lunes, enero 29, 2018

Lo militar

El rey Juan Carlos de Borbón esperó apenas 48 horas desde la muerte del general Francisco Franco para dirigirle su primer discurso a las Fuerzas Armadas. Sabía lo que hacía o, más bien, lo que debía hacer. Yerran notablemente quienes califican a la de Franco de dictadura fascista pues lo que fue, fundamentalmente, fue una dictadura militar. El régimen de Franco se basaba fundamentalmente en el poder y en las prebendas de la clase militar. Durante el franquismo había militares en los consejos de administración, en los escalones de poder de los ministerios, en las instituciones de la sociedad civil y, por supuesto, embebidos en el partido y en el sindicado únicos. Si verdaderamente España se iba a convertir en una democracia, todo eso tendría que cambiar. A favor del cambio se encontraba el hecho de que el Ejército estaba, y está, acostumbrado a respetar la disciplina. En contra se encontraba el dato de que casi todo el Ejército español, en 1975, cuando menos hasta el rango de coronel, estaba ocupado de forma casi exclusiva por veteranos de la guerra civil o de la inmediata posguerra, la inmensa mayoría fieles a Franco; pero, no se olvide, no sólo a la persona de Franco, sino también al régimen de cosas que había propiciado y protegido.

No estaba fácil la cosa.

En honor a la verdad, hay que decir que en el Ejército franquista, exactamente igual que había ocurrido en la clase política, habían brotado ya movimientos reformistas que, sin cuestionar su fidelidad a la figura de su general, consideraban que las Fuerzas Armadas debían avanzar hacia la profesionalización y el apoliticismo. Dentro del franquismo, el principal elemento de esta tendencia era el teniente general Manuel Díez-Alegría. A estas tendencias, sin embargo, les pasó lo mismo que a las asociaciones políticas pergeñadas por el franquismo: quedaron rebasadas por las auténticas tendencias democratizadoras. En el caso del ejército, sin duda hay que recordar a los úmedos, esto es: los miembros de la Unión Militar Democrática UMD, encabezada por el entonces capitán Julio Busquets. En 1975 ya fueron reprimidos y sufrieron detenciones.

Cuando Carlos Arias Navarro formó el primer gobierno de la monarquía, tanto él como el propio rey tenían muy claro que habría sido un trauma provocador eliminar a los militares de los consejos de ministros. Franco siempre había tenido galones (además de los suyos) en sus sucesivos gobiernos, y la penetración del Ejército en los escalones del poder era tal que no se podía soñar con una mínima colaboración de las estructuras burocráticas del Estado sin la presencia de elementos militares en el puente de mando del barco; para el gobierno, además, era una conditio sine qua non conservar los ministerios por armas, para de esta manera reconocer la importancia de la institución militar en la labor de dirigir el país.

Entre la casta militar franquista más joven, generales que en el momento de la muerte del dictador tenían 65 años aproximadamente (lo cual quiere decir que se llevaban unos 15 años con el propio Franco), Arias eligió al general Fernando de Santiago y Díaz de Mendívil, para quien reservó la vicepresidencia del gobierno para asuntos de defensa. Pero también nombró a Félix Álvarez-Arenas Pacheco como ministro del Ejército (último que lo fue; el siguiente nombrado, el general Gutiérrez Mellado, lo fue ya de Defensa); Carlos Franco Iribarnegaray en la cartera del Aire; y, finalmente, el almirante Gabriel Pita da Veiga en Marina.

Como puede verse, la estrategia del gobierno Arias (y del rey) fue conservar los ministerios militares corporativos, que son un poco absurdos en el marco de una gestión integral de la defensa, para así poder garantizarse la presencia de militares en el consejo de ministros; militares que hoy han dado un lógico paso atrás en el organigrama y se sitúan en las jefaturas de Estado Mayor de sus armas. Sin embargo, el estamento militar no apreció suficiencia en esta oferta. En realidad, como ya se ha dicho, las relaciones entre el Ejército de fidelidad franquista y el nuevo gobierno no podían ser buenas, pues el segundo no tenía más remedio que disminuir el poder del primero, y esto dicho primero lo sabía bien. Debe entenderse, por lo tanto, que no se trataba sólo de una confrontación ideológica, sino del desmantelamiento de estructuras de poder muy profundamente enraizadas en la Administración franquista. Por razones como ésta, por cierto, es tan de chiste escuchar o leer a personas nacidas después de 1980 hablar con desparpajo de que "la Transición conservó las estructuras del Estado franquista", o cosas parecidas. Es evidente que las personas que dicen eso saben poco, por decir algo, de la Administración franquista.

En una situación de calma tensa, los militares pasaron a la ofensiva en el terreno de la opinión pública. Las últimas semanas de 1975 son semanas caracterizadas en la prensa, y muy particularmente en la que entonces se consideraba prensa del búnker franquista, por el incremento en la locuacidad de los militares. Los mandos de las Fuerzas Armadas, conscientes del proceso de cambio, buscaban contrarrestar cualquier movimiento. Tengo yo por mí que no pensaban dar ningún golpe de Estado, para el cual no tenían más líder que el rey, que les había salido bastante rana; pero lo que buscaban era acojonar. Especialmente sonada fue la toma de posesión del teniente general Francisco Coloma Gallegos como capitán general de la I Región Militar; acto que dedicó fundamentalmente a la memoria de Franco y a recordarle al rey que, cuando menos en su opinión, su misión era prolongar su labor. El propio ministro De Santiago hizo declaraciones muy parecidas. El teniente general Carlos Iniesta Cano incluso atacó al gobierno en un acto público, acción que fue defendida por De Santiago en la prensa.

En mi opinión, sin embargo, el gobierno tuvo un inesperado aliado frente a todos esos movimientos con la UMD. La creación de la Unión Militar Democrática, los arrestos que había provocado y el problema que generaba su existencia hizo que las reivindicaciones de los militares más conservadores encontrasen en aquel conflicto una fuente de preocupación que, por lo tanto, los previno en parte de dedicarse a otros objetivos mayores; no sé si me explico. Eso, sin embargo, no quiere decir que el tema fuese fácil, porque el primer gobierno de la monarquía tenía a una serie de oficiales en el maco y algo tenía que hacer con ellos. Sólo uno de ellos, el capitán del ejército del Aire Jesús Ruiz Cillero, había podido salir merced al indulto decretado con la muerte de Franco. Algunos de los arrestados en Cataluña fueron liberados por el capitán general de la región, Salvador Bañuls Navarro. Sin embargo, había otros oficiales, sobre todo destinados en Madrid, que habían sido encarcelados: el comandante Luis Otero, y los capitanes Fermín Ibarra, Jesús Martín Consuegra, Restituto Valero (quien, curiosamente, había nacido en El Alcázar, durante su asedio), Manuel Fernández Lago, Fernando Reinlein, José Fortes y Antonio García Márquez. No saldrían hasta el 8 de marzo de 1976 para acudir a su consejo de guerra.

El juicio fue meticulosamente preparado por las Fuerzas Armadas. Los militares encausados no pudieron solicitar ser representados por letrados civiles, y las bancadas del público fueron ocupadas por personas de confianza. Los miembros de la UMD fueron acusados de participar en el diseño de una rebelión militar, lo cual no deja de ser una coña teniendo en cuenta que si una función tuvo la UMD fue contrarrestar en lo posible las tendencias golpistas dentro del Ejército. Les cayeron penas de dos años y medio a ocho años de cárcel, y sólo dos eludieron ser expulsados del Ejército.

El 9 de mayo de 1976 ocurrió el feísimo asunto de Montejurra, al que cualquier día habría que dedicarle un buen post. Grupos de excombatientes, malquistos por la deriva socialdemócrata que había tomado el pretendiente carlista Carlos Hugo, decidieron impulsar la candidatura de Sixto de Borbón. En la celebración anual carlista de Montejurra, militares retirados y una extraña mezcla de fascistas españoles, argentinos e italianos tomaron la cima del monte y allí dispararon a partidarios de Carlos Hugo. Mataron a una persona e hirieron a otras dos, y todo ello ante la pasividad de las fuerzas de seguridad.

Con la olla caliente por esos sucesos, pues en España los fascistas disparaban a sus enemigos impunemente, 126 procuradores en Cortes firman un escrito dirigido al presidente de las Cortes, Torcuato Fernández Miranda, en el que le decían que el proyecto de reforma política que supondría la transición a la democracia era ilegal. Entre los firmantes, siete altos mandos militares: los tenientes generales Juan Castañón de Mena, José Daniel Lacalle Larraga, Julio Salvador y Díaz-Benjumea, Carlos Iniesta Cano, Alfonso Pérez-Viñeta Lucio y Ángel Ruiz Martín, y el almirante Pedro Nieto Antúnez; meses después, en la votación de la ley, 15 de los votos contrarios fueron de militares y alguno hubo que se hizo un José Montilla y se ausentó para no votar. Alguno fue más lejos, como el teniente general Joaquín González Vidaurreta (que había sido jefe de la Casa Militar del propio general Franco), quien llegó a insinuar que los militares deberían intervenir en defensa de la Ley Orgánica del Estado, esto es, la seudoconstitución franquista.

Tras aquel mayo tan complejo, el rey Juan Carlos anunció en el congreso estadounidense el 2 de junio, durante su visita a aquel país, el camino de España hacia la democracia; pocas semanas después, consciente de que no era la persona más adecuada para llevar a cabo la labor, le pedía la dimisión al presidente del consejo de ministros, Carlos Arias Navarro.

Adolfo Suárez llegó a la presidencia del Consejo de Ministros con poco interés por cambiar las cosas en el ámbito militar. Prueba de ello es que conservó los cuatro ministros uniformados que le había dejado Arias. El 31 de junio, además, publicó un decreto de amnistía que colocó en la calle a los militares de la UMD, pero sin liberarlos de los procesos pendientes ni poder volver al Ejército. En las semanas anteriores a la votación de la ley de reforma política, el primer ministro buscó explícitamente el apoyo militar al proyecto, si bien haciendo promesas a cambio. Las más sobresalientes, mantener la unidad de España y no legalizar el Partido Comunista.

El 22 de septiembre el general De Santiago dimitió. Salía del gobierno haciendo ruido, pues explicó en una carta a sus compañeros militares que lo hacía por la decisión del gobierno de legalizar a “los responsables de los desmanes en la zona roja” de la guerra civil. Fue sancionado por ello, pero de hecho las sanciones debieron ser dos, porque Iniesta Cano le hizo hilo desde las páginas de El Alcázar.

La salida del general De Santiago le dio la oportunidad a Suárez de colocar en el gobierno al general Manuel Gutiérrez Mellado. Gutiérrez Mellado tenía muy mala fama entre los militares más conservadores, que lo consideraban una especie de autor intelectual de la UMD. El general, que dirigía el Estado Mayor Central antes de ser ministro, de hecho estaba preocupado por esta imagen, que trató de lavar con un informe repartido en los cuarteles, en el que defendía el apoliticismo del Ejército y, precisamente por eso, criticaba a la organización que otros decían había ayudado a crear.

Gutiérrez Mellado llegó al ministerio con el tenue apoyo de su jefe de Estado Mayor, Carlos Fernández Vallespín (que, de todas formas, falleció muy pronto, en 1977) y bajo la atenta mirada de los militares conservadores, lo cual hacía que cada nombramiento fuese un arco de iglesia. Los cuerpos armados, además, estaban envalentonados y pretendían seguir teniendo el poder que siempre habían tenido; lo prueban hechos como la sustitución del general Ángel Campano López por Antonio Ibáñez Freire al frente de la Guardia Civil a causa de manifestaciones de las fuerzas de seguridad. Por cierto, el entonces jefe de la División Acorazada Brunete, teniente general Jaime Miláns del Bosch, se sintió preterido por ese nombramiento y no se cortó de dejarlo claro.

En esas circunstancias llegaron los terribles días de enero (de 1977) que contó Juan Antonio Bardem en el cine. En diciembre de 1976, un grupo terrorista había secuestrado a Antonio María de Oriol y Urquijo, pero en enero secuestraron al teniente general Emilio Villaescusa Quilis. Todo o casi todo el mundo sabe que pocos días después se produjo la matanza de los abogados de Atocha a manos de un grupo de terroristas de ultraderecha. Pero lo que ya sabe menos gente es que, en esos mismos días, Miláns había contestado a la situación acuartelando a sus tropas; y no se olvide que la Brunete era una de las unidades con mayor capacidad operativa.

Los rumores de que iba a haber un golpe de Estado militar eran constantes. El gobierno confiaba en Gutiérrez Mellado y su nuevo jefe de Estado Mayor, teniente general José Vega Rodríguez (que dimitiría pocos meses después).

El 29 de enero, la tensión alcanzó un punto máximo. Se celebró en el Hospital militar Gómez Ulla de Madrid el entierro del guardia civil Fernando Sánchez Hernández y los policías José María Martínez Morales y José Lozano Sáinz, todos ellos asesinados por el GRAPO. En el acto estaban lógicamente presentes Gutiérrez Mellado y el ministro del Interior, Rodolfo Martín Villa. Grupos organizados de ultraderecha se presentaron allí, gritando insultos al gobierno. En un determinado momento, Gutiérrez Mellado ordenó silencio a todos los asistentes uniformados. Pero el capitán de navío Camilo Menéndez Vives, que acabaría uniéndose un tanto quijotescamente al golpe de Estado del 23-F, se le enfrentó. La situación era muy complicada, y por eso se produjo la visita, apenas dos días después, del rey a la Brunete, donde compartió un bocadillo con Miláns del Bosch, en foto que fue famosérrima en su momento.  Aquí la imagen:



Días después, afortunadamente para el Gobierno, las fuerzas de seguridad liberaron a Oriol y a Villaescusa.

El camino, sin embargo, todavía tenía más de un obstáculo. Suárez, ya lo hemos escrito, le había prometido a los uniformados que no habría Partido Comunista en España; pero al mismo tiempo sabía que nadie le acompañaría en su reforma política a menos que, en un momento u otro, diese ese paso. Prueba, sin embargo, de que no confiaba nada en la colaboración, o cuando menos la indiferencia, del Ejército, fue que sus ministros militares se enteraron de la legalización, en aquella Semana Santa, por la televisión. Siendo como eran ministros, tuvo que ser Lalo Azcona quien les contase la verdad de las cosas; y eso, lógicamente, no les sentó muy bien. Pita da Veiga dimitió de su cargo, y no fue el único. Tres generales que eran procuradores en Cortes se marcharon también. Gutiérrez Mellado regresó a toda prisa de Canarias, reunió al Consejo Superior del Ejército, y le arrancó una tibia aceptación del fait accompli. Pero buena prueba del ambiente que había es que el ministro Gutiérrez no encontró ningún almirante en activo que quisiera sustituir a Pita y tuvo que echar mano del almirante jubilado Pascual Pery Junquera.

Lo lógico es suponer que el búnker militar español esperaría que Manuel Fraga y su Alianza Popular ganase las elecciones de 1977 (cosa que no pasó hasta veinte años después, como sabemos); así pues, cuando vieron que Fraga se hacía un Fernando Alonso y quedaba cuarto no debieron de quedar lo que se dice muy satisfechos. El nuevo Gobierno, jurado el 4 de julio, fusionó todos los ministerios militares en uno, Defensa, al frente del cual quedó Gutiérrez Mellado como obvio hombre de confianza de Suárez en los cuartos de banderas.

En septiembre de aquel año se produjo en Xátiva una especie de cumbre militar en la que estuvieron presentes algunos altos mandos militares: De Santiago, Antonio Barroso y Sánchez Guerra, Álvarez-Arenas, Coloma Gallegos, Pita da Veiga, Campano, Mateo Prada Canillas, Iniesta Cano y Miláns. La prensa, siempre proclive a la chorrada, habló de golpe de Estado en ciernes; y digo lo de chorrada porque si tuviera dos dedos de frente entendería que unos tipos que van a dar un golpe de Estado no se reúnen bajo su linterna; pero digamos que en aquel entonces estábamos todos, también los directores de los periódicos, muy de los nervios.

No hubo golpe, ciertamente, pero la existencia de un lobby militar conservador era innegable. El tema se hizo evidente con la negociación de la Ley de Amnistía, pues los militares lograron sacar de debajo del paraguas de la norma tanto a la UMD como a los militares de la República (esto a pesar de que la UMD se había disuelto tras las primeras elecciones democráticas). A pesar de ello, el general Álvarez-Arenas, entonces jefe de la Escuela de Estado Mayor (que tiene el honor de haber albergado en su seno a algún que otro ínclito soldado haciendo el servicio militar obligatorio) protestó vivamente por la nueva ley, razón por la cual fue cesado y sustituido por Villaescusa. Asimismo, el general Alfonso Armada, secretario general de la Casa Real, fue sustituido por Sabino Fernández Campo. El jefe del Estado mayor de la Armada, almirante Carlos Buhigas, dimitió por discrepancias con el ministro de Defensa (y eso que antes de las elecciones había sonado para ministro de Marina...)

El 26 de noviembre de aquel año, ETA ponía su granito de arena en aquella situación asesinando al comandante de la Policía Armada Joaquín Imaz Martínez. Su entierro fue seguido de una manifestación tremenda. El 1 de diciembre, en un acto en favor de Antonio Tejero Verdugo, guardia civil asesinado, el general jefe de la VI Zona, Manuel Prieto López, pronunció un discurso encendido en el que, entre otras cosas, dijo que la resistencia del benemérito cuerpo tenía un límite. Fue cesado fulminantemente. El jefe de la región militar canaria, el teniente general Prada, también le echó leña al fuego.

Con estas mimbres terminaba aquel año que vivimos tan peligrosamente.

Con las elecciones libres y todo eso, el país se iba instalando en la democracia, pero la mayoría de los cuarteles aparecían como lugares de resistencia franquista numantina. En muy pocos cuartos de banderas fue retirado el retrato de Franco, si es que lo fue en alguno; y los oficiales que mostraban gestos democráticos eran atacados y sancionados sin que el gobierno los defendiera. Casos como el del coronel Álvaro Graíño fueron muy significativos al respecto. Graíño fue condenado a prisión en un castillo militar por haber escrito una carta al periódico Diario 16 en la que denunciaba la impunidad de la extrema derecha en el Ejército. Curiosamente, en el mismo juicio fue también juzgado el capitán de caballería Jaime Miláns del Bosch, hijo del general, por haber llamado “cerdo inútil” al rey en un club recreativo. Miláns fue condenado, pero no pisó la cárcel.

Siguiendo con la familia, las dificultades, por no decir incapacidad, del gobierno a la hora de sortear a los miembros más ultraderechistas del Ejército se vieron bien claras con el nombramiento del teniente general Miláns como capitán general de Valencia, donde seguía cuando se produjo el golpe de Estado del 23-F y sacó los tanques a la calle. La cosa fue a más cuando el teniente general Coloma Gallegos decidió meter en el maco a Albert Boadella y sus juglares por injurias a las Fuerzas Armadas (una movida que ya hemos contado). Cuando Coloma dejó la capitanía por edad, la nómina de sucesores era tan corta que el gobierno tuvo que nombrar al teniente general Ibáñez Freire, que no era nada querido en Cataluña, donde había sido gobernador en tiempos de Franco.

En Ceuta, Blas Piñar, el líder visible de la extrema derecha española a través de su formación Fuerza Nueva, dio un mitin cuya audiencia estuvo formada básicamente por militares de paisano. Una revista, Cambio 16, informó de que había visitado un acuartelamiento de la Legión, acompañado de algunos mandos. El gobierno sancionó por ello a varios mandos. Igual que había hecho el rey con Miláns en la Acorazada con el famoso bocadillo, esta vez fue Gutiérrez Mellado quien intentó calmar las cosas con una visita a la brigada paracaidista. Los paracas estaban entonces al mando del general Manuel Torres Rojas, un personaje importante a quien el 23-F pilló al frente de la Acorazada Brunete y cuyas dudas hicieron mucho por el fracaso del golpe. Torres, sin embargo, era entonces uno de los altos mandos militares que tenía a gala intervenir públicamente para criticar a Suárez e incluso al rey. El 30 de marzo, el ministro Martín Villa fue públicamente increpado por un militar retirado y varios jóvenes de Fuerza Nueva.

En marzo de 1978, el gobierno creó la JUJEM, o Junta de Jefes de Estado Mayor. Fue en este punto donde se apreciaron las diferencias, probablemente más hondas de lo que el ministro esperaba, entre Gutiérrez Mellado y José Vega Rodríguez. La JUJEM era un poco el gobierno de los militares (como lo es hoy el JEMAD), pero la forma de concebirlo era distinta. Mientras Gutiérrez Mellado consideraba que era un órgano sometido al poder del ministerio y, a la postre, del gobierno, Vega lo consideraba un poder más autónomo o, en todo caso, sometido al rey directamente. Las discrepancias llevaron a Vega a dimitir.

Aquel año de 1978 se celebró el primer día de las Fuerzas Armadas. Pero si hoy se celebrase como entonces, el escándalo sería mayúsculo. La Legión acudió al Valle de los Caídos a rendir homenaje a Franco, delante de su mujer, doña Carmen la Collares. Lo realmente triste, y descorazonador para muchas fuerzas de izquierda, es que aquel hecho, que no hay sino que imaginar en el día presente para darse cuenta de su sentido, se saldó apenas con un aviso verbal al subinspector de la Legión, general José Ximénez Henríquez. No fue el único gesto de rebeldía. En Pamplona la actitud del jefe de la Policía Armada, Fernando Ávila, causó conflictos; y en Rentería la actitud del mismo cuerpo provocó el arresto de uno de sus mandos, el capitán José Farizo Martín; quien, por otra parte, se reincorporó sin problemas al Ejército (regimiento de Infantería Badajoz número 26, asentado en Tarragona).

El 21 de julio, para colmo, ETA dio un paso más en su estrategia. Porque mira que el terrorismo vasco mató a militares de alta graduación, algunos de los cuales recuerda la gente. Pero muy pocos recuerdan el asesinato del general Sánchez Ramos, siendo, sin embargo, y cuando menos desde algunos puntos de vista, el más importante de todos. ¿Por qué? Pues porque hasta entonces, las víctimas de ETA habían sido militares destinados de las fuerzas del orden; pero ese día el terrorismo vasco atacó y mató a un mando puramente militar.

El día tampoco estaba escogido a humo de pajas. Era el día que, precisamente, el primer Congreso democrático terminaba los trabajos para el diseño de la Constitución española vigente. Era Juan Sánchez Ramos-Izquierdo general de brigada del arma de Artillería e iba al curro acompañado de su ayudante, el teniente coronel José Antonio Pérez Rodríguez. En el número 16 de la calle Bristol, domicilio del general donde acababan de recogerlo, un hombre y una mujer aprovecharon que el conductor estaba fuera del coche quitándole la funda al banderín del vehículo para descerrajar sus pistolas en los dos militares, que murieron en el acto. El general Sánchez Ramos curraba en el Cuartel General del Ejército; como hemos dicho, era un militar en un destino puramente militar.

El funeral del general Sánchez Ramos fue una escena para no olvidar; una de esas cosas que, si hay filmación, deberían ver los que piensan que la Transición fue un proceso chupado en el que, si las fuerzas democráticas bajaron los brazos (según ellos), es porque les dio la gana. Dentro, en el Cuartel General del Ejército, Gutiérrez Mellado presidía las exequias. Fuera, en la calle, grupos de ultras insultaban al gobierno, al ministro de Defensa, y daban vivas a Franco. Días después, un comandante del Ejército, Félix Antolín, en un acto oficial, se negó a estrechar la mano del jefe del gobierno Adolfo Suárez. En la votación de la Constitución por el Senado, ninguno de los tres senadores de designación real y condición militar la votó: el almirante Marcial Gamboa Sánchez-Barcáiztegui votó en contra, y los tenientes generales Díez Alegría y Ángel Salas Larrazábal se abstuvieron. En Cartagena, durante uno de los muchos actos en los que Gutiérrez Mellado fue a explicarle a los militares el nuevo papel del Ejército en la Constitución, el ministro fue violentamente contestado por el general de la Guardia Civil Juan Atarés Peña, a quien la ETA asesinaría en diciembre de 1985. El vicepresidente ordenó el arresto del general.

Tras la aprobación de la Constitución, para el gobierno surgió un nombre que acabaría siendo de importancia: el de Antonio Tejero Molina, teniente coronel de la Guardia Civil. Tejero estaba en una situación poco menos que incomprensible, pues mandaba la unidad responsable de la seguridad de la Presidencia del Gobierno y del Ministerio del Interior, a pesar de haber sido sancionado ya dos veces por su significación política. Algunas noticias entonces hablaron ya de que había mantenido contactos para llevar a cabo un golpe de Estado. Más en concreto las reuniones, producidas en la cafetería Galaxia en el barrio madrileño de Moncloa, se habían producido con un capitán, Ricardo Sáenz de Ynestrillas, y otros mandos (Ynestrillas también sería asesinado años después por ETA); y la idea era secuestrar a Suárez. Ynestrillas y Tejero fueron detenidos y sometidos a un consejo de guerra que los condenó; pero los condenó a leves penas de meses que ni siquiera supusieron su separación del Ejército.

El 4 de enero de 1979, ETA asesinó al general gobernador militar de Madrid, Constantino Ortín. Su funeral (que se aplicó también por el alma del José María Herrera, también asesinado) se celebró en el Cuartel General del Ejército y fue otro contradiós. No sólo hubo gritos, sino que el vicepresidente Gutiérrez Mellado fue zarandeado y algunos militares sacaron el féretro del coche fúnebre, para llevarlo en manifestación, ante la oposición del propio vicepresidente y de varios altos mandos. Sé bastante sobre esta jornada, entre otras cosas porque uno de los mandos relapsos de aquella escena fue también mi mando directo cuando hice la mili.

Con la Constitución en la mano, sin embargo, el gobierno adquiría una herramienta de primer nivel para llevar a cabo la transición militar: la regulación del Ejército. En abril de 1980, el gobierno remitió al Legislativo varias leyes sobre personal militar, entre ellas una bastante parecida a la puesta en marcha durante la II República: una ley de escala activa, destinada a despresurizar los escalafones.  

Sin embargo, la evolución era clara. Como es bien sabido, llegó la dimisión de Adolfo Suárez, y ese tan famoso discurso televisado en el que justificó su marcha insinuando que se quitaba de en medio para evitar males mayores. En toda España se especulaba con la posibilidad de un golpe de Estado.

A partir de aquí, hay dos teorías, y tú, lector, puedes abonarte a la que quieras. La primera de ellas nos dice que en el Ejército había elementos sobrados dispuestos a dar algún tipo de golpe de mano contra la deriva que se estaba produciendo en España, fundamentalmente a través de las autonomías y sobre todo el terrorismo de ETA; pero que los golpistas tuvieron, por así decirlo, la mala suerte de que los primeros que golpearon fueron un grupo de conspiradores no demasiado preparados. La segunda de las teorías nos dice que esta precipitación no fue ninguna casualidad; que fue un proceso teledirigido por el entonces llamado CESID (hoy CNI), que mediante aquel minigolpe buscaba (y, si la teoría es cierta, consiguió) evitar otros de tamaño maxi.

Sea como sea, lo que la Historia nos dice es que un estrecho grupo de conspiradores, formado por Tejero, Miláns del Bosch, Armada, Torres Rojas y el coronel José Ignacio San Martín, dieron el paso que tal vez otros estaban pensando y en la tarde del 23 de febrero de 1981, durante la votación pública de la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo y Bustelo, justo en el momento en el que mi profesor de Derecho estaba votando, entraron en el Congreso, lo ocuparon, y secuestraron al gobierno y a los diputados. Miláns se sublevó en Valencia y Torres lo intentó en la Acorazada.

Tarde larga y tensa la de aquel 23-F, repleta de anécdotas variadas, como aquélla que le escuché contar a Eduardo Sotillos, entonces director de Radio Nacional: apareciendo los militares en Prado del Rey y conminando al propio Sotillos para que emitiese marchas militares, encargó a un propio a que fuese al archivo para traer un disco sobre la materia. El muchacho o muchacha, que hemos de entender no estaba en el momento más equilibrado de su vida, cogió el primer disco de la caja correspondiente y, por estar éstos clasificados por orden histórico, subió uno de marchas barrocas, con pífanos y tamboriles, que lógicamente al militar le sonaron a rebelión. La cosa no pasó de allí, y de eso doy yo buena fe, que escuché bastante rato las marchitas en mi casa.

En suma, finalmente la inmensa mayoría de los mandos, y muy particularmente los capitanes generales, o bien dudaron, o bien decidieron no secundar el movimiento; la verdad de las verdades se la han llevado, cada uno de ellos, a la tumba. En aquella tarde emergieron dos figuras: la radiotelevisión, y el rey. La primera hizo transparente lo que los golpistas hubieran querido fuese privado y oscuro; y el segundo supo salir a la palestra (aunque muchos dicen que demasiado tarde) dejando las cosas claras.

Tras aquel golpe de Estado se alcanzó por primera vez en España la mítica cifra (teórica) del millón de manifestantes, en este caso en favor de la democracia. El nuevo primer ministro, Calvo Sotelo, hizo desaparecer la vicepresidencia militar y nombró un ministro de Defensa civil, Alberto Oliart; aunque justo es reconocer que Suárez ya había nombrado a un ministro civil del Ejército en la persona de Agustín Rodríguez Sahagún. Oliart buscó el consenso con los elementos más moderados del Ejército, consciente de que el tiempo, los pases a la reserva, las jubilaciones y la acción de la Parca estaban con él. La decisión, a finales de 1981, de solicitar el ingreso en la OTAN, además, vino a romper el monolitismo ideológico en el Ejército, en el que había militares a favor y en contra de este movimiento.

En el tiempo entre la subida al poder de Calvo Sotelo y la victoria electoral del PSOE de 1982 todavía se produjeron noticias de posibles golpes de Estado. Se habló de uno para el 24 de junio de 1981, santo del rey; y otra conspiración días antes de la votación. Finalmente, el PSOE ganó las elecciones y Felipe González decidió confiar a un catalán, Narcís Serra, la gestión del cambio en el Ejército. Serra aplicó una mano muy dura sobre los militares de perfil político, sancionando casi cualquier toma de posición pública, mientras se embarcaba en un programa para la modernización de las Fuerzas Armadas. Así, modificó la estructura del Ejército para sintonizar su capacidad de despliegue con las necesidades del mismo, descargó las escalas de oficiales pero, eso sí, mantuvo el servicio militar obligatorio, si bien limitado a 12 meses. Además, hinchó la escala de suboficiales, en buena parte formada por los famosérrimos chusqueros; gentes que, como pudo comprobar cualquiera que hiciese por entonces su servicio militar, no estaban por la revolución golpista y, además, miraban con recelo a sus oficiales. Rehabilitó a los militares de la UMD y a los de la República, si bien, en el caso de los primeros, nunca recibieron un destino activo. Por último, incrementando los beneficios para pasar a la reserva, la enseñó la puerta a muchos militares, que no pocas veces la traspasaron.

Un brigada que se llamaba Sinforiano y que era el terror de los soldados en mi cuartel resumió mejor que nadie la reforma militar del PSOE. “Hoy en día”, me dijo, “los militares se pasan el día leyendo el Boletín Oficial de Defensa, a ver si encuentran algún destino mejor al que puedan optar. Y se van a casa a las cinco de la tarde. Así, macho, no hay un Dios que conspire”.

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