martes, octubre 04, 2016

Trento (5)

Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia.

Al contrario de lo que pueda parecer en un principio, la Reforma luterana, cuando se produjo, tuvo un importante impacto en la península italiana. Los cristianos de la península, que eran casi todos, se mostraron desde el principio muy interesados por la doctrina de la justificación absoluta por la muerte de Jesús y la fe, lo cual no es de extrañar puesto que a quien creía en ella lo liberaba de la presión y la disciplina de los sacerdotes, que en Italia, como en España, era muy estrecha.

Probablemente el primer, y más importante, foco de protestantismo italiano fue Venecia. La República era un centro comercial de orden mundial, y en un sitio así no podían faltar los mercaderes y corresponsales procedentes de los países reformados. Así las cosas, el Foudaco dei Tedeschi, esto es el lugar donde se reunían los comerciantes alemanes para hablar de sus cositas, la Cámara de Comercio Alemana en Venecia la llamaríamos hoy, se convirtió muy rápidamente en un centro reformador. En realidad, te equivocarás, lector, si piensas en un enfrentamiento de bandos con una zanja en medio, al estilo de la política española. Lo que había, y mucho, eran auténticas cohortes de gentes que se colocaban in between; teólogos y pensadores que, sin abandonar la Iglesia católica, ponderaban muy positivamente diversos elementos de la creencia luterana; la posición binaria de o eres protestante o eres católico es posterior, incluso posterior a Trento. Así, pensadores locales muy reputados como Ludovico Priuli o Gaspar Contarini, ambos impulsores de tertulias donde se reunían muchos humanistas, permanecían en el seno de la creencia católica, pero otorgándole gran importancia a la idea protestante de que el sacrificio de Jesús, por sí mismo, es suficiente para lavar los pecados de quienes creían en él.

A todo ello, ya lo hemos dicho en párrafos anteriores, debe unirse la opinión generalizada contra el escándalo de la Iglesia, sus lujos y sus movidas. Ya en 1520 se encuentran en Italia predicadores, como Messer Antonio de Ferrara, que con gran éxito de crítica y público levantan su voz contra la curia y sus muchos escándalos.

La cosa empezó en Venecia, pero no se quedó ahí. En realidad, dentro de Italia había un tráfico muy intenso de alemanes, bien estudiantes, bien soldados, que se llegaban a todas las grandes ciudades de la península; además, las clases cultivadas italianas tenían dinero y leían no poco, lo cual también animaba el tráfico de obras de variado pelaje. En Turín y Pavía, un piamontés, Celio Curione, comenzó a predicar directamente las ideas de Lutero y de Zwinglio.

Hay que decir las cosas claras: al contrario de lo que pasó en Alemania, en Italia la Iglesia católica tenía a la casta noble de su parte. A las casas nobles italianas, muchas de las cuales aportaron papas en aquella época, no les interesaba nada una derrota de la Curia. Para los Orsini, los Ferrara, los Gonzaga, para el gotha peninsular en general, la verdad es que la simonía rampante en Roma le venía de cojones. Ellos, como buenas castas nobles, necesitaban de reglas como el mayorazgo para garantizarse la pervivencia de su poder; pero al mismo tiempo necesitaban tener familias muy amplias para así poder garantizar dicha pervivencia del poder, en un mundo en el que la muerte, desde la puerperal hasta la infantil o juvenil, estaba al cabo de la calle, y de los castillos. Esta situación generaba un stock preocupante de hijos menores y bastardos, el banquillo de la nobleza, a los que había que buscar algún destino. Estaba, desde luego, la espada. Pero, con un Papado que vendía obispados y capelos cardenalicios como quien comercializa franquicias de tintorería, obispados que, no se olvide, llevaban anejas muchas veces jugosísimas rentas pues el titular de una diócesis venía a ser como un señor feudal teócrata; en una situación así, digo, las casas nobles tenían una espita para reducir presión a base de nombrar cardenales a los miembros de su familia que no pillasen cacho. 

La oposición surgió de dos ámbitos bien distintos: el primero, los humanistas. La relativa dulzura y tolerancia de este nuevo pensamiento, que como su propio nombre indica se posiciona más humanamente frente al hombre, lo acercaba a las teorías reformadoras que descargaban de la conciencia del creyente buena parte de las responsabilidades de su salvación. El segundo ámbito que se acercaba a las ideas protestantes, y por razones muy parecidas, eran las órdenes mendicantes.

Un conspicuo representante de la tendencia humanista es el español Juan de Valdés. Valdés era un pijo residente en Nápoles. Lugarteniente de Carlos V, le había acompañado en sus correrías por Alemania, donde había entrado en contacto con Erasmo y diferentes gentes protestantes. Además, se había posicionado claramente a favor de la política del emperador contra la Curia.

En 1532, a la muerte de Alfonso Valdés, su hermano, Juan se retira a Nápoles. Juan tenía escasas tendencias de predicador, además de una salud no muy fuerte; pero encontró todo eso en el florentino Pedro Mártir Vermigli, prior de los agustinos napolitanos. En el barrio de Chiaja, alrededor del pensador y del predicador, se forma un grupo de eruditos cada vez más partidario de la reforma luterana. En ese grupo se encuentran figuras como el chambelán el emperador Galeazzo Caracciolo, o la poetisa Victoria Colonna, marquesa de Pescara y confidente de Miguel Ángel; la duquesa de Trajetti, Julia Gonzaga, consideraba en su época el mayor pibón de Italia. Todas estas personas se sentían atraídas por el principio reformador, filtrado por el humanismo, de que todo hombre puede salvar su alma reconociendo a Jesús y creyendo en él. Rechazaban, entre otras cosas, la mortificación de los cuerpos.

Las doctrinas de Valdés ganaron momento cuando Piero Carnesecchi, protonotario apostólico y ex secretario del Papa Clemente VII, se les unió. Asimismo, Valdés tenía entre sus amigos íntimos al arzobispo de Otranto.

Desde el bando católico se ha llegado a decir que Valdés mató más almas que cuerpos se cargaron los lansquenetes de Carlos. Lo cierto es que los seguidores de Valdés eran pronto cerca de 3.000 en la muy católica Nápoles. En el convento de los benedictinos de Montecassino, el monje Bautista Folengi abraza la Reforma. Aparecen militantes en otros lugares, como Siena. Allí, el humanista Aonio Paleario de Veroli predica la doctrina de la justificación. Paleario fue llevado ante la Justicia; si bien lo liberaron, le obligaron a abandonar Siena. Es llamado a Lucca y a Milán para trabajar de profesor, y deja su impronta. Ésta fue especialmente importante en Lucca, donde dejó una comunidad protestante muy nutrida. Allí Pedro Mártir, que había dejado Nápoles, fundó un instituto, teóricamente destinado a los novicios de su orden, pero que en realidad era una escuela protestante. En 1540 se llegó a abolir en Lucca la observación de las fiestas de los santos.

Para entonces, el principal elemento de las ideas reformadoras (Valdés murió pronto, en 1541) era el sienés Bernardino Ochino. Los predicadores más místicos, procedentes de las órdenes mendicantes, “contaminaron” primero a los franciscanos y luego incluso a los capuchinos, que estaban poco menos que recién fundados.

En estas circunstancias, surgió para los defensores de la Reforma en Italia la defensa de algunos versos sueltos de la nobleza. El principal de ellos fue, sin duda, la duquesa Renata de Ferrara. Renata era francesa, hija del rey Luis XII, y tenía una sólida formación cultural. Su prima, la reina Margarita de Navarra, la había iniciado en el virus protestante. Se casó con un príncipe bastante Homer Simpson, Hércules II dell'Este. Este Hércules era un tipo bastante indolente, como decimos, de ésos que mientras tengan una birra en la nevera y la televisión por cable, todo lo demás les transpira el pene. Por ello, Renata tuvo libertad para crear en su Corte un foco de reunión para humanistas, poetas y reformadores. Su actitud ganó a los ferrarenses para las ideas luteranas. La extensión siguió por sus estados completos, arraigando, sobre todo, en Módena, donde incluso su obispo, Doble G Morone (se llamaba Giovanni Girolamo), los favorecía. Renata se carteaba con el propio Calvino, a quien tuvo varios meses viviendo en su castillo cuando fue expulsado de Francia.

Comunidades protestantes aparecen en Florencia (donde Antonio Brucioli, el traductor de la Biblia al toscano, habla y no para de los defectos de la Iglesia), en Bolonia y, finalmente, hasta en la propia Roma. En 1530, el Papa Clemente VII reconoce que la herejía luterana ya no sólo prende entre los laicos, sino también entre los religiosos. En puridad, la Iglesia trata de reaccionar y, por ejemplo, prohíbe la venta simoníaca de beneficios eclesiásticos, que se practica en modo industrial por la Dataria. También decreta la abolición de la venta de indulgencias; pero, la verdad, Dios propone y el hombre dispone, porque las diferentes jerarquías eclesiásticas, por decirlo de una forma elegante, no le hicieron ni puto caso.

El Papa Pablo III intentó, algunos años después, enfrentar el problema por la vía de promover a los mejores de entre sus creyentes para la jerarquía (algo que se supone se estaba haciendo desde el principio...). En 1536, nombra cardenal a Gaspar Contarini y, siguiendo consejos de éste, integra en el Sacro Colegio al modenés Jacobo Sadolet. Son ambos figuras de personas que han permanecido en la fe católica aunque sin regatear un acercamiento a las doctrinas protestantes. Otro promocionado es el inglés Reginald Pole, que había abandonado Inglaterra para no participar en el cisma anglicano, pero sin embargo había abrazado la doctrina de la justificación. Y también promociona al obispo de Verona, Gian Matteo Giberti, otro hombre cercano al protestantismo; a Federico Fregose, arzobispo de Salerno; y a otras figuras de parecido perfil. Todos ellos, ex miembros del Oratorio del Amor Divino, son partidarios de la reforma de la Iglesia. Probablemente, este gesto de Pablo III, a la larga, salvó a la Iglesia católica de la implosión.

El Papa se toma las cosas en serio. Ordena a los obispos que se no se vean mezclados en escándalos públicos. Asimismo, el Sacro Colegio comienza a reunirse con menor periodicidad. Finalmente, en 1537, el Papa crea una comisión de cuatro cardenales y cinco prelados, destinada a elaborar un plan general de eliminación de los abusos en el seno de la Iglesia.

Estos comisionados se tomaron su trabajo en serio, y presentaron un documento muy completo con una serie de propuestas de reforma eclesial. Eso sí, como quisieron decir la verdad, comenzaron por admitir que el origen de todos los problemas era el abuso de poder ejercitado por los propios papas y su política continuada de selección de los altos rangos de la Iglesia, no entre aquéllos que habrían de ser buenos para la cristiandad, sino por puro interés crematístico o placentero. En consecuencia, demandaban la estricta gratuidad todas las gracias espirituales que fuesen concedidas por el Santo Padre.


En cuando Pablo leyó aquellas resmas en latín, supo que iban a ser, desde ese mismo momento, papel mojado. Como no era tonto, de todas formas siguió abriendo con cuidado la espita. Autorizó a Contarini a publicar unas epístolas en las que defendía sus ideas y propugnaba el uso de la razón humana al dirimir las cuestiones religiosas. También nombra nuevas comisiones para pequeñas reformas. En 1538, otorga el capelo cardenalicio a dos erutitos: Pedro Bembo y Jerónimo Aleandro, éste último un joven de 24 años con gran fama de erudito, y personalmente partidario de convocar un concilio. Pero muchos de estos nombrados acabarán ellos mismos acusados de disiparse respecto de la doctrina católica, porque la verdad es que, como veremos, estos pasos en la dirección reformadora van a servir para más bien poco.

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