miércoles, julio 12, 2017

Trento (24)

Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor, Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición dejase Italia hecha unos zorros.

A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.

En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito, sacar el concilio de Trento. El enfrentamiento fue de mal en peor hasta que, durante la discusión sobre la residencia de los obispos, se montó la mundial; el posterior empeño papal en trasladar el concilio colocó a la Iglesia al borde de un cisma. El emperador, sin embargo, supo hacer valer la fuerza de sus victorias. A partir de entonces, el Papa Pablo ya fue de cada caída hasta que la cascó, para ser sustituido por su fiel legado en Trento. El nuevo pontífice quiso mostrarse conciliador con el emperador y volvió a convocar el concilio, aunque no en muy buenas condiciones. La cosa no fue mal hasta que el legado papal comenzó a hacérselas de maniobrero. En esas circunstancias, el concilio no podía hacer otra cosa más que descarrilar. Tras el aplazamiento, los reyes católicos comenzaron a acojonarse con el avance del protestantismo; así las cosas, el nuevo Papa, Pío IV, llegó con la condición de renovar el concilio.


Sea por lo que sea, Pío IV tomó posesión del cargo de consejero-delegado de media Cristiandad, y lo hizo expresando una clara voluntad de convocar el concilio general que todo Dios, o cuando menos los hombres que dicen tener su email, le estaba pidiendo. Eso sí, para dejar claras algunas cosas desde el inicio, al igual que su antecesor Del Monte Pío afirmó que quería volver a convocar el concilio, pero declaró válidas las decisiones de Trento, es decir, descartó de inicio cualquier tipo de disrupción con lo ya construido, a pesar de que lo hubiese sido en flagrante ausencia del elenco protestante. Asimismo, y para no malquistar a los protestantes ni al bando imperial, eligió de nuevo la villa de Trento para el embroque.


Pío, sin embargo, no tardó en encontrarse con el problema esencial que ya habían vivido sus antecesores en el vicariado: inmediatamente después de convocar el concilio, se hizo evidente que las expectativas que del mismo tenía cada bando eran muy diferentes. Tanto Fernando, el sucesor de Carlos al frente del Imperio, como el rey de Francia pusieron condiciones un tanto jodidas. Ambos, por ejemplo, exigían del Papa que le dejase al concilio una libertad absoluta de deliberación y decisión; una reivindicación detrás de la cual que no se crea el lector que estaba sólo la voluntad de reformar a fondo la Iglesia; estaba también la voluntad política de conseguir que la doctrina sancionase la construcción de iglesias nacionales fuertes, independientes y manipulables desde su poder político. Las partes solicitaron de Pío, además, la convocatoria de la asamblea en una villa imperial alemana y no italiana. Las propuestas con más apoyo eran Ratisbona, Colonia, Constanza o incluso Besançon; todas ellas, se argumentaba, más cómodas para el desplazamientos de muchos de los prelados llamados a formar parte de la asamblea. En cualquiera de estas sedes se daba por segura la participación de los obispos católicos alemanes, e incluso de representantes protestantes.

A causa de esas presiones y de otras muchas cosas, el cardenal de Medicis, que había sido un hombre de natural dialogante y abierto, se convirtió en un Papa bastante diferente. Cada día de su pontificado le pesó más la enorme losa de la tradición milenaria de su cargo, ocupado tradicionalmente por personas mucho más cachoburras que él en materia religiosa. Pío había estudiado a fondo y era un canonista bastante más que aceptable, pero como teólogo estaba en la Segunda B y sin opciones de ascenso; así pues, cuando la discusión alcanzaba esas alturas, era esclavo de los más eruditos de sus cardenales, la mayoría renuentes a aceptar los postulados reformados siquiera un poquito.

Si algunos historiadores consideran que Pío, personalmente, repugnaba las prácticas inquisitoriales, lo cierto es que no las frenó en lo absoluto; tan sólo las dejó en manos del hijo de su hermana, Carlos Borromeo; un tipo que el solo gesto de que la Iglesia lo considere santo ya retrata de por sí a la dicha Iglesia, la verdad. En la materia que más nos interesa, que es el concilio, Pío se resistió todo lo que pudo a las exigencias del emperador y del rey francés. Se negó a convocar un concilio libre, como se negó a convocar un nuevo concilio, como le pedían los protestantes; una asamblea que se pudiera miccionar en las decisiones antes tomadas por Trento.

Así las cosas, al Papa comenzó a parecerle no tan buena idea la renovación del concilio. Empezó a contarle a la gente por aquí y por allá que estaba empezando a maquinar la idea de que, tal vez, la mejor forma de abordar la reforma de la Iglesia era creando workshops de cardenales; una vez más, pues, la vieja solución vaticana, que sigue aplicando a día de hoy, de intentar que los que resuelvan un problema sean los mismos que lo han creado. Los que tenían que ser reformados estudiando y decidiendo su reforma. Si se convocaba el concilio, habría de ser mediando la aceptación de sus condiciones por parte de todos los príncipes cristianos; algo que éstos veían como una intentona de darle una patada a seguir a la reforma de la Iglesia (y lo era). Y así estaban los temas, bloqueados, cuando algo pasó que puso la rueca a moverse de nuevo.

Catalina de Medicis, la reina madre francesa, estaba cada vez más preocupada con la división constante de la nación francesa entre católicos y hugonotes, y estaba convencida de que, religiosamente hablando, era posible reunir a ambas partes en una sola comunión. Yo me siento inclinado a deciros que, en ese momento, muy probablemente tenía razón: el objetivo era factible. Así pues, se decidió a trabajarse a su hijo, el joven Francisco II, así como al propio Consejo de Estado; entre todos ellos convencieron al rey para que convocase en Fontainebleau una especie de consejo de notables para discutir la situación religiosa de Francia. Una convocatoria que no engañó a nadie: estaba claro que era la antesala de un concilio de la Iglesia francesa la cual, por su puta cuenta, se avenía a buscar una convergencia entre católicos y protestantes. Una especie de Trento paralelo, regido por otras reglas y limitado a las fronteras gabachas.

Es posible que, sobre todo si sabéis más o menos cómo terminó en Francia el tema protestante, os dejéis llevar por la idea de que en Fontainebleau lo que hubo fueron hostias como panes entre católicos y protestantes. Pero, en esencia, no fue así. A quien le dejaron las orejas como las de Mr. Spock fue al Papa, puesto que el discurso que más se escuchó allí fue la queja constante sobre el estado putomiérdico de la Iglesia, la responsabilidad que en ello habían tenido y tenían los amigos de la Paloma Muda, y la posibilidad, casi necesidad, de resolver eso en Francia sin necesidad de pasar por Roma. Fontainebleau, por lo tanto, fue una especie de mezcla entre discusión política de altura en la que flota la idea de una Iglesia nacional francesa y sincera reflexión sobre las necesidades de reforma percibidas en el ecumene católico. La asamblea, finalmente, convocó los Estados Generales para el 10 de diciembre de 1560. Al Papa se le comunicarían las intenciones francesas y, si no se avenía a ellas, los obispos franceses se reunirían el 10 de enero de 1561 para preparar el concilio nacional. Francia, la verdad, ha cantado muchas veces eso de allez enfants de la Patrie antes de componerlo.

Fontainebleau fue recibida en Roma como la intención de los franceses de hacerle al Papa “un Enrique VIII”, esto es, de fundar una iglesia galicana y dejarlo tirado so to speak. Y no creo que el análisis cardenalicio estuviese muy mal tirado. Verdaderamente, el concilio francés buscaba la confluencia entre católicos y protestantes, una especie de Edicto de Nantes enhanced; y, en ese caldo, sólo haría falta que las casualidades de la fecundidad femenina y la mortalidad infantil colocasen en el trono a un rey parecido a Isabel de Inglaterra, con querencias hacia los territorios franceses partidarios de la Reforma e interesado en distanciarse de España (querencia que casi cada rey francés de la época tenía) para impulsar el ensayo de una corona hugonote que, tal vez, ya nunca le devolvería el turno a los católicos.

Pío IV, al cual el escroto se le subió a la oreja izquierda, envió a la Corte parisina al ya anciano cardenal François de Tournon Polignac, un curita que había tenido mucho predicamento ante Francisco I y Enrique II y que para entonces era decano del colegio cardenalicio. Felipe II de España, apoyando a Roma, envió a París a Antonio de Toledo, para convencer al francés de que un sínodo nacional era un error. Muy en su estilo, el rey Prudente (dicen) le ofrecía a París todas sus fuerzas para luchar contra la herejía en el país, o sea, para pasarse a los hugonotes por la piedra.

En esas condiciones, Pío IV y el único apoyo sólido que le había quedado, esto es Felipe II, acordaron por videoconferencia que sólo quedaba una cosa que hacer para impedir que los franceses hicieran la guerra por su cuenta: convocar un concilio general al que no se pudieran sustraer. El 2 de julio de 1560, conociendo ya la postura relativamente favorable a la idea por parte del emperador, el Papa le anunció esta decisión al cuerpo diplomático surto en el Vaticano.

No obstante, la bula de convocatoria ni la escribió ni, mucho menos, la publicó. Había que vencer dos dificultades previas.

En primer lugar, estaba el problema de la sede. En este punto, Pío concentró sus esfuerzos diplomáticos en el emperador. El Papa le envió a Fernando un nuevo nuncio, el veneciano Delfín, obispo de Fano; un tipo bastante bien dotado para la diplomacia de cara de perro. Delfín prometió que en Trento los protestantes tendrían todas las garantías que deseasen y, al mismo tiempo, tiró de amenaza asegurándole a Fernando que, si el concilio no podía ser en Trento, entonces el Papa tiraría por la calle de en medio y lo convocaría en Roma. Con esta estrategia de palo y de zanahoria, el veneciano tardó algunas semanas, pero se llevó el gato el agua; y, con el emperador en la gatera, convencer a París fue mucho más fácil.

El segundo gran obstáculo era la intención del emperador y del rey francés en el sentido de que el concilio fuese declarado una asamblea nueva, por lo tanto en modo alguno condicionada por las decisiones de las anteriores sesiones trentinas; un punto en el que no sólo el Papa no estaba dispuesto a ceder, sino que tampoco lo estaban ni el rey ni el clero español ni, en su mayoría, la Curia. En realidad, personalmente es probable que el emperador Fernando estuviese en condiciones de aceptar las condiciones del partido ultracatólico; pero no se lo podía permitir porque los protestantes alemanes ya le habían dejado muy claro que la aceptación de dicha condición sería entendida por ellos como una ruptura unilateral de la paz de Passau, por lo que volvería a haber guerra.

Finalmente, ante el impasse que se generó, el Papa decidió publicar la bula de convocatoria, pero utilizando unas palabras etéreas y polisémicas que, en realidad, no permiten discernir el carácter de la nueva reunión de Trento. Se publicó el 29 de noviembre de 1560, convocando la apertura para la Pascua del año siguiente, 6 de abril.

El cardenal Medicis, mucho más preocupado que sus predecesores por el carácter ecuménico de su invitación, hizo un esfuerzo real por reunir en Trento a todo el catolicismo. Se enviaron invitaciones no sólo a los príncipes de las naciones católicas de Europa; cartas llegaron también a los Estados cismáticos de Europa, de Asia, de África, a Rusia, a Grecia, a las naciones coptas, a los armenios; y, por supuesto, a todas las villas decididamente protestantes. A pesar de gastar tanto en sellos, Pío se encontró con una respuesta tibia por parte de los protestantes. Los germanos habían conseguido en la paz religiosa de Ausburgo suficientes cosas, y ahora no se las iban a jugar a un concilio, para colmo organizado y comandado por el tipo vestido de blanco que se los quería cargar y su amiga la paloma. Por lo demás, en aquel entonces la apisonadora inquisitorial italiana estaba en todo lo gordo, comandada por Carlitos Borromeo el Santo Genocida, así pues los protestantes no tenían por qué fiarse de unos pollos que ya habían mentido y traicionado muchas veces en los mil años anteriores. La verdad, sólo de un católico pueden esperarse actitudes tan cínicas como invitar a alguien a una discusión abierta y libre mientras los correligionarios de ese alguien estaban siendo degollados a cientos en Piamonte y Calabria.

Para que no pareciese que eran ellos los que rompían el mus, los protestantes contestaron con condiciones que sabían que el Papa no podía aceptar: los obispos asistentes en Trento debían ser expresamente liberados de su obediencia a la Santa Sede; la única base de las discusiones sería la palabra de Dios, o sea la Biblia (condición ésta que, la verdad, no entiendo: la Biblia sirve para justificarlo absolutamente todo); y, por último, igualdad de rango para los teólogos protestantes. Acudir a Trento con otras condiciones, dijeron, sería como “si la liebre acudiese a una asamblea de leones”. Por su parte, los hugonotes franceses menos ganas tenían todavía de ceder, toda vez que tras la muerte de Francisco II tenían la expectativa de acabar quedándose con Francia. Por otra parte, la frialdad (nunca mejor dicho) en los países escandinavos fue épica. Ante el anuncio del envío de un nuncio romano a Dinamarca, el rey danés hizo saber al Papa, a través de su embajador, que no sería ni siquiera recibido, ya que el monarca no quería mantener la más mínima relación con el Papa. Igual hizo la reina de Inglaterra, que le negó el pasaporte al nuncio a las puertas del país. Eric XIV, rey de Suecia, enterado de la llegada del enviado papal, se fue de viaje a Inglaterra, pretextando que le iba a pedir la mano a la reina. 

Aquel nuevo Trento se parecía, cada vez más, a un concierto de Pitingo en Papeete.

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