lunes, diciembre 17, 2012

Las armas y las letras


Además de dejaros algunas recomendaciones breves sobre lecturas recomendables en estas fechas de mayor asueto, os dejo una un poco más profunda.

Cuando, hace cosa de un mes y pico, un amigo me regaló Ayer no más, la novela de Andrés Trapiello, acababa de recibir de Amazon una copia de Las armas y las letras. Había resuelto leerla cuando comprobé que se había publicado una reedición del libro, pues la misma persona que me regaló la novela me había hablado de él con anterioridad. Cualquiera que siga este blog sabe que el asunto de la intelectualidad, especialmente la de izquierdas, tiene su interés para mí. Así, a bote pronto, en este blog se puede leer un perfil de Ilya Ehrennburg, personaje que siempre me ha interesado mucho; también he hecho un par de apreciaciones sobre la polémica, fundamentalmente francesa, en torno a eso que se ha dado en llamar «terrorismo intelectual»; sin dejar de mencionar una pieza específicamente dedicada al modo y forma en la que la intelectualidad europea se las arregló para no ver el genocidio chino.

En otros muchos puntos de este rincón de internet he dicho y he escrito que, de las variadas guerras que se produjeron en el siglo XX entre Estados Unidos y la URSS, esto es entre la cerrada defensa del capitalismo y la cerrada defensa del marxismo, la de la opinión pública fue, sin duda, la que los segundos ganaron más de calle. La URSS y, sobre todo, sus corifeos y turiferarios, conscientes o inconscientes, demostraron durante 70 años una capacidad de adaptación al entorno que ya la quisiera para sí el más esforzado marine de las Fuerzas Especiales. Como bien relata el poumista Víctor Alba en su libro El Frente Popular, la URSS pasó, en apenas unos meses, de calificar a los socialistas europeos de socialfascistas a formar con ellos coaliciones políticas (entre otros países, en España) sin que nadie, en realidad, se levantase para afearles el gesto. Y así siguieron durante todo el siglo. Hace muchos años, había un tipo, que pretendía ser mago, que salía en los programas de Íñigo en la tele asegurando que era capaz de hipnotizar a un burro con un dedo. En realidad, nunca sabías si el burro obedecía al dedo, o es que aquel tipo movía el dedo adonde movía el burro la cabeza. En la segunda mitad del siglo XX, a la alternativa comunista le pasa un poco lo mismo; ya no se sabe si crea ella la ilusión de los jóvenes sacando a pasear la igualdad racial y los derechos del Tercer Mundo, o es que son los comunistas los que adoptan esas banderas porque son las que le molan a la gente. Pero el caso es que les funcionó. De cojones.

En toda esta batalla propagandística, los intelectuales, reales y sedicentes, son una pieza fundamental. Es anécdota bien conocida la cacofónica manera que tenían de presentarse, en la Barcelona de la Transición, los impulsores de los manifiestos de izquierdas: «Fírmalo, que ya lo han firmado Llach y Lluch». El segundo aportaba el apoyo partidario; el primero, el de la intelectualidad, porque, para entonces, los cantantes-protesta, los cantantes con sentido, con letra, eran ya considerados intelectuales. Con los años, el caño se ha abierto hasta convertirse en una boca de metro por la que se han colado hasta los comediantes.

La base de la cuestión es bien clara: un intelectual es, por definición, alguien que utiliza el intelecto más que la media; que, consecuentemente, puesto que lee y se cultiva, tiene más datos para formarse una opinión que la media; y, consecuentemente, tiene una opinión que vale más que la media. Nadie se preocupa de sustentar su propuesta Bla con la firma de 60.000 tornero-fresadores (aunque la propuesta vaya de siniestralidad laboral, de la cual saben mucho); les vale con que la firme Almodóvar. Es más, si se la firma el manchego, saben que, en días tres o cuatro, no les van a faltar cientos de firmas, porque un buen intelectual, en política, es como un cometa: porta una larga, larguísima cola de rocas heladas.

Las armas y las letras, sin embargo, no va ni de Llach, ni de Lluch (aunque, como veremos al final de este comentario, acabe hablando de un Lluch...). No va, por lo tanto, ni de los políticos con veleidades de pensamiento; ni de los profesionales del espectáculo que pretenden vivir de los réditos de quienes sí visitan las bibliotecas. Es un libro coral por el que desfilan decenas de intelectuales, sin cursivas. Poetas, pensadores, dramaturgos. El tipo de gente que respira el mismo tipo de oxígeno cargado de sentido que respira el autor del libro.

Estamos ante una obra en constante construcción. En realidad, la edición ahora publicada es como una especie de revisión de las anteriores, a la luz de las novedades producidas en los últimos años, entre ellas no, desde luego, la menos importante, el trabajo realizado por Trapiello con los escritos de guerra del chileno Carlos Morla Lynch. Más aumentado que corregido, el libro gana en peso y en poso y, si antes podía ser una aproximación interesante al fenómeno de los intelectuales españoles y la Guerra Civil, ahora se ha convertido en una obra de consulta imprescindible para los estudios en este terreno. A pesar, eso sí, de sus limitaciones.

Bueno, no se trata exactamente de limitaciones. Se trata de que la aproximación del autor es la que es. Trapiello, lo dice en algún punto del libro si no recuerdo mal, ni es historiador, ni pretende hacer un libro de Historia, en el sentido de explicar los fenómenos que están pasando mientras los protagonistas de su obra, los intelectuales, se mueven, hablan, callan, publican, son censurados, se quedan, se exilian, regresan, mueren fusilados y, sobre todo, huelen la muerte a su alrededor. La suya es una nómina extraordinariamente bien documentada de vivencias. Un caleidoscopio de errores, de sufrimientos, y de consuelos, por lo general, si existen, bastante magros. Pero esta condición de cronista literario, mejor dicho de cronista de la literatura (el devenir de sus sujetos se describe más a través de lo que escriben que de lo que viven) hace que, en ocasiones, los desarrollos se queden un poco cortos.

Tomemos el ejemplo de uno de los personajes más citados en la obra: el poeta Rafael Alberti. No sale nada bien parado este hombre del libro de Trapiello, por mucho que sea tratado con una deferencia que me quedo por saber si es fruto de la admiración, de la distancia intelectual, de ambas cosas o de ninguna de ellas. Trapiello, ya lo he dicho, lo cita muchas veces, las más en combinación con su señora María Teresa León (a la que, prístino se hace, admira bastante menos), y no pocas de ellas son para construir, con sutileza, la imagen de un revolucionario de salón que, lejos de sufrir en los frentes, vive la vida de un huido marqués en su palacio madrileño, aunque se pone el mono de obrero para salir a la calle. Los zamburdiazos también son varios, y muy graves, para Pablo Neruda, el único señor que conozco que ha confesado una violación en sus memorias y es admirado por ello. En ambos casos, como digo, la labor analítica del escritor del libro es encomiable. Pero Alberti, como todo comunista de los años treinta del siglo pasado, no puede ser analizado, tal es mi opinión, en absoluta desconexión con el partido al que perteneció, y al que, en consecuencia, obedecía. Trapiello elabora hipótesis en su libro sobre qué puede haber de verdad sobre lo que Alberti y su costilla dicen en sus memorias sendas sobre el Miguel Hernández de los últimos estertores de la guerra; está prácticamente seguro de que la versión de León (Miguel Hernández estaba en Madrid, y decidió ir al frente en lugar de aceptar un puesto en un avión que lo llevaría a Elda) es errónea, y caracolea con la idea de que la de Alberti (misma escena, pero ahora Hernández está en Elda, o en Monóvar, y lo que rechaza es salir de España) también lo sea. Pero no hace mención, o no suficiente en mi opinión, de la hipótesis más probable: que tanto León como Alberti, en su condición de disciplinados comunistas, simple y llanamente, mientan por eso mismo: por disciplina. Que las memorias comunistas de aquella época están, por lo general, convenientemente teledirigidas, es algo que se hace bastante evidente en cuanto se lee un par; por no mencionar la saña con la que (aun hoy en día) la Historia oficial comunista (que, pásmate lector, muerta muerta, lo que se dice muerta, no está) se aplica a denigrar toda versión no coincidente (léase Walter Krivitski, un suponer).

Yo diría que los personajes que salen peor parados de este libro son: Rafael Alberti, José Bergamín y no pocos de los «intelectuales», formalmente considerados como tales, de la mitad franquista de la Historia, como Pemán (eso, los muertos; de los vivos citados, el peor parado, sin duda con merecimiento, es Ian Gibson). Eso quiere decir que un lector apasionado de la memoria histórica no debe leer estas páginas. Primero, porque, ya lo he dicho, no son un libro de Historia. Y segundo porque, conforme a la premisa primera, y al propio sentir del autor sobre la guerra civil, no la verá convertida en un problema de buenos buenísimos y malos malísimos; incluso encontrará, ya lo he dicho, frases no precisamente encomiásticas hacia el circo lorquiano patrocinado por el intelectual otrora irlandés. Lejos de ser éste un libro binario, en ambos lados encontrará el lector logreros de pacotilla, versadores industriales suscritos a una causa, a veces cegados por ella, a veces impulsados a actuar así por el miedo simple, puro y acerado. Y en ambos lados encontrará, oh sorpresa, personas que querrán creer en lo que creen. Todo ello, bajo el factor común, lógico en un intelectual, de considerar la producción republicana, con todos sus defectos, de muy superior factura que la franquista; lo cual es lógico, pues el franquismo no deja de ser un régimen político en buena parte instrumentado contra la intelectualidad, exactamente igual que se instrumentó contra todo lo demás que se consideraba responsable de los males de España: los partidos políticos, la expresión libre, el debate abierto, el cosmopolitismo. Culturalmente hablando, en realidad, y esto es algo que Las armas y las letras describe muy bien, el franquismo vivió de las vacas sagradas intelectuales que, basadas en una esperanza primera (porque no siempre pareció que Franco fuese a montar el franquismo), o en una suerte de acomodación posterior a los hechos, se acabaron quedando en aquella Casa Común del Orden y el Concierto. Para los intelectuales puramente orgánicos del franquismo, puramente franquistas, como Pemán, como Laín, no guarda Trapiello juicios como para enmarcarlos del orgullo. Ni siquiera Ridruejo, tan admirado por cierto antifranquismo, merece,me parece a mí, su nihil obstat, cuando menos incondicionado.

Lo que casi no hay en Las armas y las letras, al menos en mi visión (un libro es un porcentaje lo que escribe su autor, y otro lo que su lector lee) son gentes que estén, verdaderamente, a la altura de los tiempos que viven. Por eso, precisamente, creo que su lectura es recomendable; eso sí, para personas con alguna proporción de humildad en su forma de ser; como no la tengan, sea cual sea su cojera, se van a cabrear leyendo. Cita Trapiello en su libro una obrita (no tengo delante el libro, pero creo que es algo así como Meditaciones en el desierto, de Agustí Calvet o, como se seudonombró, Gaziel) que me he quedado con ganas de leer, pues parece que conecta con esta idea de que los intelectuales pudieron ser, hacer, otras cosas distintas en medio de aquella batahola de actos repuganantes que fue la guerra civil; no digamos, ya, en el franquismo, durante el cual habría sido mucho más fácil haber completado la célebre nómina de Azaña, añadiendo a la Paz las otras dos P de las que habló.

Hay una cosa en la que yo, personalmente, me siento distante de Andrés Trapiello. En sus líneas, en lo que escribe, creo reconocer esa posición de quien coloca distancia con la militancia en ambos bandos de la guerra civil, aunque establece diferencias basándose en el distinto nivel de brutalidad de ambos. En esto, en todo caso, no sé si habrá experimentado el autor alguna evolución, porque el personaje central de su última novela, en alguno de sus puntos, argumenta precisamente contra esta discriminación matemática, basada en el número de víctimas. Sea así o no, lo cierto es que a mí es un punto de vista que me cuesta compartir; no, en modo alguno, porque todos los muertos me parezcan iguales, sino porque los veo salir del mismo sitio, y eso sí que los iguala.

Creo que la distancia temporal de la guerra civil, el atemperamiento de sus pasiones, la innecesariedad del concepto de reconciliación, la progresiva desaparición del hecho como negocio editorial/fílmico/mediático (hablamos, pues, del día que lleguen las famosas calendas griegas, y pasen, y sigamos aun más allá...) acabarán por colocar en el frontispicio de la guerra civil el concepto de error. Porque todo en España, entre 1936 y 1975, es una excrecencia del mismo pozo ponzoñoso. Todo proviene del mismo error y del hecho de que, cuando menos en mi opinión, nadie, salvo quizá el Besteiro del discurso con el que, como presidente de las Cortes, saluda a la Constitución del 31; nadie, digo, estuvo ni medio a la altura de los hechos.

Hombres y mujeres del presente tenemos la puta manía de observar a los hechos y personas del pasado asumiendo que eran distintos. Sabemos que nuestros políticos de hoy son corruptos, ignorantes e interesados; pero nos resistimos a pensar eso mismo de quienes admiramos en el pasado. De ahí surgen mitos extraños, como la pretendida santidad de Pablo Iglesias (y cito a éste por ser figura histórica de proporciones especialmente angélicas), o la pretendida alta calidad de los debates parlamentarios de la República.

Pablo Iglesias llegó a hacer, en sede parlamentaria, una llamada al asesinato del jefe conservador. Por su parte, el Diario de Sesiones de la República está repleto de debates zafios; que, de hecho, las Cortes del 31 petaron el palacio de la Carrera de San Jerónimo de personas que eran incapaces de hilar dos pensamientos con elegancia; así como de personas que realizaron afirmaciones tan repugnantes que desaparecieron de las actas (aunque fuesen chulescamente publicadas por los medios partidarios de quienes las habían pronunciado).No ha habido, quizás, en democracia, un político más corrupto que Alejandro Lerroux; y las andanzas de Maura o de Cambó como empresarios no son, precisamente, como para contarlas en Caritas.

La II República española, lejos de ser la oportunidad de arrancar, sin ira, el motor del progreso social en España, como pretendió, con muy bellas palabras, Niceto Alcalá-Zamora en el primer discurso que pronunció ante aquellas Cortes, fue también la misma almoneda de cieno que pueda ser la hora presente; con el agravante de que en aquellos momentos, y ello era patente, llevaban los españoles décadas incubando el proyecto inacabado de exterminarse mutuamente. A pesar de ello, nadie movió un dedo para parar aquel golpe. Lejos de ello, empujaron la maza para acelerarla. Nunca he comprendido, y es por ello que aquí ya le he dedicado varias tomas, lo poco que la Historia de la guerra civil se ocupa de los seis meses primeros de 1936. Menos de 200 días durante los cuales decenas y decenas de personas murieron presa de la violencia política de ambos bandos; algunos de ellos infumablemente linchados en plena calle, muertos a golpes de azada, o tiroteados de la forma más vil, por ser obreros, por ser católicos, por ser cualquier cosa; no pocos de ellos, como simple medida preventiva, pues no masacrarlos era darles la oportunidad de masacrar, ellos, en la hora siguiente.

Todo eso es el Error. El Error, así, con mayúsculas. El Error que convierte en una soberana gilipollez la discusión sobre cuándo, cómo, con quién, se fraguó el golpe de Estado del 36, cuál era la nómina de los tirios, cuál de los troyanos, bla. Qué más da cuándo y con quién habló Mola por primera vez de dar un golpe de Estado. Lo realmente importante es que el 17 de julio tuvo claro que podía darlo, que pisaba terreno razonablemente firme (y, aun así, se equivocó, porque el golpe fue un fracaso). Lo realmente importante es que había un Error, y que en julio del 36, estaba maduro, como ese monstruito que sale del huevo en las películas de Alien. Y lo más interesante del libro, o quizás de otro libro que acaso escriba alguien alguna vez, es el repaso meticuloso, nombre a nombre, hombre a hombre, de qué hizo y qué no hizo cada uno para evitar ese Error.

Nadie, lo he dicho, hizo nada por evitarlo, y sí por alimentarlo. Nadie trabajó contra el Error.

La República la traen unas derechas dinásticas hasta antesdeayer, oportunistas, maniobreras, caciquiles, que no buscan sino seguir reproduciendo ese machito. Sólo así se explica que un jurisconsulto fino y sabedor  como Alcalá-Zamora se inventase ese fistro, increíble incluso en una Historia tan surrealista como la española, de un gobierno que no apoya nadie, y esperar que gane unas elecciones.

El gran sustento de República, el Partido Socialista, está dirigido por un hombre que tiene una ciega pasión de liderazgo, a la que es capaz de sacrificarlo todo y que le lleva a bombardear lo que haga falta: el gesto de Prieto de acudir al Pacto de San Sebastián, luego las tendencias moderadoras de Besteiro, a quien acorrala y desprecia a través de sus terminales en la UGT, como bien reflejan las actas de las reuniones del sindicato donde decidió dar el golpe de Estado del 34, reproducidas en el libro sobre la materia de Amaro del Rosal. Francisco Largo Caballero pactó con un dictador militar para machacar a la CNT y terminó su vida política efectiva con el único apoyo de peso de la CNT en el llamado gobierno de la Victoria; no creo que hagan falta más pruebas de que le daba igual ocho que ochenta, con tal de ser él el ochenta. Por el camino, colocó en el frontispicio del PSOE el dudosísimo mérito de haber organizado un golpe de Estado contra un régimen votado por las urnas e inflamó a las masas, trabajándose a cincel el estallido de una guerra civil que él creía que ganaría con apenas amagar con sacarse el huevo izquierdo de la bragueta.

La derecha pura y dura, ciega y ultramontana, hizo bien poco, si es que hizo algo, por integrar, aunque fuese a trompicones o de una forma meramente estética, a las clases propietarias en el proyecto republicano. Como consecuencia de ello, le hizo ofertas tan elevadas que, cuando gobernó, para cumplirlas tuvo que romper el país en dos. Tampoco hizo gran cosa por evitar la deriva del poder eclesial porque, contra lo que sus líderes propugnaban, ellos no controlaban a los curas, sino al revés. Para colmo, aquella República tan timorata para todo les dio el salvoconducto que necesitaban para alimentar su cabestrez con los sucesos de mayo del 31. Imagínese el lector qué pensaríamos de un gobierno constitucionalista en el País Vasco que, apenas mes y medio después de haber ganado las elecciones, observase sin actuar cómo turbas de incontrolados arrasaban los batzokis, las ikastolas y las herrikotabernas. Imagínese el lector, digo, el discurso del PNV al día siguiente.

Todo ello, por no mencionar a los monárquicos, que trabajaron desde el primer segundo de la República, no para el retorno de la monarquía, sino para el retorno de una monarquía poco menos que censitaria, orgánica y con olor a la naftalina de la Historia. Todavía años después de aquella República, cuando el general Franco decida pilotar la Restauración de la Restauración, el titular de la corona escribirá comunicados al mundo en el que pasará de hablarles a los españoles de democracia, de libertades, y se explayará sobre sus derechos históricos a reinar. Empeñados en ser históricamente tontos del culo, aquellos monárquicos seguían esposados a la pata del Cid. Y qué decir de los tradicionalistas, aquellos trabucaires que llevaban ya, de aquella, cien años recetándole a España una ordalía de sangre.

De José Antonio Primo de Rivera se ha producido todo un intento de décadas por convertirlo en un atormentado derechista de tendencias moderadas, un buen hombre que vivió una mala hora. Pero no hay que olvidar que José Antonio se estrenó en la vida pública saltando desde las localidades del público a darle una mano de hostias a un conferenciante que se estaba metiendo con su padre. Y, sobre todo, que mandaba a decenas de adolescentes, de cuya simplista fogosidad tenía que estar bien informado, a montarla en cada esquina. Y los mataban. Y los mandaba de nuevo. Y los volvían a matar.

Indalecio Prieto es el corolario histórico del maniobrero. Lo cual tiene su lógica, porque al fin y al cabo competía por conseguir espacio bajo la canasta socialista, esperando ver caer el rebote del Poder, con otro político como Largo, todo él codos y codazos. Sea por lo que sea, el hecho es que se pasó cinco años empujando, él también, el cajoncito de la República hacia el precipicio, colaborando para enmerdar las cosas, con sus medias palabras y sus giros veletoides, hasta el punto de conseguir que en un mitin de su propio partido, los de su propio partido intentasen matarlo. Salió de allí a la naja, dejando a su secretario detrás, sin que se sepa que le importase gran cosa.

Como bien cuenta Eduardo de Guzmán en su libro sobre 1930, la gran parte de la histórica reunión de San Sebastián se invirtió en discutir los intereses de los nacionalistas. Vascos y catalanes, especialmente estos últimos, condicionaron cada uno de los históricos pasos que quería dar esa República con un persistente qué hay de lo mío, sin lo cual no había consenso posible. Para cuando estalló la guerra civil, en las calles de Barcelona, donde se podría perder la vida por llevar unos zapatos medio caros, quedó bien claro lo de puta madre que lo habían hecho aquellos gobernantes para reducir las tensiones sociales. Por no mencionar el acto de deslealtad constitucional del 34, en cuyo diseño y aliento no faltó la participación de elementos que lo mejor que se puede decir de ellos es que eran parafascistas.

Las llamadas izquierdas burguesas, por su parte, fueron los surfistas de la República. Juntos como hermanos, miembros de su Iglesia, se aplicaron a destruir, a golpes de pica, no muy certeros pero constantes, el bloque radical, pensando que lo heredarían; ciegos y ajenos al proceso que las izquierdas obreristas diseñaban, para más inri con su aquiescencia, no se dieron cuenta de que con el PR desaparecía el último bloque burgués cohesionado. A partir de entonces, ya no eran sino pequeños lobbies de poder, carne de Frente Popular; temblorosos politicastros entrados en carnes, subidos sobre una tabla de surf, apenas en equilibrio sobre la creciente ola de la Historia. Lo que no es perdonable es la ciega ilusión con que se prestaron. En el exilio se quedaron al frente del machito, con un éxito, lógicamente, más que cuestionable.

Todos, absolutamente todos, empujaron el trenecito de la Historia de España hacia la cuesta abajo de una nueva guerra. Y los intelectuales, esta vez, no fueron cometa, sino esa cohorte de rocas frías y obedientes que lo siguen (y hasta hoy). Un proceso que se adivina en la obra de Trapiello, pero que aun tiene, creo yo, mucho terreno que hollar. Una más de las muchas cosas que, después de 70 años de historiografía, de más de 50.000 libros, permanece impoluto, esperando una investigación.

Quizá el capítulo que peor entiendo del libro es el último. ¿Por qué dedicarle un capítulo a Manuel Azaña? Su condición intelectual no la pongo en duda yo; la pone él, con sus acciones. En mi opinión, Manuel Azaña estuvo muy lejos de ser la persona moderada, interpolada entre los sentimientos encontrados, que a su condición de reflexionador cabría otorgarle (y de la que él cree en sus diarios, o en su tan insulsa como lacrimógena Velada de Benicarló). Fue, primero que todo, un hombre ambicioso, al que no le importó forzar la máquina de la demagogia, en sus masivos discursos, dándole a la gente lo que quería oír, a pesar de que, si no era capaz de ver adónde le llevaba aquella retórica, es que, sobre no ser listo, además, va a resultar que era, más que tonto, gilipollas. La cerrada ceguera de las derechas implicándolo en un golpismo que le era ajeno, el del 34, ha tenido para Azaña la virtud de enlodar, hasta disimularla, la ira poco contenida con que recibió la derrota del 33, ira que demuestra que tenía lo que ningún político equilibrado debería tener (y todos poseen): un concepto patrimonial del Poder. Luego, a mediados del 36, acabaría sosteniendo reuniones masturbatorias con Giral, con Sánchez Albornoz, con Barrio, con todos esos tipos que todos juntos pesaban ya menos en España que un buen líder sindical de cualquier tajo de la construcción de Madrid, para provocarse mutuamente placer con la idea de instaurar una dictadura republicana que retrotrajese el orden. Si hubiesen hablado de pedirle ayuda a Los Cuatro Fantásticos no habrían sido menos realistas.

Azaña tiene bien poco derecho, creo yo, a tener sitial en un libro que se subtitula los intelectuales y la guerra civil. Ninguna de las dos cosas es cierta; ni es un intelectual, ni en la guerra civil; ni siquiera semanas, si no meses, antes, tocó pito. Con ambas afirmaciones, está todo dicho.

Lo mejor de los buenos libros es ese poso que te dejan al voltear la última página. A partir de ese momento, la lectura pasa a engrosar las vivencias pasadas, y lo que te deja es un sentimiento; las imágenes, dolores o risas que te convocará, a partir de ese día, pensar en ese tomo que leíste un día. La sensación indeleble de este libro, para mí, es agria. Yo diría que muy agria. En mi caso, por dos razones. La primera es la cantidad de sufrimiento, a menudo gratuito, que contienen sus páginas.

La segunda es la sensación, recocida página a página, de que las cosas, tal vez, no podían haber ocurrido de otra forma.