sábado, noviembre 17, 2012

La necesidad de una tercera España










“Hablando de la Guerra Civil se cómo es la gente: el que es totalitario, insolidario, nihilista, generoso. Reconoces al que, en la guerra, te habría denunciado, al que te habría paseado, al que te ayudaría llegado el caso, al que se jugaría la vida por ti y al traidor”.
(Página 246)



Tengo la sensación de que soy la única persona del mundo a la que le pasa esto, pero, antes de llegar a los tres cuartos de las páginas de Ayer no más, ya estaba pensando en Martín Romaña. Y supongo que tengo que explicar por qué.

José Pestaña, el historiador leonés que protagoniza Ayer no más; y el melancólico estudiante peruano que da título a La vida exagerada de Martín Romaña (novela de Alfredo Bryce Echenique) comparten algunas cosas que me hacen emparejarlos. Ambos, es evidente, giran, en sus vidas, alrededor de sus padres: la relación entre Pestaña y su padre es el centro de la novela de Trapiello; y la salida de Perú de Martín Romaña es una auténtica sección de cordón umbilical. Ambas novelas, además, son metanovelas, pues sus autores son citados; Trapiello aparece en su propio texto, citado en el monólogo de un historiador; y, de hecho, la novela Ayer no más es una novela sobre alguien que escribe, precisamente, esa misma novela. Por lo que se refiere a Bryce, el autor peruano tuvo la humorada de describirse a sí mismo en una escena, impagable, en la que Martín Romaña se lo encuentra escondido detrás de un seto, hecho un manojo de nervios, esperando a ver si le dan un premio de novela.

Last, but not least, da la casualidad que el apellido de ambos termina en –aña, que tampoco es tan fácil.

Coñas aparte, en realidad lo que me hace pensar en Martín Romaña cuando he leído a Trapiello es que ambos personajes son iguales en algo fundamental: ambos están situados ante una realidad poseída por dos tendencias, una zanja que separa dos terrenos irreconciliables, y se quedan dentro de esa zanja, frágiles y vulnerables, ante su incapacidad de saltar a cualquiera de los dos lados. La némesis de Martín Romaña es el mayo del 68. La de José Pestaña es la guerra civil española. Uno, Romaña, fagocita el problema a través del humor y el sacrificio absurdo (como escribir una novela marxista sobre los sindicatos pesqueros peruanos para poder tirarse a su novia). El otro, Pestaña, simplemente no es capaz de digerirlo, motivo por el cual acabará laminado por ese problema insoluble alrededor del cual pivota su vida.

Ambas novelas, a su manera, con estilos y planteamientos totalmente distintos, hablan de la necesidad de las terceras vías; y lo mucho que conspiran la primera y la segunda para evitar su eclosión.

José Pestaña es un historiador melancólico y desgraciado. Está ya en la edad de andar midiéndose el antígeno prostático cada seis meses y, la verdad, nada en la vida le ha salido bien, bien. Como historiador, ha escrito multitud de libros pero, para su desgracia, lo ha hecho sobre ese tema sobre el que han escrito muchos otros, tirios, troyanos, testigos, estudiosos, víctimas, verdugos (Trapiello, por cierto, nunca los llama así; los llama victimarios, en un ejercicio de milimétrica precisión léxica)… la guerra civil española y el franquismo. Ha escrito, pues, acerca de la guerra civil, uno de los dos temas sobre los que, en España, todo el mundo lo sabe todo; el otro es el fútbol.

Pestaña está divorciado; de su mujer, y de su familia. De su mujer, apenas sabemos por qué. De su familia, porque su padre es un facha. Un fascista confeso y orgulloso que representa todo lo que Pestaña, en sus libros, ha denunciado. Padre e hijo son cuerpos siderales tras un Big Bang llamado guerra civil y, como los planetas tras el estallido del universo, se alejan el uno del otro a movimiento uniformemente acelerado, al compás de cada página, de cada artículo, que escribe el hijo.

Por razones que no están del todo claras (probablemente, ni Pestaña las entiende), el hijo pide el traslado desde Canarias a León, su ciudad natal y la residencia de sus padres. Allí reinicia una relación epidérmica con su familia que, sin embargo, se complica para siempre una tarde que, habiendo coincidido con su padre en la calle casualmente, y mientras ambos se protegen de la lluvia, se les acerca un anciano que reconoce al padre de José. Aquel anciano, Graciano, le refiere a Germán, el padre de José Pestaña, por qué lo conoce: él era el niño de nueve años que iba con su padre cierto día, al inicio de la guerra, cuando ambos, tratando de pasar a Asturias, llegaron a un puesto de vigilancia falangista. Allí, alguien, uno de los miembros de la partida azul, encendida la sangre al comprobar que el hombre es hermano de un activista leonés de izquierdas al que se le imputan la muerte de unos guardias civiles, uno de ellos su hermano, simplemente levanta la pistola, y lo mata. Delante de su hijo. De un tiro a quemarropa descerraja a aquel hombre, totalmente inocente, y descerraja, de paso, la vida de Graciano, que será, por esa sola causa, y por las siguientes siete décadas, una puta mierda de vida presidida por la duda sobre dónde enterrarían aquellos cabrones a su padre.

La escena enquista aun más la relación de José con su padre, máxime cuando éste se encastilla en la afirmación de que no recuerda nada y que, por supuesto, es incapaz de decirle a aquel hombre dónde está enterrado el cadáver de su padre. Desesperado por entender, desesperado por convertir aquella tragedia en algo moralmente coherente, José Pestaña resuelve engañar a la anciana víctima y presentársele tan sólo con sus credenciales de historiador de la guerra civil y, digamos, persona presente en eso que podemos llamar “entramado memoria histórica”. Le oculta, por lo tanto, que ese hombre que ha reconocido, ese hombre que quiere localizar para poder preguntarle por la tumba de su padre, es su propio hacedor.

La trama, digamos, superficial (aunque de superficial no tiene nada), de la novela, se complicará cuando el Departamento de Historia de la Universidad de León, al que Pestaña pertenece, toma cartas en el asunto. Los hechos se sitúan, además, en los momentos en los que la denominada Causa General del juez Garzón está on the top of the hill; lo cual quiere decir que medios de comunicación y políticos darían lo que fuese por un caso así: un asesinato aleve, cruel, repugnante, del que cuando menos hay un responsable superviviente. Es sólo cuestión de tiempo que los profesores de la Universidad se enteren de la movida y comiencen a investigarla. Pestaña, por supuesto, calla; calla, incluso, frente a su sorprendente y sorprendida amante, una joven profesora del departamento. Pero el engranaje de la memoria histórica se mueve, lento pero seguro.

Así pues, la novela, en este plano, son dos cosas. La primera, y más importante, es el conflicto interior de José Pestaña. Novela a mil voces, está concebida como un continuo de breves monólogos interiores en los que los distintos personajes de la historia nos la van desplegando. Las dos voces principales son las del hijo y el padre; uno, atormentado por los hechos y su conflicto con los recuerdos de un padre en el fondo preocupado y con su punto de bondad. El otro, el padre, inasequible al desaliento, eternamente resentido por lo que considera la traición permanente de su hijo, inamovible en sus pensamientos y en su valoración de las cosas, pero íntimamente carcomido por la culpa de atrocidades, se nos apunta, tal vez cometidas de su propia mano.

La segunda cosa que ocurre en la novela es el circo. El circo académico, intelectual, mediático, casi policial, que crece y crece alrededor del padre muerto, delante de su hijo de nueve años, siete décadas atrás; y del verdugo falangista superviviente. Como en todas las novelas buenas, los personajes son símbolos, así pues cada uno de ellos lleva en la espalda una mochila conceptual y moral; los valores a los que representa. José Antonio, el jefe de departamento, es tratado por Pestaña/Trapiello con cierta conmiseración. Es uno más de los muchos intelectuales que alimenta el fuego de la memoria histórica entendida como saldo de cuentas de las víctimas con sus verdugos (razón por la cual, entre otras cosas, desprecia los artículos de Trapiello en El País), pero por lo menos, o eso es lo que creo que apunta Pestaña, tiene una dimensión moral. En cambio Mariví, también miembro del departamento, representa el flanco amoral de la memoria histórica. Por un lado, es la principal impulsora de que la historia de Graciano se publique, se conozca y se encause en la Audiencia Nacional; pero, por otro, no suele referirse al viejo por su nombre. Lo llama “el paisano”, gesto en el que el autor quiere quintaesenciar el hecho de que a Mariví, en el fondo, Graciano, su vida de mierda, su dolor, su sufrimiento, le importan una ídem. Ella no está en lo que está para traer paz a los sufrientes, sino para sustantivar una rendición de cuentas social, histórica, ideológica. Para ganar, doblada la esquina del siglo XXI, una guerra que se perdió cuando el siglo anterior aún era adolescente. Mariví orgasma por las esquinas cuando, encima, se entera que de aquella partida de la Fonfría, en aquel grupo de camisas azules que perpetraron o permitieron el asesinato del labriego inocente delante de su hijo, había un ex senador del Partido Popular que sigue vivo. Para qué quieres más, Colás. “Mariví”, sentencia Pestaña, “quiere el escándalo, quiere ganar la guerra con él [se refiere a Graciano], que perdió mucho más que una guerra, a su padre”. (Página 251). Mariví vive, se nos dice en la página 264, bajo la presión “de tener que ganar una guerra que no fue la suya, pero que cree haber perdido, para inventarse una victoria que no existió ni existirá”.

La dureza para con Mariví lo es, en realidad, para el conjunto de quienes pretenden patrimonializar el dolor de una guerra que no sólo no vivieron, sino que había terminado décadas antes de que nacieran. De Jessica, la nieta de Graciano, el niño-víctima que en el tiempo de la novela es un anciano a las puertas de la muerte, dice Trapiello (pág. 88): “Se ha tomado la tarea de encontrar la tumba de su bisabuelo casi de forma deportiva, como quien conquista un everest, pero su dolor apenas guarda relación con el de su abuelo, es un dolor referido”.

Como en las tragedias griegas y en la vida real, esta situación, ya de por sí muy comprometida, se irá pudriendo cada vez más. La historia del pobre Graciano, de su madre gagá, de todo su dolor, es una goma que agarran por sus dos extremos el padre de Pestaña y sus compañeros de universidad; en cada página del libro, ambas partes tiran con mayor fuerza hacia sí, haciendo crecer la tensión.

Esto es el libro. Ésta es la historia, digamos, anecdótica: lo que pasa con esa goma, y lo que les pasa a todos quienes la rodean cuando, finalmente, se rompe. Pero hay más libros dentro de este libro. Hay, como poco, uno más. Y bastante más interesante.

Ayer no más es un terreno recorrido por eso que los ingleses llaman undertow; un río subterráneo que fluye por debajo de la historia, de los hechos, de los diálogos y, como un Guadiana, eclosiona a ratos para dejarse ver. Ayer no más es, además de una novela, un ensayo conceptual; la exposición de motivos de un hombre cansado.

¿Cansado? Sí: Pestaña es un hombre cansado, lo cual quiere decir que, muy probablemente, Trapiello también lo sea. Cansado de investigar con constancia y, por qué no decirlo, ilusión, ese hecho histórico llamado guerra civil española. Cansado de explorarlo y recorrerlo hasta encontrar en el camino medias verdades a miles, mentiras interesadas, interpretaciones subvencionadas, ideología por todas partes, dos días, tres meses, cuatro años, veinte años, más de medio siglo después de los hechos; y de que siempre sea lo mismo.

De la guerra civil española se ha escrito más que de cualquier otra cosa en España. Lo cual, lejos de ser una virtud, es una condenación. Tantos libros, tantas referencias, tantas versiones, tienen como consecuencia que, hoy, cualquier persona que sepa leer y sacar fichas tiene material más que sobrado para escribir un libro demostrando lo que sea, anexado con una bibliografía con centenares de referencias. Demostrar que la guerra civil fue inevitable no le llevará a un adjunto de universidad más allá de media tarde; podrá, así, dedicar la otra media a demostrar que lo fue, e irse a cenar con la satisfacción del deber doblemente cumplido. Mi amigo y cobloguero Tiburcio suele decir, con inevitable sorna, que quedan apenas un par de años, como mucho, para que se publique un libro de Historia militar que demuestre, fehacientemente, que la guerra la ganó la República. Cualquiera que desee alimentar la idea de que José Antonio Primo de Rivera era un humanista que no quería hacerle daño a nadie no tiene más que adoptar la cliovisión de los Círculos Doctrinales José Antonio, subrayar las líneas pares, y luego escribir un libro copiándolas. Y, con las mismas, cualquiera que quiera hacer lo mismo con la figura de Buenaventura Durruti va a encontrar metros de anaqueles de biblioteca donde satisfacer sus anarcopasiones.

[Ésta es la razón, por cierto, por la que yo no comparto la generosa comprensión que derrocha Trapiello con el personaje de José Antonio, el catedrático; yo, sinceramente, no veo demasiada diferencia entre el gesto de la historiografía franquista de comprar, acríticamente, la narrativa de la Causa General, Arrarás et alia; y el gesto de los catedráticos de hoy, que adquieren, con la misma ausencia de duda, la exuberante parcialidad de la moderna historiografía, tantas veces histrionografía. De una verdadera comunidad académica cabría esperar una rebelión constante contra las trampas, los atajos conceptuales, las mamandurrias subvencionadas, las hagiografías infumables, y los autorcetes mediáticos, que les pueblan.]

La trama de la novela es, en sí, expresión clara de cómo se ha convertido la guerra civil española en un campo de mentiras. José Pestaña miente: le miente a Graciano, pues no le dice que el hombre al que busca es su padre; y le miente a sus compañeros de universidad, cuya investigación, con ello, obstaculiza. José Antonio, el catedrático, le miente a Pestaña, tratando de convencerle de que no hay nada contra él, sabiendo como sabe que Mariví no sólo lo quiere derribar, sino que lo va a conseguir. Mariví le miente incluso a las víctimas a las que dice servir. Germán, el padre de José, miente diciendo que no recuerda cosas que recuerda. Su mujer, Feli, le miente constantemente a su marido, para no importunarle.

Y miente, incluso, Graciano. Hasta la víctima, incluso el inocente niño de nueve años que fue testigo de la muerte de su padre, miente. Porque hace como que no recuerda o no sabe que su tío era un violento activista de izquierdas; hace como que no tiene información de que los tres balazos que recibió su padre traen causa en los desafueros de su hermano. Pero, sin embargo, lo sabe.

La guerra civil española corre peligro de enquistarse en el alma de los españoles, y cabe tener en cuenta que los quistes morales nos duran mucho. El anterior, generado por tres guerras civiles que en el fondo fueron una sola y varias a la vez, estuvo allí, duro, embalsando pus en su interior, emponzoñándonos, durante 150 años (eso admitiendo, claro, que ya sea un quiste seco y cauterizado; que es muchísimo decir). Esto es lo que hace tan importante este segundo plano de la novela, el que yo considero el plano “auténtico”, aquél en el que el autor busca, de verdad transmitir. Ese plano en el que el libro se convierte en un ensayo histórico, filosófico y moral. Un ensayo que conviene leer y repasar con atención.

Es dolorosa para los creyentes, para todo aquel que está a ambos lados de la zanja, la precisión de cirujano con la que Pestaña/Trapiello diagnostica los males de este nuevo tipo de prosélitos. Nos dice (pág. 45): “La Guerra Civil española es así la única de la Historia en la que habiendo muerto más de medio millón de personas nadie ha matado a nadie. Por no hablar de los trescientos mil que fusilaron o pasearon en las retaguardias o acabada la guerra. Nunca hasta hoy, y hasta donde yo sé, después de haber leído miles de páginas en libros, memorias, diarios, confesiones policiales, sumarios judiciales, nadie ha confesado algo tan sencillo como esto: “Yo maté”.

Esta afirmación del historiador Pestaña es, como digo, enormemente dolorosa. Porque deviene en el espectáculo que se lleva viviendo desde el último parte de guerra de Franco; un espectáculo en el que todos, primero los protagonistas, luego sus turiferarios o hagiógrafos, se afanan en buscar las culpas de lo ocurrido en las espaldas de otros. El periodista anarquista Jacinto Thoryo nos dice: si, en los campos de concentración franceses, alguien hubiese entrado y hubiese comenzado a preguntar quién tuvo la culpa de la guerra, pocos serían los que no contestasen: “los comunistas”. El anarquista le echa la culpa a los comunistas; los comunistas a los anarquistas y su jodida revolución permanente, las izquierdas burguesas hacen como que todo lo que pasó en del 31 al 33 y, sobre todo en el 36, no tuvo nada que ver con ellos; todos ellos ponen a Franco a parir, Franco les pone a parir a ellos, y de cuando en cuando caen unas cuantas hostias de y hacia Gil-Robles. Esto es, sucintamente, todo lo que hemos hecho en materia de juicio de la guerra civil hasta el tiempo presente. Y ello a pesar de que cronológicamente, ya llevamos tanto tiempo en democracia como el que duró la larga noche del franquismo.

“Pasada la guerra”, relata la novela (pág. 139), “todos han querido persuadirnos de que no pudieron hacer otra cosa, y cada cual cree que en su bando los crímenes se cometieron en abstracto, de una manera indiferenciada, en nombre de la República o de Falange, del Comunismo, de la Anarquía o de la Iglesia, con lo cual, unos y otros, aceptando en principio que todos pudieron ser culpables, acaban teniéndose por inocentes”.

Un elemento importante de esta narrativa moral, lógico en un autor que acostumbra a documentar con paciencia de escriba las cosas que relata, es la acumulación de anécdotas o historias reales en la novela. Este libro, no lo he dicho, me lo ha regalado un muy buen amigo de León, la provincia donde transcurre; y me ha dicho que Trapiello ha cambiado algunos nombres y otros no, sin que yo, que lo más cerca que he estado de allí es el viejo palacio de la Inquisición zamorana, pueda saber exactamente cuáles son unos y otros. Y me dice que, en cualquier caso, incluso las historias escamoteadas tras seudónimos son reconocibles para cualquiera que, en León, no se haya pasado la vida sin pisar el Barrio Húmedo. Esto convierte el libro en una especie de nómina urgente de las brutalidades de la zona. Pero, ésta es la sorpresa, por ambos lados.

La novela despliega, tras la primera formulación de la tristísima historia del padre asesinado delante de su hijo, y quizás cuando el lector memoriohistórico se está empalmando a base de pensar que le van a contar más del mismo jaez, anécdotas que, repentinamente, se refieren también al otro bando. Un viejo catedrático de Metafísica (¿será ésta una referencia a Besteiro?) relata durante una cena la masacre de su padre y de todos sus hermanos, derechistas, masacre refinada por dos razones: la primera porque, pidiendo el padre morir primero, sus matones hacen exactamente lo contrario, y le obligan a ver morir a sus hijos. Lo segundo, porque uno que resulta no haber muerto se allega a una finca familiar, gravemente herido, y mientras duerme es delatado por la criada, que se apresta a buscar a los de la partida para que se presenten allí para rematarlo.

Uno (uno que no conozca a Trapiello, claro) cree encontrarse, al principio de la novela, con el relato de una barca inclinada y zozobrada por estribor; pero lo que se encuentra es la imagen de una barca que, torturada por los movimientos de sus pasajeros, se bambolea peligrosamente, a estribor, sí, pero también a babor, amenazando con zozobrar por cualquiera de los dos lados. Nadie dentro de la barca, y nadie es nadie, parece percatarse del peligro: el bueno del catedrático, único hijo superviviente de la matanza, remite, ya mayor, un escrito en el que realiza la citación de que los hombres de aquella partida, aquellos izquierdistas que luego fueron represaliados y enterrados en cualquier parte, no habían sido antes precisamente ángeles de la caridad, y la asociación para la Memoria Histórica lo rechaza. Porque la memoria histórica no acepta matices, no acepta siquiera insinuaciones de que alguno de los muertos de Franco quizá pudo merecer, si no la muerte, sí castigos de por vida. Ceguera ésta que otorga vitola de personajes dignos de homenajes, de adalides de la democracia, también a los hombres y mujeres que encerraron a seres humanos en las chekas, que los vieron morir entre alaridos mientras ellos, y ellas, se reían. Lo cual convierte a este lado de la zanja en un simple franquismo inverso.

Otro elemento muy duro de leer para algunos, supongo, en este “ensayo subterráneo” que fluye por debajo de la novela en sí, es la meticulosidad con la que el autor se aplica a destruir algunos de los mitos de la memoria histórica.

Por, ejemplo, la identificación del ideal republicano con la bandera tricolor: “Ni siquiera le mencioné algo que saben tan bien como yo, o deberían saber: que durante la guerra por cada bandera republicana había veinte de la Cnt, de la Fai, del Poum, del Pce, de la Ugt, de cualquier partido menos de la República; esto fue algo que les chocó incluso a los fascistas cuando tomaban una posición y se apoderaban de alguna: en el frente republicano no había banderas republicanas” (página 119).

Por ejemplo, que la guerra sólo la quisieron quienes la provocaron con el golpe de Estado. Página 206: “Nos han contado que la guerra fue una fatalidad. Es la primera gran mentira que compartieron todos, los unos y los otros. Los que la deseaban estaban igual en ambos bandos, hasta el extremo que se diría que habría sido decepcionante para ellos que no hubiese estallado”.

Por ejemplo, que la asimetría en el número de víctimas “lava” las culpas del bando republicano. Página 249: “¿El holocausto habría sido menos grave si hubieran matado a dos millones menos de judíos? (…) Hablemos de números: el de las víctimas del franquismo es cuatro veces superior, y cincuenta mil de los republicanos tampoco está mal. A medida que fue transcurriendo la guerra los franquistas tuvieron más y más territorio donde ejercer su represión. La República no dejó un solo momento de perder territorio y los sublevados de ganarlo. Si hubiese sido al revés, si hubiese sido la República la que hubiera conquistado territorio, quizá habría ocurrido lo mismo”.

Por ejemplo, que la narrativa de la memoria histórica es el puro fruto de la lógica. Página 251: “Deciden lo que hay que recordar y lo que no, y cómo recordarlo, se atenga o no a los hechos, y cuándo”.

Por ejemplo, que la asimetría en las reparaciones “lava”, de nuevo, toda culpa republicana. Un diálogo de la página 253, entre Raquel, la amante de Pestaña, y el profesor:

“- Pero ya no podemos ser ecuánimes ni mucho menos equidistantes. Las víctimas del franquismo no han tenido jamás una reparación (…)

-       - Conforme. A muchas se la debemos, a Graciano sin la menor duda. Pero otras víctimas no deberían tenerla tal y como ellos o sus parientes la querrían. Hemos dado por hecho que la derrota y sufrir el franquismo o el exilio fue suficiente pago de lo que hicieron durante la guerra o antes. En el bando franquista sucedió al revés: en este consideraron que el solo hecho de haber ganado la guerra les eximía de toda responsabilidad en el modo de ganarla, y a sus caídos se les honró sin que nadie se preguntase lo que habían hecho hasta ese momento, el señorita que mataba de hambre a sus aparceros, el cura que predicaba el odio y el desprecio desde el púlpito, la duquesa que vivía en la opulencia indiferente a la miseria de la gente… Los mataron, sí, pero en la lógica revolucionaria que existía, ya estaban muertos, ellos mismos habían firmado su sentencia de muerte. La lógica revolucionaria, ése es el problema. Y al revés, parecido.”

Frente a este cúmulo de hechos y elaboración de interpretaciones interesadas, se alza, para el autor, la necesidad de superación moral conjunta (página 141): “El debate debe continuar sin que nadie se arrogue la propiedad del relato de la guerra. La tarea de hacer la historia de la Guerra Civil es, más que ninguna otra, común: la verdad la hacemos entre todos”. 

En esta frase, es mi opinión, se quintaesencia la novela de Andrés Trapiello.

Manuel Azaña, en sus cuadernos de La Pobleta, en la entrada de 17 de junio de 1937, introduce la siguiente reflexión: “Se tejerá una historia oficial para los vencedores, y acaso una antihistoria, no menos oficial, para los proscritos”. La imaginación del fantasmal presidente de aquella República que, tal es mi personal opinión, en aquel verano ya había perdido la guerra, no pudo ser más certera. A cuarenta años de bandeo a estribor se han seguido otros cuarenta de bandeo a babor, pero cuando menos yo comparto la desesperanzada mirada de José Pestaña, el desánimo con el que comprueba lo muy probable que es que, a pesar de la igualdad de tiempos, aun no haya llegado el momento de esa verdad construida en común por cuyo clamor Trapiello, creo yo, ha escrito este libro. Aún no ha llegado el momento de aquietar el bamboleo de la barca, y ponernos a remar hacia alguna parte.

“Resulta aun más difícil comprender la guerra de España cuando se echa mano de simplificaciones como aquellas a las cuales se han mostrado tan inclinados muchos de quienes escribieron sobre la plataforma de uno y otro bando”. Estas palabras fueron escritas en 1976, hace pues 36 años, por Luis Romero, en el prólogo de su libro El final de la guerra. Romero, casi un juglar de aquellos hechos, veía entonces, en una España donde aún humeaban los restos tibios del general Franco, el tema de la guerra civil como dos casas enfrentadas, cada una con un balcón, desde la cual las personas de una y otra plataforma, los hunos y los hotros como afiladamente los retrató Miguel de Unamuno, se intercambian improperios.

Han pasado 36 años. Casi los mismos que habían pasado entre el día que Luis Romero escribió estas palabras y el final de la guerra. Y seguimos en las mismas. Exactamente en las mismas.

Romero decía, en ese mismo prólogo: “la guerra, la Historia en general, circuló por unos cauces y resulta inútil pretender enmendarla a través de palabras”. Erró. Si algo han demostrado cuatro décadas de democracia es que no hay casi nada que un presupuesto público generosamente gastado no pueda moldear. Creímos acabada, con el último suspiro de Franco, la figura del intelectual orgánico. Pero él, como el dinosaurio de Monterroso, sigue ahí. Y, creyendo llegado el momento de su victoria final, en algún momento tras doblar la esquina del siglo; creyendo sonada la hora en la que derrotaría a su parte contraria, ilusionado con el ejemplo alemán, donde no existe hoy una historiografía pronazi, apañó un asalto final que, sin embargo, se le torció. Para su más que probable sorpresa, el intento indisimulado de imponer un discurso único de la guerra civil alimentó a la bicha; alimentó los viejos esquemas de la historiografía franquista, las raídas interpretaciones ya olvidadas; abrió las puertas, de tiempo atrás herrumbosas y atascadas, de eso que un día se llamó el búnker.

Los hombres que querían enterrar el franquismo bajo toneladas de desprecio no hicieron otra cosa que realizar la ceremonia de un aquelarre en el que el franquismo, redivivo, travestido, pero igual de radical, se levantó de la tumba y comenzó a correr, dando tumbos, como los zombies de las películas. Después de eso, ya sólo les quedó a ambos, practicantes cada uno a su manera de la memoria selectiva, subirse cada uno a su balcón, y comenzar a insultarse. Suelo decir, en persona y por vía electrónica, y así me va, que cuanto más porfía la memoria histórica, más se fortalece, más libros vende, más popular es, su contraversión profranquista.

España necesita ser una tercera España. Una España que, como dice un personaje de la novela de Trapiello, le pague a los criminales del 36 con el olvido, y que rechace toda interpretación de los hechos ocurridos como una historia de buenos y malos, una fábula de orcos, señores oscuros, y elfos angélicos. Nadie es perfecto; y no sólo eso: es que la inmensa mayoría de los nombres y hombres de aquella guerra civil, sobre no ser perfectos, fueron intensa, vocacional, violenta y, las más de las veces, voluntariamente, imperfectos.

El Via Crucis final de José Pestaña es un aviso serio sobre la deriva en la que estamos. Esta voluntad de enquistar nuestras diferencias y, en el fondo, disfrutar con el dolor que nos procure el absceso. En esto sí se parece la hora presente a las jornadas de la primavera del 36: un momento en el que son muchos más los que quieren el caos, el enfrentamiento, que los que quieren caminar por el carril de la razonabilidad.

Trapiello ha echado, con esta novela, su cuarto a espadas. Yo, la verdad, no soy muy optimista; hace mucho tiempo que pienso que ésta es una partida que otros están jugando con cartas marcadas.

viernes, noviembre 16, 2012

Soixante huit (3: Asambleas, asambleas, asambleas...)

De esta serie se ha publicado ya un primer y segundo capítulo.


Resumen de lo publicado: Aunque elfos, enanos, hobbits y otras razas se han mostrado unidos en su revolución contra Sauron, el Señor Oscuro, sus primeros actos y movilizaciones en la Tierra Media comienzan a mostrar ciertas desavenencias. Los enanos, sin ir más lejos, critican las protestas de los hobbits, ya que sostienen que son ellos, recios mineros acostumbrados al trabajo duro, quienes tienen que ser los líderes. Por su parte, los Rojirrim de la República Soviética de Pelennor afirman que, como su propio nombre indica, para rojos ellos; que Gandalf-Bendit es un piernas que apenas llega a revolucionario becario; y que la dirección de la guerra les corresponde a ellos.

Los nasgul, mientras tanto, clausuran la Tierra Media durante dos días para ver de calmar las cosas, pero eso en realidad no sirve de nada, porque los revolucionarios se desplazan a Minas Morgul, donde montan el pollo.

-------

El lunes 1 de abril, tal y como se había prometido, las clases comienzan de nuevo. El detalle más importante para esta historia de ese día es la aparición, por primera vez, de un actor importante en Mayo del 68: el SNE Sup, Syndicat National d’Enseignement Supérieur. Se trata de una organización amplísimamente difundida entre los profesores de Nanterre, de tendencia extrema izquierda alejada de la titularidad oficial comunista. De momento, el SNE Sup se limita a sacar un comunicado animando a profesores y estudiantes a intensificar su diálogo sobre los problemas planteados en los últimos días.

Los estudiantes, por otra parte, hacen saber al rector que el acuerdo tomado el fin de semana de cederles una sala les parece poca cosa. Ellos quieren, como mínimo, un salón de actos.

De las reivindicaciones, pasan a los hechos. El martes 2 de abril, por la mañana, más de 1.000 estudiantes (acompañados de 32 millones de progresistas españoles que, con los años, contarán ésta y otras batallitas cansinamente) ocupan un salón de actos. Comienza la pegada de carteles por todas las paredes con eslóganes más o menos imaginativos: uno que llegará muy lejos (hasta hoy): “El autoritarismo es el paternalismo de los maestros”.

La administración de la facultad deja el salón sin luz, Los estudiantes contestan dando vivas al Che Guevara (será porque le consideraban el Señor Oscuro…). Además, se llega al acuerdo de que, si no vuelve la luz en diez minutos, la asamblea se desplazará a la sede del Consejo de Facultad.

Pasa un minuto, y las luces se encienden.

Habla Cohn-Bendit: “Nos negamos a ser los futuros ejecutores de la explotación capitalista, razón por la cual hemos boicoteado los exámenes”. Es la primera vez, por lo tanto, que el Mago Gandalf de aquella movida reconoce, bien a las claras, que su revolución ha tomado un camino que instilará casi todas las protestas desde entonces hasta el día de hoy, especialmente en el ámbito laboral: el principio de que quien protesta (el estudiante que no quiere examinarse para que le conviertan en un capitalista) adquiere, en ese momento, el derecho a imponerle la protesta a los demás (impidiendo, mediante el boicot, que quienes sí quieren convertirse en unos sucios capitalistas, puedan hacerlo).

Veinte años después del final de la segunda guerra mundial, que teóricamente había acabado con esto, regresa la vieja teoría estratégica que impregnó tanto al leninismo como al fascismo, consistente en considerar la revolución como un proceso global y continuado. Por lo tanto, la revolución es todo: no tomar Coca-Cola es hacer la revolución; reivindicar una subida de salario es hacer la revolución; no ver la TF1 es hacer la revolución. En consecuencia, todo acto reivindicativo pasa a ser una pieza de esa misma revolución y, consecuentemernte, además de la propia carga reivindicativa, portará la voluntad de presionar para cambiar las cosas. Hoy nos hemos acostumbrado al concepto de "huelga política", pero entonces no estaba tan claro. En los primeros sesenta, lo que se pensaba, más bien, es que una cosa era hacer huelga para conseguir dos lonchas de jamón en lugar de una en el bocata de media mañana; y otra hacer huelga para socavar el sistema capitalista. De hecho, cuando uno lee las producciones de, por ejemplo, Ruedo Ibérico sobre el enorme proceso huelguístico que comenzó en Asturias en 1961 y acabó extendiéndose a toda España, apenas encuentra el concepto "tumbar al franquismo"; y sí lee mucho sobre jornadas laborales y salarios mínimos.

Danny, personaje de acendrada inteligencia estratégica pero una capacidad analítica del montón, baja, en su discurso, por derroteros que, en ocasiones, son casi ridículos. Por ejemplo: “es necesario denunciar el carácter cínico y represivo de la ciencia burguesa”. Cinismo cuántico, le podríamos llamar a esto; por si no lo sabéis, el bosón de Higgs es de derechas. Su argumento, en este sentido, es que “la ciencia ha participado en todas las masacres de nuestra época”. Afirmación que es, en sí, una pollada del tamaño de la Torre Eiffel; pues lo que él llama la ciencia (y digo esto porque para mí que confunde ciencia con ingeniería, pero, vaya, no nos vamos a poner estupendos) no sólo ha “participado” en las masacres de esta época, la burguesa; sino de todas, incluso aquéllas en las que la burguesía no existía; la "ciencia", como la llama Cohn-Bendit, ya estaba presente en las distantes épocas, antes de la existencia de las clases sociales, en las que un homo faber se dio cuenta de que afilando una lasca de pedernal, la piedra hacía mogollón de daño a sus enemigos.

De todas formas, Cohn-Bendit es un auténtico as del lenguaje. Pocos días después, por ejemplo, el movimiento que dirige, el 22 de marzo, hará público un manifiesto en el que, literalmente, se solidariza “con todos los estudiantes polacos en lucha contra el régimen burocrático”. Curiosa forma de referirse a un régimen comunista. Es más: en el párrafo siguiente, acusa a la prensa burguesa y “estalinista” de tratar de hacer pasar su movimiento como enemigo del comunismo. Cómo se podía, en abril de 1968, ser amigo del comunismo y al mismo tiempo de los polacos que luchaban contra él, es algo que Daniel no ha explicado nunca a fondo. Pero no hay que perder la esperanza.

Tras él, Karl Dietrich Wolff, líder del movimiento revolucionario alemán SDS (tras la movida del 68, se distanciaría de la labor política, convirtiéndose en editor, entre otras cosas de las obras completas de Hölderlin) explicó el programa de su organización, basado en el rechazo al apoyo de la RFA a la guerra de Vietnam, y el rechazo a un sistema educativo “que sólo forma idiotas especializados” (y consiguió reformarlo: el actual apenas está especializado).

El encuentro de la “oposición” tampoco es moco de pavo. La muy derechista FNEF, en este sentido, junta en su propia asamblea a no menos de 600 estudiantes (ninguno de ellos español… ¡por Dios!). Les pastorea Didier Gallot (no puedo jurarlo al 100%, pero tengo la sensación de que este Gallot es el Didier Gallot que se hizo juez y desarrolló su carrera como magistrado de primera instancia en Sables d’Olonne). Estos estudiantes denuncian el “terrorismo practicado a dos meses de los exámenes”.

Y aún hay una tercera reunión paralela en Nanterre esa mañana: la de la UEC, que condena sin paliativos los actos estudiantiles, “que le hacen el juego al poder”.

Para terminar con el retrato de aquel 2 de abril, la Alliance Républicaine, organización de extrema derecha dirigida por Jean Louis Tixier-Vignancour (para entonces, 1968, ya era bien famoso por haber sido abogado defensor del colaboracionista de Vichy Raoul Salan, así como activistas de la OAS; además, en 1965 fue candidato a las elecciones francesas, con un joven jefe de campaña que se llamaba Jean Marie Le Pen. Tras mayo del 68, se acercará a la UDR, y acabará recomendando a sus partidarios integrarse en ella para “derechizar la derecha”. Durante años, será el principal representante de lo que podríamos denominar el Tea Party del gaullismo) lanza un comunicado denunciando las movidas estudiantiles.

Con una notable falta de tacto, o más bien probablemente porque en ese momento no es consciente de a qué se está enfrentando, el gobierno filtra el miércoles a Le Monde la noticia de que pretende estatuir unas pruebas de acceso a la universidad, así como los numerus clausus en cada facultad.

En medio de estos dimes y diretes llegarán las vacaciones de Pascua o Semana Santa. Las cosas se tranquilizan. Sin embargo, están a punto de dar un giro inesperado.

A las cuatro y media de la tarde del día 11 de abril, un joven circula en bicicleta por la carísima, además de muy difícil de pronunciar, Kurfürstendamm de Berlín Oeste. Es Rudi Dutschke, portavoz del SDS. Según pasa, una persona le descerraja tres balas en la cabeza (sobreviviría al atendado, aunque con secuelas. Viajó a Reino Unido para buscar un tratamiento, pero meses después de haber llegado el gobierno conservador le expulsó a él y a su familia por "indeseables". Murió en la Nochebuena de 1979, mientras tomaba un baño; una de las secuelas que le había quedado del accidente era la producción de episodios epilépticos, tuvo uno, y se ahogó)..

Un joven de 23 años es casi inmediatamente detenido por los hechos. Se llama Joseph Bachmann (sería condenado por estos hechos a siete años de prisión. Cumplidos dos, en 1970, se suicidó en la cárcel. Lo realmente extraño es la manera que usó para matarse, porque se ahogó colocando una bolsa de plástico en su cabeza). Sin embargo, las organizaciones de izquierda apuntan rápidamente a otro culpable, a eso que hoy llamamos el “autor intelectual”: el grupo de prensa de Axel Springer, editor, entre otros, del periódico sensacionalista Bild Zeitung, cuyas técnicas son descritas por el periodista Günter Walraff en su libro El periodista indeseable. La misma tarde del atentado, se monta una manifestación frente a la sede de Springer en Berlín, un enorme rascacielos construido a propósito muy cerca del Muro para que la prosperidad occidental pueda ser contemplada por cualquiera desde el otro lado. Los manifestantes entran en el garaje y queman unos quince coches.

Al día siguiente, el atentado une en una sola convocatoria, en el Quartier Latin de París, al movimiento 22 de marzo, LA UNEF, la ESU (Étudiants Socialistes Unifiés, o sea el SEU del PSU, Partit Socialiste Unifié, de extrema izquierda), el CVN y la JCR. La manifa, apenas 2.000 personas, transcurre sin problemas. Frente al Odéon, el SRS afirma que el atentado forma parte de una estrategia más generalizada del “capitalismo alemán”. Se canta La Internacional.

Pero no es la única manifestación esa tarde. En otro punto de la ciudad, diez muchachos de L’Occident, una organización juvenil de extrema derecha, están destrozando una librería especializada en libros de izquierdas; además del pequeño cine Gît-le-Coeur, donde se proyecta una peli que no les gusta: Dix-septième parallèle, de Joris Ivens. Verla no os cambiará el sexo, pero no perderéis el tiempo rien du tout. En realidad, es un documental sobre el enorme puteo vivido por los habitantes de Vin-Lihn, un pueblo que está prácticamente en la frontera entre el Vietnam del Sur y del Norte (el paralelo 17), lo que hace que sufra las consecuencias de la guerra.

Al día siguiente, L’Humanité le dedicará algo de espacio a estos atentados, pero ningunea totalmente la manifa del Latin. Y anuncia para el lunes una manifestación, convocada por la UEC, de solidaridad con Vietnam. Ese lunes, el comunismo oficial junta entre 3.000 y 5.000 manifestantes, demostrando así que tiene más fuerza que los pelaos que la están montando en Nanterre. Está allí con todo lo gordo: UEC, UJCF (Union des Jeunesses Comunistes de France), UJFF (Union des Jeunes Filles de France). El mitin lo pastorea Jean Michel Cathala (dirigente de la UEC desde 1965, seguirá hasta 1976, que se dedicará a la abogacía).

Pero mientras Cathala les cuenta sus cosas a los manifestantes de la revolución oficial en el Odéon, L’Occident no se está quieto y, en la calle Etienne Marcel, donde se encuentran los locales del Comité Vietnam, no dejan demasiadas cosas enteras. Más: el miércoles, en la calle Soufflot, dos granadas se tiran contra el local de la UNEF. En posible respuesta, en el local de la derechista FNEF, en Nanterre, unas personas entran y se lían a puñadas con los que están dentro, provocando diversas heridas a un estudiante llamado Yves Kervenoaël (de quien no he encontrado más información, aunque sospecho, por las páginas de heráldica francesa, que debía de ser medio condesito).

Sobrados como de costumbre, los comunistas oficiales, que han hecho de la UEC su punta de lanza estudiantil, deciden hacerle una OPA al movimiento estudiantil de Nanterre, y con tal motivo, invitan al miembro del Comité Central del PCF Pierre Juquin para que dé una charla en la universidad. Es probable que lo recordéis: es el pollo al que vinos en la primera, embrionaria, manifa estudiantil con participación comunista; el tipo que luego se volverá rojiverde.

Pero Pedrito no tiene ni puta idea de la que le espera.

miércoles, noviembre 14, 2012

Cosas veredes (ampliación)

Aquéllos de vosotros que hayais echado un visual a mi post cosas veredes de ayer habréis reparado, en los comentarios, que mi estimado y muy meticuloso corresponsal Asmodeo ha hecho una investigación histórica urgente de la que surgen dudas sobre cómo, cuándo, y si realmente Lluis Companys dijo, en algún momento, las palabras Madrileños: ¡Cataluña os ama!

La base de la duda, ciertísima, es que el día 14 de marzo de 1937, en Barcelona, no hubo ningún mitin en la Monumental de Barcelona. Lo que hubo fue un acto de organizaciones estudiantiles en el Círculo de Bellas Artes barcelonés, en el que hablaron diversos dirigentes y en el que, días antes, se estaba anunciando la presencia de importantes intelectuales republicanos, tales como André Malraux e Ilya Ehrenburg, pero donde no se habló de Madrid.

A Asmodeo le ha picado la curiosidad, y a mí más. Así pues, he investigado un poco más, hasta llegar a la conclusión de que la frase, sí, fue pronunciada. Pero no se puede decir, realmente, cuándo ni dónde. Sospecho que la Monumental de la que habla el cartel, tal vez, sea la monumental de Madrid, no de Barcelona. Y que el cartel fue creado para ser exhibido en Madrid, no en Barcelona (a pesar de que, cuando menos en mi caso, yo lo encontré, y lo compré, en el fondo de una estantería mal iluminada, en un librero de viejo barcelonés; razón que me llevó a pensar, es muy probable que erróneamente, que era una pieza de propaganda para Cataluña).

La principal referencia que os puedo exhibir es ésta: se corresponde con la página 3 de la edición del jueves, 11 de noviembre de 1937, de La Vanguardia. En ella, Llamas, corresponsal en Madrid del periódico, da cuenta de una visita de una serie de intelectuales catalanes en Madrid, en una especie de viaje de hermandad en el que grupos folklóricos tocaron la cobla por la calle y organizaron un baile en el Retiro. La crónica del dicho corresponsal os la copio aquí, con las negritas mías en lo que reputo importante para lo que discutimos.


Madrid, 10.—En ocasiones diversas y en tiempos distintos, se han celebrado actos de sincera
confraternidad entre Cataluña y Castilla, entre Madrid y Barcelona, más concretamente. De ellos salieron los esperados frutos que no pueden ser otros, puesto que no existía más que la sombra  de animosidad que divulgaban los que se dedicaban a dar noticias de un falso españolismo, que tuvo líderes tan destacados como Mari Fócela y Royo Vilanova.

Y todavía en plena guerra pretenden los que se llaman nacionalistas, asimismo, correr la especie de que Cataluña está "desconectada" del resto de España.

Lo dicen ellos mismos por mentir y sabiendo que mienten. Pero, por si en la zona leal hubiera todavía dudosos o inocentes, hace poco estuvo en Madrid Companys, recibiendo el afecto de este pueblo sufrido. Y Companys, en llanas palabras, gritó al pueblo de Madrid: «¡Madrileños: Cataluña os ama». En carteles murales y en cada esquina, el transeúnte ha tropezado con esas palabras de afecto de Cataluña.

Luego, ha sido el Gobierno de la República el qué ha recogido el afecto del pueblo catalán, al fijar incidentalrnente su residencia en Barcelona. Mas, si todo esto tuviera poco valor, precisamente por el alto valor oficial de las personas, por eso casi concedemos más importancia a la delegación catalana que actualmente convive con los madrileños. Ha llegado a Madrid una embajada artística, con Jaime Míravitlles a la cabeza. Las danzas regionales han puesto una bella nota de color en el Retiro y en la plaza de Santa Ana, bajo los balcones del Casal de Cataluña.

Esta embajada artística constituye la personificación de la frase del presidente de la Generalidad, que durante varios días ha venido a vivir nuestra vida. No ha sido, pues, una excursión placentera, de recepciones y banquetes. Madrid no puede ofrecer al huésped otra cosa que el espectáculo de su heroísmo y las ruinas de sus muchos edificios. Por la noche, la serenata de las explosiones en los frentes cercanos. Pero Madrid, representado esta mañana por auténticas gentes del pueblo, sorprendido por el concierto de la «cobla» en plenas calles, ha rendido cariñoso homenaje a Cataluña con aplausos y vítores.

Cuando nuestros hermanos emprendan el regreso a su región, se llevarán de Madrid las mejores impresiones. Y en Madrid quedará el eco de las palabras de Companys: «Madrileños:
Cataluña os ama». El eco y el convencimiento.

De este texto, mis conclusiones son las siguientes:
1) La frase de Companys no fue pronunciada en Barcelona. Fue pronunciada en Madrid, quizás en algún mitin que se celebró en la Monumental... pero de Las Ventas.

2) En ese caso, evidentemente el cartel está mal fechado, a menos que Companys se las arreglase, el 14 de marzo, para estar en Barcelona primero y Madrid después. De hecho, las crónicas del acto de Bellas Artes citan que Companys "tuvo que ausentarse" del acto... ¿tal vez para viajar a Madrid? 

3) El cartel fue exhibido en Madrid, no en Barcelona. Debió de ser pegado también la ciudad condal, o tal vez lo adquirió un (evidentemente ya fallecido) coleccionista catalán, de cuyo fondo de armario acabó en los anaqueles del librero que me lo vendió. 

Son, por supuesto, conclusiones provisionales. Seguro que ahora llega Asmodeo y nos demuestra que el 14 de marzo de 1937, a las seis de la tarde, Companys estaba en Diagonal 32, cuarto derecha, tomando café con pastas con tres señores, uno de ellos bizco :-DDDD