miércoles, noviembre 22, 2017

Trento (39)

Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor, Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición dejase Italia hecha unos zorros.

A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.

En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito, sacar el concilio de Trento. El enfrentamiento fue de mal en peor hasta que, durante la discusión sobre la residencia de los obispos, se montó la mundial; el posterior empeño papal en trasladar el concilio colocó a la Iglesia al borde de un cisma. El emperador, sin embargo, supo hacer valer la fuerza de sus victorias. A partir de entonces, el Papa Pablo ya fue de cada caída hasta que la cascó, para ser sustituido por su fiel legado en Trento. El nuevo pontífice quiso mostrarse conciliador con el emperador y volvió a convocar el concilio, aunque no en muy buenas condiciones. La cosa no fue mal hasta que el legado papal comenzó a hacérselas de maniobrero. En esas circunstancias, el concilio no podía hacer otra cosa más que descarrilar. Tras el aplazamiento, los reyes católicos comenzaron a acojonarse con el avance del protestantismo; así las cosas, el nuevo Papa, Pío IV, llegó con la condición de renovar el concilio. Concilio que convocó, aunque no sin dificultades.

El nuevo concilio comenzó con una gran presión hacia la reconciliación con los reformados, procedente sobre todo de Francia, así como del Imperio. Sin embargo, a base de pastelear con España sobre todo, el Papa acabó consiguiendo convocar un concilio bajo el control de sus legados.

El concilio recomenzó con un fuerte enfrentamiento entre el Papa y los prelados españoles y, casi de seguido, con el estallido de la gravísima disensión en torno a la residencia de los obispos. La situación no hizo sino empeorar cuando se discutieron la continuidad del concilio y la comunión de dos especies. Si algo parecido se aprobó, no fue sino después de que el Papa recuperase el control sobre el concilio.

Las cosas, sin embargo, se pusieron mucho peor cuando los españoles se empeñaron en discutir el origen divino de la dignidad episcopal y, para colmo, por Trento se dejó caer el cardenal de Lorena. Las cosas se encabronaron y llegó un momento en que el Papa se jugó el ser o no ser de su poder; pero no en Trento, sino en Innsbruck. Pero allí, en el minuto de descuento, el emperador se echó atrás; incluso a pesar de la oposición de su sobrino el rey de España.

El Papa adquirió un control casi total sobre el concilio, aunque una cuestión de etiqueta entre franceses y españoles estuvo a punto de cargárselo de nuevo. Una vez superada, el concilio trató de avanzar en la tan cacareada reforma de la Iglesia. El Papa, en todo caso, obtuvo una gran victoria para sus tesis al atraer a su bando al cardenal de Lorena. La cosa no fue mal hasta que al concilio le entraron ganas de recortar los privilegios del poder temporal. Éste y otros problemas fueron orillados para permitir el avance del concilio.



Pues sí: el conde de Luna dijo "por cierto". De repente, en un entorno en el que todo el mundo esperaba el cierre del concilio y el regreso a casa, el conde de Luna, o sea Felipe II, decidió renovar su oposición a las cosas y, de hecho, lo hizo casi con más virulencia que nunca.


En primer lugar, Luna argumentó algo que es bastante lógico: aunque el ambiente era bastante claro a favor del cierre del concilio, él no había recibido la comunicación oficial de su rey en la que Felipe le dijera que efectivamente estaba a favor de ello. Cuando leo en mis fuentes acerca de la actitud de Luna en este punto, no puedo evitar acordarme de esa peli de Gene Hackman y Denzel Washington en la que ambos son oficiales de un submarino que ha recibido una orden de lanzar un arma nuclear y luego pierde la conexión de radio. Hackman es, en mi imaginación, como los legados: el tema está claro, macho, cerremos esto. Pero Washington se obstina en decir: no hasta que no reciba un mensaje que lo confirme.

En términos estrictamente técnicos, Luna argumentaba también que al concilio le quedaban los artículos sobre el Purgatorio, los santos y las indulgencias, y que al final iban a ser aprobados sin mucha discusión, lo cual era excesivamente torpe según su forma de ver. Por lo tanto, decía, hacía falta, como poco, una sesión más el 27 de diciembre.

Los legados se quedaron literalmente hechos polvo cuando Luna terminó de hablar. La verdad es que, para cuando habló, ellos ya tenían en su mano una carta del Papa, que les había llegado por intermedio de Farnesio, en la que éste les ordenaba cerrar el concilio el día 9 de diciembre lo más tarde y echar a todo Dios (nunca mejor dicho) de la villa inmediatamente. Ante esta situación, convocaron en sus aposentos a medio centenar de padres conciliares de entre los que tenían mayor prestigio.

Los franceses anunciaron que la cosa estaba mal en su país y que, como consecuencia, ellos se irían de Trento a principios de diciembre pasara lo que pasara. Todos ellos habían sido engañados por Lorena. En realidad, el rey Carlos no sólo le había instruido para exigir la discusión del Libelo de Reforma, sino que estaba en esos días preparando el regreso del embajador francés desde Venecia a Trento para presionar en tal sentido. Francia, por lo tanto, no tenía ninguna intención de cerrar Trento, ni de apoyar su cierre. Lorena, sin embargo, jugó con la ventaja de que, al no haber embajadores franceses en Trento, él era el único que recibía las órdenes reales; así pues, digamos que hizo una interpretación muy liberal de su contenido. Consciente además de que su doble juego acabaría sabiéndose, por eso tenía también tanta prisa por cerrar el concilio. Como esos videojuegos de fútbol en los que haces una falta que te va a acarrear una tarjeta, pero en los que si en la misma jugada metes un gol, el árbitro como que se olvida de enseñártela.

Los prelados italianos, creo que no hay que decirlo, estaban plenamente sometidos a los planteamientos de Roma; la única excepción eran los napolitanos, más tendentes a seguir la disciplina española por razones obvias.

En este punto, los españoles se quedaron solos. Demandaban un plazo de por lo menos dos semanas para poder deliberar tranquilamente sobre los decretos pendientes y algunas otras cuestiones importantes. Eso sí, Luna, entre los obispos puramente españoles y los ubicados en posesiones dominadas por España, a los que es de suponer que debió convencer con amenazas de diversa intensidad, logró fabricar una minoría bastante importante a favor de sus tesis.

Pío se enfrentaba a un hecho evidente: dijeran lo que dijeran los números, aunque contara con una mayoría cuantitativa a favor de la clausura del concilio, dicha clausura no podía dejar de llevar la firma de la Iglesia española. Terminar Trento sin el aval del principal baluarte mundial del catolicismo, sin el apoyo de la nación a la vez históricamente más obediente a la disciplina de Roma y más libre del sorgo reformado, supondría cerrar la asamblea en falso y establecer tal nómina de incertidumbres sobre el presente y el futuro de la institución eclesial que sería difícil que no lo acabase notando.

Un Papa que se precie de serlo, no obstante, siempre se guarda un as en la manga. Nadie hay más ducho en la pelea sucia que quien se dice albo en grado extremo.

El cardenal Borromeo, secretario de Estado del Vaticano, hizo llegar a Trento la noticia de que el Papa estaba gravemente enfermo. Radio Macuto, hemos de pensar que tal vez animada por las terminales borromeicas en la villa, incluso comenzó a transmitir que el Papa había muerto.

De haber muerto, efectivamente, el Papa en aquel primer diciembre de 1563, el problema habría sido jodido. Con un concilio prolongado hasta la extenuación, la autoridad de los legados quedaría comprometida y, ante esa debilidad, existía el riesgo de que las naciones más favorables a una reforma profunda de la Iglesia, como Francia y sobre todo España, renovasen su nómina de reivindicaciones ante un nuevo pontífice. Trento, literalmente, se enfrentaba, con esta noticia (falsa) al riesgo de tener que volver a empezar. La casilla de la Muerte, pues.

Dicha amenaza animó a los embajadores y a los prelados a ponerse en masa a favor de la idea de un cierre inmediato del concilio. Luna, de hecho, no se opuso nada más que formalmente, consciente como era del viraje que había tomado la asamblea. En la mañana del 2 de diciembre, se convocó a toda hostia (nunca mejor dicho) una asamblea de los padres conciliares. Esta asamblea decidió que se convocarían dos sesiones públicas el 3 y el 4, y que en ellas se aprobarían todos los decretos pendientes; no sin dejar para el futuro la decretal sobre las indulgencias, que daba bastantes problemas.

En cuando supo estas noticias, el Papa “mejoró”.

Queda para la Historia el dato de que los últimos de Filipinas, los últimos prelados que, contra todas las dificultades, siguieron defendiendo que Trento no había terminado sus trabajos ni de coña, fueron unos pocos prelados italianos y españoles.

El 3 de diciembre se abrió la novena o vigésimo quinta sesión, que aprobó sin debate los decretos sobre el Purgatorio y sobre la invocación de los santos. Sin embargo, al llegar a los decretos sobre la vida del clero regular, cuarenta prelados votaron en contra del capítulo décimo cuarto. Otros cuarenta votaron en contra de la norma que permitía la donación de los conventos a manos seculares. En Trento, un número tan grande de votos negativos habría supuesto la reconsideración de los temas; pero los legados ya sólo querían cerrar aquello, así pues pasaron por encima como si sólo se hubieran opuestos dos pringaos borrachos.

Al final de esta sesión fue, por cierto, cuando los legados anunciaron con gran alegría que el Papa, que tan sólo 24 horas antes estaba a las puertas de la muerte, estaba en condiciones de ganarle un set a Federer. La Paloma Muda había actuado una vez más, con sus renglones torcidos y todo eso.

Al día siguiente, 4 de diciembre, la congregación conciliar se reunió de buena mañana. Los delegados franceses e imperiales propusieron el texto de una decretal sobre las indulgencias, que fue discutido durante un rato. A continuación, se habló de otras normas de menor importancia.

Después de eso, la asamblea se desplazó a la Iglesia para celebrar la sesión pública propiamente dicha prevista para dicha fecha. Allí se aceptaron sin problemas las normas eclesiales que se acababan de discutir minutos antes, y se pasó a realizar la lectura de la totalidad de las decisiones tomadas en los dos sínodos anteriores celebrados en Trento y que hoy hacen uno solo pues, en una pírrica victoria final que supongo le sabrá a poco, los ciudadanos del futuro hemos abrazado la teoría de Felipe II: Tento es sólo uno, como quería él; y no tres, como pretendía el Papa Pío.

La lectura de las decretales de todos los sínodos, de hecho, suponía el primer acto de esa victoria pírrica. Mediante esa lectura el Papa le otorgaba a Felipe la razón en los minutos de descuento, aceptando la idea que no se había dignado permitir mientras importó.

Se aprobó, por lo tanto, la petición al Papa para que sancionase todo lo que allí se había aprobado; petición totalmente estúpida, pues la verdad allí no se había aprobado nada que el Papa no considerase mínimamente aceptable.

En el último momento, sin embargo, todavía hubo un detalle inesperado. Es todo un símbolo de lo que fue Trento que este último acto de rebelión viniese de la persona que había sido la verdadera mosca cojonera de aquellos debates; el personaje más incorruptible, más cerrado defensor de sus ideas, más difícil de quebrar: monseñor Pedro Guerrero, obispo de Granada.

Con la naturalidad de un teólogo de la vieja usanza, de uno de esos curas cultos que consideran que mucho más importante que la famosita frase de tú eres Pedro y blablablá (discutibilísima, por cierto) son todo el resto de cosas que los Evangelios y los Hechos dicen sobre la formación de la asamblea de cristianos; con todo ese acervo interlectual y de fe, digo, Pedro Guerrero tomó la palabra para decir, bien alto, que él no le veía sentido a aquella última votación porque, para él, ni puta falta que hacía el nihil obstat del Papa. Que el concilio había hablado y que lo que le quedaba al Papa era obedecerlo, no refrendarlo como si el concilio le debiese pleitesía.

Fue el último latigazo al océano. Tras esas palabras, 234 cardenales, obispos, generales de orden, abades y procuradores firmaron el proceso verbal del concilio, cuyas decretales fueron definitivamente aprobadas por el Papa el 26 de enero de 1564.

Los Papas de Roma ya tenían su reforma-no reforma, su cambio lampedusiano, su cesión sin cesiones. Su poder intacto. Y hasta hoy.


La Paloma Muda, aunque intentó disimularlo, sonrió.

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