martes, junio 24, 2014

El hombre que sabía hacer bien las cosas (15)

Entre 1960 y 1963, aunque en ese momento no se supiese, Nikita Kruschev estuvo varias veces a punto de ser echado del poder en la URSS. Lo cual quiere decir que aquéllos que habían medrado a sus pechos y le eran teóricamente fieles, como Leónidas Breznev, estaban también en el punto de mira.

La URSS, uno de los sistemas políticos más autoencarcelados que han existido en la contemporaneidad, se «comunicaba» con el mundo a través de los gestos. Por ejemplo: cuando un dirigente soviético caía en desgracia, mucho antes de ser cesado de su o sus puestos, veía cómo su retrato era desplazado en las paredes del Mausoleo de Lenin, o de alguna otra parte donde se exhibiesen retratos de la gente poderosa. De hecho, los periodistas occidentales invertían, en los años sesenta y setenta, la mayor parte de su tiempo analizando estas gilipolleces, que no lo eran en lo absoluto.

Uno de los signos de poder de los políticos soviéticos (como, por otra parte, de los franquistas, y yo diría que incluso, parcialmente, de los actuales) eran los séquitos que eran capaces de mover para despedirlos y recibirlos cuando se iban de viaje. A Daniel Ortega, máximo responsable del gobierno nicaragüense varias veces, lo fotografiaron a su llegada a Madrid, la primera vez que gobernó, en un autobús de Iberia de ésos que llevan al pasaje desde el avión al terminal; la foto lo decía todo sobre la importancia que el gobierno español dio a aquella visita.

Por eso, cuando en diciembre de 1962 el jefe del Estado de la URSS, Leónidas Illich Breznev, hizo un viaje a Checoslovaquia, y tanto en la salida con la llegada fueron a acompañarle al aeropuerto cuatro o cinco despistados, ninguno de ellos miembro del Presidium, para todo el mundo quedó claro que el ya viejo zorro de la política soviética estaba a punto de caer, probablemente en compañía de su jefe (o más bien al revés).

Parece ser, aunque no está del todo claro, que Kruschev incluso perdió una votación en el Presidum, a mediados de febrero de 1963. No lo sabemos con certitud, aunque lo que sí sabemos es que el ucraniano giró su política tras aquella reunión, sobre todo acercándose a China. Asimismo, le dio una vuelta total a la tortilla de la desestalinización cultural; lo cual, probablemente, no le costó gran cosa pues era, al fin y al cabo, lo que le pedía el body.

El equipo colorao que estaba empujando para echar a Kruschev del nido estaba formado por el ticket Suslov-Kozlov. A mediamos de marzo, había quien pensaba que estos dos habían ganado, pues Kruschev desapareció de la vida pública, oficialmente descansando en su casa de Gagra. Pero hete aquí que ocurrió una de esas casualidades tan bien puestas que mucha gente se resiste a creer que lo sean: unas pocas semanas después, Frol Kozlov desaparecía para siempre de la política soviética.

El 10 de abril, durante un congreso de artistas al que también asistió Breznev, Kozlov fue visto en público por última vez. En el crepúsculo de aquel día, según diversas informaciones, habría hablado con Kruschev, que lo llamó desde Gagra. Se dijeron de puta para arriba y discutieron acaloradamente. Kozlov, que ya tenía un historial coronario como para no pasar de las coles de Bruselas en las comidas, tuvo un ictus cerebral. O no.

Como digo, el colapso de Kozlov fue tan importante para Breznev y Kruschev que cuesta creer que fuese algo dictado por la naturaleza. El 1 de mayo, obviamente, no estuvo presente en el desfile del Día del Trabajo, aunque la URSS trató de ocultarle al mundo el problema anunciando su nombramiento para el secretariado del Partido. Tres días después, Pravda publicó, por primera vez, que estaba enfermo.

En junio, era evidente que Kozlov era un inválido. Aunque permaneció en el Presidium y el secretariado, porque a la URSS nunca le importó que sus jerifaltes fuesen vegetales con un ligero movimiento browniano en alguna parte de su cuerpo. Murió en febrero de 1965, sin haber vuelto a la primera línea política.

El 21 de junio, ¿casualidad?, Breznev fue reelegido sin problemas para el secretariado del Comité Central y, lo que es más importante, se convirtió en el heredero in pectore de Kruschev. La fuerza de su influencia se puede apreciar en el dato de que el jefe del partido en Ucrania, Nicolai Podgorny, fue también promovido al secretariado.

En realidad, fue Kruschev quien defendió este último nombramiento, tratando con ello de tener dos manos derechas en el secretariado que, de alguna manera, se anulasen la una a la otra. Pero, aunque Podgorny heredó a todos los aparachintnik fieles a Kozlov, que ahora necesitaban otro padrino para mantener sus momios, más la gente que se trajo de Ucrania, nunca consiguió igualar en poder a Breznev, sobre todo por causa del enorme predicamento que tenía éste en el estamento militar. El 15 de julio de 1964, probablemente sin mucha pasión, Kruschev tuvo que reconocer los hechos y propuso que Leónidas Breznev fuese liberado de las inexistentes obligaciones que tenía como jefe del Estado, para poder concentrarse en su labor en el Secretariado. Fue sustituido en su insulso puesto por Anastas Mikoyan.

Era la primera vez, en la Historia de la URSS, que un condenado al ostracismo regresaba ileso de Mordor. Un reto sólo apto para gentes que lo saben hacer todo bien.

Kruschev, por aquel entonces, le contaba a los periodistas occidentales que maquinaba la posibilidad de retirarse en su setenta cumpleaños, el 17 de abril de 1964. Lo cual, evidentemente, era una puta mentira. De hecho, la onomástica se desplegó con un nivel de culto a la personalidad que hizo a muchos recordar la septuagésima onomástica del propio Stalin, en 1949.

¿Qué hizo caer a Kruschev? La posibilidad más plausible, en mi opinión, es el miedo generado entre los jerifaltes soviéticos por la intención del ucraniano de celebrar en diciembre de aquel año una conferencia de partidos comunistas mundiales, que se convocaba con la transparentérrima intención de aislar a los chinos, esto es enfrentar a la URSS con Pekín hasta límites totalmente desconocidos, y temerarios cuando hablamos de un personaje como Mao Zedong, que estaba deseando tener motivos para lanzarle una bomba atómica a alguien. También podría ser su acercamiento a la Alemania Federal, cuya beethoveniana capital, Bonn, tenía pensado visitar. No me parece una teoría tan sólida como la primera. La primera, además, tiene la gran ventaja de explicar que buena parte de la conspiración contra el secretario general del Partido tuviera que contar con elementos militares; lo cual, de rebote, explicaría por qué Breznev fue (aunque por omisión) de la partida y, consecuentemente, no cayó con su mentor, sino que lo sustituyó (por no decir que lo traicionó, que es lo que de hecho hizo).

Es posible que la gota, por así decirlo, formal que desbordase el vaso fuese el asunto del lanzamiento de Voskhod. Uno de los temas en los que Kruschev competía olímpicamente con los EEUU era el espacio. Los americanos tenían el proyecto de enviar una nave tripulada Gemini con dos astronautas, y el ucraniano decidió ganarles. Por eso ordenó la preparación, a pelo puta, de un lanzamiento en Voskhod de una nave con tres astronautas. Los técnicos no tenían tiempo para nada si querían cumplir el plazo del 7 de noviembre marcado por el Jefe. Así que cogieron la cápsula Vostok, en la que había viajado Gagarin y que estaba diseñada para una persona, y le empezaron a quitar cosas para que cupiesen tres. Literalmente. Tres astronautas modelo Tyrion Lannister fueron colocados en gayumbos en la cápsula, y enviados al espacio sin lugar ni para tirarse un cuesco. Si sobrevivieron es porque Dios es piadoso y piadable.

Hay, de todas formas, una razón más seria para todo lo que pasó. Una razón que recuerda, además, a la caída de Stalin. Kruschev quería convocar un Pleno del Comité Central en noviembre de aquel año, para tratar temas agrícolas; pero pronto se filtró que el secretario general pretendía hacer nombramientos y ceses, para cambiar la relación de poderes en el Presidium y en el secretariado.

Exacto: Kruschev había decidido purgar a sus enemigos.

Mikhail Suslov ya no pudo más, y movió sus hilos. Kruschev los suyos. Y, moviéndolos, notaba que perdía pie. Entre otras cosas, aunque no podemos asegurarlo, debió de notar que su acólito Breznev no acudía presto a ayudarlo, sino que se quedaba mirando, au dessus de la melée, mientras otros hacían el trabajo sucio.

A las 9 de la mañana del 13 de octubre de 1964, en la ahora famosa villa de Sochi, donde tenía una casa de vacaciones, estaba Nikita Kruschev. A esa hora tenía agendada una audiencia con Gastón Palewski, el ministro francés de Ciencia. Media hora después de haber empezado la conversación, Kruschev se levantó y, excusándose, le dijo al ministro que tenía que hacer un viaje.

A ninguna parte.

Tres días después, los periódicos soviéticos dejaron de escribir su nombre. Y su retrato, que había sido colgado de las calles de Moscú para celebrar la gesta de los tres cosmonautas en calzoncillos, fue descolgado. Para siempre.


Había sonado la hora de Leónidas.

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