a tiempo parcial de ladrón de almacenes, recibió tantas balas en la cara que nadie pudo explicarse cómo todavía oían su voz jurando contra los asaltantes. Un valioso soldado de la Mano Negra, Giuseppe «Momo» Municharo, recibió una bala en la barriga que también acabó con él.

Los irlandeses dispararon a placer durante aquellos tensos segundos. Sabían que los disparos de respuesta de los italianos no serían certeros, preocupados como estarían todos de no acabar cargándose a algún correligionario. El problema estaba al terminar y dar la vuelta. Ellos lo sabían. Como lo sabía Augie The Wop Pisano, que tenía los huevos pelados de participar en tiroteos y, a esas alturas, aún conservaba la cabeza fría.

Cuando los irlandeses dejaron de disparar y se dieron la orden de marcharse, Pisano se levantó, fríamente, tomó su 45, apuntó sin prisa... y le metió una bala en la nuca a Danny Bean, que lo dejó seco allí mismo. Lonergan, Eddie y Duggan corrieron al Chevrolet. Le gritaron a Petey que saliese cagando hostias. Pero Petey Bean no quería irse. Esperaba a su hermano. Hasta que se dio cuenta de lo que que había pasado, claro.



La matanza del Staunch's Hall no fue ni de lejos la de Sagaman's. Había tres muertos y nueve heridos, pero éstos no lo eran de consideración. Eso sí, Rackets Capolla, Anna Balestro, Giovanni Capone y Momo Municharo iban camino de la Morgue.

Aunque los registros no nos dicen nada de ello, es de suponer que Antonio Sisciliato todavía estaba en el trono, quieto como una estuatua, sin valor para salir.

Joe Rackets Capolla, un oscuro soldado de la Mafia italiana, salvó aquella tarde a muchos de sus compañeros. No pocos mafiólogos consideran que, de no haber sufrido aquella diarrea, y de no haber salido de evacuar justo en el momento en que salió, los muertos del Staunch's Hall habrían sido otros y, tal vez, el cariz de la guerra entre la Mano Negra y la Mano Blanca, también. El propio Frankie Yale podría haber muerto allí mismo.

Todos, o casi todos, los detalles de la Historia real de la Mafia, están de alguna manera utilizados en el cine sobre la materia. Para el siguiente capítulo de esta guerra, debéis recordar el asesinato de Morrie Kessler a manos de Tommy de Vito, por orden de Jimmy Conway, en Goodfellas.

Todo llegará.