lunes, octubre 13, 2014

Sir John, 1: La incompetencia, las envidias y una enamorada fabrican un comandante en jefe



La Ciudad Vieja de La Coruña es uno de los lugares más pacíficos que existen. En la Ciudad Vieja hay un pequeño parque, y en el centro de ese pequeño parque, una tumba vacía. La tumba en la que una vez, ya no, estuvo el cuerpo del hombre a quien cabe el honor de ser el no coruñés históricamente más amado por los coruñeses. Bueno, hoy en día es posible que muchos coruñeses le otorguen ese entorchado a Bebeto, o a Juan Carlos Valerón; pero digamos que, durante mucho tiempo, ha sido sir John Moore quien ha merecido ese privilegio.

Los coruñeses, siempre proclives a desenfundar esa condición cosmopolita que, cuando menos ellos así lo piensan, los matiza, más que los diferencia, respecto del resto de los gallegos, han guardado como oro en paño esta figura, la figura de un general inglés a quien el destino había llamado para alcanzar la gloria venciendo a Napoleón, pero que hubo de morir en La Coruña. En una pared del parque donde lo enterraron, las autoridades, hemos de suponer que municipales coruñesas, grabaron unas elogiosas palabras, cuidadosamente seleccionadas, escritas por Moore sobre los gallegos; sellando con ello un pacto de fama, una mutua fidelidad, que se mantiene a su manera (manera ignorante, quiero decir; porque toda vida moderna desdibuja los mitos antiguos).

Me gustaría contaros, a lo largo de algunos capítulos, la historia de la presencia de Moore en España, de su triste fin, de su legado. Debéis sentaros cómodamente y tener una paciencia de días, porque la jornada es larga. Moore no bajó del cielo en La Coruña para morir como un Jesucristo moderno. En realidad, recorrió media península para llegar al puerto gallego, en unas condiciones que se adivinan, digamos, comprometidas. Si nos limitásemos a contar su batalla final y su muerte, no le haríamos justicia. Y perderíamos matices. Como éste que os quiero contar en este primer post, dedicado al porqué, a la razón última de que sir John Moore acabase en España. Que no es otra que las envidias, la rigidez y, al fin y a la postre, la incompetencia. Sin olvidar el papel jugado por una mujer.

Hemos de situarnos en 1807, ya en plena pelea europea entre Napoleón y los demás. El general francés quiere echar a los ingleses del continente, pero sólo puede hacerlo dominando los territorios del mismo, porque Londres atesora su conocida hegemonía en el mar. Es gracias a este poderío marino que los ingleses, en dicho año, realizan un desembarco en Vedboek que pone al imperial general francés de los nervios. El 7 de septiembre de aquel año, tras tres días de intenso bombardeo, los ingleses rinden Copenhage. Una acción que supuso evitar que la flota danesa cayese bajo el control napoleónico.

Aquella chulería inglesa pone a Napoleón de los nervios y lo lleva a buscar la total desaparición de los habitantes de la Pérfida Albión del continente. Los ciudadanos de dicho país son arrestados y las presiones se incrementan sobre los países que mantienen embajadas inglesas, para que las cierren. Especialmente virulenta es la presión de Napoleón sobre Portugal, tradicional buen aliado de Inglaterra; en escena famosa, un día le echa una bronca de cojones a un diplomático portugués, en el marco de la cual le dice, chulesco, que si Portugal se obstina en mantener relaciones con Inglaterra, hará que los Braganza dejen de reinar en el país en dos meses (amenaza que, por cierto, cumplió con precisión de relojero).

Como quiera que los portugueses se colocan de canto, Francia retira su embajador del Lisboa, y concentra en Bayona un ejército de 30.000 hombres con el que el general Jean-Andoche Junot espera poner las cosas en su sitio. Para llegar a Portugal, los franceses han de cruzar España; pero es algo que hacen sin problemas, puesto que el gobernante efectivo del país, Manuel de Godoy, está que no orina con las promesas del francés, y les pone todas las facilidades. En consecuencia, el 30 de noviembre de aquel año de 1807, las tropas británicas llegan a una Lisboa ya sin rey, pues, un día antes, Joao ha zarpado, ayudado por los ingleses, camino de Río de Janeiro.

Napoleón, no obstante, necesitaba plantarle cara a la poderosa armada inglesa en el Mediterráneo. Para ello, ha de labrar el proyecto de dominar España. Con la inestimable ayuda de Godoy, de palabra, obra u omisión, el rey Carlos IV es inducido a arrestar a su propio hijo, el futuro Fernando VII, por traición; traición, por otra parte, más que probable, puesto que Fernando se dedicaba a conspirar contra Godoy desde que había sido nombrado Alteza Serenísima, lo cual quiere decir que comenzaba a empedrar el camino para poder ser, algún día, rey.

El arresto provoca una fuerte reacción popular en España, pues entre los españoles Carlos IV, íntimamente ligado a la figura de Godoy, no es demasiado querido; y todas las esperanzas están puestas en su hijo, lo cual no deja de ser una trágica cosa, como por el tiempo (más allá del perímetro de estas notas) se acabará por descubrir. El resultado de la movida es la abdicación de Carlos IV y su envío a un confinamiento de oro en Bayona, en compañía de su mujer y del eterno Godoy. El siguiente paso de los franceses, bien planificado, es comerle la oreja al heredero, que, como ellos saben bien puesto que inventaron la marca, es un Borbón de ésos de la pata Borbón «me da igual ocho que ochenta y mientras yo tenga un Jaguar los españoles que vayan en patinete que a mí me importa tres cojones»; y, consecuentemente, le acaban cambiando la corona de España a cambio de una pensión jugosa y una vida muelle en Francia. En el último punto de la estrategia gabacha, una serie de grandes de España convenientemente seleccionados le ofrecen la corona vacante a José Bonaparte, Pepe Plazuelas.

Por el acuerdo secreto firmado en Fontainebleau el 27 de octubre de 1807, los borbones le habían entregado ya de facto el control militar del país a Napoleón, con alianza incluida en el caso de que Francia fuese agredida por Portugal (o sea, Inglaterra). Ésta fue la razón por la cual el francés entró en España como Pierre chez soi. En puridad, hay una sola cosa que le falló en sus cálculos: es evidente que no contaba con la terquedad de los españoles, que el 2 de mayo de 1808 la lían parda en Madrid y, en las semanas siguientes, en todo el resto de España.

Fue durante aquellas calientes semanas de mayo de 1808 cuando la Junta de resistencia creada en Sevilla se dirigió a los ingleses de Gibraltar para solicitarles armas y dinero para darse de capones con el francés. El gobernador de la plaza, general sir Hew Whitefoord Dalrymple, primer baronet de High Mark, envía a Londres la petición. Algunos días después, representantes de la Junta de Asturias se presentan en Inglaterra y son recibidos por el gobierno inglés con el mismo motivo.

El apoyo inglés a los españoles es bien visto por los estrategas de su ejército. El teniente general sir Arthur Wellesley, a quien conocemos mejor como duque de Wellington, en ese momento se cree el más firme candidato para mandar la expedición española, sobre todo después de que le gane la partida a Junot en la batalla de Vimeiro. El futuro Wellington defiende un ataque en España y Portugal ante Robert Steward, segundo marqués de Londonderry y vizconde de Castlereagh, normalmente conocido como lord Castlereagh, entonces responsable del War Office o Ministerio de Defensa, por entender que un ataque en España supondría para Napoleón, como poco, retrasar un año sus operaciones previstas en Europa; dando con ello tiempo a sus enemigos para fabricar alianzas y ejércitos opuestos. Wellesley cuenta con 9.000 hombres en Cork, a los que lógicamente se pueden sumar los 5.000 que petan las calles de Gibraltar. El mayor general William Carr Beresford tiene otros 3.000 hombres en la isla de Madeira (donde, dice el chiste gallego, nació Pinocho, y es por eso que es de madeira), que ha conseguido ocupar en diciembre de 1807. Finalmente, sir John Moore tiene 10.000 hombres más en las costas de Suecia, donde se resiste a secundar los planes, un tanto tontilocos, del rey sueco de plantar cara al ejército francés y aliados en Pomerania y Finlandia. En total, los ingleses tenían una capacidad aproximada de juntar unos 27.000 hombres; uno por cada cuatro franceses emplazados en territorio español.

En junio, las ilusiones de Londres se intensifican cuando la revolución española llega a Portugal, donde también empiezan a darle por saco al francés. A finales de mes, se decide que Wellesley parta hacia allí con las tropas de Cork, para dirigir un ataque en Portugal usando también las tropas que ya están en el país.

En agosto, Wellesley desembarca en la bahía de Mondego. Pero lo que le pasa al llegar no le gusta nada. Allí le hacen llegar una serie de cartas desde Londres que le hablan de dificultades inesperadas.

En efecto, Wellesley, a los ojos de la vieja moral castrense inglesa, presentaba un problema: ni siquiera tenía todavía cuarenta años. Al rey, y sobre todo a su hijo el duque de York, comandante en jefe de los ejércitos ingleses, les parecía una burrada que un tipo tan joven desplazase a militares con más años en el mando de la operación; muy específicamente Dalrymple que, hemos de recordarlo, ya estaba en la península. De hecho, incluso Castlereagh entiende y de alguna manera apoya los escrúpulos de los regios hombres, con lo cual la posición de Wellesley es poco menos que insostenible. Rápidamente, pues, se nombra al gobernador de Gibraltar como comandante de la expedición; el desplazamiento de Wellesley es incluso superior, pues, como segundo en el mando, es designado otro militar provecto, sir Harry Burrard, primer baronet de Lymington, un veterano nada menos que de la guerra de la independencia norteamericana.

Castlereagh quiere otro peso pesado en la expedición; y piensa, inmediatamente, en Moore, quien ha regresado con su ejército de Inglaterra después de la torpe aventura sueca. Aunque temen que Moore, que no tenía nada de diplomático y siempre soltaba por la boca lo que pensaba, se niegue a estar bajo el mando de dos cacatúas apolilladas, finalmente, cuando se lo dicen, no es así. El bravo general se coge un cabreo del cuarenta y dos, pero se lo traga.

Wellesley, consciente de que hay tres generales, tres, de camino para darle órdenes, se lanza a una serie de acciones apresuradas con el objeto de ganar cacho antes de que eso pase; acciones en las que lo que consigue, básicamente, es perder hombres. El 20 de agosto, en el estuario del río Maceira, llega sir Harry Burrard, quien deja bien clara su forma de hacer las cosas desde el principio: se niega a desembarcar a tierra y pasar revista a las tropas porque tiene cartas que escribir; y, cuando quiera que Wellesley se le presente para decirle que deberían atacar, contesta que no piensa hacer nada hasta que no llegue Moore con los 12.000 efectivos a su cargo.

Al día siguiente, la inquietud de Wellesley se demuestra auténtica, pues los franceses avanzan contra las tropas inglesas. Wellesley obtiene, como ya hemos dicho (Vimeiro) una victoria sin paliativos y arenga a su jefe para que la aproveche, llegando a Lisboa, le dice, en tres días. Pero Burrard es de otra opinión, y ordena abandonar la persecución de las unidades francesas desarboladas y esperar, como había dicho desde el principio. Para mayor desesperación de Wellesley, cuando Darlymple llega a las posiciones que ocupan, no hace sino avalar las órdenes de su segundo. En sus cartas, un enfurecido Wellesley se refiere al gobernador de Gibraltar con el mote Dowager (algo así como condesa viuda); y a Burrard simplemente lo llama Betty.

Estas envidias serán letales para los ingleses. Cuando el 22 de agosto los franceses se presenten para tratar de negociar algún acuerdo, los mandos se embarcan en una larga negociación de seis horas en la que Wellesley, como un niño cabreado, apenas abre la boca, a pesar del desarrollo que pronto toman las conversaciones. Lo podemos imaginar, en una esquina de la larga mesa, repantingado en su silla, viendo como todo aquello ocurre como si no tuviera nada con él, y deseando, secretamente, que sus jefes la caguen. Que la cagaron.

Ciertamente, los ingleses obtuvieron la salida de los franceses de Portugal. Pero en barcos ingleses (lo cual es como de coña), y respetándoseles todo lo que habían adquirido en Portugal. Como no podía ser de otra manera, en cuanto en Londres se supo lo que habían firmado las dos cacatúas, se montó la mundial. Los periódicos ingleses publicaron los términos de la Convención de Sintra, como se la conoce, rodeados del marco negro de las esquelas.

La presión de la opinión pública obligó al gobierno inglés a iniciar algo que hoy podríamos denominar una comisión de investigación, que forzó el regreso a Londres de los firmantes de aquel acuerdo. Dalrymple, Burrard, y también, para su desgracia, Wellesley (claro, al ser anglicano y no católico, no podía saber que también se peca de omisión) tuvieron que regresar a Londres.

Y, claro, el único general designado que permaneció en Portugal fue aquél que no había tenido nada que ver con aquella marcianada: el escocés sir John Moore.

Moore tenía en Londres una aliada muy fuerte: lady Hester Stanhope, sobrina de William Pitt, uno de los grandes hombres de gobierno de la época; una mujer de vida realmente interesante, que termina en Siria, adonde viajó y se aclimató hasta terminar sus días como una eremita.

Se dice que Hester, allá por 1808, estaba tan loca por Moore que ni siquiera permitía que se lo criticase delante de ella; a un general provecto que osó hacerlo lo apeló, enrabietada, de «viejo canguro paralítico»; Moore, por su parte, la visitaba siempre que podía, no sabría decir si con ausencia o presencia de frotamientos. En el momento en el que se celebraba la sesión de investigación de la convención de Sintra en el gran salón del Hospital de Chelsea, Hester jugó sus cartas (y nunca mejor dicho, porque todo lo hizo con misivas escritas), comiéndole la oreja a todo Dios en el gobierno con el argumento, bastante cierto por otra parte, de que los acontecimientos habían hecho lógico y casi inevitable el nombramiento de Moore como general en jefe en la península ibérica. El rey la apoyó pero, dentro del gobierno, lord Castlereagh no se definía, y George Canning, el poderoso secretario del Foreign Office, estaba en contra. Hester, que había pelado la pava con Canning en el pasado, contestó no volviéndole a invitar a su casa.

Finalmente, la señorita Stanhope se llevó el gato al agua, y el 25 de septiembre de 1808, le era comunicada a Moore su designación.




Y así fue, con esa combinación de rigorismo tradicionalista, prudencia excesiva, espíritu vengativo, ineficiencia y, finalmente, simple y puro encoñamiento, como sir John Moore fue colocado en la virtual lanzadera que lo propulsó hacia su triste, a la par de heroico, destino.

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