jueves, abril 14, 2011

Islandia

Desde mi punto de vista, hay dos cosas que demuestran cada día que el ciudadano normal, average, necesita saber más economía de la que sabe.

La primera es que se tire en plancha a las tiendas de lotería y quinielas, donde no pueden hacer por él nada más que venderle una inversión con valor actual negativo; que es algo que, si se lo ofreciesen en el banco de al lado, llevaría a ese mismo cliente a provocar una faraónica bronca.

La segunda cosa sorprendente es que aquellos ciudadanos que son socios de un club de fútbol se contenten con que su equipo le meta tres goles al eterno rival, aunque en ese mismo momento esté económicamente quebrado. De hecho, cada domingo las sociedades anónimas deportivas inventan un nuevo concepto de rentabilidad, que todos los lectores de prensa deportiva (y son unos cuantos) aceptan con total naturalidad.

En los últimos días se leen y escuchan comentarios mil sobre Islandia, un país que, al parecer, estaría pasando a la Historia por ser testigo de una rebelión cívica contra la crisis financiera y sus causantes. No pocos foros de internet experimentan orgasmos repetidos ante lo que consideran un ejemplo de lo que todos los países deberían hacer contra esa caterva de ladrones que provocaron la crisis subprime y sus diversas ladillas.

Dejando de lado el pequeño detalle de que hay países, como España, en los que esa caterva de cabrones está básicamente formada por los mismos tipos a los que la gente vota (¿quién gestiona, al fin y a la postre, las cajas de ahorros españolas?), es que, además, sorprende lo poco que se sabe de Islandia y lo mucho que se desconoce, en consecuencia, que las raíces de eso que podemos llamar el problema islandés tienen algo, pero no todo, que ver con las subprime y la crisis del 2008, puesto que brotan casi veinte años antes.

Islandia es un país que, económicamente, nunca había necesitado abrirse demasiado. Está escasamente poblado (lo cual quiere decir: pocas necesidades que atender), escasamente habitado (pocas infraestructuras que desarrollar) y con recursos naturales (notablemente, un señor llamado bacalao) que siempre han sido suficientes para dar de comer a la estrecha panda de valientes que se ha avenido, en los siglos pasados, a vivir en lugar tan extremo.

El nivel de vida islandés no siempre ha sido la pera limonera, pero en las últimas décadas del siglo XX mejoró notablemente a lomos de un sistema de política económica basado en no fijarse demasiado en la inflación. Islandia ha sido, tradicionalmente, un país de desempleo bajo e inflación alta, que reducía las consecuencias negativas de dicha inflación mediante la restricción de las operaciones trasfronterizas.

En 1990, sin embargo, la globalización económica mundial, unida al hecho de que las pesquerías comenzaban a no dar para tanto, hizo que Islandia cambiase el paso y se adhiriese a un área económica común, el Espacio Económico Europeo. Muchos análisis que se ven hoy tienden a ver en 1999, es decir el proceso de creación de bancos privados, el principio de la crisis islandesa. A mi modo de ver, se equivocan. Los problemas comienzan años antes, cuando el país despierta del suelo más o menos autárquico en que había vivido hasta entonces.

Estar en el EEE, que es una especie de Unión Europea blanda, ya no permitía a los islandeses tener la misma situación de cerrojazo al gasto exterior, lo cual quiere decir que el país tenía que ganarle la partida a su inflación de dos dígitos.

Para ello, los islandeses, que verdaderamente son pocos y bastante bien avenidos, llegaron a algo que se suele llamar el Acuerdo Nacional o National Consensus que, básicamente, fue un acuerdo de restricción en el crecimiento de las rentas al que llegaron empresarios, trabajadores y gobierno. Además, esta medida de austeridad, un poco a la alemana, se combinó con el inicio de una política monetaria realista, que modificó el sistema anterior de tipo de cambio fijo por otro de tipo de cambio flexible «controlado» por un objetivo de inflación, para la que fijaba un entorno de 1% anual mínimo y 4% máximo, con un 2,5% como tasa ideal; una inflación claramente pensada para entrar, algún día, en el euro.

Durante las décadas anteriores de inflación desbocada, los tipos de interés reales islandeses eran negativos. Esto quiere decir: el coste de un crédito estaba por debajo de la inflación lo cual, en esencia, es una llamada a endeudarse: si uno se endeuda en 100 y al año tiene que devolver 105, pero los precios han hecho que los 100 de principios de año sean 106 al final del mismo, endeudarse es, como digo, un chollo. Esto ocurrió en un momento en el que los bancos islandeses eran estatales (lo cual debería ser tenido en cuenta por parte de tantas voces que consideran que la manera de resolver los temas es nacionalizar la banca, como si nacionalizar la banca fuese una medida positiva per se). En 1979, el sistema trató de meterse en vereda indexando los créditos, de forma que los deudores tendrían que pagar lo que realmente valían: si valía 106, pues habría que devolver 106.

Fue más o menos en ese punto, forzados por el nuevo horizonte económico forzado por la entrada en el EEE, cuando los gobiernos islandeses se dieron cuenta de que tenían que crear un sector bancario privado. Así nació el Islandsbanki, que se fusionó con otras firmas y al que siguieron otros bancos hasta entonces públicos, como el Landsbanki el Bunadarbanki.

El Estado, sin embargo, no desapareció del ámbito financiero; dato que a menudo se soslaya del debate. Siguió existiendo, por ejemplo, el Icelandic Housing Financing Fund o HFF, una entidad pública dedicada a dar préstamos para vivienda, de entre 15 y 40 años de duración, indexados, y por un máximo del 80% del valor de la vivienda. En la práctica, esto significaba que el negocio para los bancos privados se centraba en el 20% restante. En las elecciones del 2003, el Partido Centrista, uno de los gobernantes, prometió el aumento del límite al 90%; puesto que la coalición renovó su poder, la medida se tomó y, consecuentemente, el papel de los bancos privados se redujo. La consecuencia, lógica: la competencia. A partir de 2004, los bancos privados se lanzaron a ofrecer préstamos para la vivienda a mejores condiciones que la HFF, alimentando con ello una espiral de crédito a la cual, como vemos, el ámbito público no sólo no fue ajeno, sino que la creó.

A més a més, a partir del 2001, cuando los relativos éxitos contra la inflación fueron visibles, el tono del déficit público mejoró, lo cual animó al Partido de la Independencia, largamente gobernante, a revivir sus viejas reivindicaciones de una reducción de impuestos.

En otras palabras: años antes de la crisis financiera, los gobiernos islandeses, o sea los partidos políticos, presionados por sus campañas y promesas electorales, decidieron realizar una doble política combinada: expandir el crédito, mediante la creación de bancos privados que competían directamente con los públicos; y expandir el consumo, por la vía de hacerlo más fácil poniendo más dinero en la mano de los islandeses cada mes, cada día.

Como irse ahora a un reactor de Fukushima y tirar dentro dos o tres toneladas de uranio cabreado.

El recalentamiento de la economía islandesa se hizo tan evidente que fue necesario subir los tipos de interés a niveles estratosféricos; a los inversores europeos, que vivían en una meseta aburrida de tipitos bajos como consecuencia de la convergencia del euro, se les pusieron los ojos como platos y se dedicaron a comprar bonos en coronas islandesas hasta poner el mercado secundario de renta fija, y la propia moneda, en ebullición, retroalimentando el proceso.

En estas circunstancias, la corona subía y subía. Y cuando una moneda sube, las demás bajan. Para los islandeses, los precios en, un suponer, Londres, cada día eran más baratos. Los precios británicos están en libras, pero como ellos tenían una monedita que cada día era más cara contra la libra…

Así que los bancos islandeses decidieron salir de compras por ahí fuera. Compraron bancos, compraron casas, compraron bonos, compraron la histórica tienda Hamley’s de Regent Street… compraron lo que se les puso por delante. E Islandia se convirtió en una especie de gran isla-banco. Para aquel entonces, el 80% de la capitalización de la Bolsa de Rejkyavik provenía del valor de las acciones de los bancos. El sector financiero crecía y crecía, alimentando ofertas a los hogares. En el 2005, la deuda de los particulares sobrepasó el 200% de su renta disponible.

El sistema bancario islandés registró una crisis seria en el 2006. Hubo analistas, sobre todo escandinavos, que destacaron, ya entonces, el mal endémico de la banca islandesa, que era su modelo de negocio basado en un crecimiento acromegálico de la actividad interior, sobre todo a través de segundas y terceras hipotecas. Sin embargo, analistas internos se apuntaron a la famosa teoría que ahora esgrimen muchos defensores de la política económica española actual: la teoría too big to fail; el sector bancario islandés era demasiado grande para darse la hostia. En todo caso, el sector financiero, ante estas preocupaciones, inició una línea de diversificación, buscando clientes fuera de sus fronteras, y comenzó a prestar en países como Reino Unido y Holanda, generando, al fin y a la postre, los impagos que ahora le son reclamados al país.

En consecuencia: el sector financiero islandés, y sus gestores, tiene una responsabilidad objetiva en los gravísimos problemas que, desde el 2008, registra tanto dicho sector como el país entero. Pero, contrariamente a lo que se lee por ahí, al menos en mi opinión, la responsabilidad no se le puede adjuntar, en solitario, a unos gestores malintencionados y enloquecidos. La gestión enloquecida, el crecimiento a toda leche, la subida sin pensar en la posibilidad de una caída, es consecuencia de una carrera macroeconómica iniciada por el gobierno, y unas condiciones generadas por la misma.

Las medidas de los sucesivos gobiernos islandeses, durante la década de los noventa, están encaminadas a favorecer el crecimiento de las rentas y del consumo y la expansión del crédito, como indicadores de un bienestar objetivo de los hogares islandeses. Las intenciones fueron bien expresadas en las campañas electorales en las que se prometieron acceso cada vez más fácil al crédito y más dinero en la cartera. A los islandeses nadie los engañó. Su economía se recalentó delante de sus narices y no parece que les preocupase demasiado. Hasta que la caldera estalló, claro.

Hay un efecto, a mi modo de ver, sorprendente. En la Historia puede verse claramente. Uno piensa: Sofico, Gescartera, Forum Filatélico, Nueva Rumasa, burbuja inmobiliaria, Islandia... Da la impresión de que hay un porcentaje nada desdeñable de la raza humana que, por razones genéticas, educativas o de algún otro tipo, es incapaz de asumir el que para mí es el Axioma número 1 de la economía financiera: nadie da duros a peseta. Si visitas diez concesionarios de automóviles y en nueve de ellos el Seat que te quieres comprar vale entre 20.000 y 24.000 euros, y en uno de ellos te lo ofrecen por 7.000, desconfía de éste último. El Seat que te quieren vender o es usado, o es robado, o es defectuoso, o algo. Porque nadie, repito, da duros a peseta. Pero, ¿y si es verdad que ese concesionario, por alguna razón, es capaz de vender a 7.000 euros el coche? Pues si es verdad, aplícate uno de los dos grandes axiomas del inversor en Bolsa: deja siempre que el último duro lo gane otro.

Los islandeses vivieron encantados en un mundo de crédito aceleradamente expansivo. Constituyeron segundas y terceras hipotecas sobre sus bienes reales porque creyeron en un axioma en el que también creyó mucha gente en España. En esto, la verdad, Islandia y España se parecen, a mi modo de ver, como dos gotas de agua. En ambos casos, como factor fundamental operó la convicción social de que los precios inmobiliarios eran una variable constantemente creciente en términos reales. Si el valor de los pisos iba a crecer siempre y, además, a mayor tasa que la inflación, entonces convenía endeudarse con su garantía.

En una crisis así, nadie es inocente. Si, verdaderamente, el problema de Islandia fuesen los cuatro tipos que quebraron sus bancos, la cosa tendría una solución lenta y jodida, pero relativamente fácil de formular. Los problemas de la economía islandesa, por desgracia, son bastante más profundos, y tienen que ver con el modelo económico que el país decidió darse a sí mismo, y votó.

En sí, la rebelión islandesa puede verse como un sorprendente despotismo ilustrado inverso. En el despotismo ilustrado normalito, son los poderosos, en el sentido de quienes tienen el poder, los que demandan que harán todo para el pueblo, pero sin él. En el despotismo ilustrado inverso, es el pueblo el que demanda que quienes tienen el poder no cuenten con ellos, puesto que, al fin y a la postre, no se sienten concernidos por decisiones que tomaron los políticos a los que votaron. Desde que existe la política monetaria y, consecuentemente, se sabe que la inflación responde en gran medida a la cantidad de recursos monetarios que hay en el sistema, es obvio para cualquier responsable económico que fomentar el consumo y el crédito a la vez puede llevar a recalentar la economía. La economía se recalentó mientras los islandeses (y muchos analistas internacionales, por cierto) aplaudían con las orejas. Si nosotros tuvimos nuestro boom inmobiliario, los islandeses tuvieron el financiero, y a ambos nos ha estallado en la cara. Pero ninguno de los dos, ni españoles, ni islandeses, tenemos derecho a decir ahora que estos estallidos no van con nosotros, porque son estallidos que no fueron provocados en solitario por un grupo de cresos haciendo negocio, sino, first and foremost, por los políticos a los que votamos y encumbramos al puteal del gobierno. Y por nosotros mismos.

miércoles, abril 13, 2011

Sobre el egalitarismo educativo

Yo fui eso que en mi tierra, La Coruña, se llamaba un chapón. Creo que en la mayoría de España a eso se le llama empollón. Por mor de los varios traslados de vivienda en mi vida he acabado perdiendo mis calificaciones, pero lo único que me cuesta recordar del COU son las asignaturas, porque con las notas lo tengo bastante fácil. Filosofía, Matrícula de Honor. Historia del Arte, Matrícula de Honor. Historia Contemporánea, Matrícula de Honor. Matemáticas, Matrícula de Honor. Inglés, Sobresaliente (¡cachis!). Si queda alguna otra, Matrícula de Honor.

Tenía mis razones para estudiar tanto (una beca bastante jodidilla de obtener), pero eso no viene al caso. Lo que viene al caso es que puedo contar lo difícil que es, cuando menos desde mi punto de vista, ser un buen estudiante en un aula.

En primer lugar, no tiendes a ser demasiado popular, normalmente por dos razones, una bienintencionada, y la otra todo lo contrario.

El motivo bienintencionado es que mucha gente asume que, si estudias tanto, no tienes tiempo para las relaciones sociales y, además, tus intereses personales, fundamentales para abrochar relaciones, serán otros distintos de los habituales (en lenguaje actual; eres un freaky). Así que la gente no se acerca a ti por, digamos, respeto.

El motivo malintencionado tiene que ver con el complejo de inferioridad. Muchos estudiantes mediocres se sienten inferiores en su fuero interno respecto del que es capaz de sacar buenas notas (o está dispuesto a trabajar para conseguirlas) y, consecuentemente, conspira para retroalimentar ese déficit de popularidad que ya arrastras del párrafo anterior. Estos son los grupos que alimentan el mito de la rareza de los chapones, de su incapacidad para tal o cual cosa y, sobre todo, de lo inútil de su esfuerzo. Al grito de ¡Carpe diem! (es una manera teórica de formularlo: en la realidad, el estudiante mediocre jamás llega a conocer el significado de este latinajo), el mediocre malintencionado se arranca diariamente por la bulería de tú para qué estás estudiando tanto, te estás perdiendo la vida y total, da igual...

Ser un buen estudiante, cuando no se es por gusto (gente verdaderamente rara, escasísima) o sin esfuerzo (como los Mensas, más escasos aún), es una tarea un tanto esquizofrénica. Si estudias tanto es porque alguien te obliga (o sea, tus padres). Pero te pasas el día rodeado de tipos que son, de alguna manera, tus prescriptores vitales, que son un enjambre de hormigas cabezudas que necesitan convencerte de que no merece la pena ser cigarra. Como esos tipos, ya en la edad adulta, que, cuando comprueban asombrados que has dejado de fumar (y ellos no) tratan de convencerte para que vuelvas.

Y así pasas tu adolescencia: debatiéndote entre las chorradas de tu padre, y las chorradas de tus compañeros. En medio, como bisagra, digamos, inteligente, está el maestro. El problema con los maestros es que hay de todo. Los hay que se ilusionan con tus capacidades y son muy peligrosos, porque tienden, puesto que te respetan más que a la media de sus alumnos, a establecer contigo una relación un poco más de igual a igual; con lo que, además de freaky, ahora vas y te conviertes en un colaboracionista con el enemigo, lo cual no coadyuda demasiado para que tu popularidad mejore.

También los hay, para pasmo del que esto escribe, que en el fondo, y no pocas veces en la forma, incluso se apuntan al bando de las hormigas. Uno de ellos le dijo un día a mi madre: «No, si saca unas notazas, pero, ¿está segura de que es normal?» Si aquel tipo llega a encontrarse a Bobby Fisher en su aula, seguro que lo pone a jugar al softball. De hecho, yo tuve un año de bajón, 1º de BUP, en el que mi nota media bajó a notable raspado, y alguno de mis profes respiraba tranquilo.

En fin. Ser un buen estudiante es una decisión personal inducida, y como tal has de tomarla. La vida empieza a enderezarse el día que te miras al espejo, te dices que tú eres así, y que fin de la historia. Un proceso bastante parecido al que, supongo, tienen los homosexuales que salen del armario. A los homosexuales, sin embargo, no les basta con salir del armario. También quieren tener derechos; quieren poder casarse, y adoptar niños. Quieren que la homofobia esté penada. Quieren poder tener sus entornos y que se les respeten. Quieren un espacio vital para poder ser homosexuales. En suma, no quieren ser discriminados por ser homosexuales.

Con los buenos estudiantes, sin embargo, no ocurre esto. Los buenos estudiantes, por lo que se ve, tienen menos derechos. Es mucho mejor negocio ser homosexual que sacar un diez. En el momento en el que alguien, o sea Esperanza Aguirre, ha pedido un espacio propio para los buenos estudiantes, han llovido las tortas. Y han llovido, además, por parte de los provisores y responsables de la política educativa española, que tiene eggs. Dicen que eso es discriminatorio y que lo importante de un aula es que socialice adecuadamente a los alumnos.

Discriminar es dar un trato distinto a los iguales. La diferencia fundamental de criterio entre los defensores de la medida y sus detractores está ahí. Los primeros parten de la base de que los estudiantes no son todos iguales, mientras que los segundos consideran que sí, que lo son.

Esto segundo es algo que yo, cuando menos, no entiendo. Estudiar y sacar un diez es algo que está al alcance de la mayoría de la población. Yo tenía compañeros en el colegio que no eran capaces de pasar de un tres en Historia pero, sin embargo, se sabían de memoria las características técnicas de decenas de modelos de motos distintos. A su padre le podrían engañar diciendo que es que no valían para estudiar, que no les entraba, que no tenían memoria; a mí, no.

Buena parte de la gente que no saca dieces es porque no quiere. Porque no quiere o porque a sus padres les importa un huevo que lo saquen o no que, al fin y al cabo, es el mismo hecho disfrazado, en un caso, de pitufo, y en el otro de pitufina. Como decía la maestra de baile de Fama, el éxito cuesta y aquí (sudando con los codos sobre la mesa) vais a empezar a pagar, y hay gente que ni está dispuesta a pagar dicho coste, ni tiene ningún aliciente o presión para hacerlo.

Luego hay gente, que es la gente que le encanta a los defensores del egalitarismo educativo, que no saca dieces porque ha tenido una educación deficiente, aún queriendo tenerla de buena calidad. Esto lo entiendo. Lo que no acabo de entender es la conclusión que de ello saca la generación pedagógica LOGSE, esto es: puesto que hay algunos que llevan un peso de plomo en las piernas que les impide saltar más de medio metro, lo que hacemos es colocarle a todo el mundo el listón a medio metro.

Para mí que lo que habría que intentar es quitarles el plomo de las piernas. Si resulta que hay niños que hablan siete veces mejor el chino mandarín que el español, ¿qué se gana poniéndolos a estudiar los sintagmas verbales, fistro diodenal teórico donde los haya, además en un idioma que apenas controlan? ¿No sería mejor juntarles en un aula donde una maestra parecida a Lucy Liu les explicase lo que es un 动词短语? ¡Anda, leche, que es que eso es un ghetto!

Pues no. Yo no era igual que algunos o muchos de mis compañeros. Pero eso era en mi detrimento, no en mi beneficio. Como entonces todavía se daba en cierta medida el castigo físico en las familias, ellos se jugaban los capones de sus padres por suspender; algo que no les ocurría siempre. Yo me jugaba otras cosas más ciertas.

Un sistema educativo que juega en contra del estudiante brillante, lo haga de palabra, obra u (más habitualmente) omisión, es un sistema educativo que no está bien de la cabeza. Especialmente en los tiempos que corren, en los que el nivel educativo es tan bajo que la impulsión hacia el simple cumplir el expediente es prácticamente invencible. Un sistema educativo, además, que destaca sus funciones socializantes antes que las puramente educativas es, a mi modo de ver, un sistema educativo que ya sólo es lo primero. Si las aulas fuesen necesarias para socializarse adecuadamente, los analfabetos serían todos como Dustin Hoffman en Rain Man. El aula es para aprender. No tanto para aprender el año de la toma de Constantinopla por los turcos, sino para aprender a memorizar datos, a utilizarlos; aprender a documentarse, a resumir, a poner informaciones en conexión, a sacar conclusiones; porque de estas cosas va el 99,9% de los trabajos que hay en el mercado, independientemente de que luego la estantería se rellene de ingeniería química, matemáticas actuariales, Derecho del medio ambiente o habilidades de márquetin. Y quien aprende más que los demás, quien se esfuerza por aprender, debiera ser estimulado para ello, y por ello.

El resto del debate, a mi modo de ver, son chistes floreados.

martes, abril 12, 2011

Datos estúpidos para sobremesas frikis (1)

Los grandes monarcas barrocos nunca estaban solos. Acompañarlos era una mezcla de obligación y honor. Siempre había alguien cuando dormían, cuando comían, cuando se vestían, cuando se desnudaban. El protocolo de algunas cortes era tan estricto en este punto que de Luis XIV se ha calculado que únicamente pasó totalmente solo 8 minutos de su vida.

Abderramán III, califa de Córdoba, el hombre que construyó un palacio para su amante, confesó, cuando se sintió morir, que en toda su vida sólo había sido feliz apenas 45 minutos. Se desconoce cuál era su concepto exacto de felicidad.

Su antecesor Abderramán II tenía un tic nervioso en la cara, muy acusado. Le comenzó teniendo 14 años, cuando su padre, al-Hakam, reprimió una rebelión en Toledo y consecuentemente ejecutó a decenas de notables de la ciudad en un foso. El padre obligó al hijo a ser testigo del espectáculo. Abderramán jamás se curó del tic.

Se dice que quizá el principal padecimiento físico de los antiguos egipcios eran los dientes. Se suele atribuir este hecho a la cantidad de arena de los alimentos, sobre todo el pan.

Cuando Rudolf Hess fue detenido en Escocia tras haber aterrizado allí en su extraño viaje, Winston Churchill estaba a punto de entrar en su sala de cine privada para ver Los hermanos Marx en el Oeste. A pesar de ser informado de la detención de un tipo que decía ser Hess y probablemente lo era, decidió entrar a ver la peli.

Una norma de 1906 estableció que las conferencias telefónicas en España podrían celebrarse en cualquier idioma. Fue una de esas normas que no hizo sino reconocer lo que la gente ya estaba haciendo.

Contrariamente a lo que se piensa, la autorización del marido para poder viajar o trabajar no era la medida más discriminatoria para la mujer existente en el Derecho franquista. La peor, con mucha probabilidad, era la previsión legal de que la mujer no pudiese ser testigo de un testamento, puesto que, indirectamente, negaba a las mujeres la posibilidad de tener albedrío y, sobre todo, memoria.

Alejandro Dumas padre disfrutó durante parte de su vida de una curiosa pensión, consistente en doce melones al año. Un pueblo francés famoso por dicho cultivo le solicitó algún ejemplar de sus obras para iniciar una biblioteca, y Dumas contestó ofreciendo la totalidad de las mismas (unos 500 libros) a cambio de la citada pensión. El Ayuntamiento aceptó.

Cuando Francisco Franco tuvo un accidente de caza que le hirió en una mano, a principios de los sesenta, fue llevado de urgencia en domingo a un sanatorio en el área de Moncloa. El médico que lo atendió, Ramón Soriano, que acabaría escribiendo un libro sobre la experiencia, no fue prevenido de quién era el paciente que estaba tumbado en la camilla de urgencias. Consecuentemente, con esa manía que tienen los médicos de hablar de los pacientes como si no estuviesen presentes, comentó con la enfermera, en voz alta, algo así como «anda que no le dirán veces a este señor que es igual que Franco». Franco contestó con un galaico «eso dicen».

Un chiste muy popular en la Rumanía comunista habla de un tipo que va por la calle a la pata coja. Un amigo que le ve, le grita: «¿Perdiste un zapato?» «¡No!», le contesta el otro, «¡encontré uno!»

La calle de la Ballesta de Madrid se llama así porque en su tiempo hubo allí una vivienda con una especie de jardín trasero cuyo dueño tenía allí un jabalí. La gente se entretenía disparando al pobre animal, que hemos de suponer que acabaría palmándola.

En los años cuarenta del siglo pasado, según Torrente Ballester, aún se decía en la catedral de Santiago de Compostela, cada 5 de agosto si no me falla la memoria, una misa por el alma de Carlomagno.

La escena de Yo, Claudio en la que el emperador (Derek Jacobi) se echa a llorar cuando le comunican que, tal y como él ha ordenado, su mujer Mesalina ha sido ejecutada, es, en realidad, una licencia poética. Las crónicas del tiempo cuentan, más bien, que estaba comiendo cuando se lo dijeron, y que siguió papeando como si tal cosa.

domingo, abril 10, 2011

La "normalidad" del 36 (8: El entierro del bochorno)

La II República española es un periodo extraño y sorprendente. Es más extraño y sorprendente aún cuando algunos lo cuentan; lo digo más que nada porque escribo estas líneas después de haber terminado de ver un capítulo grabado de La República, la ominosa serie de la TVE1 que a día de hoy aún no sabemos a ciencia cierta a qué república se refiere; capítulo en el cual un teniente coronel que se ha alzado con Sanjurjo y que espera consejo de guerra es liberado de la cárcel (cosa que, por cierto, es jurídicamente imposible) nada más y nada menos que por José Antonio Primo de Rivera. ¡Acabáramos! Ya bastante complicada era la República ATE (Antes de Televisión Española), para que ahora resulte que, además, Primo de Rivera y Azaña eran amigos...