lunes, enero 15, 2018

Yalta (4: Los británicos)

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Winston Churchill llegó a Yalta vestido de coronel del ejército británico, protegido con algunas prendas especiales para el frío que le habían regalado los canadienses, que de temperaturas bajas saben un poco. Eso sí, durante las jornadas de Yalta muchos de sus asesores británicos, y alguno de los americanos, tendría la ocasión de verlo vestido de una forma bastante más informal: con su legendario pijama de flores rojas y verdes, puesto que en Crimea el primer ministro mantuvo su costumbre de recibir asesores durante la ceremonia de deglución de un pantagruélico desayuno en la cama; colación que no pocas veces ya incluía algún vasito de coñá de la mejor calidad; porque Churchill, la verdad, era un alcohólico, cuando menos avant la lettre. Algunos pensaban que era impostura, aunque la mayoría suele coincidir en que todo era sincero, pues a Churchill le gustaba disfrutar de la vida incluso en las condiciones más problemáticas y, de hecho, no dudaba en poner su hedonismo por delante de casi todo. Cuando le llegó la noticia de que un pollas había sido detenido en Escocia tras tirarse en paracaídas y que decía era Rudolf Hess, Churchill estaba a punto de entrar en una sesión de cine privada, concretamente Go West. Y entró.


El entorno más estrecho de Churchill (su jefe de seguridad, el inspector William H. Thomson; su sufrida secretaria, Phyllis Moir; su ayuda de campo, el comandante C. R. Thompson; y, por supuesto, su mayordomo) podrían contar los cientos de veces que tuvieron que escuchar las marchas militares que Churchill gustaba le pusieran en el fonógrafo; especialmente, en esto se permitía una pequeña rebeldía chovinista, las francesas. Y, por supuesto, ya lo hemos citado, estaba su afición por el cine. Su película preferida era Lady Hamilton, interpretada por Vivien Leigh y en la que Lawrence Olivier hacía el papel del general Horatio Nelson.

Igual que FDR, Winston Churchill había sido un estudiante bastante mediocre. Como consecuencia, era uno de esos políticos que hoy ponemos tanto a caldo, con incapacidad de comunicarse directamente en ámbitos internacionales; solía decir que hablaba francés pero, en realidad, apenas podía aspirar a entenderlo si se lo hablaba un indio navajo.

Una interesante capacidad de Churchill, que le era útil de cara a Yalta y también frente a la Historia, es que tenía un don a la hora de resumir hechos complejos en frases lapidarias, de ésas que luego se recuerdan. En el curso de la segunda guerra mundial habría de hacer varias afirmaciones que representaron mejor que nada la evolución bélica. La primera de ellas, su famoso blood, toil, sweat and tears que radió a los británicos, y que permanece ahí como contrapeso a los políticos (mayoría) que pretenden vivir contándole a sus votantes sólo buenas noticias. Pero también hay que recordar que, cuando cambió el signo de la batalla de Stalingrado, dijo aquello de que “han girado los goznes de la Historia”. Por último, cuando los estadounidenses decidieron creerse la milonga de que Hitler podía estar escondido en Baviera y dejaron expedita para los soviéticos la carrera a Berlín, Churchill le diría a FDR que había cometido un error histórico. Y no se equivocó.

Incluso tenía un punto antidiplomático que se hace fresco en estos tiempos de corrección política. En cierta ocasión, por la época de Yalta, le mandó un telegrama a Damaskinos Papandreou, el gobernante griego, en el que le decía, literalmente, que “los británicos empezamos a estar hasta las narices de vuestras idioteces”.

Pero regresemos a Yalta. La principal característica que se puede decir de Churchill, y por ende de la delegación británica, es que el primer ministro había sido, de largo, el primer gran político occidental que se había dado cuenta del peligro que acabaría suponiendo el bloque comunista. Ya durante la guerra, Churchill decía que “el bolchevismo no es una ideología, sino una enfermedad”. Por supuesto, nunca confió en Stalin, y siempre se sintió irritado por la tendencia de Roosevelt a confiar en él. El Churchill que llegó a Yalta, y esto es algo que décadas posteriores de Guerra Fría han ayudado a olvidar, temía seriamente que Washington y Moscú encontrasen una vía para realizar una entente bilateral que, para Reino Unido y el resto de Europa, se convertiría en un trágala.

El punto débil personal y político del primer ministro británico era el Imperio victoriano. Un Imperio que Churchill quería mantener, ése era su sueño, y que había sido amenazado por Hitler, y por Japón; y ahora que llegaba la paz lo sería, pensaba él, por la URSS y por China. Churchill, además, sabía que el gran aval del imperialismo británico había sido siempre su neta superioridad naval sobre todos sus enemigos reales o potenciales. Pero eso había cambiado. En 1945, de hecho desde tiempo atrás ya, el título de gendarme de las aguas mundiales había sido transferido a los Estados Unidos.

Por todas estas razones, la ilusión de Churchill en Yalta era constituir un fuerte bloque anglosajón, basado primariamente en la identidad del lenguaje y, en una segunda capa, en otro tipo de identidades. Sin embargo, existían obstáculos que el británico conocía. Roosevelt, la verdad, nunca había confiado en él. En 1942, en un cablegrama que compartieron con noticias entonces bastante poco optimistas, FDR vino a decirle que, a pesar de estar viviendo tiempos muy oscuros, por lo menos le quedaba el consuelo de haber sido contemporáneo de un gran hombre como el inglés. Pero, probablemente, todo eso era palabrería diplomática (o truquitos para que Churchill no se viniese abajo). Más cierto es que Roosevelt y Churchill siempre se entendieron malamente. Más aún, Hopkins tampoco lo tragaba demasiado; y, sobre todo, el primer ministro británico y el famoso general Marshall, simple y llanamente, de detestaban mutuamente. Los estadounidenses tenían dificultades para entender la importancia que para Londres tenía el imperio colonial, y tenían la sensación de que los británicos estaban dispuestos a sacrificar cualquier cosa por mantenerlo. En buena parte, esto es Yalta: británicos creyendo que Roosevelt hará lo que sea por mantener el buen rollito y el Orden Mundial Los Manolos (amigos para siempre means you'll always be my friend...); y estadounidenses considerando que Churchill se bajaría los pantalones las veces que fueran con tal de conservar la puta India.

En realidad, aunque con la pátina del tiempo las cosas se olvidan (a lo que hay que añadir la tendencia natural del hombre a no conocer su Historia, que ya denunciaba Santayana), en el momento en el que comenzó Yalta los temas entre Londres y Washington, sin llegar a estar fríos porque estaban tratando de ganar una guerra, estaban lo suficientemente tibios como para que el pre-encuentro de Malta estuviese, de hecho, a punto de no producirse. Para Washington, Reino Unido era una nación vieja, con postulados viejos. El buenismo rooseveltiano, esa filosofía que a menudo tienen los jóvenes que todavía no se han casado y que te dicen que ellos no cometerán los cienes y cienes de errores que cometieron sus padres (y luego suelen ser peores padres todavía que los humildes cabestros que los criaron); este buenismo, digo, llevaba al entourage de Roosevelt, ya hemos dicho que básicamente formado por millonarios diletantes que hablaban de los derechos de proletarios con los que jamás se habían cruzado ni en el baño de los cines, a considerar que la culpa de lo mal que había ido todo era, cuando menos en parte, de esas ideas viejas y ajadas sostenidas por nostálgicos de la batalla de Agincourt.

Los analistas de Stettinius, sin embargo, nunca se dieron cuenta, o por lo menos a mí me lo parece, de algo que cualquier persona, ejem, aficionada a los toros sabe bien: al morlaco manso siempre hay que ofrecerle una salida. Los toros que no quieren ser toreados se lidian junto a las tablas, donde se sienten más seguros; si se los lleva uno al centro de la plaza, lo más probable es que te acaben haciendo alguna. En su soberbia, alimentada por un Roosevelt poco proclive a las cesiones (con los británicos), el Departamento de Estado estadounidense ni se preocupó de fabricar una oferta de negociación lo suficientemente comprensiva con las preocupaciones británicas que moviese a Londres a ser flexible. Lejos de ello, ya en Malta a Churchill le quedó claro que estaba solo en la defensa de sus posesiones coloniales; lo cual lo movió a ser más cerril todavía de lo que ya era.

Fue esta sensación de relativa soledad la que movió a los británicos a establecer una demanda muy rígida de seguridad para las propias Islas Británicas. Churchill se movió ya durante la guerra para asegurarse una zona de ocupación en el norte de Alemania mediante el avance a pelo puta del general Montgomery. Como segundo elemento importante, Londres decidió frabricarse, literalmente, un aliado en Yalta: Francia. Se convirtió en el abogado de las reivindicaciones francesas, algo que sería crucial para el desarrollo de la conferencia. Cuando Roosevelt, en Quebec, le propuso que la zona noroeste de Alemania fuese ocupada por los estadounidenses y la sur por los británicos, Churchill lo mandó educadamente a la mierda. El primer ministro británico llegó a Yalta controlando Hamburgo, y lo primero que dejó claro es que no lo soltaría rien du tout.

Como segundo gran objetivo estaba la seguridad de la ruta de las Indias. Esta seguridad pasaba por impedir que Stalin pusiera siquiera el extremo de la uña de un pie en el Mediterráneo. Este objetivo había condicionado enormemente la guerra; los estadounidenses no eran partidarios de poner mucho esfuerzo en el frente sur de Europa, pero fue Churchill quien les obligó a planteárselo; los británicos, de hecho, no habían tenido ningún problema de meter soldados en Grecia para combatir la guerra de Markos Vafeiadis.

Como ya he dicho antes en estas notas, de hecho Churchill estaba dispuesto a sacrificar muchas cosas a cambio del Mediterráneo, y eso Stalin lo sabía. Londres no ponía objeción al hecho de que la URSS construyese su zona de influencia europea a cambio de que permitiese a los británicos controlar Italia, Yugoslavia y Grecia. No obstante, en ese esquema había un problema, que se llamaba Polonia. Reino Unido había entrado en guerra por Polonia, había albergado en su seno a los polacos exiliados, y resultaba muy difícil que ahora la dejase caer, así como así, en el cesto soviético. Sin embargo, la situación de la guerra estaba colocando rápidamente Polonia en manos de las tropas soviéticas (recuérdese que Stalin había administrado los tiempos del inicio de Yalta contando precisamente con esto); de manera que la postura de los británicos era, para entonces, más pragmática que ideológica: tratar de que el país ganase hacia el oeste suficiente territorio a expensas de Alemania (la línea del Oder) como para compensar las pérdidas que seguro tendría del lado ruso.

El tercer gran elemento de preocupación de la diplomacia británica era el Extremo Oriente. Es, probablemente, este punto en el que las percepciones de Churchill y Roosevelt divergían más. El presidente estadounidense, en un sentimiento lógico teniendo en cuenta los miles de vidas que le había costado la lucha contra Japón, infravaloraba los problemas que surgirían de una China reforzada que, además, no tuviese frente así un contrapoder nipón. El primer ministro británico era consciente de que, en estos temas, Roosevelt y Stalin estaban relativamente cercanos a la hora de alcanzar algún acuerdo; y estaba dispuesto a oponerse frontalmente.

Para colmo, la villa Vorontsov, donde había sido alojado, era una mierda comparada con el palacio de Livadia. Tan pequeña que apenas pudo albergar a una decena de inquilinos, por lo que el resto de los asesores británicos hubieron de irse a casas que estaban a veinte minutos de distancia. Quienes estuvieron con Churchill en Yalta coinciden en señalar que el primer ministro británico se pasó toda la conferencia de un humor de perros.

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