miércoles, mayo 16, 2018

Isabel (23: el caso López)

Atenta la compañía con:

Esos tocapelotas llamados presbiterianos
Thomas Cartwright
... y estos tipos nos dan lecciones de civilización
Essex en Normandía
Las cosas salen como el orto
Las cosas salen peor que el orto


Sir Walter Ralegh escogió a un centenar de sus mejores hombres, con los cuales se aplicó a remontar el Orinoco, luchando contra la corriente, los bancos de arena, los caimanes y el sol. En medio de una nube de mosquitos y esquivando las serpientes incluso dentro de las propias embarcaciones, los ingleses llegaron a adentrarse tierra adentro hasta unos 300 kilómetros. Era una expedición muy complicada, pero sus integrantes llevaron las dificultades casi con alegría, dada la recompensa que esperaban recibir. Y, de hecho, cantaron línea: en un barranco cerca del río Caroní, un afluente del Orinoco, encontraron una piedra que consideraron tenía incrustaciones de oro puro. No tenían herramientas para separarla, pero aun así se llevaron otras piedras más pequeñas que consideraban áureas. A su regreso comprobarían que no valían una mierda.

En el mes de septiembre, una expedición deprimida (y arruinada) llegó a Plymouth. Ralegh no había encontrado nada de interés. Había, sí llegado a una especie de alianza con Topiawari, el rey de los Orenoqueponi, contra los españoles; pero eso, ¿qué valor tenía? Cuando pisó los muelles de la ciudad costera inglesa, otra desagradable sorpresa le esperaba: su mujer, Bess Throckmorton, era la única que lo esperaba.

El marino se retiró a Sherborne a lamerse las heridas. Pronto, sin embargo, llegó a la conclusión, en buena parte lógica, de que no le quedaba otra que seguir para delante. Le escribió una carta a Robert Cecil en la que le decía que la única solución para enjugar las pérdidas que había supuesto la expedición era montar otra expedición. A tal efecto, Ralegh escribió un memorial, conocido como The discoverie of the large, rich and bewtiful empire of Guiana, un librito en el que mezcla las pocas informaciones reales que pudo acopiar con otras muchas de origen más que dudoso, orientada a la excitación de las ambiciones de las personas ricas que estaban llamadas a financiar una segunda expedición. El librito fue cuidadosamente editado a las expensas de Cecil.

Ralegh argumentaba, y no le faltaba razón, que Inglaterra no podía seguir financiando ad calendas graecas las guerras europeas con su propio peculio; que si no encontraba fuentes de financiación alternativas, como las que tenía el rey Felipe, la causa protestante en Europa podía considerarse vencida. Pero ni siquiera a esos inteligentes argumentos de geopolítica prestó oídos la reina. Sin embargo, una vez más los hechos vinieron a ayudar a este esforzado aventurero. Los españoles atacaron Calais y, para colmo, a Inglaterra llegaron rumores e informes de espías señalando que España preparaba una segunda Gran Armada. Pero para eso quedaba tiempo.

Isabel, reina de Inglaterra, tenía además en aquellos tiempos otras cosas de las que preocuparse. El asunto de Ralegh tenía que ver con su capacidad de prevalecer como campeona de la causa protestante en Europa; pero existía una cuestión previa, compleja, que era prevalecer como reina de Inglaterra. En puridad la vida de Isabel de Inglaterra nunca estuvo libre de la amenaza de la traición, una amenaza para la cual su decisión de no casarse y no darle al país uno o varios herederos no hizo sino que atizar. Pero en la última década del siglo, todo ello tomó tintes especialmente preocupantes.

En febrero de 1594, sin ir más lejos, el médico personal de la reina, Rodrigo López, fue llevado frente al tribunal para responder por cargos de traición, más concretamente, haber conspirado para envenenar a su ilustre cliente. Fue rápidamente condenado por estos cargos y sentenciado a morir ahorcado; aunque la reina suspendió la ejecución, de modo que meses después de haber sido dictada, el doctor López todavía seguía vivo.

Rodrigo López era hijo de un médico judío converso portugués que había llegado a ser el médico personal del rey Joao III de Portugal. Se había sacado el título en la universidad de Coimbra, que era famosa en toda Europa por enseñar interesantes terapias de origen árabe. Siendo todavía joven tuvo problemas con la Inquisición, lo que lo llevó a huir a Londres. Allí atendía a los oficios religiosos protestantes, pero de él se decía de judaizaba en secreto. Lo nombraron médico del hospital de San Bartolomé, donde, al parecer, se convirtió en algo así como un doctor de pijos.

López fue recibido como ciudadano inglés poco después, gracias, según se dijo, al apoyo de alguien en Palacio, probablemente Leicester. En la Corte también atendió a Walsingham, de cuya salud no muy fuerte ya hemos hablado. En 1581, fue Isabel quien lo nombró su médico principal. De esta manera, el único hombre en toda Inglaterra que podía ver a la reina en su estado natural, sin peluca ni la gruesa costra de maquillaje tras la cual se escondía, era aquel judío portugués. López, en todo caso, aprovechó su posición profesional para hacer algo de política; de hecho, operó como una especie de embajador in pectore de Dom Antonio, el peripatético candidato a la corona portuguesa de quien ya hemos hablado.

La caída en desgracia de Dom Antonio en Inglaterra, que como sabemos se produjo tras la expedición de Drake y Norris, supuso un problema para la colonia portuguesa en Inglaterra, pues muchos se quedaron sin segundo empleo. Éste fue el momento que escogió Burghley para reclutar a López como espía. Desde 1589, por lo tanto, el portugués espió para los ingleses, aportándole a Walsilngham diversas informaciones acerca de la estrategia elegida por los españoles tras el fracaso de la Armada. López introdujo a Burghley en el círculo de portugueses que habían sido el apoyo de Dom Antonio en Londres, bajo el mando de Héctor Núñez, entonces jefe de la comunidad judía londinense. En ese grupo, Burghley conoció a Manuel de Andrada, un notorio espía que, sin embargo, era lo que hoy conocemos como un agente doble, pues estaba en contacto permanente con los españoles.

En 1591, cuando quedó claro que el fracaso de la Armada había dejado a España tocada pero no hundida, y que de hecho el imperio filipino tenía más fondo de armario que Inglaterra y las Provincias Unidas juntas; en la época, pues, en la que la reina estaba dejándose convencer para permitir la expedición de Essex a Normandía como la única forma de equilibrar fuerzas haciendo caer a Francia del lado protestante; en ese momento, digo, Burghley llegó a la conclusión de que, si la guerra mundial (eso fue) entre fuerzas católicas y protestantes se prolongaba, la podrían acabar ganando los primeros a los puntos. Burghley, además, sabía que la reina era muy proclive a negociar una paz, pues de hecho lo había intentado con el duque de Parma antes de la Armada. Por ello, la mano derecha de Isabel decidió que tal vez sería bueno iniciar contactos discretos con el rey español para buscar un acuerdo; y el círculo de portugueses en Londres era ideal para ello.

Como resultado de esta estrategia, en la primavera de 1591 Manuel de Andrada viajó de Londres a Madrid, y luego, una vez allí, se cogió un Cercanías hasta El Escorial. El portugués consiguió una audiencia con el rey, de la que sacó la conclusión de que todas las llamadas a la paz por parte de Felipe no eran sino cortinas de humo que ponía el rey español para así ganar tiempo y rearmarse. Fue ya fuera de la cámara real donde Cristóbal de Moura y Juan de Idiáquez, dos de los hombres del entourage del rey español, le ofrecieron una jugosa recompensa por cargarse a Dom Antonio o hacerlo desaparecer de alguna manera. Andrada, para llevar las cosas más allá, reaccionó preguntando cuál sería la actitud de los españoles si la pieza ofrecida no fuese el pretendiente portugués, sino la propia reina de Inglaterra. Moura le dio respuestas evasivas, pero le regaló un carísimo anillo enjoyado, del que ya volveremos a hablar. Este anillo era un regalo para el doctor López, obviamente la persona que estaba en condiciones de poder asesinar a Isabel.

Casi con seguridad, ante la exhibición del poder económico de los españoles, que, la verdad, los ingleses no podían soñar con emular, Andrada cambió de bando y se ofreció a traicionar a su jefe teórico, Burghley. Sus planes, sin embargo, comenzaron a torcerse. Cuando regresó a Inglaterra, su barco pilló una tormenta brutal y tuvo que recalar en Saint-Malo, desde donde Andrada inició un problemático viaje primero por tierra y luego cruzando el canal en un barco holandés. Tres barcos patrullera del rey francés Enrique IV lo interceptaron en Dieppe. Allí se fijó en él Ottywell Smith, un mercader inglés que había residido en Rouen hasta que los católicos lo echaron de allí, y que era un usual corresponsal de Burghley. A Smith no se le escapó el detalle de que el portugués, que se decía ciudadano leal a la reina, portaba unas cartas de garantía para poder retirar dinero español en Flandes.

Como consecuencia, nada más tocar el puerto de Rye la embarcación en la que Andrada regresó a Inglaterra, el portugués fue arrestado. Andrada se apresuró a informar de dicho arresto a Burghley, y éste envió a Rye a su sirviente Thomas Mills y al doctor López, para que lo interrogasen. En la segunda semana de agosto, finalmente, la mano derecha de la reina tuvo un encuentro personal con Andrada. Aunque el portugués trató de tangarlo con la idea de que había pactado los términos de una paz con el rey Felipe, Burghley, que para entonces conocía a fondo los documentos que traía el espía, se dio cuenta de que todo era un cuento.

Ahora Burghley tenía que actuar deprisa. Si todo se descubría, también se descubriría el desagradable detalle de que había intentado unas negociaciones con el rey español a espaldas de su reina. Así las cosas, pidió una audiencia con Isabel, a la que le contó que Andrada había aparecido inopinadamente en Rye, aduciendo que traía una oferta de paz del rey Felipe. La reina ordenó que Mills realizase nuevos interrogatorios, pero decretó que las actas de los mismos fuesen redactadas en francés y en italiano, idiomas ambos que leía perfectamente, pero no en portugués. Claramente, Isabel comenzaba a pensar que en todo ese asunto se traficaba con información que a ella se le estaba hurtando.

Andrada fue liberado de la prisión y colocado en libertad vigilada en casa de López; pero se las arregló para huir de Londres en abril de 1593, para pasar luego a Calais y a Bruselas. Nunca regresó a Inglaterra, algo que tranquilizaba a Burghley, puesto que el único testigo de sus maniobras orquestales en la oscuridad había desaparecido.

¿El único?

Andrada había vivido semanas con López.

¿Y si...?

Burghley lo hizo muy bien. ¿Levantar él la acusación contra López? Eso sería demasiado directo; podría ser que el médico portugués se coscase de la verdad de las cosas y decidiese largar. Era necesario encontrar un mirlo blanco que se comiese el marrón pensando que era suyo. Y el candidato estaba bien claro.

Tras la cagada en Normandía, Essex no estaba en sus mejores momentos. Contrariamente a lo que él había calculado, seguía alejado de la alta política londinense, de los grandes asuntos de Estado ventilados entre la reina y sus muy íntimos, y con pocas perspectivas de lograrlo. Aquel asunto: el médico personal de la reina implicado en una conspiración con Felipe II para matarla, era todo lo que necesitaba.

Si Essex decidió por sí mismo investigar los rumores que poblaban la Corte sobre las intenciones de Rodrigo López o fue Burghley quien se lo sugirió, eso no lo sabemos con certeza. Pero lo que sí sabemos es que, después de que en esas Navidades de 1593, aquéllas en las que, como hemos contado, la reina era pasto de una grave depresión, Isabel se hubiese mostrado con él cariñosa pero distante; después de aquellos días de celebración en los que parecía quedar claro que el papel de Essex en la Corte era algo así como el de un pavo real exhibido en las audiencias; después de todo eso, digo, el conde de Essex decidió investigar a todos aquellos portugeses que pululaban por Palacio y sus alrededores.

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