sábado, agosto 20, 2011

El día que Günter Schabowsky metió la pata

Uno de los episodios más interesantes de la segunda guerra mundial comienza precisamente cuando termina ésta, y tiene que ver con la discusión en torno al futuro de Alemania. Si interesante es cómo comenzó, más aun lo es cómo terminó: con la torpeza de eso que solemos llamar un “segunda fila”: Günter Schabowsky. Resulta curioso que nadie, o casi nadie, tenga este nombre en la cabeza, siendo como es la persona que provocó uno de los hechos históricos de mayor relevancia del siglo XX. Y lo hizo sin saber, por pura torpeza. Este post de hoy está dedicado a todos los que creen que todo lo que ocurre en la Historia, ocurre porque alguien lo ha planificado.

Hay que entender que Alemania, en 1945, es un terreno ocupado por tres ejércitos distintos (el estadounidense, el inglés y el soviético); y que esos tres ejércitos, por mucho que tengan visiones geopolíticas y necesidades estratégicas distintas, están de acuerdo en considerar que a Alemania ya le vale después de haber sido el motor del belicismo mundial durante casi un siglo.

Sin embargo, contra lo que se pueda pensar, los entonces llamados aliados no ocuparon tanto tiempo en discutir sobre Alemania como sobre otras cosas. El gran tema de la conferencia de Yalta, por ejemplo, no fue Alemania, sino Polonia (aunque en el fondo hablar de Polonia era también hablar de Alemania, como se vio claro cuando se fijaron las nuevas fronteras de dicho Estado). Las ideas, no obstante, surgieron.

Si en algo estaban de acuerdo los aliados, era en que Alemania había que partirla en cachos. Henry Morgenthau Jr, que era en 1944 Secretario del Tesoro de la Administración Roosevelt, propuso la atomización del país en pequeños estados, que sería paralela al desmantelamiento de su industria; política que sería luego ejercitada por Stalin en su parte del país, del que se llevó factorías enteras, pieza a pieza, en concepto de reparaciones de guerra. En las últimas boqueadas del régimen nazi, cuando la Guerra Fría no había surgido aún, el destino más probable de Alemania era convertirse en un conglomerado básicamente agrario de pequeños países. La Casa Blanca no olvidaba que las mejores apuestas que Stalin había tenido en la manga para extender el comunismo por Europa se habían producido en Alemania, y consideraba que el país estaba geográficamente demasiado cercano a la órbita soviética como para no sentir esa atracción.

Por su parte, Stalin tenía miedo de lo que finalmente pasó, esto es que el eje Washington-Londres le hiciese una OPA a su cacho de Alemania, convirtiéndolo en el centinela de Europa. Este miedo por parte de Moscú provocó la decisión inapelable de los soviéticos de mantener permanentemente a sus tropas en Alemania; decisión que, en el fondo, fue la que decidió a las potencias occidentales a dar marcha atrás en sus planes primigenios de “agrarización” de Alemania y apostar por convertirla en una potencia económica que les realquilase terreno para colocar sus bases.

El 20 de junio de 1948, americanos, ingleses y franceses, los tres aliados occidentales que para entonces actuaban sindicados en Alemania, ilegalizaron el reichsmark hitleriano y lo convirtieron en el deutschemark, poniendo el contador de la economía alemana a cero y comenzando la estrategia de desarrollo. La respuesta soviética a este movimiento, que les dejaba solos, fue el famoso bloqueo de Berlín que obligó a los aliados a proveer la ciudad mediante un puente aéreo. La República Federal de Alemania nació el mayo de 1949 y la República Democrática Alemana en octubre. Ambos lados del bando aliado habían terminado por hacer precisamente lo que tenían previsto no hacer: mantener unificada su parte de la herencia.

Ya en 1946, la URSS había conseguido en su territorio la victoria política de forzar la unificación entre socialdemócratas y comunistas en un solo partido, el Partido de la Unidad Social. Habían conseguido apelar al patriotismo de los socialdemócratas alemanes, los cuales creían que su desunión con los comunistas ponía en peligro la supervivencia de su país como país gobernado por la izquierda, así pues fueron a la unificación, en no pocos casos, tapándose la nariz.

La unificación, en todo caso, se basaba en el hecho de que el ambiente en la RDA, desde sus comienzos, no apuntaba precisamente hacia la construcción de un régimen soviético, sino socialista. Sin embargo, esto empezó a cambiar muy pronto de la mano de Walter Ulbricht, el primer líder del gran partido socialista alemán. Ulbricht había liderado, en 1918, la escisión del ala izquierda del partido socialista de la que había nacido el Partido Comunista (un poco al estilo de las Juventudes Socialistas de Santiago Carrillo en España, apenas unos años después). Durante la segunda guerra mundial fue uno de los muchos comunistas alemanes que se refugiaron en Moscú, aunque evidentemente a Stalin le caía especialmente bien, ya que no fue objeto de las purgas que sí experimentaron muchos de sus colegas (y que le limpiaron a Ulbricht el horizonte de competidores).

Fue Ulbricht, en mayor medida que Stalin (el georgiano prefería ser cauto por razones geopolíticas), quien comenzó a dar la barrila con la construcción del socialismo en la RDA. O sea: dictadura del proletariado, partido único, censura de prensa, Estado policial, planes quinquenales, y toda la pesca. Hasta julio de 1952, no logró convencer al líder soviético de estampar su nihil obstat en el plan. Plan que fue un puto desastre. En apenas una primavera, la propiedad agraria fue colectivizada, y los negocios privados urbanos también. Como consecuencia, los propietarios rurales cogieron los ahorros y se piraron a la RFA en fila de a siete, mientras que de las estanterías de las tiendas desaparecían hasta las bombas fétidas. La respuesta de Ulbricht fue imponer planes de producción que reclamaban aumentos del 10% anual. En cierto sentido, Ulbricht es el primer maoísta, pues aplicó antes que el propio Mao esta política basada en exigirle a sus administrados los resultados apetecidos, aunque se mueran de hambre para poder cumplirlos.

El 17 de junio de 1953, el personal alemandemocrático respondió con una oleada de huelgas y conflictos que, a mi modo de ver, no se valora suficientemente desde un punto de vista histórico. En torno al 10% de la población alemana se echó a la calle y apedreó estatuas de Stalin, además de proferir mueras al comunismo. El Politburó del Partido Comunista de la RDA tuvo que refugiarse en la base militar soviética de Karlhorst. Esa misma noche, sin embargo, se produjo el primer ejemplo, de una larga lista, de hondo compromiso de la URSS con las libertades de los pueblos a la hora de decidir sus destinos; una larga lista, digo, que incluye diversas poblaciones europeas como Budapest, Praga, etc. Al caer la noche, filas y filas de carros de combate T-34 soviéticos entraron en Alemania, en apoyo de la ley marcial recién declarada, y se apiolaron a cientos de personas. ¿No querías caldo? Pues toma dos tazas.

Con la movida de 1953, Stalin dejó claro que la RDA era la parte que le había tocado en el reparto, y que no estaba dispuesto a soltarla, ni a permitir que se organizase de una forma diferente que la decidida por el Comité Central del Partido Comunista. Siempre me ha llamado la atención la facilidad con la que muchos comunistas utilizan el término “neofeudalismo” para describir según qué relaciones ecosociales en los países capitalistas, y la elegancia con la que olvidan que Stalin se desempeñó con media Europa, y muy especialmente con Alemania, con un espíritu y un criterio que no tiene nada que envidiarle a los viejos condes medievales con derecho de pernada.

La RDA, sin embargo, siempre fue un sitio especial, incluso para los comunistas. Estaba demasiado cerca de la Alemania Occidental como para que en su seno las recetas leninistas pudiesen aplicarse sin más; cabe recordar, además que en sus escritos Lenin dejó bien claro su escepticismo respecto de las posibilidades del comunismo en Alemania.

Dentro de la Alemania comunista, de hecho, existieron posiciones, ya desde los años cincuenta, partidarias de incluir elementos de iniciativa privada en el entramado económico. Ulbricht mantuvo frente a estas teorías una actitud de palo y zanahoria: inicialmente se mostraba receptivo e incluso las alentaba, pero cuando llegaba el momento de pasar a los hechos se echaba atrás, temeroso de la pérdida de poder efectivo por parte de los órganos planificadores del partido que supondrían estos mecanismos.

Todo esto se basaba en un principio fundamental, que era el apoyo económico del gigante soviético. En efecto, si podía subsistir una RDA ineficiente, con estructuras productivas obsoletas, y que además era vecina de un país que registraba crecimientos chinos de dos dígitos, eso era a base de dos elementos fundamentales.

En primer lugar, el aislamiento de la población. En los años sesenta, finalmente Moscú tuvo que prestar oídos a las continuas protestas de Ulbricht, eternamente preocupado por la fuga de cerebros constante hacia la Alemania Federal (en aquellos tiempos, incluso el departamento de Matemáticas de la Universidad de Leipzig desertó al completo), así pues autorizó la construcción del Muro de Berlín y la prohibición del libre movimiento de personas.

El segundo gran elemento era el apoyo económico explícito de la URSS, como proveedor de materias primas, especialmente las energéticas. Sin embargo, conforme la década de los sesenta comenzó a dar sus últimas boqueadas, ya con el dubitativo y extremadamente cauto Leonid Breznev en el Kremlin, la propia URSS comenzó a tener problemas de competitividad. Lo cual hizo que Ulbricht, que a pesar de no saberlo estaba a punto de perder el poder, tuviese que mirar hacia otra parte.

Fue muy famosa en aquella época la denominada Ostpolitik, política respecto del Este, llevada a cabo por la RFA del socialista Willy Brandt. Esa política consistía en enterrar el enfrentamiento frontal que dio origen a la Guerra Fría y buscar puntos de conexión entre los dos bloques. Aquello se vendió, y se vende, como un movimiento geopolítico por el bien de los ciudadanos. Pero hay más cosas. El acercamiento entre RFA y RDA también tiene que ver con el cambio de política económica diseñado por Ulbricht en la Alemania comunista.

En el fondo, Ulbricht inventó una cosa que se llama leveraged buyout con algunos años de adelanto. El LBO es una operación corporativa que estuvo muy de moda en los años ochenta y que consiste, sucintamente, en que alguien que no tiene dinero suficiente para comprar una empresa la adquiera haciendo uso de un crédito cuya garantía son los activos de esa misma empresa y su capacidad futura de generar beneficios. Es decir, un préstamo con un aval en todo o en parte inmaterial basado en la convicción de que las cosas en el futuro van a ir mejor que ahora.

La RDA de los primeros setenta, como Polonia y otros países satélites de la URSS, era una especie de LBO. El país acudía a los países occidentales en procura de préstamos en moneda fuerte (lo cual explica que dichos países estuviesen tan interesados en llevarse mejor con ellos). Con ese dinero, la RDA financiaba un mejor nivel de vida para los ciudadanos del país (muchos de los cuales recibían perfectamente en casa la televisión occidental, por lo que una noche a la semana le echaban un vistazo al coche de Starsky y Hutch) y el desarrollo de su industria. Dicho desarrollo permitiría a la RDA fabricar productos que asimismo podrían exportar a los propios países occidentales, financiando así la devolución de la deuda. Era, pues, una referencia circular que partía de la base de que la planificación centralizada sería capaz de conseguir esa mayor eficiencia y calidad industrial. Ulbricht llegó a vaticinar, al inicio del plan, que en cinco años la RDA estaría vendiendo ordenadores personales a Occidente.

Pero eso no pasó. Occidente nunca necesitó de los computadores alemanes democráticos, que nunca llegaron a ser ni la décima parte de buenos que lo que construían la Siemens y la Nixdorf algunos kilómetros más allá. Lejos de ello, la RDA cada vez disponía de menos divisas para devolver su deuda; el país entró en una dinámica de barrena.

En realidad, el fracaso de Ulbricht fue doble. No sólo su plan económico salió como el culo, sino que levantó un montón de sospechas en Moscú. Hay que entender que Breznev era un alto funcionario del aparato soviético que había sobrevivido a Stalin y, luego, a la defenestrción de Khruschev. Un tipo extremadamente cauteoloso y desconfiado como él no podría ver con buenos ojos la Ostpolitik y la formalización de empréstitos con la RFA. ¿Estaría Ulbricht preparando alguna suerte de reunificación disfrazada de pitufo?

Para los soviéticos, este tipo de dudas tenían consecuencias inmediatas. En un golpe de Estado palaciego, Ulbricht fue defenestrado y sustituido por uno de sus deputies, responsable entre otras cosas de levantar el ominoso Muro: Erich Honecker.

Honecker,que sabía bien quién y por qué le había colocado en el machito, no decepcionó. Se dedicó a nacionalizar a lo bestia los pequeños negocietes que habían comenzado a aflorar, mientras iniciaba una cruzada en favor de eso que llamamos gasto social (bandera de los regímenes comunistas), de modo y forma que hubo subsidios sociales que se multiplicaron por siete. Como quiera que los negocios ahora nacionalizados eran los pocos que habian conseguido fabfricar cosas exportables a Occidente, y como quiera que una vez que pasaron a gestionarlos los camaradas del Partido volvieron a producir mierdas inexportables, las recetas de Honecker provocaron el doble efecto de aumentar el gasto del Estado y reducir sus recursos..

La propia URSS, que al fin y al cabo sostenía, con sus exportaciones a precio de amigo, a toda la Europa del Este, Vietnam, Angola, Cuba, etc., no tuvo más remedio que empezar a dar por saco. En 1973, cuando se produjo la crisis del precio del petróleo creada por la guerra del Yon Kippur, la URSS le subió el precio del barril a la RDA. Con ello, Honecker vio reducirse su margen de beneficio, pues para entonces el Partido Comunista Alemán no usaba dicho petróleo para darle gasolina a sus ciudadanos, sino para exportarlo a Occidente a mayor precio (una especie, pues, de petróleo-manta Ad Maiorem Revolutionis Gloriam). En 1981, cuando la crisis económica de la URSS comenzó a ser verdaderamente pavorosa, Breznev decretó, no ya una subida de precio, sino una reducción de los contingentes de exportación. Aquello fue el acabóse para unos alemanes comunistas que, cada noche, ponían alguno de los tres canales de televisión de la RFA, y se ponían a salivar.

Así las cosas, Honecker recuperó la estrategia Ulbritch, y la elevó al cuadrado. La situación se hizo tan comprometida que hubo que tomar medidas desesperadas, muy del estilo comunista en realidad, como dejar de hacer estadísticas sobre la deuda externa. Ojos que no ven...

En 1989, Gerhardt Schürer, máximo responsable de la planificación económica de la RDA, tuvo que explicarle al Politburó del país que la situación había perdido ya todo su control, y que la RDA ya sólo podía salir de la situación si conseguía una quita o aplazamiento de la deuda occidental. El país había perdido su soberanía económica. La Grecia de hoy, aunque a lo bestia.

Para entonces, lo único que funcionba adecuadamente era la Stasi, la temida policía secreta alemana, con su acromegálica sede central en Berlín, sus 2.000 sedes distribuidas por el país, y sus 91.000 miembros (diez veces la Gestapo de Hitler, que actuaba en toda Alemania y Polonia).

Para los comunistas, las cosas no podían ir sino mal.

Todo empezó en Leipzig.

A lo largo de los años ochenta, un pastor luterano de Leipzig, Christian Führer, venía dirigiendo unas denominadas Friedensgebete u oraciones para la paz. A partir de 1987, estas reuniones comenzaron a incluir personas más o menos críticas con el régimen (más bien partidarios de un socialismo más humano). En 1989, estas reuniones, que ya llegaban a acumular a cerca de 1.000 personas, se fueron convirtiendo en la demanda para poder salir de la RDA. Fue entonces cuando la Stasi, que ya llevaba tiempo vigilando las reuniones, como todas las que implicaban a más de una persona en toda la República Democrática, comenzó a reprimir a los asistentes para dispersarlos; como lo que consiguió atraer la simpatía social hacia ellos.

En 1971, con gran alharaca por cierto de muchos políticos e intelectuales occidentales dispuestos a perdonarle cualquier cosa al denominado Bloque del Este, la RDA había legalizado la emigración. Eso sí, la concedía con cuentagotas, unas 25.000 al año que respondían a una demanda de no menos de 100.000 peticiones, y tras años de espera. La mejor forma de poder salir a la RDA era ser expulsado; pero para poder ser expulsado había que hacer cosas que podían provocar que, en lugar de la expulsión, al infrascrito se le dictase cárcel de por vida, con o sin (habitualmente, con) manitas de hostias en los sótanos de la policía secreta. Para colmo, todos los países de dentro del Telón de Acero habían firmado protocolos de colaboración para impedir la emigración desde terceros países.

Sin embargo, el Telón se derrumbaba poco a poco. El 2 de mayo de 1989, Hungría anunció la desmilitarización de su frontera con Austria; y, lo que es peor, anunció que, en caso de pillar en la frontera a ciudadanos de terceros países sin la documentación adecuada para salir hacia Occidente, dejaría de colocarles un tampón en el pasaporte que, hasta entonces, venía a significar muchos problemas al volver a casa. La noticia empalmó a los alemanes del Este; Hungría era, entonces, algo así como las Canarias de los ciudadanos de la RDA, que no necesitaban visa para entrar en el país. La jugada, pues, estaba clara. Además, el 57% de los hogares alemanes tenía un coche (un Lada o un Warburg-Trabant, normalmente). Corolario: nada más llegar las vacaciones de verano, los alemanes pusieron proa a Hungría en fila de a cincuenta.

Hungría no hizo eso porque dejase de creer en el comunismo. Lo hizo para poder ahorrarse los elevadísimos costes del sistema de vigilancia fronterizo y para amigarse con unos países occidentales a los que, para entonces, les debía hasta los gayumbos. Lo que Gyula Horn, el ministro de Asuntos Exteriores, trataba de evitar a toda costa, era la declaración de bancarrota del país por parte de sus acreedores, notablemente la RFA (a la que le iba la marcha). Horn y el primer ministro comunista, Miklos Nemeth, viajaron secretamente a Bonn, donde se reunieron con el gobierno alemán. Los germanos, que para entonces eran como esos agentes secretos que llevan un pinganillo en la oreja desde donde les habla el jefe (y el jefe era, obviamente, Bush padre), ofrecieron un crédito de 1.000 millones de dólares. Y, quizá, guiñaron el ojo (izquierdo). Nemeth no necesitaba más señales.

En consecuencia, el gobierno invitó al presidente americano George W. Bush a Budapest e, ítem más, algunos días antes, 27 de junio de 1989, montó una promenade pública en la que el ministro apareció cortando la alambrada de la frontera austriaco-magiar.

Aquel movimiento de la RFA, obligando a Hungría a abrir un espita en el Telón de Acero, fue, como ya he insinuado, una bomba de relojería para la RDA. Los alemanes democráticos se agolparon en las embajadas de la RFA en Praga y Budapest. La RDA le apretó las tuercas a Hungría, por lo que este país comenzó a aplicar su permeabilidad fronteriza sólo a sus naturales (aunque, como hemos dicho, a los alemanes, aunque no los dejaba pasar, tampoco los denunciaba en el pasaporte por haberlo intentado). Sin embargo, el 10 de septiembre, quizá por presiones de Occidente, quizá, también, por la enorme presión ejercida por los turistas alemanes, anunció que abandonaba la política de no dejarlos pasar.

El 4 de septiembre, bajo el lema “por un país abierto de gente libre”, recomenzaron las manifestaciones de Leipzig, con unos 1.200 participantes. A finales de mes, eran ya varios miles. La multitud, en un eclecticismo curioso, cantaba la Internacional, la famosa canción We shall overcome, que lo mismo sirve para un roto que para un descosido (como ésa otra coñazo de abre la muralla cierra la muralla y, de paso, vomita) y el himno cristiano Dona nobis pacem. El tono de los manifestantes había cambiado. Ya no querían marcharse. Para entonces, los alemanes que querían huir lo hacían desde Hungría. Los manifestantes querían quedarse. Pero en un país distinto.

El gobierno respondió como sabía. Concentró en Leipzig efectivos de la Stasi, con cañones de agua y toda la patulea, que se dedicaron a reprimir a los manifestantes. Además, se suprimió la posibilidad de viajar sin visa a Checoslovaquia, lo cual, en la práctica, hacía imposible llegar a Hungría sin el placet gubernamental, a menos que se contase con la cabina de transporte de la nave Enterprise. El 5 de octubre una manifestación de 20.000 personas en Dresde fue violentísimamente reprimida.

Al día siguiente, el líder soviético, Milhail Gorvachev, llegó a Berlín para celebrar el 40 aniversario de la RDA. Los comunistas alemanes le prepararon el consiguiente superdesfile de tropas; pero Gorvachev les echó un jarro de agua fría en su discurso oficial, en el que aseveró que las decisiones sobre el futuro de la RDA no se tomarían en Moscú, sino en Berlín. Todo el mundo (salvo algunos intelectuales occidentales, aún embotados en sus análisis políticos teletubbie que ora identificaban a Stalin con Pinky, ora con Winky) entendió que lo que Gorby quería decir es que si la RDA se colocaba al borde del colapso, como en el 53, esta vez no la sostendrían los tanques rusos. No obstante Mieltke, el jefe de la Stasi, advirtió que, en la reunión prevista en Leipzig el día 9, haría uso de cuantas fuerzas fuesen necesarias, y de cuanta violencia lo fuera también, para mantener el control. Esto lo decía, además, apenas ocho semanas después de los sucesos que todo el mundo había visto de la plaza pequinesa de Tiananmen.

El día 9, en Leipzig se concentraron 3.000 policías y 3.000 efectivos militares, fuertemente armados, junto con 500 devotos comunistas teóricamente civiles, pero tan armados como los militares. Se encontraron, frente a frente, con una manifestación de 70.000 personas. La más nutrida, de largo, desde 1953. El baño de sangre podía mascarse.

La concentración, diría Cervantes, fuese, y no hubo nada. Los pacíficos manifestantes hicieron su recorrido, bajo la atenta mirada de unas fuerzas armadas que ni pestañearon.

Honecker había perdido la partida. Que el premier alemán era partidario de darle a aquellos contrarrevolucionarios hasta en el cielo de la boca, está fuera de toda duda. Y era el jefe. Sin embargo, nada pasó, y la explicación más plausible de esta lenidad es que los comunistas locales de Leipzig le dejaron claro que no darían un paso en esa dirección.

Los cuadros comunitas de Leipzig, en efecto, sabían bien que Hans Modrow, el jefe comunista de Dresde, el otro lugar donde había manifestaciones, había decidido negociar con los pastores protestantes que dirigían la movida. Tenían, pues, miedo de que, si respondían afirmativamente a las demandas de Honecker desde Berlín, el futuro les dejase con el culo al aire (cosa que, por cierto, les habría pasado). El propio Mieltke era consciente de ello cuando ordenó al jefe local de la Stasi, Manfred Hummitzsch, que actuase sólo si mediaba provocación por parte de los manifestantes (cosa que tenía que saber que no pasaría, porque siempre se había tratado de concentraciones pacíficas). Y, además, por si alguien tenía la tentación de tirar algún cascote o similar, en la mañana del 9 se había producido la conocida como “Llamada pacífica de Los Seis”, una especie de manifiesto no violento patrocinado por el director de orquesta local Kurt Masur. La llamada fue repetida en todas las iglesias de la ciudad y, como consecuencia, el lema de los manifestantes, durante la marcha, fue Wir sind das Volk, o nosotros somos el pueblo; el personal le exigía clara y diafanamente a los comunistas que no se volvieran contra aquéllos a los que el marxismo dice defender.

La manifestación de Leipzig y la pasividad de las fuerzas del orden habían acabado con Honecker. Si el líder histórico de la RDA estaba dispuesto a mantener la mano dura y repetir en la RDA la jugada de los chinos en Tiananmen, sus cuadros locales no estaban dispuestos a seguirle. Así las cosas, era un líder de pies de barro, razón por la cual fue sustituido por su delfín, Egon Krenz.

El comité de recepción de Krenz, en todo caso, fue una manifestación monstruo (no menos de 200.000 participantes) en Leipzig. El elemento fundamental de la protesta era la propia elección de Krenz; esto es, las protestas iban un paso más allá, y ahora recordaban que sus demandas no podían colmarse poniendo en el poder a un comunista más, sino permitiendo la libre elección del nuevo gobernante.

El 4 de noviembre, la protesta llegó a Berlín, con una manifestación de aproximadamente un millón de personas (de las de verdad, no de las que cuentan los organizadores de manifas en España).

Y, así, llegamos al día 9. Ese día, Günter Schabowsky, responsable de propaganda del Partido Comunista de la RDA y miembro del Politburó, tuvo un encuentro con periodistas. La rueda de prensa se celebró en el Centro Internacional de Prensa de Berlín Este y se transmitió en directo. Para entonces, el régimen estaba discutiendo la posibilidad de elaborar un decreto por el cual, al día siguiente, se permitiría a los ciudadanos de la RDA viajar a la RFA con visa. Una reforma que no buscaba acabar con el Muro, sino, todo lo contrario, controlar y dosificar el pase a Berlín Oeste.

Al final de la rueda de prensa, a preguntas de un periodista italiano, Schabowsky dijo, con voz dubitativa: “Esto..., hemos decidido, er, implantar una regulación que permite a todo ciudadano de la RDA, er, para que, er, pueda dejar la RDA por cualquiera de sus fronteras”. Esto es, habló del decreto, pero sin conocerlo en profundidad.

Los periodistas, inmedatamente, preguntaron cuándo entraba en vigor esa política. Schabowsky no lo sabía. Ni siquiera había estado en la reunión del Politburó que había discutido el decreto. Miró en sus papeles, buscando un memorando (que tenía un mensaje embargando su contenido hasta el día siguiente). Pero no debió ver el embargo, porque dijo: “Según la información de que dispongo, esta medida entra en efecto inmediatamente, sin retrasos”.

En los pasos fronterizos, muchos alemanes y periodistas internacionales (entre ellos, el programa español Informe Semanal, cuya reportera, Rosa María Artal, fue testigo directo de lo que pasó) se agolpaban. Nada más reproducirse la información de la rueda de prensa en la televisión de la RDA, alemanes histéricos comenzaron a llegar a los puestos con la nueva. Fue la mundial. Los guardias fronterizos llamaron a los jefes. Pero los jerifaltes de la Stasi ya no supieron que hacer. Se enfrentaban a una marea humana, y pararla habría demandado un baño de sangre que la policía política de la RDA no estaba en condiciones de arrostrar.

La cosa aguantó hasta las diez y media de la noche, momento en el que los guardias, simple y llanamente, hartos de esperar instrucciones claras, abrieron las puertas.

Un pollas metió la pata hablando de lo que realmente no sabía, y el Muro de Berlín, quizá la más importante realidad de la Historia geopolítica del siglo XX, se fue al carajo.


Si Stalin hubiese levantado la cabeza, las suelas de los zapatos de los dos millones de personas que, en los siguientes días, salieron del paraíso bolchevique, la habrían hundido de nuevo en la tierra.

jueves, agosto 18, 2011

Laicismo patético

Por circunstancias de mi vida, los fines de semana me muevo por el centro de Madrid. Llego a la zona de la Plaza de España en mi coche a eso de las diez y media y aparco con facilidad, porque a esa hora incluso en un lugar tan frecuentado como ése hay mogollón de plazas disponibles. Al menos una vez al año, sin embargo, toda la zona en la yo debería aparcar queda embargada por la policía municipal, que no permite circular por ella, mucho menos aparcar. La razón de que yo no pueda moverme y/o aparcar por la zona de Madrid que constituye el teatro de mi vida es que unos señores, que creo son una asociación privada, llamados MAPOMA, han decidido hacer una maratón. Podrían correr sus 42 kilómetros por los alrededores de La Almunia de Doña Godina o por el arcén de la carretera de Colmenar; sin embargo, prefieren hacerlo por el centro de Madrid; y todos aquellos que tenemos pies planos o nos importa una mierda el atletismo tenemos que aceptarlo. Hay madrileños a los que les gusta que unos tipos y tipas vestidos de corto rompan a sudar tragando millas pasando por Cibeles, y es lo que hay.

A mí nadie me ha preguntado nunca si esto me gusta, si estoy de acuerdo. El Ayuntamiento y MAPOMA se limitan a hacer suyo, un domingo por la mañana, un espacio que es de todos, y lo usan en régimen de monopolio. Y no sólo financio con mis impuestos los gastos que la carrerita le pueda provocar al Ayuntamiento de Madrid sino que, ítem más, pago religiosamente cada año mi tarjeta de residente, lo cual quiere decir que pago por poder aparcar en esas calles que me veda la maratón. O sea, un día al año, pago por algo que no recibo, y eso es así porque unos tipos quieren correr. Otro día es porque es el Día de la Bicicleta. Otro porque se manifiestan los atlantes escrofulosos. Otro porque hay que pasear al Cristo del Perdón.

Eso es la democracia. La democracia se formula como un equilibrio de minorías; en abarcar en su seno a todas las minorías y mayorías que aceptan sus reglas de juego y no se dedican a gasear al personal o a pegar tiros en la nuca a la gente que les cae mal y darles, en la medida de lo posible, lo que demandan. Partamos, pues, de un principio básico: exactamente igual que no es necesario que la mayoría de los madrileños sean maratonianos para que en Madrid se pueda montar una maratón, no hace falta que todos los madrileños deseen que la ciudad sea la sede de un acto religioso para que la ciudad pueda y deba serlo.

En los úlimos 150 años, España ha hecho un camino pedregoso y difícil hacia el laicismo. La significación católica de España es algo muy neto y muy especial, probablemente, dicen muchos historiadores y yo creo que aciertan, por ser el único país europeo que, para afirmarse, tuvo que ganarle el terreno a los creyentes de otra religión. Lo que Pelayo fundó en Covadonga fue un club de Segunda B al que le tocaba batirse el cobre en la Champions League con el mejor club de fútbol del mundo; no habría sido posible hacerlo si todo el equipo no hubiese compartido un sentimiento que fuese mucho más allá que la simple pulsión de ganar.

En el siglo XIX, cuando la mayoría de los países europeos se sacudía el peso del Vaticano; mientras Francia dejaba caer los Estados Pontificios y acababa permitiendo la formación de una nación italiana con fortísimas influencias anticleridades; mientras el canciller Bismarck sentenciaba ante la Dieta prusiana: “No habrá otro Canosa”; mientras ocurría todo eso, dentro de los muros papales España seguía siendo la Gran Esperanza Blanca del catolicismo y, a finales del siglo, Leopoldo Alas pudo crear la obra cumbre de la narrativa en español (sic) contando la historia de una mujer cuyo embrión de felicidad era aplastado por la ambición e influencia... de un sacerdote; y cualquiera que lea La Regenta entenderá que si Fermín de Pas fuese, en lugar de magistral, un acomodado calderero, la novela sería otra, mucho peor. Otrosí digo, la religión católica está, de una forma o de otra, presente en las cuatro guerras civiles que ha vivido España en sus tiempos modernos.

La iglesia católica española ha hecho todo lo posible por retrasar el fenómeno evolutivo laicsta, que no hacía sino reproducir una tendencia, como decía, observable en cualquier país vecino y de referencia en Europa. A través de su apoyo al tradicionalismo ultramontano, en el siglo XIX hizo cada vez más difícil la connivencia entre eso que llamamos las dos Españas, e impulsó al progresismo a la desafección, cada vez más radical, respecto de las vías legalistas de cambio. De hecho, la Restauración se desarrolló, desde su punto de vista polémico o de enfrentamiento, entre los conflictos obreristas y los religiosos. Varios fueron los intentos de recortar o racionalizar el poder de las asociaciones religiosas, y todos ellos acabarían por chocar con la renuencia al pacto por parte de Roma.

Como respuesta a esta dominación, espiritual y temporal, España, exactamente igual que fue tracionalmente uno de los países más católicos de Europa, también ha sido uno de los más anticlericales. La relativa retirada vaticana del poder temporal a lo largo del siglo XIX, unida a la creciente laicización social y el crecimiento del concepto de librepensamiento, intensificó estas tendencias todavía más. Las iglesias españolas arden desde más o menos mediados del XIX con demasiada facilidad.

En esto llegamos a la II República española que, la verdad, no hace demasiado por arreglar las cosas. Todo lo contrario: las empeora. Los políticos republicanos, haciendo uso de un paternalismo intelectual estomagante, se constituyen en élite cultivada, en una especie de club “nosotros sí que sabemos”, que, a base de pajas mentales en el Ateneo, se autodenomina con derecho y capacidad de decretar cuál es, y cuál ha de ser, la evolución de la sociedad española. Afirman que España ya no es un país católico (porque ellos lo han decidido); que ha llegado el momento de borrar todos los privilegios de la Iglesia (que media España quería conservar); y deciden impulsar, en consecuencia, una Constitución que, en lo religioso, es una constitución revanchista con algunos artículos infumables y de dudosísimo timbre democrático. Cuando el régimen entre en su fase radical de izquierdas, en 1936, esos mismos gobernantes asistirán en palco de primera clase al espectáculo de decenas de iglesias ardiendo durante seis meses, sin tomar medidas de enjundia en contra de ello. El estallido de la guerra civil no hará sino radicalizar esta situación aún más, mediante la alianza táctica del franquismo con el nacionalcatolicismo y la ilegalización de la práctica religiosa en amplias zonas republicanas, además del asesinato masivo de curas y monjas, que tanto daño le haría a la República en los países del entorno.

El corolario de esta situación de radicalización constante durante no menos de 15 décadas es que hace relativamente poco tiempo, más o menos en el mismo momento en el que en Europa Mary Quant estaba inventando la minifalda, en España un gobernador civil prohibía a las mujeres que sacaran la basura por la noche a la calle hacerlo sin llevar puestas las medias. Una, sino dos generaciones, de españoles, pagaron (pagamos) el pato de esta ausencia de voluntad de respetarse con una educación asfixiante, una sexualidad reprimida, y tantas otras cosas.

La pregunta es: ¿en qué consiste, exactamente, superar esta situación?

Es evidente que la superación de la situación pasa por el laicismo. Es decir, pasa por un entorno de cosas por el cual nadie que no se sienta católico se vea obligado a seguir una sola de las instrucciones que la Iglesia Católica prescribe para sus seguidores. En este punto, no parece que España demande avances pendientes. Ha costado lo suyo, esto lo sabemos bien quienes tenemos una edad; pero, hoy en día, quien quiere usar condón, comer carne cuando le pete o pasarse los domingos y fiestas de guardar tocando la ocarina mientras mete billetes de 50 euros en las bragas de una stripper, puede hacerlo sin que ninguna institución oficial u oficiosa le pueda obligar a modificar sus actos.

A ojos de algunos, hay un paso necesario más: el borrado total de todo privilegio de la Iglesia o, por decirlo de otra forma, la denuncia del Concordato entre el Vaticano y el Estado español y su sustitución por nada. Ésta es, a mi modo de ver, la madre del cordero de la discusión porque, en el fondo, se reduce a la pregunta básica de si debe de existir una diferencia entre la católica y otras religiones o, por contra, el Estado español debe ser absolutamente neutro en esta materia.

Éste es un punto en el que, al menos en mi opinión, el laicismo, o cuando menos algún laicismo, desbarra. Como desbarró Azaña. España es un país católico; cuando menos, en el sentido de que es más católico que de ninguna otra religión; incluida la no-religión. La católica es la religión que está más presente en nuestra Historia, en nuestra cultura y, cómo no, también en nuestra devoción. Gregorio Hernández y Salzillo no esculpieron, precisamente, Budas de jade. Y los que salen cada Semana Santa a la calle a acompañar esas imágenes no son, que se diga, cuatro gatos mal contados.

España es un país significativamente católico y, lo que es más importante aun, y éste es el gran error en su día de Azaña y sus republicanos reformistas, dejará de serlo el día que lo decida ella; no el día que lo decida un gobierno, un Estado, una Constitución, un decreto o una ideología. Aproximadamente una de cada cuatro declaraciones del IRPF en España toma la opción volitiva de financiar a la Iglesia Católica. ¿Mucho, poco? Eso es, desde luego, opinable. Pero es un dato, me parece a mí, que revela con claridad la existencia de una minoría católica relevante.

¿Por qué financia el Estado a la Iglesia Católica? Pues porque, acertada o erróneamente, el Estado, o sus responsables elegidos para ello más bien, consideran que la católica es una minoría social que merece ser atendida, en mayor medida que otras creencias; exactamente igual que, acertada o erróneamente, considera que el cine debe ser económicamente apoyado en mayor medida que otras expresiones artísticas. Personalmente, considero que en ambos casos el Estado se equivoca; pero lo importante no es mi opinión, sino la decisión de los gobiernos; esto es, reduciendo la cuestión a su esencia, la relevancia de la minoría. Porque una democracia que no respeta a las minorías no es una democracia. Es, por poner un ejemplo tonto, la II República española en sus postreras boqueadas.

La discusión en torno a la financiación de la Iglesia es, por lo tanto, una discusión interminable. Pero el interlocutor de esa discusión son los grupos políticos de gobierno, que son quienes deben decidir que están o no ante una minoría que merece el tratamiento preferencial respecto a otras. El problema es de opción política, no de indignación. Hace horas he visto en la tele a una tía gritar en la Puerta del Sol que se sentía herida porque se trajese al Papa a Madrid con sus impuestos. Me parece que eso es no entender muy bien el concepto de impuesto. Uno no paga impuestos para financiar lo que le da la gana. Al fin y al cabo a mí, que tan sólo tengo lejanísimos parientes aragoneses, también podría indignarme que el erario público pusiese pasta para que Zaragoza se montase un parque actuático con ínfulas de exposición universal. ¿Y? ¿Me da eso derecho a irme a la Pilarica a poner a los asistentes a la Expo de cabrones para arriba?

La estructura de gastos del Estado no es el departamento de Oportunidades de El Corte Inglés, donde uno compra lo que le peta. Por lo demás, no acabo de entender que indignen tanto los costes de una visita de unas horas, y no se diga nada de la pasta pública, central y autonómica, que se ha puesto, se pone y se pondrá para ayudar a sostener la peregrinación jacobea a Compostela. ¿Por qué no prohibimos el Año Santo Compostelano, ya puestos?

Lo que hace enconada la discusión es que en España hay toda una tendencia social que no sólo quiere ser laica, sino que quiere imponer el laicismo. Quiere que el Papa no venga a España o que, si viene, no haya gasto público ligado a la visita. No quiere que quienes participen en el encuentro con él disfruten descuentos o ventajas. No quieren, en suma, que la religión católica disfrute de ninguna oportunidad especial de mostrar su pujanza en el país.

Máximo Gorki, el escritor ruso, solía decir: yo soy ateo, pero tengo un enorme respeto por el sentimiento religioso. No se me ocurre una forma mejor de describir un laicismo equilibrado. Cuando la pulsión laicista se basa en eliminar la pulsión religiosa, se convierte en una posición patética que es todo menos la superación del conflicto religioso. Superar el conflicto religioso es que no haya conflicto; no que el conflicto cambie de sentido.

En la moderna España, sin embargo, esta patética forma de “superar” los conflictos se da bastante. Al parecer, la manera lógica de superar un conflicto consistente en la prohibición en el pasado del uso de lenguas distintas del castellano es dificultar el uso del castellano; o sea, cambiar una prohibición por otra, cobrarse el dolor con dolor. Siguiendo esa extraña lógica parda, el Estado de Israel debiera haberse dedicado a gasear arios.

El laicismo patético, más que una tendencia política, es una tendencia social que pretende un imposible, y que marca un contínuo con otras que tienen que ver también con nuestro pasado. El otro día el elefante Tiburcio (espero que no le importe que desvele esta cita suya), me decía: “A veces tengo la impresión de que el próximo libro que se publique sobre la historia bélica de la guerra civil demostrará que la ganó la República”. Hay todo un intento, en efecto, de rehacer el pasado en el presente. Intento vano, porque por muchas vueltas que le demos, la guerra la ganó quien la ganó, y a los que, como consecuencia de la dicha victoria, nos tocó llevar el cirio por la vida, nos tocó.

Podremos revestir de muchas formas las polémicas surgidas con la Jornada Mundial de la Juventud y la visita del Papa. Pero, al fin y a la postre, se reducen a esto: ¿merecen los católicos el trato deferente que supone permitirles reunirse en la Cibeles, bloquear Madrid, recibir descuentos en el Metro, demandar la labor de centenares de policías, bomberos, etc.? En un Estado laico, ¿merecen los católicos un acuerdo financiero preferente, una presencia notable en la educación y en otros ámbitos? Si lo queremos ver de otra manera, ¿son una de esas minorías de las que una democracia puede pasar, o no?

Esta pregunta tiene 46 millones de respuestas. Y la mayoría dominante en las mismas es un hecho cambiante. Hoy puede ser una, pero mañana puede ser otra. Personalmente, considero que defender la idea de que España debe de ser un país laico tiene los mismos perfiles que la idea de que la minoría católica española (asumiendo que es una minoría, claro) es lo suficiente relevante como para que la especificidad de trato esté justificada. Ambos conceptos son plenamente compatibles, siempre y cuando no se adopten posturas patéticas, es decir revanchistas.

Otra cosa, desde luego, es el exagerado embargo ejercido sobre el espacio público de la ciudad de Madrid, que durante días ha quedado incapacitado para el libre tránsito de los ciudadanos porque hay un tipo que viene de Roma. Esto es, como digo, y al menos según mi opinión, exagerado, y no tiene justificación alguna. Si alguien quiere reunir a un millón de personas, sea para contarles el sermón de la montaña o para cantarles la Tarara, deberá hacerlo, como en los grandes festivales de rock, donde no joda al personal. La Conferencia Episcopal habría hecho bien buscándose una campa en las afueras de Madrid y construyendo allí el altar de Cibeles. Pero, qué le vamos a hacer los residentes en Madrid, al alcalde Gallardón, que como Manuel Fraga hace tres décadas debe ser que piensa que la calle es suya, le encantan estas promenades. Impresentable; pero igual de impresentable, por cierto, tanto para recibir a un tipo de blanco como para que unos pollos vestidos de corto se dediquen a correr.

Esto, sin embargo, poco tiene que ver con el fondo de la cuestión del laicismo a la española. Nada hay más patético que un no creyente emperrado en hablar constantemente de religión; en discutir lo que los creyentes hacen o dejan de hacer. Es tan patético como el espectáculo del pasado en el que los sacerdotes se pasaban el día hablando de lo que los demás (también los no creyentes) hacían o dejaban de hacer. El laicismo es la superación del confesionalismo; cuando en lo que se convierte es en un nuevo proselitismo, tan excluyente en el fondo como el que defendía fray Tomás de Torquemada, lo que queda es la sensación de un cambio lampedusiano. Al menos yo, el catolicismo lo he dejado atrás; no tengo ninguna intención de tenerlo enfrente.

¿Vienen los católicos? Pues que vengan. Si el alcalde no considerase la ciudad su satrapía, todo esto podría haber ocurrido sin que los no católicos tuviesen que verse afectados por ello. Pero también los de la maratón dan por culo, y nunca se me ha pasado por la cabeza ponerles la zancacilla.